domingo, 1 de septiembre de 2019

«L’amore», de Roberto Rossellini, un homenaje a Anna Magnani.



El amor humano y el amor místico: el desgarro de la carne y la fe de los limpios de corazón, los únicos que verán a dios: una obra maesttra.

Título original: L'amore (Ways of Love)
Año: 1948
Duración: 79 min.
País: Italia
Dirección: Roberto Rossellini
Guion: Roberto Rossellini, Tullio Pinelli, Federico Fellini.
Música: Renzo Rossellini
Fotografía: Robert Juillard (B&W)
Reparto: Anna Magnani,  Federico Fellini.

¡Qué desacostumbrados estamos a la magia el cine verdadero, aquel que sabe explorar los recovecos del alma, sea el de una mujer enamorada que acaba de ser abandonada, sea el de una pastora que cree firmemente haber visto a San José, de quien ha quedado preñada, y quien defiende a su hijo como defendió al suyo la Virgen María frente a la incomprensión del resto de fieles de una agrestes y hermosa ciudad italiana de la cota Amalfitana! Uno de los más grandes directores europeos de todos los tiempos, Rossellini, pareja entonces de la actriz, protagonista, Anna Magnani, quiso brindarle un homenaje a quien pasa por ser quizás la más grande actriz del cine italiana, «la Magnani», una institución como «la Callas» en la ópera, por ejemplo. Rossellini le propuso dos retos: La voz humana, de Cocteau -en La ley del deseo Almodóvar rodó un fragmento de ese monólogo, interpretado por Carmen Maura, por cierto-, escrito originalmente para Edith Piaf; y El milagro, una breve historia sobre el embarazo de una pastora pobrísima en los arrabales de la ciudad de Salerno, llena de escaleras que parecen llevar del mar al séptimo cielo. Amor humano y amor divino se juntan, aunque por separado, como las tópicas dos caras de la moneda, para ofrecernos un recital interpretativo de una altura descomunal, mejor, con todo, el segundo que el primero, al menos a mi entender.
         Un dormitorio decorado con sabor a tiempos muy idos, recargado hasta la exasperación, las voces lejanas de la calle o las cercanas de algunos vecinos, un perro (de él), la protagonista y un teléfono. Los amantes que acaban de romper, se entiende que civilizadamente, y se hablan desde orillas lejanísimas, una, fingiendo una normalidad que no existe; el otro, dispuesto a coger un tren que la aleje de ella. A lo largo de esa conversación que sufre diversos cortes de línea la protagonista dará rienda suelta a la vorágine de sentimientos extremos que tendrá que alternar con una fingida entereza que se desgarra dramáticamente cada dos por tres. Medio enferma, aunque nada sabemos de la gravedad de la afección, la escena recuerda vagamente el final de La Traviata, de Giuseppe Verdi, una de las cumbres del melodrama romántico. Ella, en la cama, sujetando el auricular como si tuviera sus manos en la cabeza de él y pudiera llevarla, amorosamente, a su regazo, o agarrándolo con una fuerza crispada que, si estuvieran sus manos alrededor de su cuello, allí mismo lo estrangularía sin compasión, habla desde una negación total de lo que está pasando, intentando no hacer un chantaje emocional a quien la abandona, que la deja por «otra» -prefiguración curiosa de lo que le sucedería con Rossellini, quien, al año siguiente, 1949, iniciaría su sonada relación con Ingrid Bergman, quien, a su vez,  sustituiría como «musa» de su cine a la Magnani. A pesar del famoso «temperamento» y la reconocida y apreciada vena dramática de la Magnani, el monólogo discurre con ese juego de tensiones al que me he referido y que tan bien ejemplifica el dolor de la ruptura amorosa. Hay un cierto tono melodramático de cine mudo en la expresividad de la intérprete, pero ello se deriva, sin duda, del uso generoso del primer y primerísimo plano del rostros, en el que las miradas juegan un papel tan determinante para captar todo aquello por lo que la mujer abandonada está pasando, a una edad, además, que no es ya ni siquiera la segunda juventud…, esto es, cuando el ideal de la convivencia apasionada nos lleva a creer que el milagro del amor es irrevocable.
         El milagro es una narración de carácter neorrealista -recordemos que Rossellini es el «padre» del neorrealismo, con su Roma, ciudad abierta, también protagonizada de forma inmortal por la Magnani- que se entra en una «infeliz» felícisima por su limpieza de corazón, la misma que, según la iglesia, le garantiza la contemplación de dios. En este caso a quien contempla es a un vagabundo a quien confunde con San José, interpretado ¡nada menos que por Federico Fellini!, en su único papel, sin texto además, ante las cámaras. A partir del «encuentro» entre la infeliz y el vagabundo, esta quedará embarazada, sin que en el despertar de la mujer, después de su encuentro con el vagabundo se aprecien los signos externos de una violación, por supuesto, y poco a poco se va convirtiendo, a medida que ella proclama que el padre de la criatura es San José, en el hazmerreír de sus crueles vecinos, quienes la hacen objeto de las más descarnadas bromas, y la persiguen, como se persiguió siempre a los «tontos del pueblo», de forma secular, y ello me hace recordar un texto maravilloso de María Zambrano sobre esa figura popular del «tonto del pueblo». Zaherida y perseguida como si fuera una alimaña, marginada incluso por los marginados con quienes convive en la calle, entre miserias y la escasa caridad ajena, la protagonista, con unos planos en picado de insobornable belleza, va ascendiendo por las empinadísimas escaleras del pueblo, figuración metafórica del monte Calvario por donde ascendió Cristo a la cruz, hacia un convento o ermita construido en lo alto del monte en cuyas laderas se ha excavado el pueblo y donde, finalmente, acabará dando a luz, por más que la criatura siempre queda fuera de plano, aunque ella se saque el pecho para dárselo, todo lo cual acentúa, en medio de ese neorrealismo de la pobreza y la mezquindad, una dimensión mística y misteriosa, al tiempo, que deja a los espectadores en la duda de si todo ha sido una fabulación. La santidad de la ignorancia sí que la representa a la perfección la Magnani, y esa capacidad suya para meterse de forma tan honda en un personaje tan marginal es una bendición cinematográfica para los amantes de las imágenes y de la verdad que resplandece en ellas. ¡Qué interpretación tan majestuosa! ¡Qué capacidad de llevarnos de unos sentimientos a otros, de la ira a la compasión, de la piedad, a la solidaridad, de la caridad al amor, de la generosidad a la inocencia, del agradecimiento al despecho…! Mi Conjunta se preguntaba cuántos espectadores tendría hoy este documento antropológico y esta suerte de exploración galdosiana en un personaje «mínimo» y tan «puro». No soy capa de evaluarlo, pero sí se que todos aquellos que sufrieron el calambre tremendo de la emoción mística con la contemplación de Ordet, de Dreyer, verán esta segunda parte de la película de Rossellini como su alma gemela, mutatis mutandi.  Aún estoy conmovido por el milagro cinematográfico de esta obra maestra…

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