lunes, 9 de septiembre de 2019

«Perversidad» y «Pitfall», de Fritz Lang y André de Toth, o las palabras mayores del «noir».



Un remake de La chienne, de Renoir -con ese actor descomunal que es Michel Simon- y una sólida trama, no estrenada en  España, en torno a una de las grandes mujeres fatales de Hollywood: Lizabeth Scott.
  



Título original: Scarlet Street
Año: 1945
Duración: 103 min.
País: Estados Unidos
Dirección : Fritz Lang
Guion : Dudley Nichols (Novela: Georges de La Fouchardière, André Mouézy-Éon)
Música: Hans J. Salter
Fotografía: Milton R. Krasner (B&W)
Reparto: Edward G. Robinson, Joan Bennett, Dan Duryea, Jess Baker, Margaret Lindsay, Rosalind Ivan, Samuel S. Hinds, Vladimir Sokoloff.

Título original: Pitfall
Año: 1948
Duración: 86 min.
País: Estados Unidos
Dirección: André De Toth
Guion : André De Toth
Música: Louis Forbes
Fotografía: Harry J. Wild (B&W)
Reparto: Dick Powell, Lizabeth Scott, Jane Wyatt, Raymond Burr, John Litel, Byron Barr, Jimmy Hunt, Ann Doran, Selmer Jackson, Margaret Wells, Dick Wessel.

Es muy probable que El ángel azul, de Sternberg, haya sido el modelo tanto de La chienne, de Renoir, como de Perversidad, de Lang, pero un año antes lo fue de La mujer del cuadro, del mismo Lang, de la que esta Perversidad podría considerarse un intento de repetir el enorme éxito de la primera, considerada una de las joyas del cine, y con razón. Lo que no podemos aceptar es que, por repetir equipo en la fotografía y en el cuadro de actores, y en parte sólidos motivos de la trama, Perversidad sea considerada una obra menor u oportunista. No se trata solo de que tiene un entidad propia muy notable, con la impronta típica del cine de Lang, y con unos encuadres formidables, sobre todo del apartamento donde ella consuma su relación con su “chulo” ante la impotencia del artista a punto de lograr el sueño de todos: la fama y el dinero.
La trama de Perversidad sigue una línea distinta, obviamente, de sus predecesoras, excepto de La chienne, de la que sí puede considerarse remake, y sus giros de guion, sobre todo por lo que afecta a la dimensión de la suplantación artística -una temática que nos acerca, a la inversa sexual, al modelo de Big Eyes, de Tim Burton-, cuando el éxito repentino de los cuadros del cajero de una empresa hacen que se coticen como destellos de un nuevo genio contemporáneo. El chulo, un Dan Duryea excepcional, como casi siempre en sus actuaciones, se empeña en suplantar con su pupila al viejo cajero y hacer creer a los críticos de arte que es ella la gran artista. El cómo se las arreglará después para salir del embolado no es algo que a un pícaro descerebrado le quite el sueño, desde luego. Hemos e volver atrás, sin embargo, para advertir que una noche de borrachera en la que el proxeneta le intentaba quitar el dinero a su pupila, apareció el «empleado modelo», que venía de una celebración de sus muchos años de fidelidad a la empresa, para derribar al chulo e ir corriendo a buscar al policía de barrio -¡esa figura mítico-nebulosa que han prometida en España todos los gobiernos, el nacional y los municipales, sin que nunca hasta hoy la hayamos visto!- para que efectúe el arresto correspondiente. Desaparecido cuando llegan, la protagonista envía al policía por la dirección contraria de por la que huyó su chulo, acepta un café del extraño y ahí comienza una carrera de extorsión y engaños que culminará con la insinuación de que si el enamorado cajero no estuviera casado…, lo cual complica la trama en varias direcciones: el del matrimonio de él con la viuda de un policía cuyo cuerpo jamás se rescató de las aguas donde su deber le hizo saltar, y el de él mismo con los robos a la caja de la empresa para financiar su «aventura galante». Es posible que esté en el recuerdo de muchos lectores esta historia llena de giros imprevisibles, pero verosímiles, por descontado, que eleva la complicación en un tour de force del que los guionistas salen de forma brillante. La irrupción de los cuadros, de notable realización entre naíf y surealista, culmina en el retrato -en realidad autorretrato, claro, porque el viejo cajero está encantado de que sea ella quien firme sus cuadros…- de ella, que da pie a ciertas tomas espectaculares, made in Lang. En cualquier caso, la atmósfera, la angustia generada por la personalidad apocada y apasionada al tiempo del protagonista, un experimentado Edward G. Robinson en un papel diríase que inventado para él, hecho a medida, y el normal desarrollo de una trama de intriga que deriva en una trama moral, dado el desenlace del triángulo amoroso, todo ello hace de Perversidad una película que nada tiene que envidiarle a La mujer del cuadro, con la que guarda obvias semejanzas, pero tantas diferencias como para ver ambas en una excelente sesión doble.
En este caso, esa sesión doble la he completado yo, sobre la cinta corredora, con la visión de una película no estrenada en España, Pitfall, de un cineasta tan peculiar como André de Toth, cultivador con éxito de varios géneros, aunque sobresaliente en el del far west, La mujer de fuego, en el de terror, Los crímenes del museo de cera y en el del cine negro, como esta película lo demuestra. En YouTube puede verse en VO sin subtítulos, pero se sigue excepcionalmente bien, porque el trío protagonista, Dick Powell, Lizabeth Scott y Raymond Burr tienen una dicción de alta escuela que cualquiera con un nivel medio alto de inglés puede seguirlos con facilidad. Y la trama es tan sencilla como redonda la película, en la que el poso de nihilismo e insatisfacción se va colando desde el inicio, cuando el marido, un agente de seguros, sale de su casa de mal humor por tener que ajustarse a una rutina que le tiene aburrido. A través de un detective a quien contratan para trabajos esporádicos, entra en contacto con una mujer a quien ha de embargarle piezas por valor de hasta 10.000 dólares, que es la cifra que la agencia de seguros le ha de cobrar al detective.
A partir de ese momento, la presencia radiante, misteriosa, de voz de seda rasgada, de Lizabeth Scott se apodera de él con una fuera de seducción directamente proporcional al aburrimiento marital que atravesaba. No se puede esperar que el malvado Raymond Burr, a quien contrataría Hitchcock por actuaciones como la de esta y otras muchas películas de cine negro que cimentaron su leyenda de «villano» por excelencia, y de la que intentó redimirse, ¡y lo logro!,  con la televisiva Ironside; no se puede esperar, digo, que el malvado Burr, enamorado hasta las cachas de esa mujer, le deje el terreno libre a un alfeñique y empleaducho de una agencia de seguros. A medida que la trama se va complicando, por la insistencia del protagonista en velar a su esposa las verdaderas razones de por qué ha sido brutalmente golpeado o por qué espera en la casa, a oscuras, que alguien venga a matarlo, la intensidad de la película va en aumento, y la tensión le garantiza al espectador un auténtico final dramático.
Hay en Pitfall un gusto exquisito por la puesta en escena y, sobre todo, por un sinfín de detalles que generan una atmosfera llena de sensualidad, temor y angustia que contrastan con la tensión básica en la que se debate el protagonista: una mujer bellísima y enamorada de él -un papel pequeño que Jane Wyatt cumple a la perfección, ¡qué momentón cuando sale a la acera, advierte el coche parado de la «rival» frente a su casa y le pregunta si busca a alguien -con esa manera delicada y firme de leona que defiende su guarida-, antes de que la rival balbucee que se ha equivocado de calle. En el extremo opuesto ha de contabilizarse cuando, en un paseo en una fueraborda, la seductora Scott invita a cambiar su puesto con el copiloto para que este, el protagonista, disfrute de la conducción…
No quiero adelantar nada de la trama porque la aparición súbita de un «novio» de la protagonista a punto de salir de la cárcel la complica de tal modo que la evolución que habíamos visto hasta ese momento pierde sentido y nos abrimos a la posibilidad de que pase cualquier cosa. Pero eso ha de verlo ya cada cual. Como en tantos y tantos ejemplos de cine negro, también aquí se «margina» a la policía en todo lo relativo a lo que está sucediendo, porque los protagonistas creen que pueden «manejar» la situación. En fin, se trata, ya se advierte, de una suerte de película de serie B con un reparto de A y con un director de A+, pero ignoro por qué estrechez moral de los censores no se creyó oportuno que nos «emponzoñáramos» con tanta perversidad moral… Dick Powell, ya entrado en años, da perfectamente el tipo de empleado hastiado y aburrido, a pesar de la suerte de tener un matrimonio envidiable, e interpreta con total propiedad al ser que se deja seducir por un modelo de mujer en las antípodas de la suya, como si fuera la promesa de una vida llena de excitantes aventuras que estaba esperando que llamase a su puerta para coger el portante y desaparecer. No es, pues, un thriller al uso, en el que el caso se lleva todo el interés de la trama: hay un personaje en crisis que entra en el caso y sale de él sufriendo una transformación que no dejará indiferentes a los espectadres. Lizabeth Scott no es una «femme fatale» al uso, porque tiene un empleo y sabe organizarse la vida, por más que tenga la tendencia irrefrenable hacia el lado oscuro de la vida que no le granjea sino insatisfacciones, de ahí su desengaño cuando el príncipe azul que cree que acaba de descubrir en la figura del empleado es un hombre casado… De Toth dibuja nítidamente los conflictos individuales de los dos protagonistas y sabe cómo articularlos con la trama de modo que la potencien hasta un final sobre el que, ¡faltaría más!, me niego a decir ni mu. ¡Que Vds. La disfruten!


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