lunes, 11 de noviembre de 2019

«El crack cero», de José Luis Garci o el adiós por principio.



Los inicios de dos películas colosales con el mejor Alfredo Landa/Carlos Santos imaginable, entre otros. El crack cero o un homenaje a la memoria…, es decir, a la imposibilidad de olvidar.

Título original: El crack Cero
Año: 2019
Duración: 122 min.
País: España
Dirección: José Luis Garci
Guion : José Luis Garci, Javier Muñoz
Fotografía: Luis Ángel Pérez
Reparto: Carlos Santos, Miguel Ángel Muñoz, Luisa Gavasa, Patricia Vico, Pedro Casablanc, María Cantuel, Macarena Gómez, Belén López, Raúl Mérida, Cayetana Guillén Cuervo, Luis Varela, Ramón Langa, Andoni Ferreño, Alfonso Delgado, Jacobo Dicenta, Samuel Miró, Susana Paz, Jero García, Daniel Huarte.

Le tengo manía a la palabra precuela, me suena al viejísimo café de recuelo de antes del desarrollismo/landismo… Hablemos de la genealogía del héroe fílmico, de sus inicios antes de devenir un clásico de nuestro cine de detectives, con una legendaria producción, sobre todo en los años 50, que convendría revisar más ordenadamente de como lo ha hecho La noche del cine español. Se impondría otro programa similar, pero agrupando los títulos por géneros. En cualquier caso, El crack cero nos cuenta los orígenes profesionales de Germán Areta y se agradece que Garci lo haya hecho con tanto estilo y con tanto cariño por su personaje, por Madrid, por la Historia y por sus espectadores. En esta película nos damos cita los cultivadores de la memoria, los amantes del noir, los fieles al cine español y los amantes de las películas que remiten al cine como un eje cardinal de nuestras vidas. Sí, en cine de repesca de estreno en Barcelona, a las 22’30h éramos seis espectadores selectos.
«Cuadros para una exposición», se me pasó por la cabeza titular la crítica, a la vista de la técnica que ha escogido el autor para componer esas miniaturas detallistas y perfectas con que nos va contando la historia intercalando un recitativo de imágenes de Madrid traídas de las otras dos películas, a modo de bajo continuo que nos permiten, como un “fundido en urbe”, en vez de “en negro”, pasar de unos a otros cabos de la historia muy ramificada que se nos cuenta y que empieza, como mandan los cánones, con la visita de una mujer de soberbia estampa dispuesta a pagar lo que sea para que se esclarezca la verdad de una muerte calificada por la policía como «suicidio» y que ella sospecha que ha sido un asesinato.
A partir del «caso», y tras un comienzo de la película que nos remite con una intervención desdichada de Areta a las otra dos películas posteriores a esta, se nos va a ir desgranando no solo la vida de Areta, su relación con «El abuelo» -Bódalo se ha manifestado imposible de ser replicado, aun a pesar del excelente trabajo de Pedro Casablanc, magistral en la narración futbolística con la moraleja de las tres íes-, la historia un tanto teatral de uno de sus amores, la relación familiar con el barbero Rocky o las brillantes intervenciones de Miguel Ángel Muñoz y Luisa Gavasa (¡Qué voz, la de esta mujer!) que le dan vida a una oficina llena de ella con una naturalidad que no siempre se halla presente en otras escenas de la obra.
Compuesta, pues, como pequeños cuadros medidos hasta el último detalle y ofrecidos, toda la película, en realidad, con una suerte de negro roto -del mismo modo que hay un blanco roto- algo penumbroso, la película acusa cierto estatismo que le resta algo del dinamismo que tenían las dos entregas anteriores. Diríase que Garci está homenajeando no tanto a sus anteriores obras cuanto a lo que para él son los cánones del cine negro y sus constantes. En este caso, el blanco y negro, la luz tamizada, las gabardinas, los billares, los gimnasios de boxeo, los combates, el permanente humo de los cigarrillos, una hermosa disquisición literaria sobre el Dry Martini, los diálogos acerados, cortantes, llenos de réplicas/uppercut tras un prolongado intercambio de jabs de control, el erotismo en este caso insinuado, el sentido del humor sin estridencias, etc. Es decir, cada uno de los planos de la película está estudiado al máximo para optimizar la creación de una atmósfera propia del cine negro y homologable al original del que nuestras películas de detectives son un simulacro con mayor o menor fortuna.
Como toda buena película de detectives que se precie, se encadenan los interrogatorios de los testigos y sospechosos con una habilidad magnífica para evitar dar las pistas suficientes que lleven a los espectadores a la búsqueda del asesino, aunque sí que se dan las necesarias para desviar la atención y que luego el desenlace nos sorprenda.
Germán Areta es un hombre introvertido, parco en palabras, escéptico y con un punto de nihilismo que en esta película se explica pero sin excesivo énfasis. Es interesante el cuidado con que ha evitado Garci el amaneramiento o la cursilería de la relación de Areta con su pareja, con la que tiene una escena muy afortunada en la habitación de un hotel. He de apresurarme a decir que del mismo modo que la verosimilitud e intensidad de María Cantuel marcan el contundente realismo de la relación de ambos personajes, el resto del reparto contribuye esencialmente a la buena marcha de la película y a conferirle la calidad que nos permite seguirla con absoluta complicidad. A mí me ha recordado, por ejemplo,  el noir de Borau, Crimen de doble filo, cuya crítica titulé, en su día, «Ophüls en Chamberí»…, por la exquisitez de los movimientos de cámara del director. En El crack cero, sin embargo, Garci ha optado por la cámara estática en planos fijos que  se ajustan perfectamente a la labor de investigación y a las entrevistas en las que el personaje se «desnuda» ante el espectador.
Lo que más va a sorprender al espectador es el modo de caminar de Santos, que remeda los de Landa -acaso sin habérselo propuesto- con una exactitud total, y no pocas veces, enfocado por detrás mientras este camina, se duda de si estamos ante un prodigioso viaje en el tiempo a lo imposible o ante una simulación maravillosa de un Areta que se nos quedó incrustado en la retina en sus dos apariciones posteriores.
Garci ha situado la historia en los meses de la agonía y muerte de Franco, un momento de incertidumbre histórica y social, aunque Areta elige la esperanza hacia el futuro, por más que él esté implicado en casos que, como el de la película, nos permiten conocer las debilidades humanas que en modo alguno están relacionadas con los regímenes políticos en los cuales se manifiestan. Las atmósferas de la película, desde la escena del bar donde Areta juega al mus con «los suyos», hasta cada una de las que nos permiten seguir la trama, como la sastrería de lujo, la comisaría de policía o el bar en el que se entrevistan, él y “Moro” -perfecto sustituto de Rellán, por cierto-  con la «estrella» del rock patrio, el único cabo de la historia que queda algo deslucido por la chulescohistriónica interpretación que han escogido, aunque chirría no poco la dimensión de big star que se le adjudica al protagonista en aquella España del 75 en la que un fenómeno así aún no se había dado; lo más cercano fue el numero 1 de Miguel Ríos con el Himno a la alegría de Beethoven, pero ni de lejos le dio para haber podido tener una dimensión como la que se le adjudica de forma incongruente a la estrella musical de la película. Ello no es un óbice, sin embargo, para que la película progrese con total virtuosismo fílmico hacia el desenlace en el que se acaba mezclando la doble trama ajena e íntima que acaba confluyendo en Areta.
En suma, un dignísimo cierre de una trilogía que suponemos acabada con esta nueva entrega, para felicidad de los admiradores de las dos anteriores, quienes renovaran aquella felicidad con la presente.

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