sábado, 7 de diciembre de 2019

«La diligencia» y «El sol siempre brilla en Kentucky», de John Ford o la excelencia.




Dos muestras del mejor Ford para un programa doble que va del western icónico a la tragicomedia costumbrista o cómo John Ford es todo un mundo único y privilegiado del Séptimo Arte.

Título original: Stagecoach
Año: 1939
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Dudley Nichols (Historia: Ernest Haycox)
Música: Varios (canciones populares americanas siglo XIX)
Fotografía: Bert Glennon (B&W)
Reparto: John Wayne, Claire Trevor, Thomas Mitchell, Andy Devine, George Bancroft, Donald Meek, Louise Platt, John Carradine, Berton Churchill, Tom Tyler, Tim Holt.

Título original: The Sun Shines Bright
Año: 1953
Duración: 90 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Laurence Stallings (Historia: Irvin S. Cobb)
Música: Victor Young
Fotografía: Archie Stout
Reparto: Charles Winninger, Arleen Whelan, John Russell, Stepin Fetchit, Russell Simpson, Ludwig Stössel, Francis Ford, Paul Hurst, Mitchell Lewis, Grant Withers, Milburn Stone, Dorothy Jordan, Elzie Emanuel, Henry O'Neill, Slim Pickens, James Kirkwood, Ernest Whitman, Trevor Bardette, Eve March, Hal Baylor, Jane Darwell, Ken Williams, Clarence Muse, Mae Marsh.

Es un atrevimiento, lo sé, escoger dos peliculones de Ford para hacer una reseña que, si siguiera plano a plano de las decenas de ellos que debería comentar,  sería la más larga de la historia de las críticas cinematográficas, porque estamos ante dos obras maestras. Una de ellas, célebre y tan amada por el gran público como por los cinéfilos, La diligencia; la otra, quizás desconocida para el gran público, y solo valorada por una parte de los cinéfilos, no todos, aunque ha de decirse que aquí el aval de su notoriedad nos lo ofrece el propio Ford, que la consideraba una de sus mejores películas, si no la predilecta: El sol siempre brilla en Kentucky.
         Ford dirigió más de 140 películas, y unas 60 de ellas en la época muda, lo que significa que “haber visto su obra” exige una dedicación cuyo sujeto aún estoy por conocer. Pensemos que antes de adoptar su definitivo nombre profesional -a él le horrorizaría que alguien se refiriera a él como «nombre artístico»-, John Ford, dirigió 43 películas en las que firmaba como Jack Ford, que era el hipocorístico con el que lo trataba su familia. Confieso que, andando el tiempo, y al ritmo que voy viéndolas, no me importaría tener esa medalla en mi historial de aficionado: haber visto “la filmografía completa” del maestro (de momento llevo 28, pero ahora que tengo “un objetivo”, es posible que esa cifra vaya creciendo sustancialmente, porque siempre es el momento oportuno para ver “un Ford”).
 Es evidente que en tan ingente cantidad de películas ha de haber de todo, pero solo he de decir que la que Ford consideraba la peor de cuantas había dirigido, The world moves on («Paz en la Tierra»), a mí me parece llena de aciertos. Él, sin embargo, renegó de ella, aunque no llegó a exigir que se retirara su nombre de los títulos de crédito, como sí han hecho otros directores de menor talento que el suyo. En sus errores y en sus aciertos, Ford siempre se consideró un “artesano”, no un “artista”, y de ahí el eminente valor de su trabajo.
Me he extendido en la introducción, quizá en parte porque La diligencia es una película que tendrán fijada en la retina los buenos aficionados al cine. Es un western -él, Ford, se presentaba así: Soy John Ford y dirijo westerns…-, pero va mucho más allá de los simples esquemas argumentales de ese género para ofrecernos un depurado estudio de psicologías muy diversas que coinciden en una suerte de espacio cerrado donde acaban generando un microcosmos en el que vemos lo peor y lo mejor de los seres humanos, sobre todo en circunstancias difíciles. Que la diligencia, un icono del género, sea el espacio elegido por el director para encerrar a esos seres como si se tratara de un laboratorio en el que experimentar con las pasiones humanas, permite un ejercicio de estilo para los encuadres que sorprenderá a quienes crean que el cine de Ford es esencialmente narrativo y que desdeña la descripción y los entresijos psicológicos de los personajes: la película, en ese espacio, progresa a través de miradas, pequeños gestos, silencios, y un sinfín de reacciones que perfilan con precisión de cirujano las almas nobles y perversas que viajan en ese teatro del mundo ambulante en que nos sumerge Ford.
Arranca la película con la «expulsión» del pueblo de una prostituta y la huida de un doctor borrachín que ya no puede pagar su alojamiento: ambos son los «héroes» escogidos por un director a quien siempre se ha calificado de ultraconservador y en quien yo siempre he visto una piedad y una solidaridad con los fracasados y los marginados sociales que ya me hubiera gustado ver en otros directores de reconocida «militancia izquierdista». Un enigmático jugador profesional, un representante de güisqui, un banquero que huye tras robar su propio banco, la mujer embarazada de un militar con quien quiere reunirse y, a mitad de camino, la aparición de un fugado de la cárcel, Ringo,  que se dirige a Lordsburg, el destino de la diligencia, para ajustar cuentas con los asesinos de su padre y de su hermano , además del bonachón conductor y del sheriff que quiere detener a Ringo, el fugado, completan la nómina de una suerte de road movie a lo largo de la cual, con sus diferentes paradas de avituallamiento, se nos ofrecerá una disección psicológica notabilísima que nos atrapará de un modo absoluto. Ford se caracteriza, además de por sus deslumbrantes soluciones visuales, por la picardía y el ingenio de unas réplicas que nos permiten, indirectamente, acercarnos a su propia manera de entender el mundo. ¡Qué actualísimo resulta el discursito del director del banco que reclama una «América para los americanos», poco menos que el America first de Trump, y una política económica «que no grave con impuestos la actividad comercial»… La respuesta del doctor borrachín -cuya intervención, posteriormente, será decisiva para ayudar en el parto a la estirada pasajera que desprecia moralmente a Dallas, la prostituta, de quien, por el contrario, acaba enamorándose Ringo, el joven campesino arrastrado por la venganza- es antológica: Más cogorzas, es lo que necesita este país… En labios de un fracasado, pudiera parecer una justificación de la sordidez, pero frente a quien lo dice es una exaltación de la auténtica libertad. También es recriminado, el doctor borrchín or ir fumando un puro que molesta a la señora embarazada, y el pobre hombre tiene una respuesta magistral: Soy tan indulgente conmigo mismo, que nunca creo que pueda molestar a los demás…, y acto seguida, claro está, se deshace del Agente intoxicador…
La diligencia es la primera película rodada por Ford en Monumental Valley, un territorio que haría suyo para otras películas tan o más importantes que La diligencia, como Pasión de los fuertes, sin ir más lejos, y en ambas hay no pocos planos que se repiten, como no podía ser de otro modo. Recordemos, a título cinéfilo, que en la continuación de Amanece que no es poco, de Cuerda, Tiempo después, es el paisaje de Ford, este de Monumental Valley,  el que vemos fuera del edificio/estado en el que transcurre la acción. La épica del género -aunque aquí nos movamos más en el cine psicológico que en el de acción- tiene en esta puesta en escena natural una seña de identidad imprescindible, y Ford sabe explotar la simbiosis paisaje/aventura humana de un modo excepcional. Cada uno tendrá sus planos, está claro, porque no hay ni uno solo que no se haya rodado con una precisión y una intención que convierten la película en una suerte de lección cinematográfica que ha de ser vista para poderse dedicar al oficio, pero hay uno en que la diligencia ha de remontar una suerte de duna, girando levemente hacia la derecha, al coronarla, que exige un esfuerzo de los caballos perfectamente encuadrado por el director, y que transmite una belleza más allá de los gustos particulares. Ya digo, no es un plano fundamental en el desarrollo de la acción, está claro, pero si en un plano «de transición» Ford es capaz de conseguir semejante belleza, no nos extrañamos de que otros, como la presentación de Ringo, con un zoom de acercamiento al rostro del personaje que no excluye un desenfoque que suena a error convertido en acierto, rezumen tantísima emoción y belleza.
Esa presentación de Ringo es algo así como una epifanía, porque Ford descubrió en Wayne un actor fetiche, y aquí está tratado con honores de gran estrella, a pesar de su juventud e inexperiencia. De hecho, fue el inolvidable secundario, Thomas Mitchell, quien se llevó un Oscar por la película. El plantel de actores es espectacular, porque todos ellos, sin excepción, contribuyen a ese poderoso realismo de Ford, conseguido gracias a sus buenos repartos y a la aparición de auténticos devoradores de pantalla, como el propio John Carradine, que compone un personaje de tahúr entre vampírico y galán algo más que notable.

Los hipotéticos lectores de estas líneas acabarían odiándome, si sigo desgranando las infinitas virtudes de una película de la que ignoro qué número ocupa en esas clasificaciones de las mejores películas de la Historia del cine, pero a buen seguro que debería figurar en los más altos puestos.  Por eso acabo con una anécdota que me ha facilitado un crítico en Filmaffinity: el plano de las cartas que abandona sobre la mesa de la partida de póker uno de los tres hermanos a quienes busca Ringo, doble pareja de ochos y ases, es llamada en el argot de los jugadores «la mano del muerto», lo que implícitamente, con una refinada prolepsis, nos viene a indicar que los tres hermanos no e van a librar de que les dé Ringo su merecido, como en efecto sucede. La historia es propia de los muy aficionados al mundo legendario del western. Un pistolero, jugador e incluso Marshall, James Butler Hickock, más conocido como Wild Bill fue asesinado por la espalda en plena partida cuando tenía esas cartas en la mano.
A diferencia de la película que acabamos de ver, El sol siempre brilla en Kentucky podríamos incluirla en ese otro género que cultivó Ford, a medio camino entre la comedia y el melodrama, con una delicadeza y una sabiduría proverbiales. En la vida cotidiana de pequeñas comunidades con personajes muy marcados, en este caso un juez, el juez Priest, un excombatiente sureño, que aspira a la reelección frente a un yankee que parece haberle comido el terreno electoralmente, Ford se mueve con una soltura que parece velar las poderosas corrientes sociales de fondo que siempre se agitan en sus películas, sean lo livianas que aparentemente puedan parecer que son. La película puede considerarse, al parecer,  un remake de otra que había dirigido Ford con el mismo persona El juez  Priest, de 1934, y que aún no he visto, aunque ya dije antes que me he puesto la tarea de verlas todos, luego ya volveré a esta crítica en su día para confirmarlo o desmentirlo. El tono vitalista, amable y hasta cierto punto estrafalario que rige la ida de muchos de los personajes de la película no esconde, como decía, que la trama nos ofrezca verdaderos momentos espectaculares, como la infundada acusación de abusos sexuales a una niña blanca por parte de un adolescente negro que simplemente pasó por el lugar de los hechos. Retenido en la cárcel, mientras se sustancia la investigación pertinente, los hombres del pueblo se presentan en las puertas de la prisión para linchar al joven negro. En ese momento se obra una de esas maravillas de las películas de Ford -¡él, a quien incluso se le tildó de racista!- y asistimos a una secuencia inmortal en la que el juez, solo ante los linchadores, traza una línea en la arena con su paraguas y, desenfundando una pistola, amenaza con matar a quien la traspase en defensa del principio de la legalidad y del juicio justo que habrá de tener el inculpado, sea negro o blanco. ¡Fantástica, la escena! Y preciso y contundente el modo como la oratoria de un juez  punto de ser «descabalgado» de su representatividad institucional por la elección que se celebra a los pocos días construye un alegato en defensa de la Justicia frente a la arbitrariedad del tomarse «la justicia por su mano» de las multitudes. No olvidemos, sin embargo, que estamos ante una comedia, en su mayor parte, y que las sesiones del tribunal donde imparte justicia el juez son literalmente desternillantes, así como la asociación de excombatientes sudistas a la que él pertenece y que, sin embargo, no interfiere en su concepto de país unitario: Un país, una bandera, defiende él cuando los abolicionistas reclaman que les ha sido robada una bandera. Su discurso, «no hagamos política», dice, superando el conflicto entre ambos bandos es un modelo de integración política que no está reñida con el poderoso sentimiento de pertenencia a los vencidos Confederados. A lo largo de la trama acabará imponiéndose un segmento narrativo en el que se nos habla de la llegada al pueblo, para morir en él, de la madre de la maestra, quien ha crecido siempre en la ignorancia de quiénes fueran sus verdaderos padres. La revelación de ese amargo secreto constituye un hilo narrativo de la película muy potente, dada la condición de meretriz de la madre. Charles Winninger interpreta al juez Priest en su único papel protagonista, en la línea interpretativa del otro gran actor que interpretó la primer versión, Will Rogers. Ford siempre ha tenido predilección por ese tipo de actores que parecen haber nacido, para engrandecer cualquier película desde su admirable función de secundarios de lujo, y siempre, a lo largo de su vida director, supo elegir a los indiscutibles que alguna vez, como en este caso, se aupaban a un protagonismo que acaso hubieran merecido mucho antes. La película, de ambiente sudista, está llena de escenas cotidianas contempladas desde la perspectiva de un humor socarrón y nada agresivo que satisfará sin duda a quien decida verla -está en Filmin, la mejor plataforma para ver el mejor cine-. Es famoso el cortejo fúnebre que recorre el pueblo tras el ataúd de la prostituta, finalmente honrada y enterrada con toda pompa y circunstancia por decisión del juez; un cotejo al que se van sumando los protagonistas para acabar con una ceremonia en la que los espirituales negros añaden una banda sonora espectacular.
¡Qué habilidad, la de Ford, para conectar con el espíritu popular y tocar la auténtica fibra de la sensibilidad, que no del sentimentalismo vacuo o grandilocuente! Aunque suene a desatino, hay un cine popular español, de los años 40 y 50, que a mi modesto entender, ha bebido de esa manera fordiana de tratar los asuntos sociales, y ahí está, como antes destaqué, el homenaje de Cuerda en su última película. Se vea como se vea, nadie que se siente a verla quedará decepcionado y sí con el regusto de haber visto una obra maestra de los auténticos buenos sentimientos y del espíritu de Justicia, que no una muestra banal del buenismo que todo lo pudre en nuestros días.





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