lunes, 9 de diciembre de 2019

«Mouchette», de Robert Bresson o «el» dolor.



La pobreza severa, la marginación social y la maldad como tibia respuesta: Mouchette o la desolada crónica objetiva de la humillación y la desesperación.

Título original: Mouchette
Año: 1967
Duración: 78 min.
País: Francia
Dirección: Robert Bresson
Guion: Robert Bresson (Libro: Georges Bernanos)
Música: Jean Wiener
Fotografía: Ghislain Cloquet (B&W)
Reparto : Nadine Nortier, Jean-Claude Guilbert, Jean Vimenet, Marie Susini, Marie Cardinal, Paul Hébert.

Hay películas que te abren heridas de difícil cicatrización… Mouchette, como la casi totalidad del cine neorrealista italiano, es una de ellas. Bresson utiliza la severa caligrafía del distanciamiento,  a través del mutismo de la protagonista humillada, para, en desoladora acumulación de episodios, a cual más mortificador, construir una de las historias más tristes que me ha sido dado ver en e cine, y he visto no pocas, porque desde La ruta del tabaco, de Ford, hasta Alemania, año cero, de Rossellini, pasando por la estremecedora  Dodes 'Ka-Den, de Kurosawa o Mi tío Jacinto, de Ladislao Vajda -una de las muchas joyas que nos permitió descubrir aquel maravilloso programa Historia de nuestro cine que va exigiendo ya una reposición inmediata, agrupando las películas por géneros… e incluso descubriendo nuevas películas olvidadas-, es larga la lista de películas que han descrito los horrores de la condición humana.
Mouchette, con unos fabulosos actores no profesionales, y el sorprendente hallazgo de Nadine Nortier, que interpreta su papel con un poder de convicción y una expresividad mayúsculos, es la máxima expresión de la sencillez narrativa,  y la historia que en ella se cuenta es tan vieja como el mundo, porque es la historia de la humillación de los desposeídos en una pequeña comunidad rural donde todas las iniquidades parecen tener asiento. El mundo rural de Las ratas, de Delibes, o de Los santos inocentes, sería, en cierta manera, un correlato que el espectador que quiera hacerse una idea de la película tiene a su alcance para calibrar con propiedad el drama al que asistimos. Diríase que una situación tan dramática habría de remontarse a tiempos decimonónicos,  como la vida de los campesinos de Novecento de Betolucci, pero la aparición de varios signos de la «modernidad», como los coches o las atracciones de feria nos indican que el autor la sitúa o en el año o muy cerca del año de su filmación, 1967, lo que añade aún más dolor, si cabe a la aciaga historia de la protagonista.
Mouchette es la hija de una familia pobre cuyo padre se dedica a la venta clandestina de vino y cuya madre yace en el lecho, tan bella como enferma y pronta a morir. Añadamos a ello que ha de cuidar de un hermano menor de escasos meses y tendremos un panorama que acaba de completar el desprecio que sufre por parte de sus compañeros de colegio, al que acude puntualmente con su cartera, componiendo una estampa de la dignidad humillada muy difícil de soportar para el espectador ante el que se representa tanta crueldad y un destino tan adverso. Además, friega los platos en la taberna para contribuir a la depauperada economía familiar.
Sí, claro, hay también, en ese piélago oscuro de la vida chata y primitiva de las aldeas, algún rasgo de generosidad que nos permite deshacer el nudo en la garganta, como cuando un ángel pone en su mano una ficha de la atracción de los coches de choque y ella disfruta de una suerte de “paréntesis en la realidad” que le permite, a través de un coqueteo en la pista con otro joven, aislarse de su drama y sonreír por primera y única vez a lo largo de toda la película, por más que la escena no sea más que una metáfora de los muchos choques que ella va sufriendo a lo largo de toda la película; pero, en términos generales, Mouchette no suele aceptar la caridad de buen grado, por lo que tiene de humillación.
Cada día, al salir de la escuela, suele esconderse para lanzar barro y piedras a las compañeras que se burlan de ella, las jovencitas que tienen ya un galán que las viene a buscar en la VeloSolex, y, en general, no pierde ocasión de manifestar explícitamente una buena parte del resentimiento que ha ido acumulando. Habla poco o nada, eso sí, porque Mouchette, «mosquita», es una persona absolutamente introvertida y, en cierta manera, sumisa, porque, acaso amedrentada por el maltrato del padre, cumple con sus obligaciones con total obediencia.
Mouchette acaba mezclando su destino con el del enfrentamiento entre el guarda forestal y un cazador furtivo que se disputan el amor de la muchacha que atiende la barra del bar de pueblo, una suerte de triángulo casi inverosímil. Así comienza, de hecho, la película, con el furtivo sembrando trampas en las que caen los animales y el guarda liberándolos. Un día de tormenta en que Mouchette se retrasa y se le echa la noche, decide internarse en el bosque para regresar a casa, pero  le pilla la tormenta y se cobija bajo un árbol. Esa noche oye varios disparos y luego se encuentra con Arsène, el furtivo, quien la lleva a su cabaña para resguardarla y con quien, más tarde en su casa, acabará pasando la noche. La relación entre ambos pasa por la solidaridad incondicional de la niña con el furtivo, a quien jamás denunciaría por nada del mundo. Hay una mezcla insólita de orfandades en ese encuentro al que se le suma el ataque epiléptico que sufre el furtivo ante la niña. Esta, finalmente, lo cuida y le canta la canción que se negaba a cantar en el coro de la escuela, para desesperación de su profesora y el maltrato correspondiente, lo que le induce a llorar de una manera torrencial. Esa es una de las defensas de Mouchette, el llanto purificador.
El encuentro entre el furtivo y la niña se complica cuando el primero no acaba de estar muy seguro de que la niña respaldará su versión de que tanto él como el Guarda estaban bebidos y que no hubo disparos intencionados contra nadie en esa noche literalmente de rayos y truenos en que cree haber matado al Guarda. Arsène, mira, de repente a la niña con ojos lascivos y, aún recuperándose de su ataque epiléptico, se abalanza sobre ella, quien se resiste hasta que, en un momento dado, abraza a su acosador como una bienvenida, convirtiendo una violación en el encuentro con el deseo, a juzgar por cómo, después, con orgullo, ella responde que Arsène es su «amante», a pesar de la indignación que vibra en su respuesta.
La muerte de la madre precipita la narración hacia uno de los finales más líricos y dramáticos que hayan sido rodados en el cine y sobre el cual les ahorro a los numerosos espectadores que deseo para esta película excepcional la descripción que me tienta. Vuelve a aparecer la caza y su crudeza como metáfora de la vida de la niña, en unas imágenes en las que no se advierte ningún truco ni cartón, la verdad.
La dirección objetiva de Bresson, quien deja que los actores lleven el papel de la representación con su desbordante naturalidad, es de una delicadeza respetuosa con el drama terrible al que asistimos. El blanco y negro de buena parte de la película, la puesta en escena en los decorados realistas de la miseria y el propio vestuario de la niña, así como el de los otros personajes del pueblo, confieren a la película un vago aire casi documental que la convierte, ¡quien lo habría de decir!, en heredera del debut de un joven de la nouvelle vague como Truffaut y sus 400 golpes, con la que la presente tiene no pocos puntos en común.
La novela de Bernanos que adapta Breson, Nouvelle histoire de Mouchette, de quien ya Bresson había llevado al cine Diario de un cura rural, tiene ese fondo insobornable de crítica a la hipocresía religiosa que tanto peso tiene en el desenlace de la película, y de lamento por la omnipresencia del mal o de su reverso: la ausencia de Dios. En todo caso, no nos movemos en el campo de la ficción que distrae, sino del realismo que aflige, y Bresson sabe arrancar de nosotros toda la compasión que inspira un tan malhadado destino como el de la joven.

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