viernes, 7 de febrero de 2020

«Custodia compartida», de Xavier Legrand, la realidad en estado bruto.


El drama de la separación y el uso de los hijos como ariete para la venganza o la ceguera de la Justicia ante situaciones explosivas.


Título original: Jusqu'à la garde
Año:2017
Duración: 93 min.
País: Francia
Dirección: Xavier Legrand
Guion: Xavier Legrand
Fotografía: Nathalie Durand
Reparto: Denis Menochet, Léa Drucker, Thomas Gioria, Mathilde Auneveux, Saadia Bentaïeb, Jean-Marie Winling, Martine Vandeville, Florence Janas, Jenny Bellay.


Existe un cine realista, fronterizo, en cierto modo, con el afán documental, por su amor a la veracidad y al relato objetivo, que nos ofrece películas que, despojadas de cualquier esteticismo o complicación narrativa, son como una pedrada en la frente que nos avisa de la crudeza de ciertas situaciones en las que jamás nos quisiéramos ver, como la de la presente historia: un matrimonio que acude ante la jueza que ve su caso porque el padre reclama, tras la huida de su mujer con sus dos hijos, el derecho a la custodia compartida, sobre todo de su hijo de once años, porque la hija está a punto de ser mayor de edad y no insiste, el padre, en reclamarla. Ante la jueza, el espectador, sin ningún tipo de información, solo puede identificarse con la representante judicial, que oye una y otra versión, de las abogadas y de los litigantes y no manifiesta ninguna inclinación hacia una u otro, posponiendo una semana la decisión. Que la situación es tensa y que ambos cumplen su papel de acuerdo con lo que les han dicho sus abogadas que hagan, es evidente, pero nada en claro se saca. La historia, así pues, arranca con una duda sobre los motivos de ella para poner tierra de por medio, de modo que él ni sepa siquiera dónde vive, para evitar ser localizada y que «suceda» algo que a ella parece helarle la sangre. Y sobre la necesaria presunción de inocencia respecto del comportamiento del padre, aunque, todo ha de decirse, la presencia física de este constituye, per se, un mensaje inequívoco, sobre todo frente a la fragilidad de ella: estamos em presencia de un hombrón enorme y de una mujer muy liviana, y entre ellos, un crío asustado que, como ha declarado por carta para la Justicia, se niega a vivir con su padre y prefiere seguir haciéndolo con la madre. Cuando llega la sentencia, que hace prevalecer la custodia compartida del título por encima de las diferencias conyugales, arranca una historia de terror psicológico que irá creciendo muy lentamente, porque el rencor profundo que alberga el hombre, y a pesar de sus muchos esfuerzos por no recurrir a la violencia que le estalla en los nudillos a cada momento, irá creciendo con cada secuencia y tendrá situaciones de verdadero pánico, para los protagonistas y para el espectador, como cuando él fuerza al hijo a revelarle el «piso secreto» donde viven, ambos hijos, con su madre, y se presenta ante ella sin más, y ello porque, según se deduce de la película, la mujer no lo ha denunciado nunca, sino que optó por la huida «a la francesa», lo cual, enseguida se advierte, es el origen del «fallo» judicial en el doble sentido de la palabra. La historia es la historia repetida ad náuseam de un hombre que ni comprende ni asume una relación de igualdad con su mujer, y que, amparado en su superioridad física, hace de ella algo así como la razón de ser de su pretendido dominio, por más que la mujer no esté dispuesta a aceptar semejante sinsentido. El hecho de que el niño, atemorizado de un modo con el que es imposible no empatizar, aunque ignoremos, cuando él se ve obligado a pasar algunos fines de semana con el padre, cuál es la razón del mismo, acceda, finalmente, a que se cumpla la orden judicial, inicia una larga serie de situaciones difíciles -tanto con su padre como de este con los suyos, porque los abuelos tratan a la criatura con infinito amor, pero acaban rebelándose contra su propio hijo, a quien acaban echando de casa por el modo como trata al nieto- que irán sucediéndose en un calculadísimo crescendo que nos lleva al clímax final que todos los lectores pueden imaginarse, dada la historia. No ha lugar pues a que el crítico chafe el final a los espectadores, porque el final está escrita desde la primera secuencia de la presencia de ambos ante el juez: él, con la serenidad del abusador aleccionado por su abogada; ella, paralizada por el terror de verse tan cerca del marido del que se quiere separar, aunque ni siquiera se haya tomado la molestia de denunciarlo en una comisaria y haya escogido lo peor: llevarse a sus hijos, como si fueran «exclusivamente» suyos, y desaparecer. A mitad de película todo está claro. Y cuando él, para poder acoger dignamente a su hijo se instala en casa de los padres y entre el equipaje que descarga advertimos, sin ningún énfasis del director con un plano corto, la presencia de una escopeta, ¿qué espectador no se imagina que por ahí ronda «lo peor», a pesar de que el padre le diga al hijo que saldrán a cazar, con total naturalidad? Quien haya visto Te doy mis ojos, de Iciar Bollaín, verá esta con la misma congoja y el terror indescriptible que supone exponerse, en este caso, a la violencia ciega de un hombre que se ha quedado, literalmente, sin vida y «marcado» socialmente como lo que es, un maltratador. En este sentido, la película va favoreciendo ese in crescendo del hombre que cree que tiene derecho a una segunda oportunidad, que se emperra en la cantinela de que «ha cambiado» pero quien, a las primeras de cambio, se deja llevar, cuando es contradicho o se le niega su expectativa de volver, por todos los demonios de la violencia. El hecho de que en todo momento ande el hijo de por medio acrecienta el terror de la situación, porque, al final, madre e hijo acaban convirtiéndose para él en una sola y única persona que le hacen la vida literalmente «imposible». Le ahorro al lector la descripción de los vivísimos momentos de terror que viven madre e hijo y, por supuesto, me niego a siquiera insinuar el destino final de los tres implicados en el conflicto. Lo que sí puede decirse con absoluta tranquilidad es que el grado de verismo de lo narrado es apabullante, y que los tres actores, los esposos y el hijo componen un trío que parece arrancado de una noticia de sucesos. ¡Magníficos, los tres! ¡Qué manera de hacernos vivir, para nuestro mal, lo que nadie se merece vivir, jamás! En la medida, además, en que no son parte del star system, los espectadores les damos un plus de credibilidad dramática que aún acentúa más el realismo de la película. Si existe el cine social, pongamos por caso el del célebre Ken Loach, esta película de Legrand lo es con total legitimidad y, además, nos ahorra el sermón políticamente correcto: las propias imágenes hablan por sí solas con una contundencia que mete espanto. Salimos del cine pensando que qué suerte que hayamos visto «solo» una película; pero lo cierto es que esos dramas insufribles los viven muchas mujeres cada día en cualquier rincón de nuestro país. No sé si lo que se necesita es «inteligencia emocional», pero lo que está claro es que lo que sí ha de cambiar es nuestra «educación sentimental», de modo que las relaciones de pareja o familiares no tengan los terribles referentes ¡y ascendentes! que aún siguen teniendo.

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