viernes, 31 de julio de 2020

«Peregrinos» y «El prisionero del odio», de John Ford, «master and commander» de un arte inigualable.


Un curioso melodrama con abundante humor fordiano y una revisión histórica interesada de un cómplice del asesinato de Lincoln: dos joyas anteriores a La diligencia

Título original: Pilgrimage
Año: 1933
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Barry Conners, Philip Klein (Historia: I.A.R. Wylie)
Música: R.H. Bassett
Fotografía: George Schneiderman (B&W)
Reparto: Henrietta Crosman, Heather Angel, Norman Foster, Lucille La Verne, Maurice Murphy, Marian Nixon, Jay Ward, Robert Warwick, Louise Carter, Betty Blythe, Francis Ford, Charley Grapewin, Hedda Hopper, Frances Rich.

Título original: The Prisoner of Shark Island
Año: 1936
Duración: 95 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Nunnally Johnson
Música: Louis Silvers
Fotografía: Bert Glennon (B&W)
Reparto: Warner Baxter, Gloria Stuart, Joyce Kay, Claude Gillingwater, John Carradine, Douglas Wood, Harry Carey, Francis McDonald, Frank McGlynn Sr.

De nuevo dos películas de las que ni había oído hablar me han supuesto dos descubrimientos emocionantes y deslumbrantes, dos muestras acabadas del arte granado de Ford cuando estaba presto a entrar en sus dos décadas prodigiosas, los 40 y los 50. En mi afán de exhaustividad respecto de la obra de Ford ya he ido mostrando algunas películas de interés superlativo y en las que el genio del cine, con su magnificente naturalidad, como si no estuviera haciendo nada del otro mundo, nos ofrece un abanico de recursos expresivos que acabarán conformando un estilo archirreconocible y sin par. El programa doble de hoy es una muestra de ese dominio del lenguaje cinematográfico que tenía Ford y que nos permite ver sus obras con la seguridad de que algo interesante va a contarnos, y de que lo va a hacer con algunas sutilezas que requieren nuestra entregada atención. Las dos películas son muy diferentes, lo que demuestra, por si hiciera falta probarlo, la versatilidad de un artesano que, a fuerza de humildad, se encumbró en lo más alto del Séptimo Arte.

Peregrinos es un melodrama salpicado con mucho humor que tiene un comienzo romántico impresionante, con unas secuencia líricas nocturnas con una luz tamizada que crea el efecto de ver las escenas tras una gasa. Un joven, a quien su madre controla con férrea disciplina, porque supone la ayuda principal para sacar adelante el rancho en el que ella ha trabajado como una mula para criar sola a su hijo, se enamora den una vecina que no le gusta a la madre, porque la considera una mujer de una clase inferior a la de su hijo. Teniendo en cuenta que el hijo desobedece a la madre, porque planea una fuga con su amante, la madre lo alista en el Ejército para luchar en Francia durante la Primera guerra mundial. El, que quiere a toda costa salir del pueblo, no lo ve mal, pero cuando el tren en que viaja hacia su destino hace una parada de tres minutos en Three Cedars, su pueblo, tiene una entrevista con ella y le revela entonces que está esperando un hijo. Él quiere quedarse para casarse con ella y luego volver al Ejército, pero no lo dejan. Los planos convincentes de la guerra de trincheras en Francia dan lugar, mediante una elipsis, a la muerte del joven que el alcalde de su pueblo le transmite a su madre. Esta, la clásica mujer fuerte que no cede a sentimentalismo ninguno, reúne, sin embargo, tras haber roto en varios pedazos la única foto de su hijo, los fragmentos de la misma y los contempla transida de dolor, aunque en la vida cotidiana no reconoce a su nuera ni mucho menos a su nieto. Más adelante se organiza un viaje de madres con hijos perdidos en el frente francés para ir a rendirles homenaje a sus tumbas. Esa expedición, a la que la madre se niega a ir, si bien la convencen porque es la madre del único «caído por la patria» en el condado, supone un giro de 180º en la película, porque, a pesar de la emotividad de fondo que supone la expedición, hay una dimensión de comedia costumbrista, las mujeres sencillas en contacto con Francia y con el agasajo de las autoridades que descubren entre ellas nexos de contacto que les permiten sobrellevar el viaje. En él, la madre altiva tendrá una experiencia que le trastocará todos los esquemas, y que quizás sea muy rebuscada, argumentalmente, pero, emocionalmente, es muy eficaz. Antes de iniciar el viaje, cuando está instalado en el compartimiento del tren, la no nuera y no reconocido nieto se acercan para llevarle un ramo de flores que le piden que deposite en la tumba del no marido y del padre de la criatura. Discúlpenme por revelar escena de tan exacerbada emoción, pero cuando la viuda eleva el ramo hacia la ventanilla, la toma de Ford capta la aparición de una mano con guante negro que recoge el ramo sin que, en ningún momento, se vea a la madre del fallecido, y entonces el tren arranca… Reconozco que yo la vi entre lágrimas, y que llamé, imperioso, a mi Conjunta y a mi hijo para que vieran cómo se hace “el cine”… No son las únicas imágenes que logran tocar la fibra sensible del espectador, como tampoco el desenlace, pero de eso ya se enterarán quienes lo vean, armados del clínex de rigor…

El prisionero del odio es una película histórica en su inicio, un thriller con falso culpable, en el medio, y una película del género carcelario al final. Sería muy raro pues, que a alguien no le satisficiera ninguno de los tres géneros con que Ford no transmite la peripecia de un médico que curó la pierna rota del asesino de Abraham Lincoln y que fue acusado de haber participado en el complot para asesinar al abolicionista de la esclavitud. Imposibilitado de demostrar su inocencia, el doctor es juzgado por un tribunal militar sobre cuya parcialidad evidente se advierte antes de reunirse para juzgar. La expectación con que la mujer del médico, Samuel A. Mudd sigue el juicio y la nula información que tiene sobre si será o no condenado a morir en la horca: unas secuencias espeluznantes, por cierto… crea una tensión que difícilmente nos va a abandonar a lo largo de la película, porque en cuanto el prisionero es traslado al penal de Dry Tortugas, el Fuerte Jefferson, en la película bautizado como el penal «Arcadia», al sur de Florida, en lo que actualmente es considerado un Parque Nacional, de los mejor conservados de todo Usamérica, la vida carcelaria del Dr.Mudd va a estar sujeta a mil y una penalidades que, en un ambiente de terror gótico, perfectamente fotografiado por Bert Glennon, tiene como agente de su mal a un inspiradísimo John Carradine, quien, repetirá este papel de carcelero despiadado en Hurricane, de Ford, con mayor maldad, si cabe. A medio camino entre Papillon y El conde de Montecristo, Ford nos entrega en el último tercio de la película un cine de aventuras capaz de satisfacer a cualquier espectador. No revelo lo que ocurre, porque la irrupción de un huésped inesperado cambiará completamente la vida del penal y de la mayoría de los personajes. Ford no disimula la simpatía con la vocación sudista del doctor, y su trato con los esclavos parece más humano que la propia manumisión de los mismos; pero, de acuerdo con las noticias históricas más destacadas sobre el caso, los contactos del Dr. Mudd con Wilkes, el asesino de Lincoln, fueron más allá de lo circunstancial. La visión que nos da la película es la del inocente perseguido, pero ni siquiera esta extraordinaria película «hagiográfica» logró que los tribunales usamericanos enmendaran, para bien, la sentencia que se dictó en su día, a pesar de la insistencia de la familia en esa revocación de la condena para librar el nombre de la familia de toda sombra de sospecha. Con todo, la magnífica y convincente interpretación de los protagonistas y algunos secundarios excepcionales, como Carradine, permiten ver la película con un interés que no decae en ningún momento. La recreación del asesinato de Lincoln es absolutamente modélica, por ejemplo. Mi percepción de la obra completa de Ford, cuyas etapas voy consumiendo ávidamente, me convence de estar en presencia de un genio cuyas obras mayores están, también, en sus inicios.


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