martes, 4 de agosto de 2020

«El silencio del mar» y «El ejército de las sombras» de Jean-Pierre Melville o las resistencias pasiva y activa frente a la invasión nazi de Francia.




Un curioso alegato antibelicista en labios de un ocupante nazi de Francia y el mundo de la resistencia visto como una película de espías. La sensibilidad no entiende de ideologías; ni el espionaje de compasión.

 

Título original: Le silence de la mer
Año: 1949
Duración: 83 min.
País:  Francia
Dirección: Jean-Pierre Melville
Guion: Jean-Pierre Melville
Música: Edgar Bischoff
Fotografía: Henri Decaë
Reparto: Howard Vernon, Jean-Marie Robain, Nicole Stephane, Georges Patrix, Ami  
Aaroe, Denis Sadier.

Título original: L'armée des ombres
Año: 1969
Duración: 139 min.
País: Francia
Dirección: Jean-Pierre Melville
Guion: Jean-Pierre Melville (Novela: Joseph Kessel)
Música: Eric Demarsan
Fotografía: Pierre Lhomme
Reparto: Lino Ventura, Simone Signoret, Paul Meurisse, Jean-Pierre Cassel, Paul Crauchet, Serge Reggiani, Claude Mann, Christian Barbier.

 

         Muy curiosos estos dos acercamientos del gran cineasta francés Jean-Pierre Melville a la resistencia francesa frente a la invasión alemana durante la Segunda Guerra Mundial: una, a pocos años; la otra, la más compleja, a muchos años de distancia, y, sin embargo, la verdadera obra maestra es la primera, la que esta más cerca de la contienda; la segunda, a pesar de la distancia, pierde la serenidad de la objetividad de la primera para adentrarse en un relato fatalista que se acerca mucho al espíritu del nihilismo existencialista de los años cincuenta. La primera reacción fue pacífica; la segunda, violenta. La primera es recogida por Melville en una película llena de lirismo y que deviene un brillante alegato antibelicista; la segunda tiene auténticos tintes épicos y es un canto a la dignidad de quien se resiste al invasor aun a riesgo -en aquel entonces propiamente la seguridad- de perder la propia vida.

         El silencio del mar es una película en banco y negro, rodada, en uno de los invierno de la ocupación, en un pueblo pequeño en el que los oficiales alemanes se han repartido por las mejores casas de la localidad para compartir la casa con sus anfitriones forzados. Un oficial cojo se instala en una casa en la que un hombre mayor vive con su sobrina, que cuida de él. Ambos reciben al huésped indeseable y forzado con un silencio glacial que no romperán en toda la película. Una voz en off, la del tío anciano, nos irá relatando, casi de forma redundante, lo que vemos, porque la película, propiamente dicha, es un monólogo interminable del oficial alemán enamorado de Francia, del francés y de la cultura y la vida francesas. El hombre entiende el silencio defensivo de sus anfitriones forzados y en ningún momento intenta variarlo ni, mucho menos, tomar represalias contra ellos por esa actitud que, revestida de total dignidad, choca frontalmente con el retrato de un alma sensible, culta y de modales exquisitos que se nos irá dando en esos monólogos en los que busca la interlocución de sus anfitriones pero no halla más que el silencio más espeso que se haya oído nunca en el cine. Y, sin embargo, a través de pequeños gestos, de miradas desviadas, de reacciones insospechadas hay una línea narrativa sumergida que irá aflorando poco a poco, es decir, que las revelaciones autobiográficas del invasor no caerán en saco roto, aunque en ningún momento se establece una relación directa entre ellos. El retrato del noble humanista, Werner von Ebrennac, no choca, propiamente, con sus anfitriones franceses, sino, sobre todo, con la tendencia supremacista y psicópata de sus conciudadanos, como lo demuestra el jocoso y terrible episodio del matrimonio fallido, por ejemplo, o la frialdad emocional con la que sus compañeros de milicia hablan de la “solución final”. El proceso de separación se produce, en consecuencia, entre él y lo que representa su uniforme, por eso, ante el escaso eco hallado en sus anfitriones para una sensibilidad que buscaba el consuelo de las almas gemelas, aunque estuvieran «en el otro bando», no le queda más remedio que tomar la decisión de abandonar el plácido retiro francés y solicitar su incorporación al frente ruso, en primera línea de fuego, lo que equivale, en términos civiles a su suicidio. Melville nos retrata, paradójicamente, el ideal de una Europa unida a través de la cultura y la sensibilidad, una Europa que comparte todas las artes y que se hermana en la sensibilidad artística par forjar una unión continental, es decir, se anticipa a nuestra realidad actual, por más que sea la economía, el eje alrededor del cual se ha vertebrado la unión continental, pero ello no ha impedido que los programas culturales como las becas Erasmus, por ejemplo, se hayan aproximado al ideal del noble alemán. Poco a poco, a medida que se van sucediendo los monólogos del oficial, la visión que se tiene de él cambia tanto como para que al espectador le parezca que el silencio de sus anfitriones lo someten a una tortura innecesaria, que no se merece. Esa inversión de las empatías es uno de los grandes aciertos de la película, a la altura de la línea narrativo críptica que se cobija en el densísimo silencio de los interlocutores que jamás interactúan con él. La película tiene, ya lo he dicho, un lirismo que va más allá de las evocaciones artísticas, musicales -el oficial es músico-, literarias o filosóficas, porque está construido a partir de un repertorio de tomas que se multiplican para, aun transcurriendo la acción en una sola sala de la casa, lograr un relato cinematográfico que sugiere más que denota. Los exteriores, escasos, pero muy hermosos, contribuyen a aligerar la presión del interior en lo que tiene de «mazmorra» para los anfitriones y de «escenario» para el noble empeñado en seducirlos, sobre todo a la sobrina, porque conseguir su favor es el destino que tiene la evolución de sus confidencias: intuye que ella es su «alma gemela» y que puede llegar a ser correspondido. Quienes la vean lo sabrán… Lo que no pueden hacer es dejar de ver una película tan europea y tan apasionada, desde luego…

         El ejército de las sombras, por su parte, que opta por la épica, nos sitúa ante los esfuerzos románticos de un tejido muy protocolizado de relaciones personales paramilitarizadas que pretenden burlar la omnivigilancia del ejército alemán invasor para atentar contra él, en colaboración con el ejército inglés, quienes, como se dice en la película, no confían demasiado en la efectividad de la resistencia francesa. De hecho, a juzgar por lo que nos narra la película, la organización está más preocupada por salvar el pellejo de los miembros de la misma que por atacar al enemigo invasor. Poco a poco, desde la huida del protagonista de un campo de prisioneros en el que hay enemigos del Reich de toda condición y nacionalidad: gitanos, comunistas, judíos, españoles…, la película se centra en los esfuerzos por escapar al cerco de las autoridades alemanas que van deteniendo, poco a poco, a los principales activistas de ese ejército «de las sombras».  La ausencia, con todo, de una perspectiva emocional, es la clave de la película, que adopta un tono casi de documental para describir minuciosamente las estrategias de camuflaje de ese ejército contra el que los alemanes no deberían de poder luchar.  Hay muchas escenas que más pertenecen a las películas de espías que, propiamente, a las bélicas, en las que hubiera debido integrarse esta sobre la resistencia, caso de haber optado por una descripción de los sabotajes con que se golpeara al enemigo. Desde esta perspectiva del espionaje, así pues, la frialdad, el silencio, la distancia, el desapego, el sentido del deber y el laconismo consecuente nos acercan al cine «negro» de Melville, y concretamente a El silencio de un hombre (Le Samouraï), esa joya protagonizada por Alain Delon en la cima de sus cualidades. Advertimos, en consecuencia, que, a pesar de que podamos hablar de un cine político, histórico o «de compromiso», en el caso de estas dos películas sobre la resistencia, las constantes del lenguaje cinematográfico del autor se mantienen intactas a través de toda su obra. La interpretación de Lino Ventura y de Simone Signoret son memorables, dos actores que expresan lo inefable con la mayor economía de medios posible. Me parece un programa doble que puede resultar muy atractivo para la mayoría de espectadores.


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