martes, 26 de enero de 2021

«Dogman», de Matteo Garrone o el desgarro de la violencia neorrealista.

 

La dura lucha de los fracasados  en los límites del escalafón social: entre la villanía y la dignidad o la intimidad de la venganza… 

 

Título original: Dogman

Año: 2018

Duración: 102 min.

País: Italia

Dirección: Matteo Garrone

Guion: Maurizio Braucci, Ugo Chiti, Matteo Garrone, Massimo Gaudioso

Música: Michele Braga

Fotografía: Nicolai Brüel

Reparto: Marcello Fonte, Edoardo Pesce, Nunzia Schiano, Adamo Dionisi, Francesco Acquaroli, Alida Baldari Calabria, Aniello Arena, Gianluca Gobbi.

 

         Heredera del neorrealismo y emparentada, por los espacios sociales degradados en barriadas míseras, con su impactante  y escalofriante Gomorra, Matteo Garrone ha huido del planteamiento coral e incluso social, el entramado delictivo de la camorra napolitana, para centrarse en una historia de personajes en los límites de la sanidad mental y, descaradamente, en la marginalidad del pequeño trapicheo de droga.

         El barrio en el que Marcello tiene su negocio de cuidado y aseo de perros, Dogman, es un escenario cuya descripción panorámica se le ofrece al espectador como el único horizonte de las expectativas vitales de un personaje, Marcello, que es algo así como un ser irrelevante para sus próximos, el tópico cero a la izquierda, excepto para su hija, con quien emplea cuanto gana para compartir con ella la afición al buceo recreativo en las impresionantes costas de la península italiana. El comienzo de la película no engaña: un primer plano de un perro de presa furioso, atado en el pilón donde Marcello intenta lavarlo con una suerte de mocho con palo teleférico del que el perro se defiende con una agresividad que de inmediato hace pensar al espectador el alto riesgo de su profesión.

         En cuanto entra en escena el segundo personaje alrededor del cual pivota la trama de la película, un boxeador «sonado», Simoncino, que tiene aterrorizada a la barriada, porque exige y consigue cuanto quiere por la única vía del amedrentamiento y la violencia de sus puños, porque cuanto le falta de razón, le sobra de fuerza, se completa el estrecho vínculo que acabará uniendo a ambos personajes, en una relación que ya intuimos que no va a acabar bien. La película, en realidad, se basa en un hecho real, el asesinato del boxeador Giancarlo Ricci por Pietro De Negri, propietario de una peluquería canina como la de Marcello en Dogman, como me he podido informar en la crítica de Xavier Vidal para FilmAffinity, acaecido en la Italia de los años 80, aunque dudo que en nuestros días ni siquiera los italianos guarden recuerdo de aquel «suceso» escalofriante hasta el delirio: una orgía de violencia desatada que Garrone se encarga, con muy buena mano, de ir dosificando hasta llegar al estallido final.

Sabido ese final, está claro que a Garrone le interesa el camino hasta él, el desarrollo de una relación tan particular como la del pequeño camello con una fiera desatada de la naturaleza a la que, porque el otro está «sonado», cree que puede encantar con sus artes de pequeño pícaro que puede vanagloriarse ante sus compañeros de fulbito de haberlo «domado», porque hay ya un intento de conjura para tratar de liberarse de las imposiciones del violento forzudo, interpretado con una propiedad total por Edoardo Pesce, del mismo modo que la interpretación de Marcello Fonte del peluquero Marcello cae del lado de los grandes espectáculos cinematográficos. A mí me ha recordado mucho El delator, de Ford, porque hay algo de desamparo en la brutalidad de un retrasado mental que ha hecho de su capricho, respaldado por la contundencia de sus puños, su ley. La diferencia abismal es que en el de Ford hay escondida un alma noble; mientras que en  Simoncino no hay más que brutalidad y la aspiración a una vida muelle. Que el gigantón le imponga al peluquero su colaboración para robar, mediante un butrón, al negocio contiguo, da con el peluquero en la cárcel, fiel valedor de la omertá que, en un exceso de ingenuidad, propio, sin embargo, del infeliz peluquero, espera él que le permita acceder, cumplida la condena, a «su» parte del botín. Y aquí sí que comienza la espiral de violencia crudelísima no apta para todos los espectadores, desde luego, porque la explicitud de la misma estomaga, ciertamente, aunque bien es cierto que, como en los westerns, el desquite del ofendido es capaz de generar una auténtica catarsis en el espectador.

Estructurada a través de diferentes episodios de la desigual relación entre los dos hombres, alguno tan lleno de ternura como el del perro rescatado del congelador y otros tan fellinianos como la velada en el club de alterne de ángelas en vez de conejitas y la reacción de la madre cuando Marcello lleva a Simoncino herido de bala a su casa, lo cierto es que la ambición del peluquero canino de poder «huir» de su mísera condición para poder darle lo mejor a una hija con la que se entiende a las mil maravillas, y esa relación es una de las facetas más hermosas de la película, acabará determinando el deterioro de su relación con el boxeador, algo  que es necesario verlo para entender ese proceso catártico del que hablaba anteriormente.

Nada hay en la película que nos permita extrapolar la historia en alguna dirección social o política. La historia de la relación entre estos dos pobres hombres, en el sentido conmiserativo de la expresión,  llena de tristeza y congoja a los espectadores, y nos conmueve lo que se puede llegar a hacer en busca de la aceptación de los demás, de quienes, en situaciones de tan severa marginalidad, dependemos bastante más de lo que nos podemos imaginar desde una situación confortable alejada de la realidad de los protagonistas.

La densidad emocional de la película es, por supuesto, su baza principal, pero ella solo puede llegarnos a través de los actores y de una puesta en escena que recuerda, eso sí, los barrios marginales de Gomorra. Las interpretaciones, de un verismo que golpea como los propios puñetazos de Simoncino, son esenciales para transmitirnos la complejidad de la relación entre dos «imbéciles», etimológicamente hablando, porque solo se apoyan en el frágil báculo de sus instintos o de sus quimeras.

¡Atrévanse! Es toda una experiencia sobre la humillación, sobre la ofensa, y a lo que nos empuja ser sujetos de la misma.

 

 

 

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario