lunes, 3 de mayo de 2021

«El juicio de los 7 de Chicago», de Aaron Sorkin y «Conspiracy: The trial of the Chicago 8», de Jeremy Kagan. Un juicio político. Un trozo de Historia.


La Historia y el cine judicial se dan la mano para recordarnos un hito en la lucha por la libertad de expresión y el derecho a un juicio justo.

Título original: The Trial of the Chicago 7

Año: 2020

Duración: 129 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Aaron Sorkin

Guion: Aaron Sorkin

Música: Daniel Pemberton. Canción: Celeste Waite

Fotografía: Phedon Papamichael

Reparto: Eddie Redmayne, Sacha Baron Cohen, Mark Rylance, Frank Langella, Joseph Gordon-Levitt, Jeremy Strong, John Carroll Lynch, Alex Sharp, Yahya Abdul-Mateen II, Michael Keaton, Ben Shenkman, J.C. MacKenzie, Noah Robbins, Alice Kremelberg, Danny Flaherty, John Doman, Mike Geraghty, Kelvin Harrison Jr., Caitlin Fitzgerald, John Quilty, Max Adler, Wayne Duvall, Damian Young, C.J. Wilson.

 


Título: Conspiracy: The trial of the Chicago 8 (TV movie)

Año: 1987

Duración:117min.

Dirección: Jeremy Kagan

Guion: Jeremy Kagan

Música:  Graham Nash

Fotografía: Frederick Elmes

Reparto: Brian Benben; Peter Boyle; Robert Carradine; David Clennon; Robert Fieldsteel; Elliot Gould; David Kagen; Michael Lembeck;  Barry Miller; Robert Loggia; Carl Lumbly; Ron Rikkin; Martin Sheen; Harris Yulin; David Opatoshu.

 

         No «rascar» nada en los Oscars suele ser, a veces, una señal inequívoca del valor de una película o, al menos, de su interés, porque es larga la historia de las películas marginadas por la Academia y entronizadas por la crítica y/o el público. En este caso, la película de Sorkin, reputado director de La red social, tiene mucho de intrausamericana, como para que se convierta en un éxito global, atendiendo a lo muy específico del suceso en la Historia de Usamérica, en un momento tan crucial como el de la rebelión de los jóvenes contra la guerra de Vietnam, precedido por un movimiento contracultural en la sociedad y, sobre todo en las universidades, que acabaría cambiando la faz del mundo a partir del Mayo del 68 francés, capturado para la pantalla por Godard, entre otros.

         Con motivo de la convención del Partido Demócrata en Chicago, ciertas fuerzas sociales emergentes convergieron en esa ciudad para expresar su rechazo a la guerra de Vietnam y a las políticas conservadoras y de segregación racial. Eso se aprecia en los componentes de los inicialmente 8 encausados por provocar disturbios graves en la ciudad, que, tras la condena por desacato del activista negro Bobby Seale, al que se le siguió, desde entonces, causa aparte, quedaron en 7, de ahí la diferencia en los títulos de las dos películas que se han hecho de aquel suceso. Hippies, activistas políticos universitarios y grupos de resistencia civil a la guerra y al reclutamiento forzoso, además de luchadores contra la segregación racial, convergieron en la ciudad de Chicago sin que las autoridades hicieran lo más mínimo por hacerse cargo de la avalancha de jóvenes que iban a convertir la ciudad en un acto de protesta multitudinario y, en principio pacífico. Recordemos que el contexto histórico de esas jornadas de protesta es el de las protestas contra la segregación racial de 1967 en Detroit, llevadas al cine magistralmente por Kathryn Bigelow en su película Detroit, de inexcusable visionado para entender cabalmente esta de Sorkin, porque nos movemos en un arco histórico de sucesos que contribuyeron poderosamente a cambiar las anquilosadas estructuras sociales y políticas usamericanas.  Y, por otro lado, el asesinato de Martin Luther King en abril del año de la protesta en Chicago, lo que prestigió, hasta cierto punto, en una minoría negra, la vía violenta de los Panteras Negras. Finalmente, el asesinato de Robert Kennedy, que provoca la convocatoria de la Convención Demócrata para elegir un sustituto del candidato asesinado, completa el crítico momento social que vive el país.

         Recojo en esta crítica la de dos películas con idéntico asunto, pero muy distintas en su realización, una para el cine, la otra para la televisión. Ambas usan material documental de la época, pero hay una diferencia grande entre la de Sorkin y la de Kagan. La primera solo se sigue a partir de los intérpretes de los personajes reales, algunos fallecidos, como Abbie Hoffman; la televisiva combina, junto a la interpretación de los actores, la visión de los personajes reales, que van puntuando con precisiones el desarrollo del juicio. Y es un contraste muy interesante ver el juicio desde esa doble perspectiva. La versión televisiva se ajusta mucho mas a los protocolos judiciales tal y como fueron en realidad, mientras que la versión actual potencia el espectáculo y nos ofrece un personaje, el fiscal humanizado, que no aparece en la versión televisiva. De igual modo, difieren los finales de ambas. Sorprende, ya puestos en comparaciones, que la versión moderna no recoja las declaraciones de la cantante Judi Mitchell y del poeta Allen Ginsberg, que ofrecen, sin embargo, en la televisiva, dos momentos bien curiosos. Otros, como disfrazarse con las togas o con el uniforme de policía son iguales en ambas versiones, por supuesto.

         Está claro que la versión televisiva tiene un guion mucho más efectivo, sin menos concesiones al espectáculo, porque el enfrentamiento del juez con los abogados defensores y, sobre todo, con Bobby Seale es mucho más a cara de perro en esta que en la de Sorkin. La presencia de los retratos de expresidentes en la sala del juicio permite, además, algunas excursiones discursivas muy eficaces. Esta versión, bastante más teatral que la versión de Sorkin tiene todo el aire de nuestros prestigiosos Estudio 1 y, concretamente, de 12 hombres sin piedad, aunque en este caso, la relevancia del jurado es mínima, porque ni siquiera aparece. Todo se centra en el triángulo Defensa-Fiscalía-Juez, enfrentado de un modo absoluto. Sobre todo cuando la reducción física de Bobby Seale para evitar que insista en reclamar su derecho constitucional a defenderse a sí mismo provoca una muy airada reacción en la mesa de los acusados, que tardan segundos en solidarizarse con él. En la versión televisiva asistimos casi a un conato de motín contra la medida del juez, quien acaba reculando, a la vista del abuso de poder en que está incurriendo.

         Que se trata de un juicio político en el que lo que está en juego es la provocación policial para crear unos disturbios que justifiquen su brutalidad en la represión de los manifestantes pacifistas, está fuera de toda duda. Lo que también queda claro es la inconsciencia de algunos jóvenes líderes, como Hayden, después incluso congresista, dispuestos a «sacrificar» manifestantes en aras del eco social de la protesta para que llegue a las «alturas» y genere un cambio real. Quienes quizá salgan indemnes del relato son, precisamente, quienes durante el juicio manifiestan un desacato lúdico absolutamente inofensivo, porque se mueve a medio camino entre el histrionismo y la ingenuidad. Hoffman perseveró en su lucha contracultural y acabó suicidándose; pero Rubin acabó convirtiéndose en un empresario de éxito. Un encuentro dialéctico entre ambos supuso, tiempo después, el enfrentamiento entre los yippies y los yuppies.

         La tradición de las películas judiciales tiene títulos fundamentales en la Historia del Cine, como Testigo de Cargo, de Billy Wilder, 12 hombres sin piedad, de Sidney Lumet o ¿Vencedores o vencidos? (El juicio de Núremberg), de Stanley Kramer,  por poner tres ejemplos muy distintos. Estas versiones tienen la virtud de «fijar» históricamente un suceso que supuso un antes y un después en procesos en los que entraba, como componente fundamental, la libertad de expresión política como arma de participación social. Desde esa perspectiva, la mirada de Sorkin tiene la virtud de llevar la crítica a quienes, sin duda alguna, pecaron de ingenuidad y se dejaron atraer a la encerrona de la provocación perfectamente orquestada por las fuerzas del orden. Muy llamativa, y elocuente, es la acción de los agentes quitándose las chapas identificadoras para evitar ser acusados individualizadamente de su represión desproporcionada respecto de la naturaleza de la protesta. Que en Usamérica los procedimientos policiales están permanentemente bajo sospecha no es algo que uno pueda inventarse, dada la avalancha de noticias que casi a diario nos llega al televisor, con muertes horrorosas incluidas. De igual manera, los prejuicios raciales que motivan los comportamientos del juez y de la fiscalía son evidentes en el trato vejatorio al líder de los Panteras negras Bobby Seale. Curiosamente, en la versión televisiva, y eso no aparece en la versión de Sorkin, el juez rechaza que se pueda aplazar la sesión para esperar la llegada del reverendo Ralph Abernathy, citado por la defensa; aunque en la versión de Sorkin se recoge la declaración del antiguo Fiscal General del Estado Ramsey Clark, de la que, en una figura de abuso procesal, fue excluido el jurado, por lo que el testimonio exculpatorio de Clark no tuvo efecto ninguno en el desarrollo del proceso.

         Como se advierte, estamos ante un juicio lleno de triquiñuelas procesales que ha pasado a la Historia de la Jurisprudencia usamericana como una prueba inequívoca de prevaricación judicial, por el sectarismo inequívoco del juez Hoffman, perfectamente interpretado en ambas películas, además, por dos actores, uno desconocido, David Opatoshu, en la versión de Kagan y el otro, un secundario de lujo como Frank Langella.

         A todos aquellos a los que los asuntos judiciales les parezcan apasionantes, como a este crítico, pueden disfrutar de dos películas más que notables. La de Sorkin, más espectacular, con un Sacha Baron inconmensurable, y la segunda, la de Kagan, con una carga documental valiosísima.

         A título anecdótico, añadiré que aún hay otra versión anterior a la de Sorkin: The Chicago 8, rodada, también para televisión en  2011, por Pinchas Perry. No he llevado mi espíritu crítico tan lejos como para añadirla a mis visionados.

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