Título original: Still Life
Año: 2013
Duración: 92 min.
País: Reino Unido
Director: Uberto Pasolini
Guión: Uberto Pasolini
Música: Rachel Portman
Fotografía: Stefano Falivene
Reparto: Eddie Marsan, Joanne
Froggatt, Karen Drury, Andrew Buchan, Neil D'Souza, David Shaw Parker, Michael
Elkin
Comencemos por el título, porque es necesaria la aclaración. Still Life, en inglés, significa
naturaleza muerta, esto es, el clásico “bodegón” del arte pictórico: el cuadro
donde sólo hay restos de vida, no la vida tal y como la conocemos en la
plenitud de su manifestación exuberante. La traducción que han hecho tiene un
regusto moral y de deseo de felicidad que no se compadece con lo que veremos en
la pantalla, aunque justo es decir que la esperanza aflora, pero con
consecuencias turbadoras, como ya veremos, aunque no pretendo arruinarle al
espectador la contemplación de la película, no tema, sino ponerle delante de
los ojos de su imaginación una aproximación a esta notabilísima película que,
desgraciadamente, no gozará de la aceptación general, porque se ha filmado con
plena conciencia de satisfacer a un público minoritario, no necesariamente
cinéfilo, pero sí con una cierta tradición en la contemplación de películas
como esta Still Life que, sin exigir
mucho del espectador, sí que pone a prueba su capacidad de asentimiento.
La
propuesta es arriesgada, porque la puesta en escena, aligeradísima de signos
vitales, paree introducirnos en un cuadro de Magritte: un despliegue de arquitecturas
ciudadanas de muy diversa fisonomía que atraviesa un oscuro funcionario
municipal cuya tarea se nos revela, en principio, como algo sumamente ingrato:
hacerse cargo de cómo contactar con los familiares de las personas que viven y
mueren solas en la ciudad. El funcionario está magistralmente interpretado por
un actor en estado de gracia como Eddie Marsan, a quien acabo de ver como
repulsivo maltratador en una extraordinaria película de Pady Considine, Tyrannosaur (2011), aquí traducida como Redención, y quien hace una interpretación de los que
llamamos antológicas y que suelen ser merecedoras de cualquier premio de
interpretación. A mí particularmente me ha recordado mucho la interpretación de
Michel Blanc en Monsieur Hire (1989), de Patrice Leconte, una de
las grandes historias del siempre imprescindible Georges Simenon. En ambas
películas la música pone un subrayado que contribuye a la creación de un pathos
muy especial. La de Michael Nyman, de Monsieur
Hire, es fundamental; pero no podemos ignorar la efectividad de la de
Rachel Portman. La música, además, tiene cierta importancia en la película,
porque el funcionario es el encargado de organizar el funeral de los muertos
solitarios, de ahí su tarea de localizarlos para que puedan asistir al mismos,
porque habitualmente es él el único asistente, quien escribe las palabras que
ha de leer el oficiante y quien escoge la música que ha de acompañar la
ceremonia.
Toda la
obra tiene un tono triste que se corresponde con la galería de soledades que se
nos muestran, comenzando, en primer lugar, por la del propio funcionario, la
ritualizada vida del cual parece un presagio de la ausencia de vida con que
trabaja: las visitas a las naturalezas muertas de las casas de las víctimas,
donde el funcionario contempla las últimas señales de vida que subsisten pocas
horas después de la muerte, son momentos poderosamente pictóricos que explican
la razón de ser del título. Es curioso que lo que identifica una novela como de
estilo anticuado, el exceso de descripción, sea lo que identifica, en cine, una
película moderna, al tiempo que heredera de una tradición excepcional, como la
del inmortal Max Ophüls, por ejemplo.
La muerte
de un vecino, del cual se ha de hacer cargo, como de cualquier otro se tratase,
y la reestructuración municipal que suprimirá el servicio del que él se encarga,
se unen para que la película, justo cuando al espectador se le estaba
contagiando el ambiente mortecino de la
misma, dé un giro que le deje abierta la posibilidad, como dice el título bien intencionado,
de que no fuese irremediablemente tarde. El último esfuerzo, así pues, de su
carrera profesional consistirá en averiguar cómo ha sido posible que un hombre
que ha dejado tras de sí un matrimonio y una hija no tenga a nadie que quiera
ir a su funeral. El funcionario es un colector de historias, casi todas ellas
la historia de un fracaso, y con las que solo él ha sabido empatizar. De hecho,
uno de los momentos más delicados de la película es el que dedica, al
anochecer, a revisar el álbum de fotografías de todas aquellas personas muertas
en el olvido y la indiferencia, algo así como su propio álbum familiar.
Aunque
pueda parecer increíble, por todo lo que llevo expuesto, la película tiene unos
sutiles toques cómicos que ayudan mucho a entender el tierno punto de vista irónico
de realizador y la inmensa capacidad empática con el protagonista y los otros
personajes, excepción hecha del funcionario superior que decide la supresión
del servicio del protagonista desde un punto de vista economicista que revela
la ausencia total de humanidad que alienta la confección de los presupuestos,
de cualesquiera y a cualquier nivel, municipal, autonómico o nacional. Que
nadie me acuse de haberlo confundido con unos elogios que sin duda Uberto Pasolini
–productor de la aclamada Full Monty
(1997) y director de otra película, Machan
(2008) que no he tenido la oportunidad de ver– merece, así como los merece
también su película, llena de sensibilidad, de habilidad para la creación de un
personaje que no deja indiferente y lleno de un sutil sentido del humor que hará
las delicias del espectador que tenga el coraje de ir a verla. Y dejo fuera la
consideración de su final, porque la obligación de un crítico no es arruinar
los golpes de efecto de ninguna película, sino atraer al espectador a su
contemplación, si es que a él le parece digna de recomendación. Still Life, incluso a pesar del marco
general de tristeza que abraza la narración, tiene en su interior muchas
recompensas emocionales para los espectadores.