Una fábula genesíaca llena de terror, ruido y furia que
significa el todo y la nada y al revés te lo digo para que me entiendas, y vuelta
a empezar: ¡Madre! o los sólidos caminos del terror clásico y
efectivo.
Título original: Mother!
Año: 2017
Duración: 120 min.
País: Estados Unidos
Director: Darren Aronofsky
Guion: Darren Aronofsky
Música: Jóhann Jóhannsson
Fotografía: Matthew Libatique
Reparto: Jennifer Lawrence,
Javier Bardem, Ed Harris, Michelle Pfeiffer, Domhnall Gleeson, Kristen Wiig, Brian Gleeson, Cristina Rosato, Marcia Jean Kurtz, Ambrosio De Luca, Hamza Haq, Anana Rydvald, Arthur Holden, Bineyam Girma, Jaa Smith-Johnson, Xiao Sun, Jovan Adepo,
Eric Davis, Emily Hampshire.
Sigo a Aronofsky desde
que vi Pi, su debut como realizador. Pi era un prodigio de película de saldo
en la que la imaginación, la concepción del guion y un blanco y negro de atractiva
textura suplían los fondos generosos a los que accedería para películas
posteriores tan impactantes como El
luchador y, sobre todo, Cisne Negro.
Está claro que hablamos de un cineasta de la perversión y de las oscuras
pasiones destructivas y autodestructivas que nos habitan. Para esta ¡Madre!, a la que la traducción española
del título priva del primer signo de admiración injustificadamente, Aronofsky
ha echado mano de ciertos recuerdos fílmicos que deben de constituir algo así
como la parte medular de su formación como cineasta, y él mismo ya ha
reconocido su admiración por el director polaco Polanski, cuya película La
semilla del diablo está directísimamente emparentada con esta obra que tanta
polémica ha despertad y tantas filias y fobias parece que irreconciliables: o
te parece una genialidad o un bodrio infumable. Hay de todo y el juicio, sin
afincarse en una equidistancia que solo obra en el ámbito político, no en el
artístico, habremos de llegar a reconocer que la película tiene enormes
virtudes y un defecto de planteamiento que puede inducir a equívoco y a perder
al espectador en un mundo de contenidos simbólicos en el que es relativamente
fácil entrar pero del que a menudo resulta casi imposible salir con alguna
claridad que no te decepcione. No pretendo ser didáctico, porque ya reconozco
de antemano que hay extremos de la historia sobre los que no me asiste una
explicación convincente o al menos verosímil desde el punto de vista de la
verosimilitud interna de una historia bastante confusa, deliberadamente
confusa. Junto a La semilla del diablo me parecen evidentes dos influencias de
películas muy distantes, El hombre de
mimbre, 1973, de Robin Hardy-de la que Neil LaBute hizo un remake con
Nicholas Cage bastante flojo- y La
invitación, 2015, de Karyn Kusama. Estas referencias pretenden acotar un
poco el terreno en el que se mueve la película de Aronofsky. La situación es
hasta tópica: un joven matrimonio, él es escritor en crisis de creatividad -un
excelentísimo Javier Bardem, muy pegado, sin embargo, a la magnífica
interpretación de Casavettes en La
semilla del diablo, aunque con una fotogenia extraordinaria para el mal en
su rostro anfractuoso-, y ella una mujer amante de su marido, con muy buen
gusto artístico para la decoración, las manualidades etc., se instalan en la
casa de él que ella está restaurando y acondicionando por su cuenta. Desde el
comienzo, unas imágenes semiplacentarias se apoderan de ella cuando entra en
contacto con las paredes del piso, unas imágenes muy parecidas a las de Malik
en El árbol de la vida, una suerte de mezcla entre biología y cosmogonía. El
crítico enseguida intuye que la cosa va a derivar por la vía del embarazo y que
la casa es posible que tenga secretos que se descubran más adelante. En estas entra
en escena un hombre, magnífico Ed Harris, al que el marido invita a instalarse
en su casa y con quien hace enseguida unas sorprendentes migas que dejan poco
menos que estupefacta a su mujer. No tarda en legar la esposa del invitado -soberbia Michel Pfeiffer en su papel diabólico-y algo
después los dos hijos, que representan ante el padre un conflicto de herencia
que acaba con la muerte de uno de ellos y el consiguiente funeral al que asisten
numerosos invitados que “toman posesión” de la casa de la pareja, para desesperación
de ella y con el consentimiento de él, que no deja de oír permanentemente
historias que estimulan su creatividad, algo que sí complace a la mujer, aunque
siempre en lucha con la sensación íntima de que ella ha dejado de tener interés
para su marido, quien está volcado en la atención a unas personas extrañas que
no solo entran en la casa de ambos, sino que se toman un libertades vandálicas
que acaban destrozándola, a medida que progresa la acción. En cuanto se
confirma el embarazo hay un momento de calma que dura lo que dura el embarazo,
porque, cuando está a punto de dar a luz, la invasión de la casa adquiere, entonces,
una dimensión caótica que se confunde con una guerra en la que hasta ha de
intervenir la policía. A todo esto, súmesele que la cámara prácticamente no se
aparta ni un jeme del rostro de la Lawrence, registrando como el oscilógrafo de
un cardiograma el progresivo terror y la
desesperación que se va apoderando de quien está llamada a ser sacrificada en
un rito del que lo ignora toda pero para el que ella, pariendo, va a proveer la
hostia consagrada…, tras la terrible pasión, con feroz viacrucis incorporado,
que está llamada a protagonizar. Como no quiero aguar la macabra fiesta a los
espectadores que le den su voto de confianza a Aronofsky -que se merece al cien
por cien-, solo voy a sugerir una interpretación de lo que significa la
invasión de la casa y el caos que se apodera de ella y que la protagonista no
puede soportar: la casa es el correlato de su embarazo, y la transformación
biológica que sufre el organismo de una mujer al quedarse embarazada y comenzar
a desarrollarse el feto se refleja en el caos que supone esa invasión de la
privacidad, como si todos esos seres, nada pacíficos, por cierto, fueran las
células que trastornan el equilibrio hasta que antes de quedar embarazada vivía
la mujer para convertirla en un sacudimiento interno que, como no se ignora,
puede incluso provocar abortos espontáneos. Teniendo en cuenta esta
explicación, queda resuelto el problema de interpretación que suscita el que la
casa sangre y que en ella se abran heridas que supuran. A medida que avanza la
acción disparatada, alocada, caótica, rodada con un verismo sobrecogedor para
el que hay que tener cierta presencia de ánimo, por ejemplo, y, ¡sobre todo!,
no estar embarazadas, en el caso de las espectadoras…, cada vez es mayor la
identificación entre la embarazada y la casa, devienen un único organismo y
ella, tras lo que ocurre…., y que no puedo revelar, va a buscar una suerte de
exterminio general que le traiga la calma que ha perdido. Estamos, pues, ante
una película con un poderoso discurso simbólico en el que unos pecaremos por
exceso y otros por defecto, pero que obliga al espectador a abandonar la
quietud de la indiferencia, la comodidad del “me es ajeno”, “no tiene nada que
ver conmigo”, para asumir una posición que le dé sentido al caos que se apodera
de la pantalla. Hay mucho de ritos atávicos y de concepciones teogónicas que
Aronofsky nos ofrece como una posibilidad de intelección del caos que es la
vida y el mundo. En nuestra mano está aceptarlos, rechazarlos o contemplarlos
como una reliquia de aquellos tiempos que, por un momento, suspendiendo nuestra
incredulidad, vemos reproducida ante nuestros atónitos ojos. Lamento mucho si
no le he servido de ayuda a nadie, pero mi hijo ya me advirtió: “¡tienes que
verla, cuanto antes!”, y nada podía decirme sobre ella hasta que no la hubiese
visto. He escrito lo anterior sin haber leído nada de nadie, pero estoy
deseando poner el punto final para ver el ridículo hermenéutico en el que puedo
haber incurrido o la clarividencia que habrá sonada por casualidad, como la
típica flauta de la fábula.