Un potente melodrama clásico, un noire bien llevado que deriva hacia la comedia
sentimental y una ficción moral extraordinaria: Humoresque, Nobody Lives
Forever y Three Strangers o el annus mirabilis de Jean Negulesco.
Título original: Humoresque
Año: 1946
Duración: 125 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jean Negulesco
Guion: Clifford Odets, Zachary Gold
Música: Franz Waxman
Fotografía: Ernest Haller (B&W)
Reparto: Joan Crawford, Oscar Levant,
John Garfield, Joan
Chandler, J. Carrol Naish, Tom
D´Andrea, Ruth Nelson, Peggy Knudsen.
Título original: Nobody Lives Forever
Año: 1946
Duración: 100 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jean Negulesco
Guion: W. R. Burnett
Música: Adolph Deutsch
Fotografía: Arthur Edeson (B&W)
Reparto: John Garfield, Geraldine Fitzgerald, Walter Brennan, Faye Emerson, George Coulouris, George Tobias, Robert Shayne, Richard Gaines, Richard Erdman, James Flavin, Ralph Peters.
Título original: Three Strangers
Año: 1946
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jean Negulesco
Guion: John Huston, Howard
Koch
Música: Adolph Deutsch
Fotografía: Arthur Edeson (B&W)
Reparto: Sydney
Greenstreet, Geraldine Fitzgerald, Peter Lorre,
Joan Lorring, Robert Shayne,
Marjorie Riordan, Arthur Shields.
Bien, bien, bien…, henos
aquí ante tres películas muy dispares y rodadas el mismo año por un director
cuyo magnífico hacer he ido descubriendo desde que abrí el Ojo y tengo, además, la suerte de poner, con tanta fortuna, las
balas de plata en el proyector, por así decirlo. Humoresque -el título en español es pura pornografía sentimental
que no le hace justicia a la película- es n melodrama absolutamente clásico e
impecable cuya historia gira alrededor, además, de un músico que, en igualdad
de condiciones con otros, es aupado al estrellato porque una rica insatisfecha
y frívola se encapricha de él y lo proyecta -relaciones y dinero de por medio-
al triunfo. El violinista, un convincente John Garfield- que ese año de 1946
rodó 4 películas, dos de las que aquí comento y la bien conocida primera versión
de El
cartero siempre llama dos veces, de Tay Garnett, y que al año siguiente
rodaría nada menos que Cuerpo y alma, de Robert Rossen-, hijo
de familia modesta de los barrios populares de New York que defiende con orgullo sus orígenes frente al selecto
mundo de los ricos de Quinta Avenida, donde conoce a quien, andando la trama,
se acaba convirtiendo en el amor de su vida, es un ser ambicioso y orgulloso,
dispuesto a sacrificarlo todo por llegar a la cima en su carrera de músico,
profesión que ejerce con una devoción y un espíritu perfeccionista que no deja
lugar a nada que no sea ese objetivo: ni diversión, ni amores ni amistades ni
nada. Secundado por un Oscar Levant que representa la figura del gracioso del
teatro barroco, y cuyas interpretaciones a piano añaden un grado de
verosimilitud a la película más que notable, Garfield -doblado en la ejecución instrumental
por las manos de Isaac Stern- va a caer en los brazos de la mujer madura y va a
descubrir en ella un ser muy próximo a sus propias inseguridades y a sus
orgullos compensadores de las mismas. Nacidos el uno para el otro, aunque les
cueste reconocerlo constituya un escándalo, pues ella es una mujer casada, el
drama sentimental se va a jugar en el campo de las mujeres con las que se
relaciona: su madre, posesiva y controladora, su compañera de orquesta en sus
inicios y medio novia no declarada y, por supuesto, su mecenas, una Joan
Crawford ante la ultima oportunidad, acaso, de encontrar el verdadero amor en
una vida hecha al desencanto y al brillo social de la frivolidad ingeniosa y
sarcástica. Hay una escena, la del concierto que asegurará la fama del
virtuoso, en la que un excelente cruce múltiple de miradas, mientras el
protagonista está absorto en las notas de su violín, expresa a la perfección la
figura del músico como una marioneta de la que esas tres mujeres quieren tirar,
cada una a su modo para obligarlo a vivir la vida que ellas quieren. Los
retratos psicológicos de los protagonistas, servidos por unos primeros planos
de profunda incisión psicológica en los diferentes caracteres, algo que se
extiende más allá de ellas para incluir al amigo pianista y al padre y al
hermano, en principio fuertes opositores a la carrera del músico -cuyos ensayos
han de “sufrir” desde su vocación infantil-, y, finalmente, admiradores
incondicionales; esos retratos, digo, resaltan la complejidad de las
motivaciones de los personajes y nos permiten asistir a unas situaciones
humanas llenas de realismo y sin edulcoración ninguna. La realización de
Negulesco, que incluye planos estupendos, como el del músico a través de la
copa en una estupenda profundidad de campo que habla de la lejanía que ambos
han de recorrer para llegar a encontrarse tras su abrupto encuentro, o el
rostro enmarcado de la mujer a través del agujero que ha hecho en el cristal de
la casa de la playa donde se va a consumar el último acto del drama, es de una
efectividad pasmosa. La puesta en escena, sea en el piso de “soltero” de él,
sea en las magnificas escenas en el bar donde una pianista interpreta unas bellas
canciones alusivas al desarrollo de la acción, sea en la propia playa o en las
actuaciones en salas donde la cámara siempre aprovecha el momento para
desarrollar la historia en paralelo a la ejecución musical de obras como el
fragmento de Tristán e Isolda de
Wagner; esa puesta en escena, ya digo, tiene una factura de melodrama clásico,
sobrio, elegante, que sitúa la película entre lo mejor de un género en el que incluso
puede competir con los grandes melodramas de Douglas Sirk, quizás el mayor virtuoso
del género. El montaje en paralelo de las secuencias finales, después de la
desgarrador entrevista entre la mujer enamorada y la madre tradicional,
insensible ya acaso por su edad y su propio matrimonio insatisfactorio a la llama real y sincera del amor, que solo piensa
en la reputación, en el buen nombre y en una idea de familia ultraconservadora,
es un prodigio de tensión narrativa resuelto con una elipsis poética muy
efectiva. La sensación de que sea el mar quien
irrumpe en la pantalla y parezca querer arrebatarnos a los espectadores hacia
el destino aciago de la protagonista es de una efectividad lírica incomparable.
Nadie vive para siempre es una historia aparentemente trivial, más
próxima al género del cine negro pero que acaba disolviéndose, no inesperadamente,
todo ha de decirse, en un incipiente melodrama. Tras haberse licenciado del
ejército, el protagonista, un delincuente de relativa poca monta, quiere
recoger los beneficios de la inversión
que su pareja había de hacer con su dinero mientras él estaba en la
guerra. Liada con otro empresario, el protagonista, al que quieren convencer de
que ella perdió el dinero en una inversión ruinosa en un club que acabó
cerrando, se cobra lo suyo mediante la fuera y con su guardaespaldas y amigo
deciden irse a la costa oeste a probar fortuna.
Nada más llegar es reconocido por un raterillo, a través de quien se
entera que otro delincuente en horas bajas anda tras una presa codiciada: una
viuda rica a quien poder camelar para sacarle los dineros. Mediante un acuerdo
tácito, será el protagonista quien se encargue del trabajo para luego repartir
con el resto. A tal fin, se instala en el carísimo hotel de la viuda y comienza
una representación que pretende, por la vía de la seducción, lograr los
objetivos propuestos. El contacto con ella y el malentendido que se prolonga el
tiempo suficiente como para que él descubra que hay otras vidas más allá de la
vida de la delincuencia, nos llevan hacia una suerte de comedia romántica en la
que el amigo oficia de gracioso, como Oscar Levant en el melodrama, y poco a
poco, sumergidos en una trama, de repente, propia de las comedias high class -porque él representa la
ficción de un empresario dedicado al desguace de buques de gran tonelaje para
ganarse la confianza de ella y, sobre todo, de su administrador y hombre de
confianza-, vamos olvidando que, al fondo, sigue latiendo la oscura trama de
avaricia que mueve a sus colegas del hampa. La aparición de su antigua novia,
una rubia, peligrosa y cantante, perfectamente encarnada por Faye Emerson como femme fatale, cruza de nuevo ambas
tramas, la del cine negro y la de la comedia sentimental justo en el momento en
que el protagonista es consciente de que va a ser incapaz de llevar adelante el
“golpe” porque en su vida se ha cruzado nada menos que el amor. La ambientación
cutre del hampa, calles, habitaciones y bares, que tanto contrasta con los
lujosos y luminosos del hotel y la casa alquilada en la playa de la comedia
sentimental, es ofrecida dentro del mejor claroscuro tenebroso del genero
policiaco, y el desenlace, en un muelle brumoso, con unas escenas propias del
mejor Hitchcock, sube mucho los enteros de una película que si no llega obra
excepcional sí que resulta muy meritoria, y, al menos para mí, incluye el
descubrimiento de una actriz llena de recursos como Geraldine Fitzgerald,
quien, en la tercera película de esta sesión triple de Negulesco, encarna un papel
que está en las antípodas del presente, todo dulzura, pasión y encanto.
Tres extraños es una película
escrita por John Huston cuando hubo de trasladarse al Reino Unido para escapar
de la presión del Comité de Actividades Antinorteamericanas. Se trata de una
fábula moral de origen exótico que, a partir de una leyenda, va a narrarnos
tres vidas completamente distintas a las que solo une un deseo compartido y
hecho ante una diosa oriental que solo se realiza si lo piden tres extraños que
no se conozcan de nada reunidos ante ella. La protagonista, Geraldine
Fitzgerald, misteriosa y seductora, consigue atraer a dos hombres a su casa,
Peter Lorre, un borrachín perpetuo y Sydney Greenstreet, un agente de bolsa.
Los tres realizan el ceremonial del deseo y se separan, con l seguridad de que volverán
a reunirse si el boleto de apuestas en una carrera hípica sale premiado -ese es
su deseo- con el compromiso de volver a invertirlo todo, doblar la apuesta, en
la siguiente carrera, el Grand National.
Con una estructura tripartita, iremos yendo de una a otra historia y conociendo
la vida y las miserias de cada uno de esos tres personajes. Teóricamente, sus
vidas, bajo el amparo de la diosa, habrían de verse beneficiadas por ella; pero
lo que vamos conociendo de cada uno de ellos nos lleva justo en la dirección
contraria, en la de la degradación de las tres hasta límites que incluirán un
desenlace de muy diferente naturaleza según cada cual. Peter Lorre es un borrachín
escéptico y culto que se ve envuelto en una trama de asesinato sin siquiera
saberlo, porque el jefe, par librarse él de la cárcel, lo acusa. Los otros dos
miembros de la banda, una chica que se va enamorando de él y un hércules sin
dos dedos de frente y toneladas de fuerza en los bíceps, consiguen escapar del
cerco policial, pero él es detenido. Cuando el Hércules acaba matando al jefe
chivato y tramposo, éste confiesa que el detenido no tuvo nada que ver y es
puesto en libertad. La protagonista, una mujer que lleva años separada de su
esposo, debido a las rápidas infidelidades postmatrimoniales con que le
traicionó al poco de casarse y desengañarse de la “monótona” vida matrimonial, quiere
a toda costa reconciliarse con él, per cuando este aparece, la misma noche de
la formulación del deseo a la diosa, lo que él le comunica es que ha conocido a
otra mujer y quiere casarse con ella. A partir de ahí, además de negarle el
divorcio ahora y siempre, todo el interés de la mujer se centrará en arruinar
la vida de su esposo e impedir que se consolide su nueva relación. El grado de
maldad del personaje es directamente proporcional a la maestría con que
Geraldine Fitzgerald es capaz de representarlo. Sorprende infinito, viniendo de
la película negro-sentimental, ese cambio de registro que confirma su alta
calidad como intérprete. De hecho, se trata de tres actores fantáticos, porque
su sola presencia le confiere a la historia una dimensión que difícilmente
hubiese alcanzado con otros intérpretes. Porque Greenstreet, genial en su papel
de agente de bolsa pillado en un fraude del que quiere escapar cortejando a su
principal cliente, una aristócrata que sigue relacionándose con su esposo
muerto como si estuviera vivo y a quien él se declara para tratar de cubrir el agujero
financiero que puede acabar con su reputación.
La escena en la que la aristócrata le dice que primero, antes de
aceptarlo, ha de revisar las cuentas de sus dineros sume al agente en n estado
de desesperación que preludia el suicidio que va a cometer. Extiende este unos
papeles en el suelo para no ponerlo todo perdido de sangre y, en ese momento, ve
en ellos que el boleto de la apuesta que jugaba a medias con los otros dos
extraños ha sido agraciado con un jugoso premio. Nos vamos acercando al
desenlace, muy curioso en el que, después de sus muchas penalidades, los tres
extraños vuelven reunirse para oír por
la radio el resultado de una carrera que el agente no tiene paciencia para
escuchar, porque su acreedor está en la calle esperando el cheque que cubra parte
del agujero que sus ruinosas inversiones han producido. Pierde los nervios y
con la estatua de la diosa en las manos quiere recuperar el boleto par venderlo
y quedarse con su parte, en eso momento forcejea con la mujer y acaba golpeándola
con la diosa y matándola, porque en su caída se desnuca al chocar contra la
pared por efecto del golpe recibido en la cabeza. Los dos extraños se van y
vuelven a cruzarse, como la primera vez, con el marido, que sube la escalera
dispuesto a acabar con su mujer, pues se acaba enterando de la jugarreta de
esta para alejar a su novia canadiense de él. Al final, con un tacto soberbio del humanista ya
exborrachín y enamorado de su compañera de banda, que se reúne de nuevo c0n él
tras haber salido de su breve condena por perjurio, advertimos cómo el gran
beneficio de la diosa se convierte en un boleto premiado con 30.000 libras que
los tres agraciados -ella muerta- no pueden ir a cobrar, razón por la cual lo
quema el único protagonista blindado por su conocimiento humanista contra la
tentación de que el azar, en vez de la razón y la responsabilidad, gobierne la vida. La película es agilísima y las
tres historias, cada una en su estilo, gracias a los protagonistas de las
mismas, logran atrapar al espectador en los conflictos morales y sociales que plantean,
sin saber nunca exactamente de qué manera la diosa acabará perjudicándoles o
ayudándoles, aunque lo cierto es que los tres resuelven sus asuntos particulares
antes de que la diosa pueda apadrinar su deseo en la segunda y definitiva
apuesta. Resulta admirable que Negulesco fuese capaz de una hazaña semejante:
rodar en el mismo año tres películas con un soberbio nivel de calidad;
películas que acaso hubiesen necesitado críticas individuales en este Ojo, pero quería compartir con los ojeadores que por él se pasan, el homenaje a
dicha hazaña, no podría decir si única en la Historia del cine, porque hay
muchos directores que han dirigido dos y tres películas al año, John Ford, uno
de los grandes, entre ellos, pero estas tres de Negulesco de verdad que merecen
ser vistas con total confianza por parte de los espectadores, y no
exclusivamente de los cinéfilos, para quienes son, eso sí, de obligada visión.