lunes, 30 de julio de 2018

“Deseo bajo los olmos”, de Delbert Mann o el viejo Saturno…



Una tragedia familiar que va mas allá del melodrama. Deseo bajo los olmos o los odios enquistados de la vida familiar.

Título original: Desire Under the Elms
Año: 1958
Duración: 110 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Delbert Mann
Guion: Obra: Eugene O'Neill
Música: Elmer Bernstein
Fotografía: Daniel L. Fapp (B&W)
Reparto: Sophia Loren,  Anthony Perkins,  Burl Ives,  Frank Overton,  Pernell Roberts, Rebecca Welles,  Jean Willes,  Anne Seymour,  Roy Fant.

Es evidente que los grandes monstruos del cine son indiscutibles: Bergman, Dreyer, Fellini, Welles, Ford… tengan o no altibajos forman un compacto bloque en el que cuesta entrar. En ese entretenido juego de las listas, de directores y películas, en las que se entra y se sale con criterios, a veces, de difícil explicación, no se qué lugares ocupará Delbert Mann, pero de lo que sí estoy seguro es de que esta adaptación cinematográfica de la obra de teatro de Eugene O’Neill ha de escalar muchos puestos hacia la cima, porque se reúnen en ella tres aspectos logradísimos que le confieren una pátina de obra entre sólida y no sé si maestra, porque es palabra de muchos quilates, que complacerá a no pocos espectadores, ávidos, como solemos serlo siempre, de emociones fuertes y dramas espeluznantes en que la naturaleza humana se exhibe en su alteza y en su bajeza, en su nobleza y en su depravación. Hay un aliento dostoyevskiano en esta historia de O’Neill que sobrecoge al espectador, aunque el primer contacto con la película no es con la acción o con los personajes, sino con una estética impecable que hace del blanco y negro más un contexto que una técnica, sumada a una puesta en escena en que se privilegia un número reducido de paisajes que, además de cambiar con los ciclos estacionales, se le ofrece al espectador más como los límites de una cárcel que como un esparcimiento del ánimo. Hay mucho de hierático en ese paisaje en que los personajes consumen sus vidas alimentando el odio contra el gran patriarca familiar. Sí, lo han adivinado. Estamos ante el mito de Saturno que devora a sus hijos, y la obra progresa en esa dirección  indesmayablemente. La trama se centra en la convicción que le inculca una madre a su hijo de que el rancho donde vive con su padre y sus dos hermanastros es suyo, y la necesidad, cuando sea mayor, de luchar por él, para no dejárselo arrebatar. Le revela, además, el sitio exacto donde el padre guarda los dineros de la explotación agrícola. Cuando, andado el tiempo, el hijo logra comprar a sus hermanos su renuncia  a reclamar la propiedad del rancho, tras lo cual estos se van en busca de fortuna al Oeste, el padre desaparece durante unas semanas y reaparece casado con una mujer joven, Sophia Loren, llena de vitalidad, exuberancia, belleza y con una personalidad de superviviente que no tardará en caer en la tentación de seducir al único hijo que vive en la casa. Fruto de esas relaciones será el hijo que el padre cree suyo y como tal lo celebra, aunque el hijo que aspira a la propiedad del rancho cree que el hijo es del padre. Este malentendido alimentará la tragedia, porque, llegados al clímax del conflicto, el joven se siente traicionado por la mujer, el padre por su mujer y esta por el joven enamorado a quien, de repente, ella y su hijo le repelen hasta el extremo de desear que el niño no hubiera nacido. La fiesta de celebración del nacimiento ve la llegada de los dos hijos que parecen haber hecho fortuna tras irse de casa, aunque visten, al igual que sus mujeres, como figurines de revistas de moda, no como los vaqueros que una vez fueron. Tras una apabullante exhibición de fortaleza física y de desplantes a sus nueras y a sus hijos por parte del patriarca, en una fiesta en la que la música es incapaz de imponerse a la tensión pasional de los protagonistas, sobreviene el desenlace aterrador, porque la joven madrastra enamorada del hijo de su marido, antes que perderlo a él, decide eliminar el único obstáculo que se interpone entre ambos: el hijo, heredero directo de la granja cuando muera el padre. Aterrorizada ante la idea de perder al amante, la madre, que entra en un estado casi catatónico, decide acabar con la vida de la criatura, pero lo único que provoca es el horror del amante, que se apresura a denunciarla ante la Justicia. Y, me disculpo por ello, ya creo que me he excedido en contar… Aunque buena parte de la acción cae dentro de lo previsible, porque se trata de una estructura mítica de relaciones familiares, las excelentísimas interpretaciones de todos los actores, Burl Ives el primero y Perkins y la Loren, a renglón seguido, así como los hermanastros de este, Frank Overton y Pernell Roberts -el inolvidable Adam de  la serie televisiva Bonanza-. Es una tragedia que gira en torno a la posesión, a los derechos de primogenitura en un mundo rural en el que el heredero significaba la supervivencia de la obra a través del tiempo, de ahí el odio del padre a los hermanastros de Perkins y la férrea determinación de este de no dejar pisarse el terreno… hasta que el nacimiento de otro heredero lo convence de que ha de buscarse la vida como lo hicieron sus hermanos para, habiendo hecho fortuna, recuperar el rancho más adelante. La película no cae en ningún momento en el histrionismo, aunque el padre/saturnal lo roza a veces, y la pasión amorosa entre los dos jóvenes se desarrolla con un lirismo contenido al que contribuye la intensidad de una actriz perfecta en ese papel que juega a dos barajas por espíritu de conservación y que acaba perdiéndolo todo. Llama la atención, por cierto, el excelente inglés que usa la Loren. Cuatro años más tarde, Anatole Litvak los reunió para una película, Un abismo entre los dos, pero sin que ya entre ellos hubiera química ninguna. ¿Qué pasó? Que por medio Perkins triunfó como demente en Psicosis y no le ofrecían papeles sino de desquiciado, como en la película de Litvak, donde está absolutamente ridículo, y la Loren con una apariencia física muy lejana del estallido de sensualidad con que aparece en Deseo bajo los olmos. Con todo, ya digo, el gran espectáculo de la película es el de la realización, que nos retrotrae al blanco y negro de Dreyer o de Bergman en un espacio en el que los planos refuerzan las feroces psicologías de seres profundamente enfrentados entre ellos, aunque solo una vez estalle la violencia entre ellos.

jueves, 26 de julio de 2018

“Misterio en la marisma”, de Claudio de la Torre, un cineasta singular y cosmopolita.



En la mejor escuela de Max Ophüls y Alfred Hitchcock, una película a contracorriente en los años 40 españoles: Misterio en la marisma o la belleza agreste de la marisma y los planos líricos de una historia gótica.

Título original: Misterio en la marisma
Año: 1943
Duración: 68 min.
País: España
Dirección: Claudio de la Torre
Guion: Claudio de la Torre
Música: Salvador Ruiz de Luna
Fotografía: Theodore J. Pahle (B&W)
Reparto: Conchita Montes,  Fernando Fernández de Córdoba,  Gabriel Algara, Juan Fernández,  Luis de Arnedillo,  Tony D'Algy. Josefina de la Torre.

¡Por los Lumière benditos, lo que da de sí una breve incursión documental en un autor desconocido de nuestro cine, Claudio de la Torre! Me atrajo la película por unas imágenes de las marismas del Guadalquivir y por la curiosidad de si podían competir con el despliegue estético apabullante de La isla mínima, de Alberto Rodríguez, a la que precede en el descubrimiento cinematográfico de ese espacio tan poético como escenario natural. No decepciona, a pesar de que algunas imágenes se repiten varias veces, pero hay escenas, como la de la ensoñación que sufre el protagonista en las dunas llenas de una calidad lírica excepcional. De la trama llama la atención el intento de crear una película de high society española, con aires cosmopolitas, en plena posguerra del hambre y el racionamiento. El director, educado en Inglaterra e iniciado en el cine en Francia, donde rueda su primera película, Pour vivre heureux, con una jovencísima Simone Simon, imprime a su última película, pues es autor de obra muy corta, una elegancia en la puesta en escena, acompañada con unos lentos movimientos de cámara, que generan un clima de misterio casi gótico, muy próximo a la película con la que, a la fuerza, ha de relacionarse esta: Rebeca, de Hitchcock, estrenada tres años antes, en 1940. Contrasta, eso sí, la atmósfera social con las maneras campechanas de decir de los personajes, muy españoles en eso, como si  Conchita Montes hubiera contagiado su particular manera de decir al resto del reparto. A título anecdótico cabe indicar que en una escena en que al padre del protgonista, Fernando Fernández de Córdoba, quien recibe un pellizco por parte de la antigua novia  la que dejó plantada ante el altar, se le escapa un ¡Joder!, la mar de natural, además,  que deja perplejo a quienes sabemos que estamos en la primerísima posguerra.  Fernández de Córdoba, locutor que fue de Radio Nacional, radio el último y celebre parte del bando franquista que proclamaba la victoria en la contienda civil. La historia, de misterio, con antecedentes familiares que explican la trama, es muy del gusto del teatro de la época, con tramas en las que aparecen personajes “raros”, extraños a su contexto, en el que parecen vivir sin acabar de encontrar un sentido a su vida. Y ahí entra ella, la dama misteriosa de origen polaco que acrecienta el misterio con la seguridad, intuye el espectador, de quien tiene la clave para resolverlo, y de ahí la comodidad con que se desenvuelve frente al resto de los personajes. Todo discurre como en otros intentos de películas al estilo de las usamericanas de alta sociedad de los 40, y la mansión gótica de las marismas, con amplios espacios interiores por donde discurren los personajes como por un castillo lleno de fantasmas y recuerdos amenazadores, contribuye poderosamente al clima de misterio que domina en la cinta. Los toques populares que tiene la cinta proceden de la procedencia andaluza de los aristócratas que acogen a la supuesta condesa polaca, no solo del espacio de las Marismas, cuya belleza magnífica constituye uno de los grandes alicientes de la cinta, caza del ciervo incluida, sino también por los aspectos folclóricos que hacen su aparición en la película. Y ahí, para los buenos aficionados, hay dos presencias impagables. La primera, un baile de Lola Flores a la que en lo títulos de crédito se presenta como Lolita Flores.. y la segunda, otro baile, pero este nada más y nada menos que de Fernando Fernández Monje, quien dicho así es más anónimo que un servidor, pero a quienes los aficionados al flamenco conocemos bien por Terremoto de Jerez. ¡Con 9 años, Terremoto -así se le presenta ya en los títulos de crédito- se marca un baile que deja a los espectadores con la famosa boca abierta por la admiración! No sé si el baile perdió una figura, pero lo que sí puedo decir, por experiencia de aficionado al flamenco que el cante ganó uno de los grandes. Hace poco, además, en otra película de este magnífico repaso a la historia de nuestro cine español que lleva a cabo La 2 de RTVE, Terremoto aparecía en otra película, Flamencos, de Jesús Yagüe, una historia de cante y de celos protagonizada por un excelente Julián Mateos, secundado por la bailaora Pilar Cansino -prima segunda de Rita Hayworth, by the way…-. Como se advierte, presencias estelares de ese calibre le conceden a la película un plus de interés que la propia película, sin embargo, por su propia historia y el progreso hacia el desenlace sabe mantener perfectamente. La elegancia en el movimiento de la cámara es lo primero que se aprecia así que comienza la acción, sembrada de episodios costumbristas, como el concurso inicial de tiro al pichón, o la caza por las marismas, que le otorgan a la película un valor documental indiscutible. Fuera de duda está que la trama, los personajes y la sociedad en que se desarrolla la película no se “datan”, aunque pueda entenderse que son los actuales de cuando se estrena, 1943, pero no necesariamente. No hay tampoco ninguna referencia histórica en el desarrollo de la película que haga la más mínima referencia a la “Cruzada” recién acabada. Todos viven como si la gran tragedia acabada de vivir no hubiera existido jamás. Claudio de la Torre, a quien pertenece el guion y la historia -era, también, novelista-, filmó tres cortos Manolo Reyes, Chuflillas y Pregones de embrujo, protagonizados por el cantante Miguel de Molina, que, sin embargo, fueron prohibidos antes de estrenarse, y cuando ya el cantaor se había exiliado a Argentina. Detrás de esos intentos de cine algo más libre del que imponía la férrea censura estaba el productor Saturnino Ulargui, creador de UFISA, de cuya película Frente de Madrid, de Edgar Neville, se criticó acerbamente en su momento la secuencia en la cual un falangista (Rivelles) y un rojo (Carlos Muñoz) morían abrazados, consolándose mutuamente en tierra de nadie. Todo este contexto, aunque parezca mentira, se advierte en la película de Claudio de la Torre, porque la atmósfera que se respira en la narración, y algunos elementos de ella, como la orquesta de señoritas que tiene una cantante, encarnada por Josefina de la Torre, hermana del director y reconocida poetisa de la Generación del 27, en un breve pero destacado papel de mujer de un ladrón de guante blanco, quien, en su calidad de cantante lírica interpreta algunas canciones populares a lo largo de la cinta. Pues sí, si después de todo lo dicho alguien cree que no estamos ante una verdadera y singularísima rareza del panorama cinematográfico de los años 40, va a necesitar realizar las indagaciones que yo he llevado a cabo. Pero no las necesitará, si no tiene prejuicios en la mirada, para comprobar las muchas y buenas virtudes que hay en la realización de Claudio de la Torre, un director  de exquisita sensibilidad para el encuadre, para la percepción del paisaje incomparable de la marisma y para el sentido de lo misterioso que le da alma y vid a la narración de un amor que atraviesa el tiempo.




miércoles, 25 de julio de 2018

“Yo amé a un asesino”, de John Berry, la última película de John Garfield.



Un thriller de apariencia menor pero con un clímax espectacular y una última interpretación magistral de John Garfield, secundado por otra a su misma altura de Shelley Winters. ¡A disfrutar!


Título original: He Ran All the Way
Año: 1951
Duración: 77 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Berry
Guion: Dalton Trumbo, Hugo Butler, Guy Endore (Novela: Sam Ross)
Música: Franz Waxman
Fotografía: James Wong Howe (B&W)
Reparto: John Garfield,  Shelley Winters,  Wallace Ford,  Selena Royle,  Robert Hyatt, Gladys George,  Keith Hetherington,  Norman Lloyd,  Clancy Cooper,  Vicki Raaf, Robert Karnes.

Curiosa sorpresa la de un John Berry desconocido para mí pero muy bien conocido para el senador McCarthy, quien solo tras la retractación del inicialmente condenado Edward Dmytryk y su confesión con nombres y apellidos de sus colegas pudo cortar la carrera artística de quien, en esa década de los 50, se abría paso en la industria después de haber trabajado con Welles en el Mercury Theatre y de haber rodado el documental sobre Los Diez y contra la histeria anticomunista del infame senador cuyo nombre ha quedado ya para siempre asociado a la intolerancia y el totalitarismo. En esta película, la última que dirigió John Berry antes de emigrar a Europa en busca de trabajo para sobrevivir hallamos circunstancias muy curiosas: trabajan dos acusados por ese comité del senador: John Garfield y el guionista Dalton Trumbo, sobre quien Jay Roach hizo una película biográfica estupenda, Trumbo. En Yo amé a un asesino, que tiene todas las trazas de ser una película de serie B, a pesar de las dos grandes estrellas que la protagonizan, es fácil identificar enseguida el sello inequívoco de las excelentes película de género -un thriller, en este caso-que abundaron en la ecepcional coecha cinematográfica de la década de los 50. Un antiguo compañero de trabajo me dijo a modo de butade que él solo veía películas “hasta” 1965, que nada de lo dirigido después merecía la pena. No me atreveré yo a tanto, pero, con mi experiencia actual, le sugeriría que rebajara el tope un par de años… Al margen de provocaciones, lo cierto es que Yo amé a un asesino tiene una estructura tan simple como efectiva. Un atraco el día de pago a una empresa. Sale mal. Asesinan a uno de los guardias y el delincuente de pocas luces, que vive con su madre autoritaria, quien lo trata como si fuera un chiquillo maleducado, logra escaparse de la escena del crimen y se dirige, estamos en época estival, a una piscina pública donde trata de camuflarse para burlar la vigilancia policial. Accidentalmente, primero, y deliberadamente, después, entra en contacto con una chica a quien, para despistar la atención con que la policía vigila el lugar, imparte las primeras nociones del arte de la natación. Se las ingenia para acompañarla en su camino de regreso a casa y, poco después, acaba siendo un “invitado” de la chica, justo cuando el reto de la familia se va al cine. En dos planos, como quien dice, el invitado, por quien la protagonista siente una atracción casi inmediata, pasa de  dicha condición a la de secuestrador, para pasmo y terror de la familia, un linotipista, la mujer y un hijo pequeño que vive la situación desde la perspectiva de la fantasía: ¡las armas! y de la exigencia moral de acción dirigida a un padre entrado en años que no está dispuesto a poner en peligro la vida de nadie en su familia. A lo largo del secuestro, la historia irá desnudando la psicología de sus personajes, retratándolos socialmente y exhibiendo sus miserias y sus contradicciones. La protagonista, por ejemplo, que , a pesar de la condición facinerosa del secuestrador, se ha enamorado y está dispuesta a escaparse con él, a seguirlo hasta donde haga falta, porque ve en él la posibilidad de remontar el vuelo hacia una vida menos gris de la que lleva, en la que ningún hombre se ha fijado en ella ni cree que pueda hacerlo ninguno alguna vez. Cuando el padre se entera de la decisión de la hija, le vuelve la espalda y el cisma familiar se suma a la tensión del propio secuestro, que avanza hacia un final magnífico, desde el punto de visto de la realización cinematográfica. Porque el secuestrador, instintivo como una fiera, noble dentro de su condición, y desconfiado como un animal que va viendo, imaginariamente, cómo se cierra un círculo sobre él que nadie estrecha, sin embargo, no acaba de fiarse de su recién “enamorada”, lo que provoca una actitud desafiante que precipitará un final trágico sobre el que ahora mismo silencio las teclas. La vida cotidiana, la piscina y la vida de familia de clase media-baja, están descritas con un blanco y negro lleno de claroscuros que hacen referencia a la ambigüedad moral del protagonista, un pobre hombre que, por primera vez con mucho dinero en el bolsillo, recibe un subidón que es incapaz de gobernar. No sé si es el mejor papel de Garfield, por la coincidencia de que fuera el último, pero el desvalimiento del pobre hombre metido en un serio problema por su falta de luces, teniendo un fondo de bondad nada desdeñoso, es un papel-joya que no todos, no obstante, son capaces de bordar en la pantalla como él. Lo mismo ocurre con Shelley Winters, perfecta pareja psicológica del torpe atracador. La música de Franz Waxman, por último, es el broche perfecto para una pequeña joya olvidada del oscuro mundo de los thrillers aparentemente poco ambiciosos pero con notables cargas de profundidad, individual y colectiva. Los espectadores retendrán con suma facilidad  la impecable y hermosa historia de amor fou que protagonizan dos amantes tan desdichados por quienes los espectadores sentirán una compasión infinita. ¡Pero qué buenas películas hacían aquellos comunistas usamericanos!

jueves, 19 de julio de 2018

"Mary Shelley", de Haifaa Al-Mansour, más acá y más allá de "Frankenstein"…



Aquellos jóvenes rebeldes y sus extraordinarios delirios: Mary Shelley o la lucha por la voz propia.

Título original: Mary Shelley
Año: 2017
Duración: 120 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Haifaa Al-Mansour
Guion: Emma Jensen, Haifaa Al-Mansour
Música: Amelia Warner
Fotografía: David Ungaro
Reparto: Elle Fanning,  Douglas Booth,  Bel Powley,  Maisie Williams,  Joanne Froggatt, Tom Sturridge,  Stephen Dillane,  Ben Hardy,  Ciara Charteris,  Hugh O'Conor, Dean Gregory,  Gilbert Johnston,  Jack Hickey,  Sarah Lamesch,  Michael Cloke.

Aunque se nos presenta como una biografía, hemos de apresurarnos a decir que las libertades narrativas del guion permiten subrayar una visión teñida de poderoso romanticismo, aunque más propiamente podríamos hablar de la crisis del mismo o de la distancia sideral entre las duras circunstancias de la vida cotidiana sin el respaldo de una posición social sólida y el ideal literario, que busca establecer un pathos trágico que impacte al espectador, como si la biografía pura y dura de la protagonista no hubiera sido suficiente por ella misma para conseguirlo. Mary Shelley perdió a su madre, Mary Wollstonecraft, a consecuencia del parto. Si a lo largo de toda la película la presencia de la madre, el recuerdo de la madre, la comparación constante con la madre y la admiración hacia ella forman parte del yo íntimo de la protagonista, ello se debe a que ha de conocerse la actividad feminista de Wollstonecraft y las penalidades individuales por las que pasó, sobre todo en el terreno amoroso, con el que entraron en conflicto sus ideas, para acabar de entender la personalidad de una joven talentosa y rebelde que ha de vivir experiencias muy intensas e incluso dramáticas, como la pérdida de su primera hija, cuando apenas tiene 18 años y está en pleno periodo de formación a todos los niveles, vitales e intelectuales. Que su obra cumbre, Frankenstein o el moderno Prometeo comenzara a escribirla con 18 años y la acabara, con el auxilio gramatical y estilístico de su marido, Percy Shelley, dos años más tarde, nos sitúa ante una obra primeriza en una carrera literaria, pero con una concepción tan atrevida y con una experiencia vital detrás tan intensa que entendemos a la perfección el éxito que acompañó a esta revisión parcial del mito de Prometeo. La película impacta por la belleza, casi tenebrista, que es capaz de crear. Que empiece en el cementerio donde Mary se refugia junto a la tumba de su madre es toda una declaración de intenciones. Recordemos, además, que el personaje se llama Frankenstein, que significa, literalmente, la piedra de Frank, un topónimo de la Silesia polaca, la actual Ząbkowice Śląskie. Frankenstein  conseguirá devolver a la vida a la "criatura", sí, pero Mary Shelley también quería volver a la vida a su madre, a quien tan unida estaba, no solo por vínculos obvios de sangre, sino porque la hija es la reencarnación del indómito espíritu de libertad de la madre, aunque, como ella, acabe tropezando en las raíces rastreras de las relaciones amorosas para las que nadie la ha preparado nunca. De hecho, la libertad de pensamiento y de costumbres de los protagonistas, en una época de fuerte represión moral como la que viven, por fuerza había de condicionar sus vidas, privándoles, sobre todo al poeta, de unos saneados ingresos que por familia le correspondían. Las privaciones, los acreedores, la trashumancia, huyendo de ellos, las serias limitaciones para poder llevar una vida medianamente tranquila han de sumarse a unos ideales que ponen a prueba sentimientos profundos que luchan contra los dictados racionales de las relaciones “abiertas”, sentimental y sexualmente, que predicaba el poeta, pero que había predicado el padre de Mary y que había defendido ardorosamente su propia madre. No estamos, pues, ante una película complaciente y presidida por la estética, excepto que consideremos como tal el tenebrismo en que se sume más de la mitad de la película, porque incluso las tomas en exteriores, como las bellísimas de Escocia, están dominadas por esa iluminación tormentosa. En cualquier caso, la opción tenebrista refleja bien a las claras las tormentas interiores de los protagonistas. No le debió de ser fácil a Mary Shelley la convivencia, a edad tan temprana, con reconocidos portentos de la literatura como su propio marido, Byron o Keats, con cuya biografía, filmada por Jane Campion, Bright Star, forzosamente hemos de poner en relación esta película, ¡que fantástico programa doble! Así pues, y más allá del reclamo propio de la película, la génesis y el triunfo de público de su novela Frankenstein, que hubo de ser precedido por la reclamación de la autoría, pues salió en su primera edición de forma anónima, aunque con un prólogo de Shelley, a quien acabó atribuyéndose, la película nos narra la historia de unos jóvenes transgresores -recordemos el ostracismo social que le deparó a Shelley la publicación de su ensayo La necesidad del ateísmo- que, así considerados, no están muy lejos de los jóvenes transgresores de la revolución del 68 llevados al cine por Godard o por Bertolucci. Antes de la presente película ya tuvimos ocasión de ver otra sobre unos de los episodios principales de la misma, la reunión que tuvieron en Suiza los Shelley, más la hermanastra de Mary, con Byron y con su secretario Polidori: momento decisivo para la trama porque en esa reunión se produce el desafío que Byron lanza a los presentes: escribir cada uno una novela gótica. El “verano sin verano”, como se conoce al de 1816, debido a la erupción un año antes del volcán indonesio Tambora, contribuyó a ese juego de interiores y facilitó que Mary Shelley, influida por las demostraciones sobre el galvanismo, el efecto de las corrientes eléctricas sobre los cuerpos, ideara la creación de un ser, usurpando el hombre poderes reservados solo a Dios. Esa película, Remando al viento, dirigida por Gonzalo Suárez, e interpretada por Hugh Grant, cuando aún este era casi desconocido, y con José Luis Gómez en el espléndido papel de Polidori, puede y debe ser revisitada como complemento de este estreno. Se olvida, además, que no solo Frankenstein nació en aquella reunión de jóvenes transgresores, sino también el mito de los vampiros, sobre los que escribieron tanto Byron -quien había oído hablar de ellos en los Balcanes-  como Polidori. Hay mucho de película gótica, por la iluminación, en la biografía de Shelly, de los Shelly, en realidad, que nos ofrece la directora, Al-Mansour, y no podía ser de otro modo, porque la vida literaria de ambos protagonistas se llevó a cabo en la escasez, la incomodidad, los desgarros íntimos y las incomprensiones mutuas, demás de estar continuamente asomados al peligro del trastorno emocional. Es cierto que en buena parte de las desgracias económicas por las que han de pasar estamos más cerca de Dickens que de los abismos de la pasión, pero el sesgo psicológico de la película nos mantiene en esa atmósfera gótica en que habitan las almas de los personajes. No tuvieron una vida fácil, y la película lo recoge fielmente, acaso cargando un poco las tintas de la descripción en ciertas escenas apócrifas, pero da igual, cumplen a la perfección la función para la que fueron diseñadas: sobrecoger a los espectadores y revelarles la oscura y terrible cara oculta del romanticismo en su versión atea, liberal y a contracorriente del ultraconservadurismo de su época. Confieso que no he leído Frankenstein, a pesar de mi intensa dedicación intelectora, aunque sí el libro capital de su madre, la Vindicación de los derechos de la mujer, que recomiendo fervorosamente; pero me pondré a ello cuanto antes, porque la autora, que lo reescribió para la edición de 1831, de modo que ni siquiera la sospecha pudiera quedar de la mano amiga de Shelley que sí apareció en la edición de 1818, según puede cotejarse de las diferencias entre el manuscrito de Mary y la primera edición; porque la autora, decía, volcó en él buena parte de su corta, intensa y dramática experiencia vital, razón sobrada para, dejando de lado el mito del Golem, rescatar esa vibración angustiosa de una vida ciertamente asendereada… Finalmente, las interpretaciones favorecen la naturalidad y la veracidad de la historia, porque los conflictos, después de todo, en modo algunos son lejanos a los intérpretes, quienes habrán sentido muy cerca de ellos a sus personajes, salvando el nimio obstáculo del vestuario de época. La arrogancia mezclada con la insensatez, además de la férrea confianza en la propia obra está perfectamente representada y, sobre todo, el grito estentóreo de Mary Shelley en pro del reconocimiento de su propia voz y de su genuina capacidad creadora.

martes, 17 de julio de 2018

"Power", de Sidney Lumet: reveladora radiografía de "la política"...


Los entresijos ficcionales del negocio político: Power o la construcción del discurso desde la demagogia para la credulidad...


Título original: Power
Año: 1986
Duración: 111 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Sidney Lumet
Guion: David Himmelstein
Música: Cy Coleman
Fotografía: Andrzej Bartkowiak
Reparto: Richard Gere,  Julie Christie,  Gene Hackman,  Kate Capshaw,  Denzel Washington, E.G. Marshall,  Beatrice Straight,  Fritz Weaver,  J.T. Walsh,  Michael Learned.


En 2011 George Clooney filmó Los idus de marzo, una película sobre los entresijos del poder en la política estadounidense, un subgénero dentro de aquella vasta filmografía, por cierto, porque no son pocas las películas “políticas” que se han dedicado a la “fabricación” y “comercialización” de los políticos en Usamérica. De hecho, El mensajero del miedo, de Frankenheimer también puede encuadrarse en ese subgénero en calidad de obra maestra. Vienen estos recuerdos a cuenta de esta concreción detallada de la abstracción perfecta que representa este título: Power -¡un título brillante!, casi tan bueno como El capital, de Costa-Gavras, para otra joya del cine político-, de Sidney Lumet, que no había visto y que me ha parecido un modelo de cine político de gran impacto. No soy nada favorable a un antiactor como Richard Gere, aunque reconozco que ha logrado buenas interpretaciones, como en Cotton Club, de Coppola; pero reconozco que en esta cumple a la perfección con el “tipo” y da de sí la medida exacta de lo que esos vendedores suponen en el panorama político viciado de la república usamericana. La estructura es relativamente simple, porque el “consultor” trabaja para quien le pague, y no suele mezclar los negocios con sus propias ideas o querencias políticas: pone sus recursos comunicativos al servicios de quienes le pagan y contribuye a su éxito, si lo logra, porque es evidente que hay candidatos de los que es imposible sacar un “ganador” por su propia naturaleza de perdedores. Está claro que la película solo puede complicarse cuando el consultor acaba mezclando sus sentimientos y sus ideas con su trabajo, algo que sucede cuando un senador y amigo h de dimitir por supuestas razones de salud. La esposa del consultor, también amiga de la familia, acaba escarbando en las verdaderas razones de la dimisión del senador y descubre que hay conjura de poderosas fueras económicas para tratar de atajar la política de favorecer las energías renovables frente a los intereses del petróleo, defendidos por un arribista sin escrúpulos, perfectamente interpretado por Denzel Washington y de lo que se nos avisa nada más empezar la película, aunque tan crípticamente que solo bien avanzada la cinta acabamos cayendo en el poder de esa conjura para lograr sus fines empleando todos los medios a su disposición, legales e ilegales, y en ese sentido son verdaderamente inquietantes los avisos que sufre el consultor para desistir del intento de esclarecer las verdaderas razones de la dimisión del senador. El protagonista aparece, sin embargo, como un profesional de éxito que, sin embargo, lleva una vida solitaria en la que no falta un relación con la secretaria que ni siquiera soporta la opa que sobre ella echa el competidor desleal y paradelictivo para reducir el campo de acción del protagonista. Cuando el conflicto se manifiesta en toda su crudeza y él se percata de lo que significa su labor, hay una suerte de retractación general que, aprovechando la irrupción de un candidato etimológicamente real, esto es, totalmente cándido, profesor de Universidad, le permite generar unas expectativas de posible “regeneración” del sistema que no deja de ser un espejismo en el oasis de unas prácticas hiperviciadas, pero que, narrativamente al menos, el espectador lo vive como una esperanza. La película tiene un excelente ritmo narrativo; la puesta en escena, tan funcional como impecable, se ajusta a la perfección al frenesí de una vida exigente, en constante movimiento y actividad, pero con ciertos motivos narrativos, como la vieja silla del senador que el guarda como recuerdo de la honestidad política, que redondean la historia con poderosa convicción. De hecho, el consultor sienta al candidato-trampa que quiere sustituir al senador en la silla de este y enseguida vemos que lo ha sentado en la silla de la verdad, como si se empapara del posible pentotal con que estuviera barnizada y, finalmente, revelara, como así lo hace, la traición que está dispuesto a cometer respecto de los planes del senador. La película puede ser considerada como un curso abreviado pero intenso de ciencia política, y en él destaca, sobre todo, el excelente discurso de Gene Hackman para su candidato universitario, después contrarrestado por el del protagonista dirigido al mismo candidato. A nadie sorprende la sucia política usamericana; a todos ha de sorprenderle la concisión, claridad y contundencia con que Lumet la retrata. Tengo para mí que, dentro de su generación, Lumet y Frankenheimer van a ir consolidándose como lo mejorcito de ella. Y estos dos van a librar un combate muy curioso por la preeminencia, aunque este crítico se rinde a la genialidad de ambos y los reconoce  pares sin primum entre ellos. Recordemos que Lumet, además del testamento oscuro que fue su última película genial: Antes que el diablo sepa que has muerto, fue el autor de Doce hombres sin piedad, Tarde de perros, Serpico o Network… Estamos en presencia, pues, de un excelente cirujano de la vida sociopolítica usamericana, debelador de la construcción de esa fantasía cruel del usamerican way of life, al que le chorrean las sangres de tantas injusticias por los cuatro costados…


viernes, 13 de julio de 2018

“Un extraño en mi vida”, de Richard Quine o los extraños caminos del deseo.



La pasión desbordada en las plácidas aguas de la hipocresía social: Un extraño en mi vida o el deseo que repta desde el seno profundo de la insatisfacción… 

Título original: Strangers When We Meet
Año: 1960
Duración: 117 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Richard Quine
Guion: Evan Hunter (Novela: Evan Hunter)
Música: George Duning
Fotografía: Charles Lang Jr.
Reparto: Kirk Douglas,  Kim Novak,  Ernie Kovacs,  Barbara Rush,  Virginia Bruce, Walter Matthau.

Vida vecinal. Un padre lleva a su hijo en coche al autobús escolar. Lo despide. De repente, enmarcada en la ventanilla del copiloto entra en escena, acuclillándose, ¡de cuerpo entero!, Kim Novak para despedir al suyo. Podemos hablar en términos de “epifanía”, de “realismo mágico”, de “conjunción astral” o simplemente de una más de las travesuras de Cupido. En cualquier caso, se intuye, rápidamente, y no me pregunten por qué esa es la única opción que escogemos los espectadores, que lo que ha sucedido es un encuentro nada insólito de insatisfacciones profundas. Todo está prefigurado en la casualidad de ese acuclillamiento, porque Kim Novak siempre aparecerá ante los ojos del arquitecto como la irrupción de un sueño tentador en la rutina diaria. Los personajes se van definiendo a partir de esa escena brevísima, pero fundamental. Todo ocurre por casualidad, sin premeditación, pero no nos va a sorprender que ese flechazo siga un curso habitual en estos casos, a partir de la iniciativa de él un joven arquitecto prometedor que está empezando a “acomodarse” a los buenos ingresos sin arriesgarse en aras de proyectos que le deparen la fama de quienes, en su arte, son después recordados. Ganador de un premio de arquitectura, el presente nos lo muestra sumido en una dinámica tradicional alentada por la esposa, que mira por el patrimonio y la familia, más que por la fama y la innovación. Con todo, la propuesta de un laureado novelista para que le construya una casa le permite recuperar durante un tiempo la ilusión de conseguir su “obra”. La figura del novelista, mujeriego impenitente frente a la vida tradicional familiar del protagonista, actúa como contrapeso de lo que va a ser la historia de un adulterio en el seno de una barriada tradicional en la que un adulterio hecho publico sería no solo la comidilla para años, sino que implicaría la disolución inmediata de las familias afectadas. De hecho, la protagonista juzga inmoral el desliz adúltero que marco su vida, lo cual va a contrastar profundamente con lo que sabremos de ella a lo largo de la historia. He ahí, pues, el reto, aunque desde que el arquitecto inicia la conquista de su vecina el verdadero reto será seducir a una mujer cuya reserva y discreción la hacen casi inaccesible. Él, Kirk Douglas, de quien el mejor elogio es que está “como siempre”, es decir, inconmensurable, no tardará en disparar con bala, en un brindis en el que expresa su deseo de acostarse con ella, algo que provoca la huida de su timorata pareja. ¿Qué más puede hacer él? Nada. Ahora bien, muy poco después de esa proposición franca, la vecina, que ha enviado al hijo con su madre, tiene una escena de seducción de su propio esposo a quien vemos, ¡archisorprendidos! -¡y lo que le debe de haber costado a ese actor(John Bryant) interpretar el papel de pichafría a quien le incomoda hasta la repulsión que su propia mujer le diga que lo “desea”…-, molestísimo por la actitud deseante de su mujer, quien poco menos que le mendiga que se acueste con ella. Del marido nada más se sabe, excepto que en un “party” en casa del arquitecto, donde se encuentran los protagonistas, siendo ya amantes,  proclama que él cree que es “un buen marido”; pero de su aversión al sexo ni una palabra: ninguna pista sobre una posible homosexualidad o un puritanismo calvinista, nada, lo cual, a mi entender, es un punto bastante flojo de un guion que, por otro lado, progresa magníficamente cuando el “incidente” con uno de los “desahogos” de la vecina, de Margaret, Maggie -como él la llama cariñosamente, lo que da pie a ciertas confidencias íntimas que van anudando el lazo que los une- le cambia al protagonista, de repente, la visión de ella, quien, hasta el momento de entregarse a él da a entender que se trata de la primera y única infidelidad que ha cometido en su vida, exactamente como él, quien, además, está dispuesto, por ese amor, incluso a dejar a su esposa y a su hijo, algo a lo que ella no parece inclinada en ningún momento, y de ahí viene el conflicto entre los amantes, porque él, honestamente, no acepta una relación clandestina, una acomodación al adulterio casi rutinario, una doble vida hipócrita, estando, como está, endemoniadamente enamorado de ella. No se trata de una película erótica y, sin embargo, hay un erotismo tan intenso que, por reprimido, estalla en la pantalla con un poder al que es difícil sustraerse. La relación entre los amantes es paralela a la construcción de la casa del novelista. La primera cita de ambos la aprovecha él para tomar, con ella medidas sobre el terreno para empezar a dibujar los planos, lo que parece prefigurar un posible “hogar” para ambos, aunque enseguida el guion nos muestra la solidez de las ataduras que los tienen amarrados a sus respetivas realidades. Las visitas a la casa son frecuentes: todos los personajes pasan por ella, e incluso es el lugar donde se resuelve el conflicto, que tiene un desenlace visual tan explícito que no quiero chafar a los futuros espectadores. Sí, es una película de actores y de actrices capaces de hacernos creer cualquier cosa que representen, incluso sentirse incomodado por el asedio sexual de una diosa del celuloide como Kim Novak, la mujer del director, by the way; pero la historia de este adulterio en una sociedad acomodada pone en tela de juicio otros aspectos de la vida de singular importancia, como la necesidad de la ilusión profesional para sobrevivir, el conflicto entre la honestidad y el engaño, la ruindad del mediocre que quiere aprovecharse de la debilidad moral del triunfador, una breve pero magistral aparición de Walter Matthau y, por encima de todo, que es lo sustancial de la película, la irresistible atracción que sienten dos seres humanos, aunque luego se sustancie la diferente interpretación que cada cual hace de ese enamoramiento profundo innegable. Rescatemos como muestra de la cotidianeidad de la relación entre los amantes -en esos encuadres magníficos en que en segundo plano las olas espumosas rompen de continuo en la orilla-  la escena en que ella le pregunta cómo se afeita el hoyuelo-marca de la casa-  y él le dice que tiene una maquinilla cilíndrica… Pero si alguna escena se lleva la palma de la tensión es la de la confesión del adulterio anterior al presente, cuando el plano selecciona la boca que narra en primer plano y en segundo, perfectamente nítido, el perplejo arquitecto confirma lo que no quiere oír: que es un número más en una larga lista de infidelidades (una escena que fue suprimida, en parte, en la versión española). Que la realidad se imponga en su perspectiva más chata, más ramplona, es un mazazo de consideración para los espectadores, pero también un acto de reconocimiento de la insobornable complejidad de la naturaleza humana cuyos comportamientos suelen escaparse a menudo de idealizaciones abusivas, por más tradición que estas tengan en los desenlaces de las relaciones que las personas traban entre ellas. Habiendo revisitado hace muy poco Me casé con una bruja, también de Richard Quine, donde la pareja James Stewart-Kim Novak, en clave de comedia, funciona a la perfección, la actual Douglas-Novak forma parte, sin duda, de la reducida nómina de las grandes pasiones interpretadas como la Pasión, con mayúscula, exige.

martes, 10 de julio de 2018

“El espía que surgió del frío”, de Martin Ritt: Ser o no ser a, ante, bajo, cabe, con, contra, de, desde, en, entre, hasta, para, por… el Estado.



La frágil soledad del espía en tiempos de la Guerra Fría: El espía que surgió del frío o una película existencialista. 

Título original: The Spy Who Came In from the Cold
Año: 1965
Duración: 112 min.
País: Reino Unido
Dirección: Martin Ritt
Guion: Paul Dehn, Guy Trosper (Novela: John Le Carré)
Música: Sol Kaplan
Fotografía: Oswald Morris (B&W)
Reparto:  Richard Burton,  Claire Bloom,  Oskar Werner,  Peter Van Eyck,  Sam Wanamaker, George Voskovec,  Rupert Davies,  Cyril Cusack,  Michael Hordern,  Robert Hardy, Bernard Lee,  Esmond Knight,  Beatrix Lehmann.

Supongo que a Martin Ritt debió impresionarle la versión que rodó Orson Welles de El proceso, de Kafka, porque aquí, en esta adaptación de una de las novelas de John Le Carré, y amparado por un excepcional trabajo de fotografía de un maestro como es Oswald Morris, quien ese mismo año rodaría otra película muy marcada estilísticamente en esta dirección: Vivir en la cumbre, de Ted Kotcheff, Martin Ritt ha conseguido una película extraordinaria que aún me tiene asombrado. Si tuviera que ponerla en parangón con otra película dentro del generoso género de las películas de espías, me quedaría, sin duda, con El topo, de Tomas Alfredson, el director a quien conocí por aquella maravilla de Déjame entrar; pero si ampliara el parangón a otra, acaso señalaría El espía, de Russell Rouse, con un Ray Milland  fabuloso de quien es émulo en esta de Ritt un fantástico Richard Burton, muy metido en su personaje y dueño de una expresividad de la inexpresividad, permítaseme la paradoja, que sabe llevar en palmitas a los espectadores desde el comienzo hasta el fin de la cinta. La útima película de Spielberg sobre la Guerra Fría y el mundo de los espías no deja de ser una pálida sombra de la obra de arte monumental que es esta película, supongo que algo olvidada, de Matin Ritt, un director acaso menos conocido de lo que lo fueron sus películas, especialmente, El largo y cálido verano,  esa semirareza que fue La tapadera, con  Woody Allen y un impresionante Zero Mostel o la combativa Norma Rae. Recordaré que esta película suya ganó el premio BAFTA a la mejor película en el año de  su estreno, y no me extraña. Resultará chocante oír hablar de una película intimista para una película de espías, casi siempre asociadas a la acción, y a menudo frenética. El espía que surgió del frío es, sin embargo, un caso curioso de estudio de una personalidad poco común en la que los límites entre cómo es de verdad el personaje y cómo es el  personaje del papel que ha de representar como el espía que es profesionalmente nunca acaban de estar claros. La presencia de Cyril Cusak como jefe de Burton-Alec Leamas añade a la película un toque extra de calidad que refrendan actores como Oskar Werner o Claire Blomm, pero, sin duda, técnicamente, nada puede competir con el blanco y negro grisáceo de textura cálida y fría a la vez, muy en la línea, ya lo he dicho, de El proceso, de Welles. Hay una suerte de nitidez difuminada, si se me acepta el oxímoron, que dota a la película de una unidad a prueba de golpes de efecto, que los hay, como ocurre en cualquier película de espías en las que los dobles y triples juegos que encarnan los agentes forman parte de los rasgos de identificación del género. A Alec Leamas  le es propuesta una arriesgada aventura de infiltración en el espionaje de la RDA, para lo cual ha de forzar, primero, su caída en desgracia, porque solo después de que haya sido expulsado del Servicio Secreto de manera pública y deshonrosa, tendrá la cobertura necesaria para poder ser tenido en cuenta, siempre con reservas, claro, por los servicios del enemigo a quien, por despecho, puede “vender” información sensible. El proceso de la decadencia de Leamas como ayudante de bibliotecario, apegado a un sueldo miserable y, sin embargo,  compensado con la amistad de su compañera de trabajo, que aprecia su respetuosa cercanía y su humor incisivo, es un proceso de degradación que incluye el alcoholismo y una conducta violenta que acaba dando con los huesos del respetable Leamas en la cárcel. Es muy instructiva la relación entre la novia, perteneciente al Partido comunista inglés y lo que el espía piensa del idealismo de la joven, porque forma parte, aun en nuestros días, de un eterno debate entre el idealismo de la justicia que se quiere instaurar al margen del sistema democrático y el pragmatismo de una democracia que admite en su seno, con carácter estructural, la miseria de la explotación y la pobreza de los menos capaces. A partir de ser expulsado del Servicio Secreto, agentes de la RDA contactan con él y lo invitan a “desertar” para “descubrir”, a cambio e una jugosa recompensa, al “topo” de Control infiltrado en la RDA. La peripecia del espía, desde que es llevado al territorio enemigo y usado por otros espías para detectar al “topo” de Control, se ajusta mucho más a lo que entendemos por película de espías, aunque en ningún momento, dadas las muchas conversaciones que se representan, salimos de ese tono intimista que afecta a toda la película. Los espacios de la RDA, teñidos de una austeridad que no difiere grandemente de la propia de la vida del espía en Gran Bretaña, curiosamente, incluyen, finalmente, un juicio donde se pretende demostrar el doble juego de un alto funcionario de la RDA Mundt, un estupendo Peter Van Eyck que ha sido “el rostro de los nazis” en el celuloide, aunque él fuera un antinazi declarado que abandonó Alemania en 1931, antes del golpe de Hitler. ¡Ironías del destino! Abandonar Alemania para acabar trabajando de nazi perpetuo…, o poco menos. Con una sorpresa mayúscula, la presencia de la joven que acaba delatando a Leamas como agente doble al servicio de Control, y amigo inequívoco del agente Smiley, otro de los grandes espías de Le Carré, la película se cierra con un final espectacular, dentro del tono menor en que está rodada la película, porque los alemanes dobles organizan la retirada de Leamas y su delatora, pero cuando están a punto de traspasar el muro, ella es abatida. Del otro lado del muro, Smiley quiere recibir a Leamas a quien incita a saltar, despreocupándose de la chica; Leamas, sin embargo, opta por quedartse junto a ella y es  abatido a su vez por disparos procedentes de quienes le habían facilitado la fuga, de modo que, al final, por esa decisión, dé a entender que el topo verdaderamente lo es, aunque esto último es una interpretación muy libre que se me ocurre hacer de un mensaje tan ambiguo como el propio ejercicio del espionaje siempre lo es. Insisto, la calidad estética de la película, dirigida soberbiamente por Martin Ritt, convierten a esta película en una de las clásicas del cine de espías, y quien sea aficionado al género no debería perder la oportunidad de verla.





“Tully”, de Jason Reitman: La otra cara de la maternidad.



La maternidad en tiempos difíciles: Tully o la aceptación del malestar profundo como lo “normal” inevitable.

Título original: Tully
Año: 2018
Duración: 94 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jason Reitman
Guion: Diablo Cody
Música: Rob Simonsen
Fotografía:Eric Steelberg
Reparto:Charlize Theron,  Mackenzie Davis,  Mark Duplass,  Emily Haine,  Ron Livingston, Elaine Tan,  Maddie Dixon-Poirier,  Lia Frankland.

En su momento no quise ver Juno, a pesar de su éxito. Intuía un propastelón épico y me abstuve. A la vista de esta otra película de Reitman, no creo que aquella fuera una mala decisión, en su momento. Tully es una muestra de cine realista atravesado por una vena fantástica, al estilo del cine de Assayas, al menos de Personal Shopper, que es la única suya que he visto, además del guion que escribió con Polanski para Basada en hechos reales, donde también añade ese toque entre maravilloso y paranormal, tan lejano todo, sin embargo, del acreditado “realismo mágico” de García Márquez, por supuesto. Tully es una película intimista, casi casera, muy centrada en el mundo de la maternidad abnegada y en la opción de criar a los hijos postergando el desarrollo de la propia vida, como si hubiera una incompatibilidad absoluta entre una cosa y otra, algo de lo que trata, con no poco interés, Tentación en Manhattan, de        
Douglas McGrath, esas clásicas películas que, vistas en TV, me acaban pareciendo tan interesantes que me arrepiento no haberlas visto en el cine. En cualquier caso, Tully, con la presencia impactante de Charlize Theron, siempre dispuesta, como Robert de Niro, a doblegar su cuerpo -¡cómo va a extrañar que luego le apetezca hacer la publicidad de J’adore…!-  para lograr interpretaciones llenas de verdad y de vida, es una crónica de la maternidad, en su tercera repetición, que presenta unas carencias de guion más que notables. El planteamiento de la película, con la presentación de los problemas que le causa a la familia un crío consentido al que tratan con unos mimos que parecen contraproducentes, porque parecen avalar el comportamiento tiránico del niño, indica a las claras que todas las circunstancias de la vida cotidiana de la pareja con dos hijos que espera el tercero se han conjurado para llevar a la madre a una situación límite. La perspectiva femenina de la historia hace aguas en la descripción de un marido totalmente “desenganchado” del proyecto familiar, desinteresado del sexo y jugador compulsivo de videojuegos en el lecho conyugal, con cascos incluidos para acentuar la burbuja insolidaria en que vive el sujeto, con quien su mujer parece haber llegado a un pacto de extraña convivencia antigua: para mí el trabajo y para ti la casa y los niños. Con ese planteamiento, todo cambia cuando el hermano pudiente del marido decide regalarle a los padres una canguro que atenderá a la recién nacida por las noches para que la madre pueda dormir, que es el verdadero suplicio de las madres, las tomas de pecho cada cuatro o menos horas, que rompe todos los esquemas de lo que se entiende por “vida normal”. La niñera nocturna, que se presenta como una novedad sociolaboral bastante chocante para una recién parida es recibida con cierta desconfianza por Marlo, la protagonista, quien no acaba de tener claro eso de dejar a su hija de días al cuidado de una niñera que, sin embargo, a medida que van pasando los días, no solo se va a revelar como una excelente niñera, que le lleva a la hija a las horas de las tomas con exquisita puntualidad y luego se lleva a la niña para que la madre pueda seguir durmiendo, sino que, poco a poco, irá entrando en la vida de la protagonista hasta establecer una relación poderosamente íntima. El temor inicial de la madre no es otro que el establecido en el subconsciente de las generaciones que la vieron, el horror de La mano que mece la cuna, de Curtis Hanson, a la que, sin embargo, no se alude por su nombre en la película, aunque sí, vagamente, a la trama. Jugando, pues, con esa doble posibilidad de desarrollo, la película avanza en el camino de la relación íntima que se establece entre las dos mujeres que, poco a poco, van descubriendo afinidades insospechadas entre ellas, casi al punto de poder considerarse “almas gemelas”, a juzgar por los gustos, las experiencias vitales y la predisposición de la niñera, convertida poco a poco en psicoanalista de la mare,  a ayudarla en todo lo relativo no solo a la recién nacida, sino también a su propia persona, porque la mejor madre es la que cuida de sí misma para estar cien por cien en disposición de darlo todo por su recién nacida. Cundo todo parecía indicar, por la descripción de la vida familiar, que nos íbamos a enfrentar a una típica depresión posparto, la irrupción de la extraña -con excelentes referencias, eso sí- lo cambia todo. La vida de la protagonista da un vuelco, no solo por la comodidad de la niñera nocturna, sino porque esta, en sus horas libres nocturnas se dedica a limpiar la casa, a preparar platos en la cocina…, es decir, cumple unas funciones de auténtica supernanny, otra referencia implícita de la película, pero derivada su función, en este caso, a la propia madre, a quien la niñera nocturna trata con un cariño, con una dulzura, que parecen aventurar una relación lésbica que la compense de la renuncia al sexo del marido. De hecho, la complicidad de ambas mujeres llega incluso a la suplantación en el lecho, aprovechando un inocente juego erótico con un uniforme, al que ambas mujeres se prestan con una complicidad que deja atónito al marido, quien sigue el juego como se espera de él que lo haga. A medida que el intercambio entre ambas mujeres se hace más fluido, emerge, como no podía ser de otra manera, el lado oscuro de la niñera, quien arrastra a la mujer a “liberarse”, saliendo por la noche para tener una diversión que ella misma, Marlo, se había negado durante años, al estar “atrapada” por la crianza de sus hijos. El planteamiento, ya digo, es muy tractivo, y la relación entre las mujeres progresa de un modo ejemplar, sin concesiones al abuso de la credulidad de los espectadores, pero llega un momento en que…, que ni siquiera puedo sugerir, en que la película, hasta entones medianamente aceptable, aunque sin entusiasmos, entra en un terreno del que tampoco nada puedo decir, excepto que sorprenderá a los espectadores. Ellos sabrán en qué medida y si es a su placer o no. Y yo ahí lo dejo…, que se ha puesto de moda decir. La película, casi toda ella rodada en interiores, aprovecha sabiamente los escenarios nocturnos que propone y consigue una iluminación que acentúa el intimismo de la misma, siendo capaz de generar una acogedora atmósfera en la que ambas mujeres pueden sincerarse a gusto. Añado, por provocar, que a mí el final me ha parecido muy ramplón. Allá los espectadores con sus conclusiones.

jueves, 5 de julio de 2018

“No serás un extraño” y “De presidio a primera página”, de Stanley Kramer, un cineasta al viejo estilo.






Un melodrama convincente y cruel y un film político bien intencionado que muestran, el debut y las débiles postrimerías de un cineasta liberal cuya transgresora obra cumbre fue Adivina quién viene a cenar esta noche


Título original: Not As a Stranger
Año: 1955
Duración: 135 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Stanley Kramer
Guion: Stanley Kramer (Novela: Morton Thompson)
Música: George Antheil
Fotografía: Franz Planer (B&W)
Reparto:: Olivia de Havilland,  Robert Mitchum,  Gloria Grahame,  Frank Sinatra, Charles Bickford,  Lee Marvin,  Broderick Crawford,  Lon Chaney Jr.,  Harry Morgan, Virginia Christine


Título original: The Domino Principle
Año: 1977
Duración: 97 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Stanley Kramer
Guion: Adam Kennedy (Novela: Adam Kennedy)
Música: Billy Goldenberg
Fotografía: Ernest Laszlo, Fred J. Koenekamp
Reparto: Gene Hackman,  Candice Bergen,  Richard Widmark,  Mickey Rooney,  Edward Albert, Eli Wallach,  Ken Swofford,  Neva Patterson,  Jay Novello,  Joseph V. Perry, Ted Gehring,  Claire Brennen,  George Fisher,  Bob Herron,  Denver Mattson.

Hay directores que, antes de serlo, han tenido una biografía fílmica en otros apartados de la industria cinematográfica, como el trabajo de productor, por ejemplo, en el que Kramer descolló antes de ponerse detrás de la cámara, que es el puesto de mando que a todos les gusta acabar ocupando para dar la mágica orden que crea mundos: ¡Acción! La primera película de Kramer es un sólido melodrama sobre una personalidad compleja con un objetivo clarísimo en la vida al que someterá todo y a todos. Robert Mitchum es el actor encargado de darle vida a un estudiante de medicina que, por falta de recursos está a punto de dejar sus estudios. Su padre, alcohólico, se ha fundido el dinero que había dejado sus madre para pagarle los estudios, y él lo rechaza y se aparta de él como de un apestado. Aunque está dispuesto  trabajar, y lo hace, es remota la posibilidad de que pueda reunir el dinero de la matrícula para poder continuar los estudios. El trato con una enfermera, que incluye una cena en casa de ella, junto con su compañero de estudios y de aventuras -un Frank Sinatra al que le toca el papel de viva la virgen, amante de las bromas, sabedor de que sus padres sí que pueden pagarle los estudios-, va a desvelar, porque así lo publicita su hermana, además de las buenas cualidades de esta, los ahorros de que dispone para cuando, y ya se va acercando la hora, decida formar un hogar. Y ahí se inicia la parte canalla del melodrama, porque el cortejo amoroso de Mitchum a los 4000 dólares que representa Olivia de Havilland para él van a encontrar no solo la oposición de su compañero de fatigas y farras, pero no de estudio, porque el protagonista es hiperresponsable, frente a la cigarrarería de su compañero, sino también el rechazo moral del público que ni siquiera en aras de un bien precioso como pueda ser completar los estudios en la universidad está dispuesto a pasar por tolerar semejante burla de os códigos amorosos más elementales. Hablamos de una enfermera competente, pero mayor, a punto de quedarse soltera y de perder el tren del matrimonio y de los hijos, y, al tiempo, profundamente enamorada del apuesto futuro doctor. La atmósfera creada en la película, por la inequívoca ansiedad que domina al protagonista, se adentrará por los caminos del adulterio cuando, habiéndose licenciado, se instale en un pequeño pueblo agrícola donde  una rica viuda pasa sus días aburrida y pendiente de cualquier atisbo de relación peligrosa que le dé algo de emoción y novedad a sus días monótonos. Que ella sea Gloria Grahame, una mujer fatal del cine clásico donde las haya, hace subir muchos enteros la tensión del melodrama. Añadamos al cóctel las generosas dosis de altanería, soberbia y engreimiento del protagonista, quien nunca está dispuesto a perdonar ningún error ni ninguna debilidad, sobre todo en el desempeño de su profesión, y ni siquiera con los más próximos a él, lo que lo acaba distanciando de su mejor amigo, quien, al final, vuelve para recordarle algo muy sencillo: la debilidad humana no es una virtud, pero es un componente básico de la humanidad y, en cierta medida, también del humanitarismo. Que en algún momento el protagonista tiene que acabar dándose cuenta de cómo es, de lo insoportable que es su soberbia, nos vamos percatando cuando, a solas consigo mismo, tiene alguna caída en sentimientos genuinos, como el duelo emocionante tras la muerte del padre, a quien había echado de su vida, y quien, antes de ser borrado de ella, solo se limitó a recordarle que, aun a pesar de ser un borracho, no dejaba de ser un ser humano. ¡Le lleva toda la película entender ese mensaje existencial básico! Y a través de ella vamos advirtiendo el camino hacia la caída del caballo de la rígida honestidad a prueba de bombas, cuando ya incluso ha sido expulsado de su casa por su mujer, quien, llena de una dignidad merecedora de total aplauso, le recuerda que “ya” no lo necesita, que se ha emancipado de su dependencia de él, que ella sabrá seguir su vida sin su ausencia de hecho. Todo ello, además, desde un embarazo que él no quería de ninguna de las maneras y que para ella era la única oportunidad de ser madre y cumplir un codiciado deseo antiguo. Recordemos que estamos a mediados de los 50, y que una pareja sin hijos poco menos que se convertía, por ello mismo, en asunto de habladurías vecinales. La férrea voluntad de la protagonista de organizar su vida sin el macho triunfador es un discurso lleno del mejor feminismo, del auténtico, del que se ha practicado siempre sin las alharacas de publicidades a menudo hipócritas. Sí, ella es la auténtica mujer fuerte, frente a la desorientación emocional del triunfador profesional, de ahí que la película concluya con el regreso del derrotado pidiendo la absolución y ofreciendo propósito de enmienda. Se trata de una película muy sobria, perfectamente iluminada y en la que predominan primeros planos con un valor psicológico muy notable. Pensemos que es a través de las miradas, los silencios, de gestos casi imperceptibles, como se va escribiendo el destino del altanero protagonista.
The Domino Principle, un título bastante más aceptable que la mala traducción española, comienza muy prometedoramente, porque recuerda mucho a El mensajero del miedo, de Frankenheimer, aunque no le acaba llegando ni a la suela del zapato. Las imágenes tomadas de documentales que introducen la película nos ponen en antecedentes de uno de los serios problemas de nuestras sociedades occidentales, el de hasta qué punto no somos sino piezas de una gran conspiración que nos usa a su antojo y sin que dispongamos de la más mínima libertad para escribir nuestro destino. Las teorías conspirativas son todo un género en la cinematografía usamericana, y los asesinatos políticos que jalonan su historia abonan la pervivencia del género. En este caso, un prisionero es invitado a salir de la prisión para reunirse con su mujer a cambio de un trabajo sobre el que nada pueden decirle de momento, aunque el hecho de que sea un experto tirador no deja lugar a dudas sobre la naturaleza de lo servicios que le serán requeridos. Quienes quieren utilizarlo están en connivencia con las autoridades, pero no lo son. Disponen de dinero e infraestructuras para  conseguirle, a él y a su mujer, una casa de ensueño en la costa mejicana donde acabarán recibiendo visitas indeseables de las que tendrán que deshacerse con métodos expeditivos que los llevan a situarse, de nuevo, no solo fuera de la ley usamericana, sino también de la mejicana. La reunión de los esposos nos depara un encuentro sin chispa ninguna entre una Candice Bergen pésimamente peinada y vestida y un Gene Hackman de deportiva presencia, pero perdido totalmente en un guion que nunca parece acabar de comprender, y de ahí la inexpresividad glacial del personaje. Va y viene, y hasta en helicóptero, desde donde dispara con precisión a un político mientras este pasea por el jardín, y luego se ve incapaz de defender a su mujer, quien, antes de acabar pereciendo, le ha confesado, en efecto, que hubo “otros” mientras él estaba en la cárcel, lo que se supone que hace más llevadero el duelo del “héroe”. La imagen final, el personaje visto, escopeta en mano, desde la mirilla telescópica de un fusil que lo apunta da a entender perfectamente la teoría inicial de la conspiración: no somos libres, nos usan y cuando no nos necesitan, nos quitan de en medio. La estética setentera de la película es horrible, penosa, y poca películas logran escapar a la maldición estética de aquellos años cutres. Por lo demás, lo único apreciable, en términos críticos es la distancia extrema entre aquel blanco y negro majestuoso de su estreno como director y el color chafarrinón de su despedida (solo dirigió otro más, después de esta, Más allá del amor, que no pinta nada mal, todo sea dicho de paso…: un amor entre gente de hábitos…), al menos en esta película totalmente fallida.