Una tragedia familiar que va mas
allá del melodrama. Deseo bajo los olmos
o los odios enquistados de la vida familiar.
Título original: Desire Under the Elms
Año: 1958
Duración: 110 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Delbert Mann
Guion: Obra: Eugene O'Neill
Música: Elmer Bernstein
Fotografía: Daniel L. Fapp (B&W)
Reparto: Sophia Loren, Anthony Perkins, Burl Ives,
Frank Overton, Pernell Roberts,
Rebecca Welles, Jean Willes, Anne Seymour,
Roy Fant.
Es evidente que los
grandes monstruos del cine son indiscutibles: Bergman, Dreyer, Fellini, Welles,
Ford… tengan o no altibajos forman un compacto bloque en el que cuesta entrar. En
ese entretenido juego de las listas, de directores y películas, en las que se
entra y se sale con criterios, a veces, de difícil explicación, no se qué
lugares ocupará Delbert Mann, pero de lo que sí estoy seguro es de que esta
adaptación cinematográfica de la obra de teatro de Eugene O’Neill ha de escalar
muchos puestos hacia la cima, porque se reúnen en ella tres aspectos
logradísimos que le confieren una pátina de obra entre sólida y no sé si
maestra, porque es palabra de muchos quilates, que complacerá a no pocos espectadores,
ávidos, como solemos serlo siempre, de emociones fuertes y dramas espeluznantes
en que la naturaleza humana se exhibe en su alteza y en su bajeza, en su nobleza
y en su depravación. Hay un aliento dostoyevskiano en esta historia de O’Neill
que sobrecoge al espectador, aunque el primer contacto con la película no es
con la acción o con los personajes, sino con una estética impecable que hace
del blanco y negro más un contexto que una técnica, sumada a una puesta en
escena en que se privilegia un número reducido de paisajes que, además de
cambiar con los ciclos estacionales, se le ofrece al espectador más como los
límites de una cárcel que como un esparcimiento del ánimo. Hay mucho de
hierático en ese paisaje en que los personajes consumen sus vidas alimentando
el odio contra el gran patriarca familiar. Sí, lo han adivinado. Estamos ante
el mito de Saturno que devora a sus hijos, y la obra progresa en esa
dirección indesmayablemente. La trama se
centra en la convicción que le inculca una madre a su hijo de que el rancho
donde vive con su padre y sus dos hermanastros es suyo, y la necesidad, cuando
sea mayor, de luchar por él, para no dejárselo arrebatar. Le revela, además, el
sitio exacto donde el padre guarda los dineros de la explotación agrícola. Cuando,
andado el tiempo, el hijo logra comprar a sus hermanos su renuncia a reclamar la propiedad del rancho, tras lo
cual estos se van en busca de fortuna al Oeste, el padre desaparece durante
unas semanas y reaparece casado con una mujer joven, Sophia Loren, llena de
vitalidad, exuberancia, belleza y con una personalidad de superviviente que no
tardará en caer en la tentación de seducir al único hijo que vive en la casa. Fruto
de esas relaciones será el hijo que el padre cree suyo y como tal lo celebra,
aunque el hijo que aspira a la propiedad del rancho cree que el hijo es del
padre. Este malentendido alimentará la tragedia, porque, llegados al clímax del
conflicto, el joven se siente traicionado por la mujer, el padre por su mujer y
esta por el joven enamorado a quien, de repente, ella y su hijo le repelen
hasta el extremo de desear que el niño no hubiera nacido. La fiesta de celebración
del nacimiento ve la llegada de los dos hijos que parecen haber hecho fortuna
tras irse de casa, aunque visten, al igual que sus mujeres, como figurines de
revistas de moda, no como los vaqueros que una vez fueron. Tras una apabullante
exhibición de fortaleza física y de desplantes a sus nueras y a sus hijos por
parte del patriarca, en una fiesta en la que la música es incapaz de imponerse
a la tensión pasional de los protagonistas, sobreviene el desenlace aterrador,
porque la joven madrastra enamorada del hijo de su marido, antes que perderlo a
él, decide eliminar el único obstáculo que se interpone entre ambos: el hijo,
heredero directo de la granja cuando muera el padre. Aterrorizada ante la idea
de perder al amante, la madre, que entra en un estado casi catatónico, decide
acabar con la vida de la criatura, pero lo único que provoca es el horror del
amante, que se apresura a denunciarla ante la Justicia. Y, me disculpo por
ello, ya creo que me he excedido en contar… Aunque buena parte de la acción cae
dentro de lo previsible, porque se trata de una estructura mítica de relaciones
familiares, las excelentísimas interpretaciones de todos los actores, Burl Ives
el primero y Perkins y la Loren, a renglón seguido, así como los hermanastros
de este, Frank Overton y Pernell Roberts -el inolvidable Adam de la serie televisiva Bonanza-. Es una tragedia que gira en torno a la posesión, a los
derechos de primogenitura en un mundo rural en el que el heredero significaba
la supervivencia de la obra a través del tiempo, de ahí el odio del padre a los
hermanastros de Perkins y la férrea determinación de este de no dejar pisarse
el terreno… hasta que el nacimiento de otro heredero lo convence de que ha de
buscarse la vida como lo hicieron sus hermanos para, habiendo hecho fortuna,
recuperar el rancho más adelante. La película no cae en ningún momento en el
histrionismo, aunque el padre/saturnal lo roza a veces, y la pasión amorosa
entre los dos jóvenes se desarrolla con un lirismo contenido al que contribuye
la intensidad de una actriz perfecta en ese papel que juega a dos barajas por espíritu
de conservación y que acaba perdiéndolo todo. Llama la atención, por cierto, el
excelente inglés que usa la Loren. Cuatro años más tarde, Anatole Litvak los
reunió para una película, Un abismo entre los dos, pero sin que ya entre ellos
hubiera química ninguna. ¿Qué pasó? Que por medio Perkins triunfó como demente
en Psicosis y no le ofrecían papeles
sino de desquiciado, como en la película de Litvak, donde está absolutamente
ridículo, y la Loren con una apariencia física muy lejana del estallido de
sensualidad con que aparece en Deseo bajo
los olmos. Con todo, ya digo, el gran espectáculo de la película es el de
la realización, que nos retrotrae al blanco y negro de Dreyer o de Bergman en
un espacio en el que los planos refuerzan las feroces psicologías de seres
profundamente enfrentados entre ellos, aunque solo una vez estalle la violencia
entre ellos.