lunes, 22 de abril de 2019

«The One I Love», de Charlie McDowell, un debut magistral.



Las conflictivas relaciones de pareja vistas desde la ficción extrema: The One I Love o el debut espléndido del hijo de Malcom McDowell con dos brillantes actuaciones de Elisabeth Moss (Mad Men) y Mark Duplass (Tully).

Título original: The One I Love
Año: 2014
Duración: 91 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Charlie McDowell
Guion: Justin Lader
Música: Danny Bensi, Saunder Jurriaans
Fotografía: Doug Emmett
Reparto: Mark Duplass,  Elisabeth Moss,  Ted Danson,  Marlee Matlin,  Kiana Cason, Kaitlyn Dodson.

No sé por qué, mientras veía esta película tan especial, inteligente y bien construida, me acordaba de otro debut cinematográfico como el de McDowell, Familia, de León de Aranoa, un peliculón magnifico que, a mi parecer, no ha sido valorado como se merece, por lo novedoso del guion y por un desarrollo perfecto, amén, como pasa en este caso, de unas interpretaciones que lo son prácticamente todo. La escogí en Filmin por la presencia en ella de Elisabeth Moss, uno de nuestros personajes favoritos, de mi Conjunta y mío, en una serie antológica: Mad Men. Era la primera vez que la íbamos a ver fuera de esa suerte de ecosistema cinematográfico que constituye una serie y en la que uno nunca sabe si el éxito de actores y actrices en ella depende de su aclimatación al mismo o de su propia capacidad interpretativa. Pues bien, el examen lo ha pasado con un sobresaliente, porque ambos actores, ella y Mark Duplass, con una versatilidad maravillosa, consiguen sacar adelante una película con una petición de principio que la mete de lleno en la ciencia-ficción, aunque se desarrolla como un melodrama realista con ciertos tintes de thriller psicológico. La situación es tan sencilla como imaginativa es su desarrollo. Una pareja con serios problemas de convivencia hace terapia conjunta para superar su distanciamiento y salvar, in extremis, su matrimonio. El terapeuta les propone unas breves vacaciones en una casa en el campo, una mansión con una casa anexa para invitados, que es donde, de hecho se desarrollará buena parte de la acción. Contrariando toda la lógica gobernada por las relaciones entre el tiempo y el espacio, ambos personajes, cuando entran solos en la casa de invitados, se encuentran cada uno con un «doble» de sí mismos a quien no esperaban encontrar allí, por haberlo abandonada pocos momentos antes en la otra casa. Superado el estupor, se inician dos relaciones entre cada uno de ellos con su doble que no tienen nada que ver con la anterior que mantenían entre ellos poco antes de llegar al «retiro» donde van a poner a prueba la solidez de su relación sentimental. Que ocurra lo que es de esperar, que el «nuevo» compañero y la «nueva» compañera tengan la habilidad de ofrecerles una imagen de sí mismos y una conducta que mejoran más que notablemente los defectos propios y ajenos que están a punto de echar a perder la relación, en modo alguno priva a la historia de una tensión narrativa que sigue el clásico patrón del in crescendo con una gradación que le permite al espectador salir de esa suerte de juego de dobles que ha dado penosas películas, Two much, de Trueba, por ejemplo, y clásicos como El prisionero de Zenda, de Richard Thorpe, amén de obras notables como Viva la libertà, de Roberto Andó, con un Toni Servillo fuera de serie. Las interpretaciones, que se ajustan perfectamente a la expresión de la incredulidad, sin ceder al disfrute de, pase lo que pase, y sean quienes sean las «apariciones», una nueva relación que se vuelve tan satisfactoria como lo contrario era la que lo llevó al retiro para tratar de enmendarla. En este tipo de guiones está claro que jugar con la credulidad o incredulidad de los espectadores tiene sus límites, y, de hecho, aquí debería de acabar yo esta crítica, en la medida en que, dar pasos hacia adelante podría desvelar momentos cruciales de la trama. Revelo, en todo caso, uno que me permita seguir escribiendo y allá cada cual con su lectura de la presente: si quiere detenerse aquí, ver la película y luego volver a la lectura o bien leer -ya aviso que no lo desvelaré todo, y menos aún el magnífico final- lo que sigue y, acto seguido, lanzarse a la carrera a verla, lo cual habrán de hacer en la plataforma Filmin, único lugar en España donde poder verla, porque no se ha estrenado en España, aunque hubiera merecido que así fuera. La superproducción cinematográfica, sin embargo, supera ya incluso a los más recalcitrantes aficionados con mayor tiempo libre…, y, en tantísimas ocasiones, como la presente, con obras muy dignas de ser vistas. Los dos actores jóvenes componen una pareja “en crisis” con la que no es difícil empatizar, porque se trata del viejo patrón del hastío, la falta de alicientes y el exceso de sobreentendimiento del otro, su previsibilidad más absoluta: en el fondo, una cuestión de «falta de imaginación» que  va a verse sometida a una dosis de justo lo contrario: una cadena de sorpresas mayúscula que pondrá a prueba los fundamentos de su unión, ¡aunque con una versión «mejorada» de ellos mismos!  Al principio tasan el tiempo que pueden pasar en la casa de invitados, en esa experiencia de la alteridad que, lejos de perturbarles, tanto les complace. Poco a poco, sin embargo, las estancias se alargan para poder disfrutar más de dichas situaciones, con el consiguiente enfado, sobre todo de él, porque hay una pequeña diferencia entre ambas relaciones. Cuando él  -que es pura racionalidad, frente a ella, que acepta lo que se encuentra con total adhesión al momento presente, al aquí y ahora gestáltico- comienza a desesperarse porque no halla una explicación lógica al asunto, viene el giro de guion inesperado: la pareja entra en la casa grande y se encuentra sentada a la otra pareja, es decir, «a los dobles perfectos de cada uno de ellos», sentados en el sofá, y dispuestos a poner fin a la comedia de los «equívocos» que han estado jugando con ellos. Sí, son ellos y son diferentes de ellos, aunque sean iguales, y ellos, «los otros», son también una pareja, aunque la llegada de los originales, distingámoslos así, está poniendo a prueba también su relación de pareja, porque, más allá del juego de los equívocos, la doble de la original no pierde de vista que su pareja se está «enamorando» de la original con quien se supone que se habían  de limitar a seguir un juego perfectamente planeado, y capaz de ayudarles, a los originales, a superar las carencias de su relación de pareja. Por ahí, pues, la película se complica y tenemos dos rivalidades, la masculina y la femenina actuando al mismo tiempo, y ambas se cruzan, en equis, después, en las relaciones de pareja. ¿Qué, promete o no promete la situación? A estas alturas, quienes hayan llegado hasta aquí estarán deseando una de estas dos posibilidades: o que se lo acabe de explicar todo con detalle, aunque la crítica se extienda inmisericordemente, o irse deprisa y corriendo a ver la película desde el comienzo. Recomiendo la segunda. De hecho, obligo a la segunda, porque ni tantico así saldrá de mi teclado que pueda arruinar ese desarrollo y el gran final que tiene. Lo que si ponderaré es el par de interpretaciones que consiguen Duplass y Moss, y la transparente dirección de McDowell, más atento a mantener los muchos climas que crea, la intriga, el conflicto psicológico, la sorpresa de los dobles, etc., que propiamente a lucirse con planos y secuencias de director novel. Se pone incondicionalmente al servicio de la trama y consigue una obra mayor con total ausencia de énfasis retórico, lo cual agradecerán los espectadores. Todo discurre dentro del campo fértil de la ficción extrema con unos conflictos arraigados en la psicología más realista, alrededor de los conflictos de pareja. Una película que augura futuras maravillas. Asu manera, y dada la afición de Cristopher Nolan a los problemas de identidad, bien podríamos decir que Charlie McDowell -hijo de un icono del cine como es el actor Malcolm McDowell- es algo así como el heredero generacional de Nolan. No se la pierdan, de verdad.

miércoles, 17 de abril de 2019

«El botones», de Jerry Lewis o un espectacular debut-homenaje al cine mudo.


Una innovadora concepción del gag visual que se impone, poderosa, al repertorio habitual de gesticulaciones del cómico hasta ese momento: El botones o el primer paso hacia la cumbre de un genio del humor.

Título original: The Bellboy
Año: 1960
Duración: 72 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jerry Lewis
Guion: Jerry Lewis
Música: Walter Scharf
Fotografía: Haskell Boggs (B&W)
Reparto: Jerry Lewis,  Alex Gerry,  Bob Clayton,  Sonny Sand,  Herkie Styles,  Milton Berle, Walter Winchell.

Pues, a pesar de su aire de eterno niño adulto, no era precisamente un jovencito Jerry Lewis cuando decidió probar fortuna detrás de las cámaras después de 25 películas ante ellas, aunque se vio forzado a ello por la negativa de Billy Wilder a dirigirlo. Que aprendió mucho y de buena ley es indudable. Qué, además, tuvo la fortuna de tener “mano libre” para hacer lo que quisiera, también. Y que tuvo un presupuesto de casi un millón de dólares, ¡en 1960!, acabó de redondearlo todo para conseguir una obra que, más allá de ser su estreno como director, es una de las grandes obras del cine cómico usamericano de todos los tiempos. Mientras actuaba con su pareja habitual, Dean martin, en el Hotel Fontainebleau Hilton Resort de, Miami Beach, Florida, Jerry Lewis escribió un guion para unas dos horas y media de película, pero, finalmente, quedó reducido a lo indispensable para rodar los 72 minutos escasos de la obra, rodada, además en apenas cuatro semanas de intenso trabajo. Buena parte de los participantes, eran profesionales del show business que trabajaban con él en el Hotel. Como Lewis hace un dobe papel, el de botones mudo del hotel y el de Jerry Lewis, se desdobla en los títulos de crédito como Jerry Lewis, para el botones, Stanley, y como  Joe Levitch, su verdadero nombre, para el famoso actor  Jerry Lewis. La semejana entre ambos, por supuesto, forma parte del guion, aunque más que un guion narrativo, la maestría de la película consiste en dotar de carácter narrativo una serie de gags, uno detrás de otro, que Lewis interpreta con un repertorio que ya le habían acreditado como un gran cómico, en espectáculos en vivo y en las películas. El punto de partida es simple: un botones patoso y bien intencionado  complicará la vida del hotel y de los turistas hospedados en él con un repertorio de trastadas, malentendidos e iniciativas que lo convertirán poco menos que un lugar peligroso. La película, con un protagonista mudo, pretende inspirarse en los grandes clásicos del cine cómico mudo usamericano y, especialmente, se plantea como un homenaje a Stan Laurel, el cómico predilecto de Lewis, interpretado en la película, magníficamente por Bill Richmond, guionista con quien trabajó Lewis en varios de sus proyectos. Cada uno de los numerosos gags de la película merecería ser descrito y celebrado como lo que son: joyas del género cómico, muy avanzado a su tiempo y a años luz de muchos y muy buenos de un cómico con el que guarda Lewis alguna semejanza, Woody Allen, al menos el de sus primeras películas: Bananas, Toma el dinero y corre o El dormilón. El espacio majestuoso de uno de los hoteles emblemáticos de Miami Beach, disparó el ingenio de Lewis y nos ha permitido a los espectadores de su genio, poder contemplar una película en la que no solo su actuación personal, insisto, es determinante, sino la propia concepción de los gags en función de la puesta en escena. Pongamos por caso el más célebre de todos, el de la sala de actos donde se va a celebrar un concierto, un espacio inmenso, diríase, desde el plano inicial, tras abrir la puerta de la gran sala, que con capacidad para 3000 personas. Allí llega Stanley para colocar las sillas, y solo atravesar la sala le lleva ya un tiempo precioso, en cuyo recorrido, con cámara fija, va perdiéndose en la lejanía el protagonista, empequeñeciéndose como si se alejara por un sendero hacia el horizonte. El techo de la sala, altísimo, contribuye a esa sensación de gran caverna prehistórica que se tiene al entrar en ciertas cuevas del sur de Francia. Todo ello, insisto, conseguido con un solo plano fijo. En él actúa el protagonista, con su característico caminar y sus ademanes peculiares. Quienes hayan visto la película, saben que estoy hablando de uno de los grandes gags del cine mudo, por eso renuncio a seguir. Ya, ya, me pongo difícil la crítica, por supuesto, porque, si no puedo comentar los gags, que equivaldría al famoso asesino de las películas policiacas, ¿qué me queda por comentar? Pues algunas cosillas, algunas… En primer lugar, la fabulosa utilización de la puesta en escena, logradísima. El ejército de botones, constantemente alineado junto a la recepción, por ejemplo, cuyas filas se rompen lascivamente cuando llegan unas modelos que vienen a instalarse en el hotel, pues todos ellos se lanzan a manosear a las clientas; los suelos enceradísimos que provocan algún disgusto; el trajín de clientes constantemente en todos los espacios; el uso del ascensor como homenaje al camarote de los Hermanos Marx, los espacios que se abren a la fantasía, como el sótano que se comunica, cuando Stanley descorre una cortina mientras come, con la piscina del hotel, lo que provoca que bajen muchos bañistas para ver ellos, en una parodia inversa de los acuarios, al bicho raro que es Stanley… De cada rincón del hotel es capaz Lewis de sacar un gag que  veces provoca incluso la carcajada y en todos la risa y la admiración por su ingenio. Sí, no se me escapa que hay a quienes se les atragantan sus muecas y su mímica, pero detrás de ese contorsionismo de extraño mimo hay un sentido crítico del orden social y de las costumbres alienantes que es un contento verlo en todo su esplendor. Su imaginación va bastante más allá de cualquier otro cómico, y toda la película es un homenaje a sus raíces, y, especialmente, a su admirado Stan Laurel, sobre quien una película que narra la decadencia de la pareja que formaba con Oliver Hardy me invita a revisitarlos con urgencia. Solo tienen, esos detractores, que ver el gag de la dirección de la orquesta en el teatro donde colocó esas 3000 sillas…, ¡un auténtico prodigio! Por lo que llevo dicho, es obvio que la película dura lo que ha de durar, porque el espacio da de sí lo que da de sí, pero nadie se va a arrepentir de volver a ver una película que admite no pocos visionados cada poco tiempo. Se aprende tanto de él como el aprendió del cine cómico mudo. Una joya. ¡Y fue su ópera prima!

domingo, 14 de abril de 2019

«Dolor y gloria», de Pedro Almodóvar o los retazos inconexos de una autobiografía.



De lo crepuscular a lo geriátrico… Dolor y gloria o la ausencia de una creación narrativa con una puesta en escena exquisita, sin embargo.

Título original: Dolor y gloria
Año: 2019
Duración: 108 min.
País: España
Dirección: Pedro Almodóvar
Guion: Pedro Almodóvar
Música: Alberto Iglesias
Fotografía: José Luis Alcaine
Reparto: Antonio Banderas,  Asier Etxeandia,  Penélope Cruz,  Leonardo Sbaraglia, Julieta Serrano,  Nora Navas,  Asier Flores,  César Vicente,  Raúl Arévalo, Neus Alborch,  Cecilia Roth,  Pedro Casablanc,  Susi Sánchez,  Eva Martín, Julián López,  Rosalía,  Francisca Horcajo.

Ya entré advertido por Boyero, que es siempre mal consejero antes de ir a un estreno, de que en la última película de Almodóvar apenas había material humano y cinematográfico que le interesara. Pedro Almodóvar es un esteta sin discurso, un amante de los “momentazos” con los que sustituye la verdadera creación, ¡tan difícil, ay!,  de personajes; los suyos, ¡tan a menudo!, suelen deambular por la pantalla sin una sólida narración a la que agarrarse para no caer en el penoso pozo del patetismo. La cosa se complica si, como en este caso sucede, el autor se escoge a sí mismo como objeto de exhibición y escoge, además, a un antiguo actor-fetiche de su cine, como Antonio banderas, para transmutarlo en su persona. La época vital escogida es la de la decadencia. Almodóvar es posible que hable de una perspectiva «crepuscular», pero más vale que vayamos apeando la solemnidad y hablemos, en todo caso, de una perspectiva propiamente geriátrica, a juzgar por los males ciertos que tienen doblegada la salud del protagonista, una penosa condición que diríase propia de momentos vitales próximos al inminente deceso, lo cual ha inducido a Banderas a escoger una interpretación minimalista: ni una voz más alta que otra, el andar torpe de unas piernas casi impedidas que necesitan apoyarse en un cojín para la genuflexión, y unos gestos faciales mínimos, tan mínimos que a veces más da la impresión de cortedad mental que de alejamiento discreto del mundo, de sus pompas y de sus obras. Almodóvar nunca ha escondido que el melodrama patrio, aquel de los seriales radiofónicos de los 50, cuando reinaba en las ondas Guillermo Sautier Casaseca, es la fuente de su inspiración narrativa y sentimental, y en esta película, en la que apenas hay pinceladas humorísticas, lo demuestra con creces. Propiamente no hay más hilo narrativo que  el  de los recuerdos que le dicta la nostalgia al director-protagonista. La historia recoge dos momentos privilegiados de su existencia: sus recuerdos de primera infancia y su primer y doloroso fracaso amoroso. Los primeros los recrea fílmicamente, y ahí hallamos algunos de los mejores momentos de a película, sobre todo la relación del niño -¡un acierto total de reparto!- con el paleta al que enseña a leer y a escribir y las cuatro reglas básicas, a cambio de que «embellezca» la cueva donde viven el niño y sus padres, un espacio inhóspito que va ganando luminosidad y hermosura a medida que avanza la acción. El otro momento se recrea a través de un monólogo, desnudo de artificio en la escenografía, para el que se empeña en que lo represente un actor que trabajó en su primer éxito de público y de quien se distanció bruscamente tras él, y que bien podría ser un trasunto del propio Banderas. Esa relación es totalmente postiza y no tiene ni un ápice de auténtica, de genuina vida y emoción: todo en ella es impostado y difícil de creer: la inverosimilitud se apodera de toda esa parte del metraje y «expulsa» al espectador de la película, a la que no vuelve ni por los resortes mágicos del azar que se centran en el retrato que el paleta, un soberbio dibujante, le hizo al niño justo el día en que este descubrió la turbación extática que le produjo la contemplación del apolíneo cuerpo desnudo del paleta mientras se asea, desnudo, con una jofaina, en el patio, tras acabar de alicatar la pared de la cocina. Esa es la escena cumbre de la película, y ahí se agota toda ella. A pesar de los esfuerzos de Banderas por hacer “un Pedro” en el que este pueda reconocerse, lo cierto es que el registro expresivo escogido lo lastra de un modo definitivo. El desgaste físico condiciona la creatividad, desde luego; pero, aunque trate de recuperarla mediante el consumo de heroína, animado por el actor que, paradójicamente, la deja para representar el monólogo del director, una confesión de la gran crisis amorosa, aún no superada, lo único que hace es  abrirle las puertas de la percepción del pasado, con la compasión respectiva hacia el niño que fue y, también, hacia la madre luchadora que tuvo, una excelente Julieta Serrano, que la representa en la vejez, mientras que Penélope Cruz lo hace en la juventud de la misma. Es muy probable que la escena de las lavanderas en el río sea totalmente cierta, y las obras de Lope abundan en ellas; pero lo cierto es que ese torpe aire de guardarropía, de escena de «cine de barrio» que tiene ese supuesto «momentazo», Rosalía incluida, provoca cierta indiferencia. Está claro que ciertos personajes homosexuales son hijos de sus madres y de la corte femenina de estas, y de ahí esa relación privilegiada con ellas, ¡y a veces, por ello mismo, tan conflictiva! En la medida en que el director recala en su autobiografía, se ha autoeximido de  construir un relato cuya objetivo cinematográfico no pueda ser otro que el de seducir a los espectadores para que estos empaticen con él y vivan a través de sus actos su propia vida. En ningún caso Almodóvar parece interesado en potenciar una narración. Da por sentado que el paciente espectador ha de contentarse con seguir las andanzas de un personaje cuya vida, obra y milagros, para bien o para mal, considera «de dominio público». La película funciona como una sucesión de cortos, más que como un largo, con capítulos aislados que solo muy tenuemente constituyen una narración, y, menos aún, la creación de un auténtico personaje, más allá de su referente real. Por lo que uno conoce de su trayectoria vital, ¡qué poca justicia le hace el retrato que de sí mismo traza con Banderas! Sí, está claro que la puesta en escena sigue siendo una de las preocupaciones máximas de Almodóvar, algo así como su sello personal, y aquí se manifiesta en esos dos espacios opuestos; uno luminoso y otro tenebroso; la cueva llena de luz que estalla contra la cal que la blanquea y  su domicilio/madriguera, lleno de objetos con afanes museísticos, pero tras los que no se adivina una vida recreada, una construcción vital a través de ellos. Aunque el epílogo lamentable al monólogo es el reencuentro accidental de los dos amantes en Madrid, en un giro de melodrama de ojos vidriosos y supuesta e intensa emocionalidad, el hecho de precipitarse y de recontar torpemente los antecedentes de la relación en el monólogo, frío como él solo, priva a los espectadores de una auténtica vivencia, lo que los deja inmersos en una suerte de simulacro en el que los actores hacen lo que pueden, ¡y no es poco!, sobre todo el siempre estupendo Sbaraglia, por darle una brizna de vida a lo que para los espectadores es una mera referencia teatral. Esta suerte de superficialidad, muy propia de casi todas sus películas, daña notablemente eso que tanto se echa de menos siempre en ellas: ¡una historia! Almodóvar es más de viñetas, de cortos, de «escenas», sin la unidad narrativa superior que dé sentido a esas supuestas «gemas» que se yuxtaponen. A sus recuerdos de niñez no es la primera vez que acude el director, pero lo sustantivo de esta obra es la excelente interpretación de un menudo actor enorme como Asier Flores, que nos ofrece una personalidad del director resolutiva, enérgica, asertiva, que tanto contrasta con la achacosa y temblorosa decrepitud que encarna Banderas. La película, como pasa con todas las de Almodóvar, está llena de detalles de sentida cinematografía, pero, insisto, insuficientes para poder hablar de una «obra» como un todo que podamos adjetivar como esta tampoco lo merece: «maestra». Habremos de esperar.

lunes, 8 de abril de 2019

«Red siniestra», de Jacques Deray o un artesano mayor.


Contenido cine de espías en una ciudad, Viena, que asume un papel protagonista con el eco de El tercer hombre al fondo…

Título original : Avec la peau des autres
Año: 1966
Duración: 90 min.
País: Francia
Dirección: Jacques Deray
Guion: José Giovanni (Novela: Gilles Perrault)
Música: Michel Magne
Fotografía: Jean Boffety
Reparto: Lino Ventura,  Jean Bouise,  Marilù Tolo,  Jean Servais,  Wolfgang Preiss, Louis Arbessier,  Adrian Hoven,  Ellen Bahl,  Charles Regnier.
  
Después de haber conocido a Jacques Deray a través de Flic Story, no me resisto a una invitación suya. Red siniestra es una película de espías, con aire de thriller político, que hace de la contención y un excelente ritmo narrativo sus mejores bazas. Con Lino Ventura al frente y ese estupendo secundario de lujo que es Jean Bouise, solo falta añadir Viena, la capital mítica de El tercer hombre, para redondear una película que cumple fielmente con la intención con que fue rodada: entretener al espectador y permitirle vivir una intriga que no decae en ningún momento y que, salvo algún cabo suelto sin importancia, se centra en la acción de espionaje y de supervisión de un espía amigo que ha de velar por que la red de espías tendida en territorio tan sensible, por su cercanía a países de detrás del telón de acero, no sea descubierta y obligada a repatriarse a Francia. La película sigue los pasos del espía enviado a controlar al jefe de la red, al tiempo que se desarrolla una acción de contraespionaje por parte de las autoridades austríacas que buscan detectar y desarticular dicha red. Aunque se trata de una película de acción, esta se produce en dosis muy justas y sin ninguna teatralización excesiva ni ensalada de tiros que valga o venganzas retorcidas con muertes estrafalarias. Todo lo contrario. La violencia que se desata, porque es inevitable que incluso en tan bello escenario como el de las calles, los teatros, los palacios y las casas de Viena haya muertos, no es, por supuesto, el plato fuerte de la historia. El mundo de los espías, con sus citas de seguridad, sus precauciones excesivas y, a veces, su doble juego, lo que complica notablemente la trama, se desenvuelve en el escenario vienés con una suerte de delectación estética evidente por parte del autor, quien no se resiste a buscar planos, encuadres, que recogen algo de la muchísima belleza que atesora la ciudad, desde el empedrado hasta unos patios interiores que parecen un laberinto de calles y casas dentro de la ciudad, como una suerte de microcosmos ciudadano dentro de la gran urbe, pasando por las salas de conciertos o algún palacio en semirruina que ofrece ángulos magníficos para planos que, con todo, están siempre al servicio de la trama. Se trata de una película en la que no hay ni una palabra más alta que otra, ninguna carrera, ninguna persecución explosiva, y en la que hasta las muertes se producen casi como con silenciador, para no molesta a los espectadores. Quien nunca ha estado en Viena, como es mi caso, salvo por el cine y la literatura, tiene la oportunidad de “empaparse” de la ciudad y hacerse a la idea de los ecos antiguos que la recorren se plasman en los escogidos planos del autor. Llama la atención el vestuario, propio de los 60, tan aparatoso en cuanto a peinados y formas, sobre todo de las mujeres, porque los hombres continúan con la discreción de trajes propios de dos décadas atrás; y también la música, una piezas de corte jazzístico que contrastan con el mutismo y el sigilo con que actúan los personajes, todos, los de la red francesa y los de la policía o el contraespionaje austríaco. Deray nos ofrece un recital de cómo narrar una historia sin apenas trascendencia y con muy pocos golpes de efecto: de hecho solo hay dos: el del bastón y la falsa muerte de un espía que hace doble juego y que el protagonista descubre, para pasmo suyo. Los espías se desenvuelven en la ciudad con total discreción, que es la propia del oficio, incluso cuando se produce en un café, a la vista de todos, el secuestro ilegal de un ciudadano como el espía al que se está vigilando, quien, al margen de la red que mantiene escrupulosamente alejada del conocimiento de las autoridades, ha extendido su traición a otros países, para asegurarse un retiro tranquilo, así como también para la hija de un colega a quien él ha acogido como padre adoptivo. Y ahí aparece una actriz muy joven, Marilú Tolo, quien, con 22 años, ya tenía a sus espaldas una considerable carrera cinematográfica, aunque nunca contó con un papel de éxito absoluto en su historial. Aquí cumple su cometido con solvencia, pero en ese tono menor de la actuación discreta que afeta a todo el reparto. Es una película que pasa sin ruido ni aspavientos, pero cuyas imágenes complacen siempre al aficionado deseoso de ver una historia que se ajuste al género propuesto del inicio. Y aquí, las sorpresas que ofrece la trama son los suficientemente consistentes como para que no decaiga la atención del espectador. Ni de lejos puede compararse con una joya como El tercer hombre, por supuesto, pero, con un color muy tamizado, nada brillante, Deray sabe sacar oro de un guion relativamente vulgar: Viena es mucho Viena, como puesta en escena, como para no saber desenvolverse en ella con una cámara tan ajustada a la historia y al retrato de unos personajes sin heroicidad, pero sin villanía: unos seres atrapados en intereses que, siéndoles ajenos, los hacen propios incluso hasta la muerte o el asesinato. A más de un aficionado le va a sorprender esta hermosa película que bien podría haber visto, según su edad, en uno de aquellos magníficos programas de los cines de doble sesión en la que tantísimas películas hemos visto tantos.

jueves, 4 de abril de 2019

«El hombre de más», de Paolo Sorrentino. Una ópera prima sobre el fracaso.



Dos vidas paralelas en el amargo viaje del triunfo al fracaso: un Servillo increíble que preludia las maravillas que vendrían tiempo después, con Sorrentino y con otros. 

Título original: L'uomo in più
Año:2001
Duración: 100 min.
País: Italia
Dirección: Paolo Sorrentino
Guion: Paolo Sorrentino
Música: Pasquale Catalano
Fotografía: Pasquale Mari
Reparto: Toni Servillo,  Andrea Renzi,  Nello Mascia,  Ninni Bruschetta,  Angela Goodwin, Enrica Rosso,  Peppe Lanzetta,  Roberto De Francesco,  Marzio Honorato.

La primera película de los directores es como el primer libro de los escritores: se detecta o no la existencia de una voz propia. Una vez confirmada su existencia, asistimos, después a la modulación de esa voz en el tiempo para hallar todos su registros. La primera película suya que vi, sin saber nada de él, fue Un lugar donde quedarse, con una interpretación fabulosa de Sean Penn y una rocambolesca historia que en modo alguno desmerece ni la creación del retrato de Penn, un viejo rockero gótico con síndrome de Peter Pan, ni la belleza compulsiva de sus imágenes, todo ello metido brillantemente en el género de la road movie. Hay un cierto eco de Paris, Texas, de Wenders en este acercamiento de Sorrentino a Usamérica, una de esas miradas europeas a la realidad usamericana condicionada por la visión de aquella cinematografía que tan impresa llevamos todos, directores y espectadores, en la retina y en la memoria. Con todo, cada vez que los directores europeos no británicos dirigen en Usamérica, surge algún destello de creatividad que añade algo que antes no existía allí, pienso en Bailar en la oscuridad, de Lars von Trier, por ejemplo… El estreno cinematográfico de Paolo Sorrentino nos ofrece una película compleja, con una narración de dos vidas que se van alternando camino del encuentro accidental de ambas cuando ambas han apurado el breve recorrido que va del éxito al fracaso en dos mundos solo tan aparentemente opuestos como el fútbol y la canción melódica. Y ya que estoy que no se me pase: las dos canciones que interpreta Servillo han sido compuestas por su hermano, Peppe Servillo, y son magníficas, así como la interpretación el eximio actor. Con una introducción alegórica que nos habla de la pasión del protagonista por la cocina de pescado, propia del litoral napolitano, donde se filma la mayor parte de la película, a través de unas imágenes acuáticas de dos pescadores con arpón, uno de los cuales, atacado por un pulpo acaba pereciendo, la historia se centra en dos “estrellas”, una del calcio, Antonio Pisapia y otra de la música melódica, Tony Pisapia. Uno y otro los encontramos en un momento de gloria, pero ambos tienen caracteres muy distintos, el futbolista tiene un tendencia introspectiva y depresiva, combinada con una tendencia obsesiva que lo lleva a abandonar el fútbol activo para aspirar a convertirse en entrenador, pasión a la que dedica su vida, full time, y que arruinará su matrimonio y, posteriormente, su propia vida, ante las dificultades para abrirse camino en un campo laboral tan reducido. Tony Servillo es una suerte de star caprichoso, despótico y libidinoso que hace girar a su alrededor a un equipo que soporta mal sus veleidades arbitrarias. Está enganchado a la cocaína y lleva una vida solitaria construida en torno a su egocentrismo insufrible. Cuando cae en desgracia, acusado de un escándalo sexual con una menor, recorreremos con él la fragilidad de una carrera de éxito o, de otro modo, el acelerado desmoronamiento de una reputación y lo difícil que es, una vez que se antepone el capricho al rigor de la profesionalidad, volver al lugar que se había ocupado. La referencia  a la preferencia del manager por Fred Bongusto, del que el propio Servillo parece ser una imitación, como “el elegido” para ocupar el “trono” de Tony, nos sitúa en la época dorada de la canción italiana de los 60, aunque las bellas composiciones que interpreta son más propias de autores recientes como Ivano Fossati. La narración en contrapunto de ambas historias constituye una descripción pormenorizada de ambas personalidades, la reconcentrada del futbolista y la extravertida del cantante, situado en su “mansión” de diseño clásico y presidida por un retrato suyo de pared entera muy “moderno”, lo que choca con el aire hortera de principios de los setenta con que se nos presenta el cantante en su apoteosis. Ambos son requeridos por un programa de la televisión en la que se escarba en las vidas fracasadas de personas que, en un momento de sus vidas, fueron muy famosas: el cantante queda impresionado por la similitud de nombres de ambos, Antonio Pisapia y decide, entonces, mientras se niega a ir al programa hasta que le suban el caché, decide, tras enterarse del suicidio del futbolista sobre un terreno de juego, cerca del aeropuerto donde tiene por costumbre ver partir los aviones, vengarse de ese fracaso en l figura del presidente del club donde le impidieron ejercer como entrenador. Antes, Tony decide afeitarse la cabeza y, después de cometido el crimen, se presenta en el estudio de televisión y comienza, sin mediar pregunta, a hacer una apología de su propia vida como un ser libérrimo y sin miedo, por ello mismo. Con todo, su historia familiar, la de un hermano fallecido a quien él sobrevivió para contrariedad de la madre, de quien no era el ojito derecho, explica en buena parte el desarraigo emocional de Servillo y la incapacidad para establecer relaciones humanas en un plano de igualdad, en vez de en el de la imposición. El doble final enigmático de la película lo dejo a la libre interpretación de los espectadores que quieran ver la película en Filmin, porque la película no ha sido estrenada comercialmente en España. Añadiré, a título anecdótico, leído en el Trivia de IMDB, que la composición del personaje de Tony Pinapia hecha por Servillo le inspiró a Sorrentino la creación del protagonista de su novela Hanno Tutti Ragione, el cantante Tony Pagoda…O sea, el trabajo de un actor como inspiración de otra ficción en una suerte de ouroboros mitológico.

miércoles, 3 de abril de 2019

«Chico encuentra chica», de Leos Carax, un debut de alta intensidad.


El hallazgo de una estética imaginativa, más allá de la simplicidad argumental: Chico encuentra chica o la narrativa de respiración clásica…

Título original: Boy Meets Girl
Año: 1984
Duración: 100 min.
País: Francia
Dirección Leos Carax
Guion: Leos Carax
Música: Jacques Pinault
Fotografía: Jean-Yves Escoffier (B&W)
Reparto: Denis Lavant,  Mireille Perrier,  Carroll Brooks,  Elie Poicard,  Maïté Nahyr, Christian Cloarec,  Hans Meyer,  Anna Baldaccini,  Jean Duflot.

Descubrí tarde, pero bien, a Leos Carax, con Holy Motors, que me dejó anonadado en la butaca del cine. Ahora Filmin me ha permitido ver su debut en el mundo de los largometrajes y he de confesar que, comenzando por su actor-fetiche, Denis Lavant, jovencísimo en este Chico encuentra chica, y siguiendo por la creación de un lenguaje fílmico que entronca con lo mejor del cine francés y europeo anterior a él, sobre todo con la famosa nouvelle vague, Carax me sigue pareciendo uno de esos raros autores que acaso no lleguen a convertirse en autor de masas, pero sí en un autor con una obra maciza que resistirá, con su condición de clásica, el paso del tiempo. El sello personal que se imprime en el celuloide no siempre es fácil de conseguir, sobre todo porque pesa mucho en los espectadores la historia del Séptimo Arte y las cumbres que algunos directores han ido escribiendo con imágenes insuperables, aunque nunca hayan agotado las posibilidades de los creadores que se han ido incorporando con ese sello a una Historia tan relativamente corta, en términos históricos, pero tan monumental. Dicho de otro modo, la existencia de Dreyer no ha impedido la aparición de Bergman, ni la de este, la de Woody Allen, la de Griffith la de Fellini o la de este la de Tim Burton, y trazo una línea cronológica que lo tiene todo de provocación, más que de sentido y sensibilidad. Carax se enfrenta, jovencísimo él, a la vivencia extrema del desamor y del amor en una película que arranca con dos quiebras sentimentales vividas de muy diferente manera y el encuentro de los dos “perdedores” de ambas relaciones. Estamos en presencia de una película de secuencias que no construyen una línea narrativa, aunque subterráneamente el espectador tiene suficientes referencias para saber qué les ocurre a ambos protagonistas, se trata de la plasmación de unos estado de ánimo que se manifiestan a menudo en largas secuencias ante la cámara inmóvil, un plano fijo que deja en manos de los actores la comunicación de emociones que se resuelven en las miradas, los gestos casi imperceptibles, y un romanticismo verbal que fluye con potentes acentos líricos. Rodada en un blanco y negro roto, podríamos decir, igual que hablamos del blanco roto, la película no aspira a la perfección formal, sino al impacto visual a través de una deformación cromática que “ensucia” la imagen, sobre todo las nocturnas, para trasladarnos la conmoción y el desgarro que sufren los protagonistas. Hay un mucho de hierático en ella y no poco de locuacidad atolondrada, pero intensamente sentimental, en él. Y acaban juntos, y aislados. Se acompañan, pero no se consuelan. Son dos heridas abiertas sin posibilidad de cura inmediata, expuestas a la lenta cicatrización del tiempo que tarda en pasar. Está el arte de por medio, y las pequeñas venganzas o el silencio como toda explicación. Carax nos convence de la inefabilidad de los conflictos amorosos: todo está sujeto al milagro. Se ama como se deja de amar. Se abandona como se es abandonado. Y, habiendo escogido a los abandonados, se nos instruye sobre lo difícil de superar la pérdida y concluir el duelo. Un clavo saca otro clavo, dicen, pero un amor no saca otro: lo puede transformar, eso sí, pero no “sacarlo”. Como en cualquier primera película, el autor está deseoso de “ensayar” técnicas que son de su particular predilección, como el trávelin, el primer plano e incluso el primerísimo, y, sobre todo, el juego de claroscuros constantes que dota a la obra de su peculiar ambientación. La puesta en escena, en la que predominan los interiores, nos habla, sobre todo en el caso de ella, de la cotidianidad del hecho amoroso no me atrevería a decir en la “pobreza”, pero sí en la ausencia de lujos y de esteticismos que no se compadecen con la juventud de los personajes, aún abriéndose paso en la vida. Insisto, Carax lo fía todo , o casi, a la capacidad de los actores para seducir a los espectadores, y hay algo en la fragilidad de ambos y en sus peculiares maneras de vivir el desgarro amoroso, tan distintas, una suerte de armonía de contrarios, que logran atrapar la atención del espectador, aunque haya de pasar por esas largas secuencias en las que todo pasa dentro de los personajes y hay que ir captándolo en los más mínimos detalles de la actuación. Que el protagonista, Lavant, no pierda un sentido del humor autocrítico colabora mucho en la cordial aceptación con que nos enfrentamos a una película que marca una exploración del amor que el autor seguirá después, con Los amantes del Pont Neuf, por ejemplo. Es ese humor, precisamente, una dimensión que adensa el significado de su obra y nos entrega seres complejos, ricos, no unidimensionales, por más que el amor sea una de las grandes dimensiones de la humanidad, sin duda. Leos Carax tiene una obra corta, como no podía ser de otra manera, dada la singularidad de su discurso cinematográfico, pero la verdad es que Hoy Motors, su última película alcanza tales niveles de excelencia que se hace muy difícil pensar en que pueda superarla su próximo trabajo, al parecer, un musical, lo que supone un reto muy curioso. Ya veremos cómo lo resuelve.