viernes, 27 de septiembre de 2019

«It’s All About Love», de Thomas Vinterberg, ese cine que no llega a las pantallas españolas…


 Una fantasía distópica llena de inteligencia cinematográfica y de exquisitez en la puesta en escena, amén de dos interpretaciones de peso: Claire Dane (Homeland) y Joaquin Phoenix (The Master, Her, etc.).

Título original: It's All About Love
Año: 2003
Duración: 103 min.
País: Dinamarca
Dirección: Thomas Vinterberg
Guion: Thomas Vinterberg, Mogens Rukov
Música: Zbigniew Preisner
Fotografía: Anthony Dod Mantle
Reparto: Joaquin Phoenix, Claire Danes, Sean Penn, Douglas Henshall, Alun Armstrong, Margo Martindale, Mark Strong.

Ha sido muy llamativa la evolución de algunos cineastas del grupo Dogma, cuyo potencial para desarrollar sus historias dentro del sistema nos ha dado verdaderas obras maestras de Von Trier y, ahora, esta de Vinterberg que, sin llegar al grado de excelencia de obras como Melancolía o La hija del predicador de Michael Koolhoven, nos ofrece una propuesta fílmica archicuriosa, a medio camino entre el thriller distópico, en la estela de Alphaville, y el cine existencialista, con el recuerdo de La peste de Camus, al fondo.
La historia comienza con un personaje que llega al aeropuerto de Nueva York y, en vez de coger el siguiente vuelo que ya tiene reservado, se deja convencer por dos personas para desistir de hacer tal cosa y reunirse con su ex, una estrella del patinaje artístico, de modo que pueda solventar el asunto de su divorcio, pendiente de arreglar los papeles del mismo desde que decidieron separar sus vidas. Todo va discurriendo dentro de los cauces del misterio, porque el espectador ignora de qué hablan los tres hombres, pero ese mismo todo entra, de golpe, en el desconcierto y el pasmo, cuando, bajando por la escalera mecánica, advierten la presencia de un cuerpo muerto al final de la escalera. El protagonista se queda paradísimo, pero los otros dos hombres le preguntan: ¿lo conoce? La respuesta negativa les lleva a decirle que lo sortee con cuidado y que sigan todos su camino, el que les lleva al hotel donde se aloja su ex, con quien no tardará en reunirse. Es recibido como un miembro más de la compañía del espectáculo que tiene como única estrella a la gran bailarina y, a partir de ahí, comenzarán a aparecer señales inequívocas de que alrededor de la patinadora hay un misterio en el que no tardamos en intuir que el peligro anda de por medio e incluso la integridad física de ellos protagonistas.
La película, críptica en sus inicios, va desvelando la existencia de un matrimonio roto por las drogas y una imposible reconciliación que, si  embargo, en algún momento del metraje da la sensación de que pudiera llevarse a cabo. Las noticias de los telediarios informan de sucesos que tienen la ficción de generar el contexto adecuado para la distopia a la que asistimos, aunque, a tan pocos años vista, desde el 2003 hasta el 2025, da la impresión de que se hubieran quedado cortos en el planteamiento catastrofista. Lo más llamativo es, por supuesto, la desaparición de la ley de la gravedad y de la atracción terrestre, por lo que los miembros de una tribu africana han de atarse a estacas para no salir volando como globos, una imagen impactante que servirá para cerrar la película y la historia. Son frecuentes, además, las muertes en plena calle de personas que agonizan y fallecen ante la indiferencia absoluta de los viandantes. Ya se aprecia, por lo tanto, que estamos en lo que tiene todas las señales de ser un mundo crepuscular.
La estructura de thriller contiene una dimensión, llamémosle «clónica», que añade a la película un interés suplementario. Habiéndose detectado que la estrella del patinaje está enferma, lo cual puede implicar su retirada del show que alimenta a tantas personas, todo un engranaje comercial en el que el «factor humano» cede su puesto a la contabilidad de la rentabilidad económica, los empresarios idean la sustitución de la estrella por «clones» traídos de su Polonia natal y que sirvan para sustituirla cuando ella haya de retirarse de las actuaciones. La presencia de esas mujeres sorprende al protagonista, por supuesto, quien, atraído por todo el misterio que parece rodear a quien fuera su mujer, decide averiguarlo aunque ponga en peligro su vida para hacer tal cosa. Ese acercamiento a su ex le lleva incluso  raptarla y ocultarla a sus colaboradores para intentar resolver ese misterio.
La presencia de un hermano del protagonista en un «vuelo permanente», de aeropuerto en aeropuerto y de avión en avión, forma parte de esa trama que roza la narrativa del absurdo, pero que describe a la perfección una dimensión «apocalíptica», de postrimerías, que confieren a la obra una dimensión nihilista llena de poesía por los cuatro costados. No quisiera entrar en el desenlace, para arruinárselo a los espectadores, excepto a los amantes de la ópera, porque parece un plagio de la excelsa Manon Lescaut, una ópera con un final sobrecogedor. Hay que verla, pues, para sentirlo plano a plano, en toda su dimensión fatalista.
La película ha cuidado mucho la puesta en escena y, por descontado, recae muy buena parte de su interés en las dos estupendas interpretaciones de atores tan convincentes como Joaquin Phoenix y Claire Danes, el primero conocidísimo por muy buenas películas anteriores; la segunda, solo conocida para los seguidores de Homeland, aunque no hace mucho tuve la oportunidad de verla en un drama familiar sobre el conflicto que supone la inclinación sexual de un hijo de sexo distinto y lo bordaba igualmente.
En fin, no se trata, propiamente, de una «rareza», porque, salvo el contexto, ni el desarrollo del guion ni el dibujo de los personajes hacen pensar en ello, dado que siguen un estricto realismo en cuanto al núcleo de los conflictos y las emociones que se ponen en juego  y que nos permiten seguir la obra con mucho interés.

jueves, 19 de septiembre de 2019

«Springsteen on Broadway», de Thom Zimny, una autobiografía doblemente narrada y cantada.



La autobiografía de un joven usamericano «de pueblo», New Jersey,  narrada con una prodigiosa facilidad para la evocación y el recuento de anécdotas e ilustrada con sus mejores canciones, cantadas como nunca, con el piano, la guitarra y la armónica: un espectáculo mágico, seductor e incomparable. 

Título original: Springsteen on Broadway
Año: 2018
Duración: 150 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: Thom Zimny
Guion: Bruce Springsteen
Música: Bruce Springsteen
Reparto: Documentary, Bruce Springsteen, Patti Scialfa.

No soy, ciertamente, un fan de The Boss, y, cuando lo conocí, no me pareció sino un epígono más del maestro e maestros que es Bob Dylan. Después me «entraron» algunas canciones que devinieron éxitos mundiales e incluso le depararon un Oscar a la mejor canción por Streets of Philadelphia para la película Philadelphia, de Jonathan Demme; pero tan apartado como he estado de la música por mor de la lectura y por la incapacidad de haber llegado un momento en que ni con la música clásica podía simultanearla, he perdido la carrera de no pocos artistas que, en mi juventud, no me lo hubiera permitido. Mis gustos musicales, además, son tan eclécticos que prácticamente cabe todo en ellos, desde el Flamenco hasta Verdi, Bach y Mozart, pasando por todo el cine musical y acabando en la música popular de todos los países del mundo y en la ópera china.
         Sin embargo, este espectáculo autobiográfico de Springsteen, austero como pocos: él, un micrófono, un piano, sus guitarras, la armónica, contra la pared desnuda del escenario y con algunas esporádicas apariciones de su mujer, Patti Scialfia, me ha revelado a un narrador y paradójico actor de sí mismo excepcional; básicamente porque Springsteen ha sabido encontrar el «tono» de la narración y con su voz tiene e poder de «representar» sobre el escenario todo aquello que va narrando, su infancia, la admiración hacia su madre, la compleja relación con su padre, sumido este en la enfermedad mental y el alcohol, su deseo de convertirse, tras haber visto a Elvis Presley en el show de Ed Sullivan, en un cantante de rock, la vida de barrio, sus amigos, su iniciación en el sexo y el amor, los inicios como musico… De todo habla Springsteen con una apabullante naturalidad neutra que no busca ni la complicidad, ni el chiste fácil ni la emoción de pacotilla: reales son, ciertamente, las lágrimas que le hace derramar la última visita de su padre justo cuando él mismo estaba a punto de ser padre por primera vez, uno de los grandes momentos de la «actuación», si es que podemos denominar así al desnudo integral de su vida que lleva a cabo Springsteen sobre las tablas. No pretende seducir a la audiencia, sino contarse a sí mismo, y lo hace de un modo impecable, con un poderoso estilo literario que maravilla, y al que los subrayados musicales de las canciones relacionadas con sus experiencias, oídas nítidamente en un fantástico recital unplugged, nos permite saborear la calidad de las letras y la estrecha relación que advertimos entre ellas y los hechos de su vida, tan excepcionalmente narrados. La voz áspera de Springsteen, su físico de tough guy y su hieratismo podrían dar  entender que con dificultad habrían de emerger los sentimientos o el buen humor, pero confieso que hacía mucho tiempo que no me dejaba seducir por una vida contada como Springsteen cuenta la suya. La manera como habla de su madre, por ejemplo; el modo como afronta devenir una suerte de intérprete privilegiado de un momento dado de la historia de Usamérica, es sencillamente apabullante. Hay una novela en su vida que, sin embargo,  ha preferido contarla a media voz sobre un teatro, con una expresividad que ya quisiera muchos novelistas.
         Esto que estoy escribiendo en modo alguno puede ser considerado una crítica, porque el espectáculo, ¡tan completo!, es el de una vida abierta en canal ante el publico e ilustrada con las canciones que le han hecho famoso.  Se trata de una recomendación con carácter de urgencia. Ya he desvelado la maestría artística con que una imposible «representación», porque es una confesión en toda regla en la que no hay ni una brizna de arte teatral y sí una entrega absoluta al arte oral de narrar, porque ese ambiente íntimo que Springsteen sabe crear a su alrededor bien puede ser el propio de una barra de bar en la que un parroquiano le abre a un desconocido la puerta de su almario o un encuentro accidental en una sala de espera vacía, un vagón sin más viajeros que quien se confiesa torrencialmente y el oyente, que no interlocutor. Lo confieso: de principio a fin he entrado en esa vida contada de una manera tan próxima, tan confidencial, tan intensa, tan dolorosa, a veces; porque la virtud de este documental es que el hombre que te cuenta su vida te la cuenta a ti, solo a ti, y tú agradeces esa distinción y lo acoges con la mejor de las recepciones y quieres que no pare, que siga contándote su vida sin pensar que habrá un mañana, porque, en cierto modo, también te está contando tu propia vida, dada la universalidad de muchas de sus experiencias.
         Empecé a verlo por pura curiosidad y no tardé ni diez minutos en ser felizmente «cazado» por una narración prodigiosa… De hecho, a mí, que no soy un fan de su música, me parece que sus habilidades narrativas, su manera de usar los énfasis, su entusiasmo por lo que cuenta y las profundas raíces del sentimiento del que emergen sus evocaciones autobiográficas hacen de esta experiencia artística un punto y aparte en la historia del espectáculo. ¡Gloria al Boss!

lunes, 9 de septiembre de 2019

«Perversidad» y «Pitfall», de Fritz Lang y André de Toth, o las palabras mayores del «noir».



Un remake de La chienne, de Renoir -con ese actor descomunal que es Michel Simon- y una sólida trama, no estrenada en  España, en torno a una de las grandes mujeres fatales de Hollywood: Lizabeth Scott.
  



Título original: Scarlet Street
Año: 1945
Duración: 103 min.
País: Estados Unidos
Dirección : Fritz Lang
Guion : Dudley Nichols (Novela: Georges de La Fouchardière, André Mouézy-Éon)
Música: Hans J. Salter
Fotografía: Milton R. Krasner (B&W)
Reparto: Edward G. Robinson, Joan Bennett, Dan Duryea, Jess Baker, Margaret Lindsay, Rosalind Ivan, Samuel S. Hinds, Vladimir Sokoloff.

Título original: Pitfall
Año: 1948
Duración: 86 min.
País: Estados Unidos
Dirección: André De Toth
Guion : André De Toth
Música: Louis Forbes
Fotografía: Harry J. Wild (B&W)
Reparto: Dick Powell, Lizabeth Scott, Jane Wyatt, Raymond Burr, John Litel, Byron Barr, Jimmy Hunt, Ann Doran, Selmer Jackson, Margaret Wells, Dick Wessel.

Es muy probable que El ángel azul, de Sternberg, haya sido el modelo tanto de La chienne, de Renoir, como de Perversidad, de Lang, pero un año antes lo fue de La mujer del cuadro, del mismo Lang, de la que esta Perversidad podría considerarse un intento de repetir el enorme éxito de la primera, considerada una de las joyas del cine, y con razón. Lo que no podemos aceptar es que, por repetir equipo en la fotografía y en el cuadro de actores, y en parte sólidos motivos de la trama, Perversidad sea considerada una obra menor u oportunista. No se trata solo de que tiene un entidad propia muy notable, con la impronta típica del cine de Lang, y con unos encuadres formidables, sobre todo del apartamento donde ella consuma su relación con su “chulo” ante la impotencia del artista a punto de lograr el sueño de todos: la fama y el dinero.
La trama de Perversidad sigue una línea distinta, obviamente, de sus predecesoras, excepto de La chienne, de la que sí puede considerarse remake, y sus giros de guion, sobre todo por lo que afecta a la dimensión de la suplantación artística -una temática que nos acerca, a la inversa sexual, al modelo de Big Eyes, de Tim Burton-, cuando el éxito repentino de los cuadros del cajero de una empresa hacen que se coticen como destellos de un nuevo genio contemporáneo. El chulo, un Dan Duryea excepcional, como casi siempre en sus actuaciones, se empeña en suplantar con su pupila al viejo cajero y hacer creer a los críticos de arte que es ella la gran artista. El cómo se las arreglará después para salir del embolado no es algo que a un pícaro descerebrado le quite el sueño, desde luego. Hemos e volver atrás, sin embargo, para advertir que una noche de borrachera en la que el proxeneta le intentaba quitar el dinero a su pupila, apareció el «empleado modelo», que venía de una celebración de sus muchos años de fidelidad a la empresa, para derribar al chulo e ir corriendo a buscar al policía de barrio -¡esa figura mítico-nebulosa que han prometida en España todos los gobiernos, el nacional y los municipales, sin que nunca hasta hoy la hayamos visto!- para que efectúe el arresto correspondiente. Desaparecido cuando llegan, la protagonista envía al policía por la dirección contraria de por la que huyó su chulo, acepta un café del extraño y ahí comienza una carrera de extorsión y engaños que culminará con la insinuación de que si el enamorado cajero no estuviera casado…, lo cual complica la trama en varias direcciones: el del matrimonio de él con la viuda de un policía cuyo cuerpo jamás se rescató de las aguas donde su deber le hizo saltar, y el de él mismo con los robos a la caja de la empresa para financiar su «aventura galante». Es posible que esté en el recuerdo de muchos lectores esta historia llena de giros imprevisibles, pero verosímiles, por descontado, que eleva la complicación en un tour de force del que los guionistas salen de forma brillante. La irrupción de los cuadros, de notable realización entre naíf y surealista, culmina en el retrato -en realidad autorretrato, claro, porque el viejo cajero está encantado de que sea ella quien firme sus cuadros…- de ella, que da pie a ciertas tomas espectaculares, made in Lang. En cualquier caso, la atmósfera, la angustia generada por la personalidad apocada y apasionada al tiempo del protagonista, un experimentado Edward G. Robinson en un papel diríase que inventado para él, hecho a medida, y el normal desarrollo de una trama de intriga que deriva en una trama moral, dado el desenlace del triángulo amoroso, todo ello hace de Perversidad una película que nada tiene que envidiarle a La mujer del cuadro, con la que guarda obvias semejanzas, pero tantas diferencias como para ver ambas en una excelente sesión doble.
En este caso, esa sesión doble la he completado yo, sobre la cinta corredora, con la visión de una película no estrenada en España, Pitfall, de un cineasta tan peculiar como André de Toth, cultivador con éxito de varios géneros, aunque sobresaliente en el del far west, La mujer de fuego, en el de terror, Los crímenes del museo de cera y en el del cine negro, como esta película lo demuestra. En YouTube puede verse en VO sin subtítulos, pero se sigue excepcionalmente bien, porque el trío protagonista, Dick Powell, Lizabeth Scott y Raymond Burr tienen una dicción de alta escuela que cualquiera con un nivel medio alto de inglés puede seguirlos con facilidad. Y la trama es tan sencilla como redonda la película, en la que el poso de nihilismo e insatisfacción se va colando desde el inicio, cuando el marido, un agente de seguros, sale de su casa de mal humor por tener que ajustarse a una rutina que le tiene aburrido. A través de un detective a quien contratan para trabajos esporádicos, entra en contacto con una mujer a quien ha de embargarle piezas por valor de hasta 10.000 dólares, que es la cifra que la agencia de seguros le ha de cobrar al detective.
A partir de ese momento, la presencia radiante, misteriosa, de voz de seda rasgada, de Lizabeth Scott se apodera de él con una fuera de seducción directamente proporcional al aburrimiento marital que atravesaba. No se puede esperar que el malvado Raymond Burr, a quien contrataría Hitchcock por actuaciones como la de esta y otras muchas películas de cine negro que cimentaron su leyenda de «villano» por excelencia, y de la que intentó redimirse, ¡y lo logro!,  con la televisiva Ironside; no se puede esperar, digo, que el malvado Burr, enamorado hasta las cachas de esa mujer, le deje el terreno libre a un alfeñique y empleaducho de una agencia de seguros. A medida que la trama se va complicando, por la insistencia del protagonista en velar a su esposa las verdaderas razones de por qué ha sido brutalmente golpeado o por qué espera en la casa, a oscuras, que alguien venga a matarlo, la intensidad de la película va en aumento, y la tensión le garantiza al espectador un auténtico final dramático.
Hay en Pitfall un gusto exquisito por la puesta en escena y, sobre todo, por un sinfín de detalles que generan una atmosfera llena de sensualidad, temor y angustia que contrastan con la tensión básica en la que se debate el protagonista: una mujer bellísima y enamorada de él -un papel pequeño que Jane Wyatt cumple a la perfección, ¡qué momentón cuando sale a la acera, advierte el coche parado de la «rival» frente a su casa y le pregunta si busca a alguien -con esa manera delicada y firme de leona que defiende su guarida-, antes de que la rival balbucee que se ha equivocado de calle. En el extremo opuesto ha de contabilizarse cuando, en un paseo en una fueraborda, la seductora Scott invita a cambiar su puesto con el copiloto para que este, el protagonista, disfrute de la conducción…
No quiero adelantar nada de la trama porque la aparición súbita de un «novio» de la protagonista a punto de salir de la cárcel la complica de tal modo que la evolución que habíamos visto hasta ese momento pierde sentido y nos abrimos a la posibilidad de que pase cualquier cosa. Pero eso ha de verlo ya cada cual. Como en tantos y tantos ejemplos de cine negro, también aquí se «margina» a la policía en todo lo relativo a lo que está sucediendo, porque los protagonistas creen que pueden «manejar» la situación. En fin, se trata, ya se advierte, de una suerte de película de serie B con un reparto de A y con un director de A+, pero ignoro por qué estrechez moral de los censores no se creyó oportuno que nos «emponzoñáramos» con tanta perversidad moral… Dick Powell, ya entrado en años, da perfectamente el tipo de empleado hastiado y aburrido, a pesar de la suerte de tener un matrimonio envidiable, e interpreta con total propiedad al ser que se deja seducir por un modelo de mujer en las antípodas de la suya, como si fuera la promesa de una vida llena de excitantes aventuras que estaba esperando que llamase a su puerta para coger el portante y desaparecer. No es, pues, un thriller al uso, en el que el caso se lleva todo el interés de la trama: hay un personaje en crisis que entra en el caso y sale de él sufriendo una transformación que no dejará indiferentes a los espectadres. Lizabeth Scott no es una «femme fatale» al uso, porque tiene un empleo y sabe organizarse la vida, por más que tenga la tendencia irrefrenable hacia el lado oscuro de la vida que no le granjea sino insatisfacciones, de ahí su desengaño cuando el príncipe azul que cree que acaba de descubrir en la figura del empleado es un hombre casado… De Toth dibuja nítidamente los conflictos individuales de los dos protagonistas y sabe cómo articularlos con la trama de modo que la potencien hasta un final sobre el que, ¡faltaría más!, me niego a decir ni mu. ¡Que Vds. La disfruten!


viernes, 6 de septiembre de 2019

«El hombre con rayos X en los ojos», de Roger Corman, una «institución» cinematográfica.



Roger Corman: Un fenómeno fílmico incomparable, un indie avant la lettre…, un vademécum de códigos y géneros, y, para muestra, una mirada Xtraordinaria

Título original: X: The Man with the X-Ray Eyes
Año: 1963
Duración: 80 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Roger Corman
Guion: Robert Dillon, Ray Russell
Música: Les Baxter
Fotografía: Floyd Crosby
Reparto: Ray Milland, Diana Dervlis, Harold J. Stone, John Hoyt, Don Rickles, Vicki Lee, Lorie Summers, Dick Miller, Morris Ankrum, Kathryn Hart, Bert Stevens.

Comparto con Andrés Calamaro, y hoy me entero por la Wikipedia de que también con Ana Frank, la admiración por Ray Milland, un actor de “vieja escuela” que, a la postre, acaba siendo la más moderna. Calamaro creó, con otros, la Ray Milland Band e incluso le dedicaron dos canciones; Ana Frank tenía un poster de Milland en su refugio secreto de Amsterdam. No creo que sea esta su mejor interpretación, a pesar de que está literalmente «perfecto», y dudo de que haya alguna que destaque sobre otras, por más que Crimen perfecto de Hitchcock sea la que casi todos tienen en mente, aunque para mí sus obras cumbres son El espía, de Russel Rouse y El reloj asesino, de John Farrow. Corman, un animal cinematográfico incomparable, supo siempre intuir ciertos derroteros de la ficción que abrían caminos que otros seguirían después con mayor o menor fortuna, pero su índole de pionero en no pocos géneros, sobre todo en el terror y la ciencia-ficción, le granjean un lugar de excepción en la Historia del Cine, a la que ha hecho aportaciones tan singulares como la presente o la muy poco vista, The trip, «El viaje», sobre el consumo de dogas alucinógenas, interpretada por el recientemente fallecido Peter Fonda.
         La situación de partida de la película, el científico que lleva su experimento al límite, esto es, a acabar convirtiéndose en sujeto pasivo de la experimentación, aun a pesar del riesgo que ello conlleva, es un clásico del cine, pero también de la literatura, como la célebre  novela de Stevenson nos recuerda. El prólogo de la película, además, un experimento con un simio que acaba falleciendo tras la aplicación de las gotas que, supuestamente, van a permitirle mejorar la profundidad de su visión supone un anuncio inequívoco de lo que puede acabar pasando si el testarudo científico -a quien el hospital está a punto de retirarle los fondos para su proyecto de investigación- se sigue empecinando en convertirse en cobaya de sí mismo. La película de Corman podría definirse como una «sinfonía de géneros», y en cada uno de ellos ha de decirse que la adaptación de la puesta en escena a cada nuevo género es absolutamente decorosa y magnificente. No solo el color, sino los encuadres, la iluminación y la poderosa presencia de los actores en el plano, llenándolo todo con un despliegue de fisicidad extraordinario, nos hablan de una película vivida desde dentro del proceso del protagonista, cuyo cuerpo es motivo de curiosidad, de morbosa atracción e incluso de complicidad criminal cuando la supervisora de los proyectos de investigación, que acaba enamorándose de él, sigue a su lado incluso después de haber provocado la muerte accidentalmente de un compañero de profesión que solo quería ayudarlo, una escena estremecedora y, al tiempo, de una gran belleza plástica. Antes, sin embargo, los poderes de percepción de la droga ocular que ha desarrollado el científico le permiten detectar enfermedades como una suerte de ultraescaner de alta fidelidad, y, avanzado el desarrollo de los efetos de las gotas mágicas, Corman se permite la humorada de meter a tan hierático personaje en un party en el que acaba viendo desnudos a todos los participantes, incluida su enamorada, quien, en cuanto se percata de ello, se lo lleva púdicamente de allí, una suerte de derivada cómica de lo que todo apunta que acabará en tragedia, como ocurre con  la muerte accidental de su compañero.
         Como fugitivo de la Justicia que es, hay una elipsis entre la parte del hospital y su nueva aparición como vidente en una atracción de feria, un tramo de la película que se emparenta con Freaks, de Todd Browning, y con muchas otras que tienen la ferias como escenario, como la excelente de Woody Alen, La rueda de la Fortuna. El personaje para quien trabaja, que, nada más adivinar sus «poderes» lo quiere convertir en «healer», en «sanador», es absolutamente increíble, y no solo le da la réplica Milland en esa parte de la película, sino que la potencia como si estuviéramos en una obra maestra. Todo rezuma arte por los cuatro costados, al tiempo que nos muestra una faceta de la sociedad usamericana totalmente idiosincrásica.
         La nueva huida, ahora con la enamorada que por fin lo ha encontrado, lleva al protagonista, casi como desquite por el autodeterioro que está sufriendo, a usar su «poder» para enriquecerse y, de ese modo, poder seguir con sus investigaciones. ¿Objetivo? Ocean’s eleven… o ansí. Nos vamos acercando, con una huida en coche que nos acerca también a las road movies, a un final apoteósico que… Como estoy convencido de que incluso quienes la conozcan, no se acordarán de todos los detalles de la trama con un fidelidad exquisita, como a mí me pasó, me reservo desvelar un final excepcional, muy en la línea de Pozos de ambición,  de Paul Thomas Anderson, por ejemplo, por poner un ejemplo cercano de la influencia de Corman, o la tan magnífica como incomprendida serie Carnival, me abstengo de desvelarlo e invito a cuantos espectadores no la hayan visto a descubrir uno de los grandes relatos que alimentaron tantas adolescencias como la mía de adictos al género de terror y, sobre todo, al cine.
         A muchos espectadores es posible que les haga gracia la tosquedad de los efectos especiales, pero, dentro de lo que cabe, tienen un dignidad poética que ya quisieran muchos avances «por ordenador» que rompen no poco la magia de aquellos recursos entrañables como los de Ray Harryhausen que admiramos de jovencitos y aun de niños. De algún modo, esta película multigenérica de Corman es algo así como una demostración técnica del artesano que domina su oficio sin dejar resquicio a la duda. Y sí, estamos, ciertamente, ante una película de películas que nos sorprende por su originalidad, su factura técnica y por su cuestionamiento de los límites de la ética. Una joya.

martes, 3 de septiembre de 2019

«The Stepford wives», de Bryan Forbes, o en los albores de la distopía como género…



Una película feminista y de terror, traducida torpemente como Adoptar una esposa, esta historia de Ira Levin culmina la trilogía de obras maestras de Bryan Forbes: Cuando el viento silba, un debut impactante, Plan siniestro y la presente.

Título original: The Stepford Wives
Año: 1975
Duración: 115 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Bryan Forbes
Guion: William Goldman (Novela: Ira Levin)
Música: Michael Small
Fotografía: Owen Roizman
Reparto: Katharine Ross,  Paula Prentiss,  Peter Masterson,  Nanette Newman,  Tina Louise, Mary Stuart Masterson,  Dee Wallace.

Con un comienzo muy parecido al de la versión usamericana de Funny Games, de Haneke, la película arranca en un ruidoso Nueva York del que una pareja con dos hijas sale huyendo para buscar la paz de un típico suburb usamericano idealizado en miles de películas. Ella, fotógrafa, se despide de la ciudad haciendo una fotos urbanas de una persona que carga con una maniquí a través de la ciudad, con los diversos encontronazos que ello le supone. El padre, abogado, cuando las niñas le dicen lo que han visto, se limita a contestar la siguiente enigmática respuesta: Well, that's why we're moving to Stepford. (Bueno, por eso es por lo que nos mudamos a Stepford).; y lo que queda dicho casi como un disparate de urgencia que a veces se les dicen a los niños ante sus insólitas interpelaciones acaba convirtiéndose, al final de la película, en la clave de la misma, una suerte de prolepsis, «anticipación», que como le pilla desprevenido al espectador le es imposible siquiera recordar a lo largo del desarrollo de la historia.
Recordemos que hay una versión moderna de esta película, dirigida por Frank Oz en 2004, con Nicole Kidman y Bette Midler, pero, sinceramente, no creo que tenga el encanto de esta producción modesta, con una estética setentera que es la propia de una película extraordinaria como Zodiac, de David Fincher. Aunque cuenta con Katharine Ross, la coprotagonista de El graduado, de Mike Nichols, y con Paula Prentiss, deslumbrante en Su juego favorito, de Hawks, el resto del reparto bien lo podríamos encuadrar en el propio de las películas de serie B, lo cual, en vez de ser una desventaja, se convierte, por la verosimilitud que otorgan a la trama, en un factor decisivo para entrar en el perverso enredo que nos propone la historia.
La pareja llega a una localidad en la que no solo no tienen ni que cerrar la puerta de casa, sino que todos los vecinos son de una amabilidad exquisita. La tensión matrimonial que arrastra la pareja es la propia de haber tomado una decisión en la que la gran sacrificada ha sido ella, la mujer, fotógrafa, quien ve muy difícil tratar de abrirse paso artísticamente desde una localidad pequeña con una vida insulsa y rutinaria que no contribuye precisamente a despertar el instinto cazador de imágenes de quien aspira a convertirse en fotógrafa reconocida.
Desde que llegan, sin embargo, está claro que el marido parece haber encontrado “su” lugar en el mundo, a juzgar por cómo no solo se integra en la vida de la localidad, sino que no tarda en decidir formar parte de la Asociación de Hombres de la misma, un club privado al que no pueden pertenecer las mujeres, algo que choca radicalmente con el estilo de vida igualitario que tiene la pareja que se traslada a Stepford. a la que no parece gustarle esa discriminación, mundo de hombres y mundo de mujeres, tan perfectamente definidos y acotados.
Poco a poco, además, la protagonista irá conociendo a las mujeres de la localidad y dándose cuenta de que el estilo de vida de ellas -salvo el de un alma gemela con quien puede desahogarse y planear la huida del lugar, tras convencer a sus respectivos maridos-,  preocupadas por el aseo su casa, por complacer a sus esposos y por su propio acicalamiento, amén de cuidar de la prole, no forma parte de lo que sería su «ideal» de vida.
El tono amenazador de la película comienza a construirse cuando los amigos del marido, todos ejecutivos de empresas de alta tecnología, una suerte de Sillicon Valley de la época, celebran una reunión en casa de la pareja para darles la bienvenida. A lo largo de la sesión, uno de los miembros empleará la sesión en hacer un perfectísimo retrato a lápiz de la nueva vecina, un retrato que luego acabaremos viendo en las casas de esas mujeres sumisas y adocenadas, por cierto, sin que podamos explicarnos la relación que enseguida, como avezados espectadores, estamos seguros de que hay entre ellos. A medida que el marido va sintiéndose más cómodo en Stepford, ella va desarrollando una enorme ansiedad creciente que la lleva incluso a una consulta psicológica, pero su determinación es firme: salir de Stepford. Cuando el marido acaba asintiendo y cuando va a revelárselo a su amiga, quien  estaba dispuesta a secundarla, esta acaba de volver de un viaje «íntimo» con su marido y se le aparece a la protagonista como una mujer absolutamente distinta: con un comportamiento en las antípodas del anterior: es decir, «ajustada» al modelo de las otras esposas de Stepford y alejada, en consecuencia del tipo de vida libre y moderna que quiere llevar a cabo la protagonista. Y hasta aquí puedo contar de una película que se adentra, pocas secuencias después, en lo menor de una película de suspense y que yo estoy obligado a respetar. Es posible que la película no haya tenido muchos espectadores, dados los 44 años que nos separan de su rodaje, e ignoro cuántos tuvo la versión con Nicole Kidman, pero aun así, prefiero no dar ni un paso más allá de lo que es justo que cuente. La película tiene una dirección podríamos decir «funcional», transparente, muy apegada a la historia, si bien no son pocas las tomas que acentúan, desde detrás de los personajes, la sensación inminente de que algo está a punto de pasar, o las tomas desde ángulos inverosímiles que acogen a los miembros del club de los hombres en la casa de los protagonistas, Joanna y Walter, con una sensación de agobio propia de la amenaza real que representan. No faltan, claro está los primeros planos de la mano en la escalera en penumbra o los travelines que nos permiten conocer el «entorno» industrial avanzado en el que se instala la pareja y que tan determinante relación tiene con la historia. Ira Levin, recordémoslo, es el autor de La semilla del diablo,  cuya versión cinematográfica dirigió Roman Polansky, lo cual no deja de ser toda una referencia dentro del género del suspense e incluso del terror… Por si las feministas tenían pocos argumentos en su lucha contra el heteropatriarcado, está claro que esta película les va a dar gruesa munición…
Adenda: Acabo de ver el remake de Frank Oz, cuyos títulos de crédito, ¡espectaculares!, anunciaban una revisión estética con aire kitsch  y acentuado tono de parodia que, desgraciadamente, no se ha confirmado en el desarrollo de la historia, con una impostada deriva feministoide que ridiculiza la espléndida idea del original. La propia película se hace un autospoiler a medio metraje del que no se recupera en lo que resta, que cada vez va a peor. La actuación de consumados actores y actrices es tan endeble como la incomprensión radical del guion que se aprecia en sus esfuerzos por levantar una historia que no se sostiene ni por asomo. Este remake sirve, por contrate, para realzar la calidad de la cinta de Forbes y convertirla poco menos que en un clásico. Incluso le acaban resultando indiferentes al espectador valores tan sólidos como el contrastado y hermoso color de la cinta, la impecable puesta en escena y el magnífico vestuario: está al servicio de una nonada, y, como tal, uno se siente estafado: tanta estética para tan poca ética, porque los dilemas morales del original aquí han desaparecido por completo. Dicen que en política se puede hacer de todo menos el ridículo, ¡pues no quieras ver, entonces,  en el cine!

lunes, 2 de septiembre de 2019

«The Square», de Ruben Östlund, la insoportable levedad de la corrección política.



Fabula corrosiva sobre los límites de la corrección política en un país rico y la deriva abstrusa del arte contemporáneo: The square o la caída del imperio romano.

Título original: The Square
Año: 2017
Duración: 142 min.
País: Suecia
Dirección: Ruben Östlund
Guion: Ruben Östlund
Fotografía: Fredrik Wenzel
Reparto: Claes Bang,  Elisabeth Moss,  Dominic West,  Terry Notary,  Christopher Læssø, Marina Schiptjenko,  Elijandro Edouard,  Daniel Hallberg,  Martin Sööder, Linda Anborg,  Emelie Beckius,  Peter Diaz,  Sarah Giercksky,  Jan Lindwall.

El impactante cartel anunciador de la película prometía lo suyo cuando la estrenaron y siempre lamenté haber dejado que se «cayera» de la cartelera sin haberla visto. Gracias a Filmin la recupero y creo que con éxito, porque, en la línea distópica de Lanthimos, pero sin alejarse excesivamente del umbral de la verosimilitud, y con un sentido del humor muy de su compatriota Roy Andersson, cuya Canciones desde el segundo piso me parece una joya que nadie debería perderse, The Square es algo así como un paso más allá de la radiografía social de unos tiempos tan desnortados como los que vivimos que el actor plasmó en Fuerza mayor, por más que aquí se centrara en una disección de la institución matrimonial a partir de un acto de cobardía por parte del marido que, a la vista de la avalancha de nieve que va a arrasar la terraza donde disfruta de sus vacaciones con la familia, decide ponerse a salvo en vez de intentar salvar a los suyos, que logran sobrevivir a la catástrofe. En The Square también nos ofrece otro retrato de un hombre aparentemente seguro pero en cuyo interior anida una inseguridad casi ontológica, un seductor *inseductible, y aquí la presencia de Elisabeth Moss tiene un dimensión extraordinaria en la película, inquietante como solo ella lo sabe transmitir ,y desasosegante, cuando su imagen se cruza, en el mismo espacio, con la del chimpancé con quien en apariencia lo comparte. Se trata de una deriva de la trama que sí que se adentra en los terrenos de distopías frecuentes últimamente en la pantalla, porque todo el interés de la «admiradora» del director del museo de arte contemporáneo estriba en conseguir quedarse con su semen, como si se tratase de un semental valioso o un macho alfa indispensable para experimentos científicos que simplemente se insinúan. A partir de una anécdota mínima, al Director le roban el móvil y lo dejan literalmente «desnudo», y el consiguiente intento de recuperación del mismo mediante un expeditivo método de acoso para forzar al ladrón a que lo devuelva, la trama se irá complicando con los contratiempos que tiene en el trabajo cuando una nueva instalación moderna, The Square, acaba siendo acusada, socialmente, de un delito de odio, a lo que se le une, también, una denuncia por incitación a la violencia de género, dado que la protagonista de la «instalación» es una niña rubia que muere por una explosión en el interior de ese «cuadrado» que, en teoría, quiere representar el viejo ágora ateniense, la plaza pública donde todos convivimos y donde arranca la película, cuando Christian, el protagonista -y el nombre no es casual…-, es el único que socorre a una mujer que está siendo asediada violentamente por otra persona, y en el transcurso de esa defensa es cuando cae en la cuenta de que le han robado el móvil y la cartera. La presencia de mendigos en esa misma plaza y en otros escenarios de la película es constante, e incluso, avanzada la trama, acabará rompiendo la barrera social que lo separa de ellos para pedirle a uno un favor que pretenderá comprar con la propina correspondiente. Toda la película, así pues, recae sobre los hombros de este personaje desorientado, políticamente correcto, educado, lleno de buenos sentimientos, creyente en la bondad natural del ser humano, etc., interpretado a las mil maravillas por quien ni siquiera da la impresión de estar haciéndolo, actuando, Claes Bang, ¡tal es el decoro y la naturalidad con que ha sabido meterse en un personaje tan complejo a fuerza de buenismo y corrección política!; un personaje cuya dimensión de gestor artístico se le presenta al espectador bajo el género de la sátira, porque The Square, es una divertida película sobre las hipocresías y el pensamiento débil de unas sociedades que recuerdan, en su aggiornamento, a los últimos tiempos de los patricios romanos antes de perderlo todo frente a las hordas bárbaras.
De hecho, la parte de la cena de patronos el museo, con el «salvaje» yendo de mesa en mesa, interpelando desde la animalidad la exquisitez protocolaria de los empingorotados asistentes e intentando, además, la violación de una de las invitadas,  cae de lleno en el mejor cine provocador de las últimas décadas, y allí se advierte, cuando el «peligro» se identifica como tal, cómo la reacción es idéntica a la provocación.
La sátira del arte moderno es otra de las líneas temáticas de la película, poderosamente expuesta en la labor del museo y en la presentación del proyecto The Square que hacen los dos iluminados artistas que convencen a los dirigentes del museo de la sofisticación intelectual y de la transgresión estética sutil que supone su obra, hasta que estalla la polémica y la responsabilidad última acaba cayendo sobre la cabeza del buenista que ha de asumir con su dimisión la ingenuidad de su criterio programador. Todas las escenas que transcurren en el museo, que no son pocas, están llenas, como no podía ser de otro modo, de una crítica encubierta a la deriva contemporánea que, a través del arte conceptual ha invadido los museos de auténticos horrores estéticos, venerados por una corte de «enterados» como el espíritu revolucionario de nuestro tiempo. La escena del cepillo móvil limpiando el espacio entre montones de arena de una «instalación», refleja bien a las claras aquello a lo que estoy haciendo referencia.
Buena parte de la película, con todo, se centra en la aventura del protagonista para recuperar su móvil y su cartera, lo que provoca un daño colateral en la figura de un joven inmigrante que se siente damnificado por la propaganda insidiosa acerca de su posible culpabilidad que el protagonista dejó en todas las casas del bloque donde logró detectar que estaba su móvil, gracias a la geolocalización. Las escenas de la persecución que sufre el protagonista, por parte del niño, que busca una «reparación» moral forma parte de esa tensión que ha habido en toda la película entre los dos mundos que n conviven en la película, el de la sociedad rica sueca y el de los mendigos inmigrantes que intentan sobrevivir como pueden.
Sí, en última instancia, la película construye una suerte de encrucijada para el personaje, enfrentado a una realidad de la que no es responsable pero que le afecta en su vida cotidiana, que va perceptiblemente degradándose a medida que avanza la trama, y cuyo final ya cae del lado del espectador, así como el juicio ético que le merece lo que ha visto. En cualquier caso, quede claro que se trata de una sátira, sí, pero que te congela la sonrisa con una facilidad increíble… En efecto, la influencia de Haneke no anda muy lejos…

domingo, 1 de septiembre de 2019

«L’amore», de Roberto Rossellini, un homenaje a Anna Magnani.



El amor humano y el amor místico: el desgarro de la carne y la fe de los limpios de corazón, los únicos que verán a dios: una obra maesttra.

Título original: L'amore (Ways of Love)
Año: 1948
Duración: 79 min.
País: Italia
Dirección: Roberto Rossellini
Guion: Roberto Rossellini, Tullio Pinelli, Federico Fellini.
Música: Renzo Rossellini
Fotografía: Robert Juillard (B&W)
Reparto: Anna Magnani,  Federico Fellini.

¡Qué desacostumbrados estamos a la magia el cine verdadero, aquel que sabe explorar los recovecos del alma, sea el de una mujer enamorada que acaba de ser abandonada, sea el de una pastora que cree firmemente haber visto a San José, de quien ha quedado preñada, y quien defiende a su hijo como defendió al suyo la Virgen María frente a la incomprensión del resto de fieles de una agrestes y hermosa ciudad italiana de la cota Amalfitana! Uno de los más grandes directores europeos de todos los tiempos, Rossellini, pareja entonces de la actriz, protagonista, Anna Magnani, quiso brindarle un homenaje a quien pasa por ser quizás la más grande actriz del cine italiana, «la Magnani», una institución como «la Callas» en la ópera, por ejemplo. Rossellini le propuso dos retos: La voz humana, de Cocteau -en La ley del deseo Almodóvar rodó un fragmento de ese monólogo, interpretado por Carmen Maura, por cierto-, escrito originalmente para Edith Piaf; y El milagro, una breve historia sobre el embarazo de una pastora pobrísima en los arrabales de la ciudad de Salerno, llena de escaleras que parecen llevar del mar al séptimo cielo. Amor humano y amor divino se juntan, aunque por separado, como las tópicas dos caras de la moneda, para ofrecernos un recital interpretativo de una altura descomunal, mejor, con todo, el segundo que el primero, al menos a mi entender.
         Un dormitorio decorado con sabor a tiempos muy idos, recargado hasta la exasperación, las voces lejanas de la calle o las cercanas de algunos vecinos, un perro (de él), la protagonista y un teléfono. Los amantes que acaban de romper, se entiende que civilizadamente, y se hablan desde orillas lejanísimas, una, fingiendo una normalidad que no existe; el otro, dispuesto a coger un tren que la aleje de ella. A lo largo de esa conversación que sufre diversos cortes de línea la protagonista dará rienda suelta a la vorágine de sentimientos extremos que tendrá que alternar con una fingida entereza que se desgarra dramáticamente cada dos por tres. Medio enferma, aunque nada sabemos de la gravedad de la afección, la escena recuerda vagamente el final de La Traviata, de Giuseppe Verdi, una de las cumbres del melodrama romántico. Ella, en la cama, sujetando el auricular como si tuviera sus manos en la cabeza de él y pudiera llevarla, amorosamente, a su regazo, o agarrándolo con una fuerza crispada que, si estuvieran sus manos alrededor de su cuello, allí mismo lo estrangularía sin compasión, habla desde una negación total de lo que está pasando, intentando no hacer un chantaje emocional a quien la abandona, que la deja por «otra» -prefiguración curiosa de lo que le sucedería con Rossellini, quien, al año siguiente, 1949, iniciaría su sonada relación con Ingrid Bergman, quien, a su vez,  sustituiría como «musa» de su cine a la Magnani. A pesar del famoso «temperamento» y la reconocida y apreciada vena dramática de la Magnani, el monólogo discurre con ese juego de tensiones al que me he referido y que tan bien ejemplifica el dolor de la ruptura amorosa. Hay un cierto tono melodramático de cine mudo en la expresividad de la intérprete, pero ello se deriva, sin duda, del uso generoso del primer y primerísimo plano del rostros, en el que las miradas juegan un papel tan determinante para captar todo aquello por lo que la mujer abandonada está pasando, a una edad, además, que no es ya ni siquiera la segunda juventud…, esto es, cuando el ideal de la convivencia apasionada nos lleva a creer que el milagro del amor es irrevocable.
         El milagro es una narración de carácter neorrealista -recordemos que Rossellini es el «padre» del neorrealismo, con su Roma, ciudad abierta, también protagonizada de forma inmortal por la Magnani- que se entra en una «infeliz» felícisima por su limpieza de corazón, la misma que, según la iglesia, le garantiza la contemplación de dios. En este caso a quien contempla es a un vagabundo a quien confunde con San José, interpretado ¡nada menos que por Federico Fellini!, en su único papel, sin texto además, ante las cámaras. A partir del «encuentro» entre la infeliz y el vagabundo, esta quedará embarazada, sin que en el despertar de la mujer, después de su encuentro con el vagabundo se aprecien los signos externos de una violación, por supuesto, y poco a poco se va convirtiendo, a medida que ella proclama que el padre de la criatura es San José, en el hazmerreír de sus crueles vecinos, quienes la hacen objeto de las más descarnadas bromas, y la persiguen, como se persiguió siempre a los «tontos del pueblo», de forma secular, y ello me hace recordar un texto maravilloso de María Zambrano sobre esa figura popular del «tonto del pueblo». Zaherida y perseguida como si fuera una alimaña, marginada incluso por los marginados con quienes convive en la calle, entre miserias y la escasa caridad ajena, la protagonista, con unos planos en picado de insobornable belleza, va ascendiendo por las empinadísimas escaleras del pueblo, figuración metafórica del monte Calvario por donde ascendió Cristo a la cruz, hacia un convento o ermita construido en lo alto del monte en cuyas laderas se ha excavado el pueblo y donde, finalmente, acabará dando a luz, por más que la criatura siempre queda fuera de plano, aunque ella se saque el pecho para dárselo, todo lo cual acentúa, en medio de ese neorrealismo de la pobreza y la mezquindad, una dimensión mística y misteriosa, al tiempo, que deja a los espectadores en la duda de si todo ha sido una fabulación. La santidad de la ignorancia sí que la representa a la perfección la Magnani, y esa capacidad suya para meterse de forma tan honda en un personaje tan marginal es una bendición cinematográfica para los amantes de las imágenes y de la verdad que resplandece en ellas. ¡Qué interpretación tan majestuosa! ¡Qué capacidad de llevarnos de unos sentimientos a otros, de la ira a la compasión, de la piedad, a la solidaridad, de la caridad al amor, de la generosidad a la inocencia, del agradecimiento al despecho…! Mi Conjunta se preguntaba cuántos espectadores tendría hoy este documento antropológico y esta suerte de exploración galdosiana en un personaje «mínimo» y tan «puro». No soy capa de evaluarlo, pero sí se que todos aquellos que sufrieron el calambre tremendo de la emoción mística con la contemplación de Ordet, de Dreyer, verán esta segunda parte de la película de Rossellini como su alma gemela, mutatis mutandi.  Aún estoy conmovido por el milagro cinematográfico de esta obra maestra…