lunes, 28 de octubre de 2019

«Parásitos», de Bong Joon-ho, o la picaresca 5G.



Entre Kurosawa, Chabrol y Buñuel,  Parásitos, una película inteligente, divertida y atroz: el refinamiento de la picaresca en el siglo XXI.


Título original: Gisaengchung
Año: 2019
Duración: 132 min.
País: Corea del Sur
Dirección: Bong Joon-ho

Música: Jaeil Jung
Fotografía: Kyung-Pyo Hong
Reparto: Song Kang-ho, Lee Seon-gyun, Jang Hye-jin, Cho Yeo-jeong, Choi Woo-sik, Park So-dam.

No me parece, al menos en castellano, que Parásitos sea un título que defina la obra de industriosa picaresca sutil que va a ver el espectador en las dos brevísimas horas de esta película de Bong Joon-ho que bebe de modelos fílmicos de primera magnitud: La ceremonia, de Chabrol; Viridiana, de Buñuel y El infierno del odio (en japonés, literalmente, Cielo e infierno).
Comenzamos en el subsuelo donde vive una familia misérrima a la que llega un compañero de instituto del hijo para ofrecer una sustitución como profesor de inglés para una familia de clase alta -y aquí alta no es metáfora de pudiente, sino precisa descripción geográfica, un elemento espacial que va a jugar un papel importantísmo en la película, también a nivel metafórico- y acabaremos al final de esa empinada cuesta y esas pronunciadas escaleras que nos llevan a la cima de la colina donde vive la familia adinerada para la que va a trabajar.
La ascensión social de los míseros supervivientes del capitalismo global, en cuya infravivienda la lucha por conseguir conexión wifi se libra de forma paralela a la invasión de chinches y cucarachas, va a irse produciendo de forma paulatina, con una estrategia invasora que se aprovechará, está claro, de la culpabilidad de una madre ingenua y de escaso carácter que cree tener en casa un genio de la pintura cuando, en realidad, lo que tiene es un hijo mal criado a quien una fantasmal «visita inesperada» en su domicilio poco menos que lo ha convertido en un enfermo mental, y a quien los padres maleducan para «paliar» esa oscura y tenebrosa tendencia de la criatura.
El modo divertido y hasta casi inocente como la familia va introduciendo en la casa al nuevo miembro se quiebra cuando para conseguir la plaza de chófer y la de gobernanta han de «eliminar» a los dos titulares de ambos puestos, al uno de modo podríamos suponer que «inocente», pero a la segunda, con modos auténticamente mafiosos en la línea del mejor cine negro, y no precisamente policiaco, desde luego. Una vez instaladas en «su nueva casa» y, como suele decirse, no dura mucho la alegría en la casa rica del pobre, porque el regreso, en un terrible día de lluvia, de la antigua gobernanta va a descubrir un secreto que complicará la trama definitivamente y la conducirá por caminos que, hasta ese momento, le resultaba insospechados a los espectadores.
De repente, por arte de birlibirloque, se abre un nuevo espacio: un búnker cuya existencia desconocen los señores de la casa, pero no la vieja gobernanta, alérgica a los melocotones -afección que tan cruelmente explotan los «invasores» para hacer pasar la alergia por tuberculosis ante la incauta e ingenua dueña de la casa, quien no tardará en deshacerse de ella para que la madre consume el plan invasor en su totalidad-, quien lo abre, ante los ojos incrédulos de la familia «okupa», y descubre al hombre topo -como los nuestros de la posguerra- que vive en el seno de las profundidades de la colina donde está edificada la mansión. Hasta él han tenido que descender una estrecha escalera hasta llegar a un rellano donde habita e topo que resulta ser el marido de la gobernanta un empresario que ha quebrado y ha huido de la Justicia enterrándose en vida.
La revelación va a dar pie a uno de los momentos más brillantes de la parte de comedia negra que es la película, secuencias de una comicidad mezclada con la compasión muy difíciles de sobrellevar por parte de los espectadores, porque ver la lucha a muerte, literalmente, entre las dos familias por hacerse con el control de la casa y la mina de oro que significa para la supervivencia de ambas resulta deprimente, si bien la comedia atenúa ese trasfondo terrible de la lucha darwinista por la supervivencia.
La película, rodada con una extraordinaria habilidad por el director, con un constante contraste entre la degradación del barrio popular del que proceden los «invasores» -más que propiamente parásitos, porque, al fin y al cabo, trabajan para los dueños y se ganan su jornal, lo cual es incompatible con el parasitismo- y la mansión exquisitamente diseñada por un arquitecto/artista marca definitivamente los espacios que, colocados en la base y en la cúspide de la pirámide social, actuarán en la película como una fijación espacial que nos recordará adónde pertenece cada cual.
Ello se ve claramente cuando, los cuatro miembros de la familia se han montado una fiesta familiar íntima en la casa de los amos, porque estos se han ido de fin de semana, y reciben, súbitamente, la noticia de que estos regresan a causa de las lluvias intensas que azotan la capital y las zonas cercanas. El grado de intimidad compartida que hay en la película, con el hijo acampado en el jardín, en pleno aguacero,  en la tienda de indios usamericanos, y los padres recreándose sexualmente en el comedor, mientras tres miembros de la familia «invasora» está a dos metros, debajo de la inmensa mesa de comedor que los oculta, es el paradigma de la extraña fusión de contrarios que se acabará resolviendo, cuando los amos caigan rendidos, en la huida de los tres bajo el temporal desde la cúspide hasta la base, descendiendo escaleras tras escaleras hasta llegar al «infierno», diríamos en términos de Kurosawa, para quien el «cielo» era también la mansión del rico financiero que ha de decidir si emplea su dinero en el rescate del hijo del chófer, a quien han secuestrado por equivocación, en vez de a su hijo. El descenso, cinematográficamente bellísimo, con una fuerza visual extraordinaria, acaba cuando llegan a su casa y la encuentran totalmente inundada, y de donde rescatan, andando por ella, con metáfora y sin metáfora, con el agua al cuello unos pocos bienes determinantes en la continuación de la trama, y entre ellos la piedra/fetiche que le regaló al hijo un amigo suyo.
Excuso decir que no he hablado del «olor personal» del padre, quien acaba trabajando como chófer y relativo confidente y hombre de confianza del amo, pero ello es una línea narrativa propia, con un calado argumental y moral que no necesita ningún comentario por mi parte, y sí una total atención por parte de los espectadores, porque desarrolla un eje fundamental en el desenlace de la trama. Puede parecer, así enunciado, algo anecdótico o extravagante, pero cuando la vean, ya me lo dirán.
La película tiene una fluidez magnífica, aunque, tras un planteamiento tan denso y perfectamente pautado, a mi juicio se precipita algo en el tramo final, se acelera en exceso, lo cual choca con un epílogo con voz en off que, si bien lleva a lo que es fácil intuir que ha pasado,  no es menos cierto que abre una perspectiva fantástica que choca con la cruda realidad del largo camino que van a tener que volver a recorrer para llegar, entonces sí definitivamente, a la mansión de la cumbre.
¡Cuánta inteligencia fílmica derrocha  Bong Joon-ho y, salvo la aceleración final, qué inmenso guion ha construido con Kim Dae-hwan y Jin Won Han!

sábado, 26 de octubre de 2019

«The Party», de Sally Potter o la incorrección política «at its best».



Sally Potter se ríe, con extrema inteligencia, de una sociedad enferma de corrección política: The Party o una sátira como hacía tiempo que no veíamos en pantalla. La radiografía de la hipocresía con el mejor blanco y negro imaginado.


Título original: The Party
Año: 2017
Duración: 71 min.
País:  Reino Unido
Dirección: Sally Potter
Guion: Sally Potter
Fotografía: Aleksei Rodionov (B&W)
Reparto: Patricia Clarkson, Bruno Ganz, Cherry Jones, Emily Mortimer, Cillian Murphy, Kristin Scott Thomas, Timothy Spall.

De verdad, no acabo de entender que las mejores películas que aparecen en las pantallas comerciales de los cines desaparezcan del alcance de los espectadores en menos de una semana. Porque Filmin y otras plataformas se encargan de impedirlo, con precios con los que no se puede competir, pero lo suyo sería que volvieran aquellos cines de doble sesión en los que se forjó mi amor al cine, en los que vi más bodrios que obras maestras, pero de todo se aprende y, como se dice de los libros, no hay ninguno del que no haya algo bueno que se pueda rescatar. Me ha pasado en los últimos tiempos con muchas películas como para que no alcance el nivel de síntoma y exija una sesuda interpretación. ¡Suerte de las salas Meliès, sin embargo!
         Pero vayamos a lo concreto,  esta obra magnifica de Sally Potter,  cineasta que va consolidando un puesto de privilegio en el olimpo de los realizadores, una sátira irreverente de la leftist upper class londinense y sus miserias, filmada en un blanco y negro verdaderamente llamativo por el cinematografista Aleksei Rodionov que ya trabajó con la directora en Orlando y en Yes. Digamos que la elección del blanco y negro, con unos tonos casi expresionistas en los planos de un Timothy Spall  irreconocibe con casi 30 kilos menos, es una de las mejores bazas de la película, porque consigue que a la sátira se le sume un dramatismo de opereta que, sin embargo, afecta íntimamente a los personajes, una colección de insatisfechos banales y frívolos que responden a estereotipos perfectamente identificables en nuestro entorno. Se trata de un guion muy teatral en torno a la fiesta de celebración del nombramiento como ministra de sanidad de una política, Kristin Scott Thomas, en una actuación modélica, cuyo marido revela, en esa fiesta, que está desahuciado. La película se abre con la futura ministra encañonando, tras abrir a la puerta, a una persona que no se ve y a la que se espera a lo largo de esos preliminares del party en los que se va a desarrollar la acción. Como en las obras teatrales que incluyen un sorpresa final que lo explica todo, bien poco puedo decir yo del desarrollo de la misma sin chafársela a los futuros espectadores de esta película que les hará pasar un rato estupendo, porque la tradición británica de la ironía afilada y las réplicas muy pero que muy cortantes tienen en esta película su justificación esplendorosa. La selección de los personajes nos da ya una idea del tipo de crítica que podemos esperar: una madura profesora de universidad y su joven pareja, Emily Mortimer, ¡vestida con peto!, que espera ¡trillizos!, tras someterse a un proceso de fertilización in vitro; un profesor que renuncio a una cátedra en Yale por apoyar la carrera política de su esposa, Spall, de aspecto cadavérico, que comunica su condición de futuro desaparecido del mundo de los vivos; la mejor amiga de la protagonista, Patricia Clarkson, con su marido, un naturópata de quien va a divorciarse al día siguiente del party, un Bruno Ganz divertidísimo en su papel de gurú detractor del materialismo occidental; el marido de una amiga de la familia, Marianne, que llegará más tarde, según él, un Cillian Murphy que se ha presentado en la fiesta con un pistolón bajo el brazo, una actuación  casi insólita,  en un papel de vodevil, de marido engañado ¡por el agonizante!, quien, demás, en uno de los momentos desternillantes de la película, confiesa a su mujer, en el día de su consagración política, que quiere vivir los pocos días que le queden de vida con otra mujer, con Marianne…, la esposa de Cillian Murphy. El bofetón que la futura ministra le arrea al marido agonizante, cuando se entera de la «traición» del mismo,  restalla como debieron de hacerlo los latigazos con que el Cristo arrojo a los mercaderes del Templo…, sobre todo si tenemos en cuenta que, mientras la futura ministra prepara la cena en la cocina, no deja de atender las llamadas de su amante, que le desea lo mejor…  
         A pesar de la densidad argumental que pudiera deducirse de la presentación que acabo de hacer, la película tiene una agilidad envidiable, dado que se respetan las tres unidades, de lugar de tiempo y de acción, escrupulosamente, y solo a través de las confidencias que van surgiendo al hilo de la situación retomamos los antecedentes de los personajes y cómo han llegado al presente en que se hallan, todos ellos en auténtica «crisis» que la fiesta contribuirá  a poner de manifiesto. Los «apartes» de casi todos ellos constituyen, pues, diminutos capítulos en los que la directora se centra en el descarnado retrato individual o de pareja para desnudarlos ante los espectadores e ir creando un retrato coral que no acaba, como con ocasión de películas grupales parecidas, en una final feliz que encubre las miserias expuestas, esa suerte de ¡pelillos a la mar! con que los burgueses anteponen la comodidad de la situación establecida a la verdad de la situación insostenible. Aquí, sin caer en el melodrama o la tragedia -a ese respecto es verdaderamente jocosa la muerte de Spall y los intentos de poner la música adecuada a la situación por parte de Cillian Murhy,  a requerimiento del gurú Ganz-, la obra discurre ir los terrenos de la comedia de humor negro, con unas gotas ácidas que la vuelven totalmente incorrecta políticamente, quod erat demonsttandum
         Estamos ante una película, pues,  en la que la genialidad del plantel de actores es determinante, junto con la elección del espléndido y nunca suficientemente alabado blanco y negro, que consigue transmitirnos, con sus profundos claroscuros, el vitriolo con que la obra ha sido escrita y filmada. Hay verdaderos planos clásicos del mejor cine antiguo en blanco y negro, en la tradición soviética del cinematografista, quien, por cierto, fotografió la película  Eisenstein,  de Renny Bartlett, y los planos en picado desde el marido enfermo hasta la mujer postrada a sus pies en devota situación compasiva son tan espléndidos como los primeros planos de Raspall, en cuyo rostro, bastante más allá de todo que preocupada por lo cercano, hay un prodigio de cinematografía.
         Insisto, se trata de una comedia negra excelente, con una mala baba que remite enseguida al mejor  Billy Wilder, entre otros, y que añade la excepcional tradición de intérpretes maravillosos forjados en una de las mejores escuelas del mundo, la británica, universalmente reconocida. ¡Un placer exquisito para paladares educados!

viernes, 25 de octubre de 2019

«Día de lluvia en New York», de Woody Allen, una película «deliciosa».



The same old story… del cineasta neoyorquino en cuyas películas la ciudad no cede el protagonismo a la veta eterna de su autobiografía, tan archisabida como encantadora.

Título original: A Rainy Day in New York
Año: 2019
Duración: 92 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Woody Allen
Guion: Woody Allen
Fotografía: Vittorio Storaro
Reparto: Timothée Chalamet, Elle Fanning, Selena Gomez, Jude Law, Diego Luna, Liev Schreiber, Annaleigh Ashford, Rebecca Hall, Cherry Jones, Will Rogers, Taylor Black, Kathryn Leigh Scott, Kelly Rohrbach, Edward James Hyland, Natasha Romanova, Suki Waterhouse, Griffin Newman, Claudette Lalí, Jacob Berger, Elijah Boothe, Dylan Prince, Olivia Boreham-Wing, Liz Celeste, Catherine LeFrere, Tyler Weaks, Chris Banks, Gurdeep Singh, Suzanne Smith, Geoff Schuppert, Deniz Demirer, George Aloi, Cole Matson, Marko Caka, Shannone Holt.

         Mientras la fracción vandálica de los secesionistas tenía la ciudad de Barcelona patas arriba por la violencia tribal con que arremetieron contra la policía y la propia ciudad, ante la incomprensible pasividad del Gobierno Central, y para evitar que la espiral de tensión acabara impulsándonos a decisiones acaso heroicas pero irracionales, decidimos refugiarnos en el cine y asistir a un rito: ver la última de Woody Allen. Hace tiempo hablaban de que las impares eran las buenas y las pares, infumables. Por suerte, he olvidado el numero exacto y nos metimos en el cine como viejos espectadores de todo su cine, desde Coge el dinero y corre hasta la de hace unos días: Día de lluvia en New York.
         Allen siempre ha sido un director muy europeo y en estos tiempos inquisitoriales del Me too hasta ha tenido que reconvertir su carrera y rodar más frecuentemente en Europa, no siempre con el mismo acierto: nefasto en Barcelona, maravilloso en Londres, curioso en París y descolocado en Roma. Pero él es, sobre todo, uno de los grandes creadores de la Nueva York fílmica, sobre todo en películas en las que la ciudad forma parte del elenco protagonista. No sucede en esta, a pesar de haberla incorporado al título, más como reclamo que por la importancia de los exteriores en su película, muy intimista y desarrollada en muchos espacios cerrados, pero cada vez que aparece la ciudad, hay un mimo extraordinario en la selección de los espacios y en el cariño con que Storaro los capta para imprimir en los fotogramas esa luz de los días nublados que estimulan y hasta excitan al protagonista, amante de la melancolía, la tristeza y la luz tamizada, elementos todos ellos definitorios de su particular romanticismo.
         La historia de un fracaso amoroso que se inicia con el aparentemente absurdo enamoramiento de dos personajes antitéticos: una aprendiz de periodista en total excitación casi hormonal porque le ha sido concedido el privilegio de ir a entrevistar a N.Y. a su director de cine favorito, y un estudiante sobradísimo que prefiere dedicarse a las partidas de póker y ganar una fortuna antes que sumergirse en los libros, piélago en el que se da a entender que ha vivido muchos años de su vida, a juzgar por sus amplísimas lecturas..
Deciden ir juntos a N.Y. , con el pretexto de la entrevista que ha de hacer ella, para vivir un fin de semana romántico, aprovechando las ganancias del joven, lo que les permitirá hospedarse en un hotel de lujo, con vistas a Central Park y reservar mesa en un restaurante de lujo, experiencias con que él la quiere sorprender para expresarle el amor que siente por ella. Como cualquier espectador poco avezado puede imaginar, tan bellos planes se torcerán desde su llegada a la ciudad: se separan, ella para hacer una entrevista que se complicará de tal manera que la evolución de esa historia recuerda en parte el ¡Jo, qué noche!, de Scorsese, a fuer de los disparatados contratiempos que le acaecen y que la llevan incluso a aparecer en la televisión como la nueva amante de un afamado galán hispano, perfectamente encarnado, muy a lo Valentino, por Diego Luna, escena que él, lógicamente, acaba viendo, para su total decepción, aunque esta se expresa de tal manera que revela la incongruencia del planteamiento inicial, nada convincente, sobre el enamoramiento mutuo de ambos jóvenes universitarios.
Abandonado por ella, el joven deambula por la ciudad de su adolescencia, porque es muy joven, y va encontrándose con su «pasado», si no resulta ridículo hablar de pasado para un joven de unos veintimuypocos años, y hasta acaba participando en el rodaje de un corto de un amigo que estudia cine: una escena de un beso con la hermana de quien fuera su enamorada, una Selena Gómez cuya existencia desconocía, se supone que a pesar e una fama cuyo origen ignoro, y que acabará teniendo una importancia decisiva en el devenir de los acontecimientos. Ya digo de antemano que, además en la escena del beso en el coche, en particular,  esa actuación me parece lo más flojo de la película, algo que sorprende, porque el casting, cuidadísimo, nos depara actuaciones muy notables de Jude Law o Liev Schreiber, por ejemplo, pero solo en parte podemos estimar la de la última gran revelación en el mundo de la actuación que ha sido Elle Fanning. Está claro que su papel de “paleta” de la Usamérica profunda, desbordada por lo que ella considera el «glamour» de la crème de la crème del séptimo arte, no era fácil, y que sus «entusiasmos» de fan, a fuerza de verídicos, casi causan rechazo; pero no es menos cierto que el ensimismamiento en su futura proyección profesional, de la que la entrevista es solo un espectacular comienzo, da perfectamente el papel de enamorada «en precario», hecho que justifica por si solo el desarrollo de los acontecimientos.
Si añadimos a una trama llena de vueltas y revueltas de auténtica screwball  comedy, la trama de ella, la vertiente familiar de él, no exenta de momentos hilarantes como el del deseado divorcio de su hermano a causa de la risa de su mujer o la delicada revelación de la madre, con su puntito de melodrama chapliniano, el espectador percibe enseguida que, siga el camino que siga el director, por ambos va a deparar a los espectadores una narración hiperfluida que lo tendrá siempre con la sonrisa en los labios y, en algunas ocasiones, como en las viejas grandes comedias del autor, con la carcajada, como el excelentísimo chiste de la profesión más veja del mundo…
A pesar de que Allen ha sabido clonarse en multitud de yoes con actores que lo han imitado descaradamente, el joven Timothée Chalamet, presentado como un canallesco y refinado producto del Upper class people from Manhattan, consigue, con un estilo propio, recrear fielmente las viejas interpretaciones del joven Allen por esos andurriales neoyorquinos que parecen reverdecer en cada una de sus películas y convencernos de que la verdadera Nueva York es la de sus películas, más que la sentida en los paseos por sus calles y sus museos, quienes han tenido la fortuna de poder hacerlo. El nihilismo ácido del joven enamorado que se desengaña poco a poco de que su «futuro» esté más allá de las fronteras del Hudson, el East y el Harlem, vehicula el poderoso escepticismo propio el autor, pero le deja espacio para que respire como el personaje singular que Allen pretende que sea. Hay algo familiar en el joven que seduce así que aparece en pantalla, y su aire desenfadado e irreverente conecta a la perfección con el estilo «casual» -pronúnciese ka·zhoo·uhl- propio de la intelectualidad judía neoyorquina que representa el propio Allen.
En definitiva, una película sorprendentemente fluida y entretenida que, dado el espíritu sociosombrío con que entramos en el cine, nos levantó el espíritu como solo los grandes creadores de comedias saben conseguir. En Día de lluvia en New York, Allen recoge toda la sabiduría de una legión de creadores en quienes ha aprendido lo mejor de su oficio: Wilder, Lubitsch, etc. Y los espectadores hemos de darle las gracias por ello, y por hacernos pasar un rato tan agradable.
A la salida, sin embargo, en la propia esquina de nuestra calle, volvimos a encontrarnos las barricadas y los contenedores incendiados de quienes dicen luchar en las filas de la revolución de las sonrisas…fascistas, porque el humor de esos vándalos es el humor de Mussolini y el de Hitler, no me cabe ninguna duda. Al final, está claro que ver la película de Allen fue un acto de resistencia democrática.

martes, 15 de octubre de 2019

«Joker», de Todd Phillips, un western psicosurrealista en Gotham.



La exploración hasta sus últimas consecuencias de un caso teratológico: Joker o la reivindicación de Artaud y su teatro de la crueldad.

Título original: Joker
Año: 2019
Duración: 121 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Todd Phillips
Guion: Todd Phillips, Scott Silver
Fotografía: Lawrence Sher
Reparto: Joaquin Phoenix, Robert De Niro, Zazie Beetz, Frances Conroy, Brett Cullen, Bill Camp, Shea Whigham, Dante Pereira-Olson, Douglas Hodge, Jolie Chan, Bryan Callen, Brian Tyree Henry, Mary Kate Malat, Glenn Fleshler, Marc Maron, Josh Pais, Leigh Gill, Adrienne Lovette, Sharon Washington, Mandela Bellamy, David Iacono, Matthias Sebastiun Garry, Mick O'Rourke, Evan Rosado, Caillou Pettis, Sondra James, Gary Gulman, Kim Brockington, Jamaal Burcher, John Cashin, Ryan Funigiello, Annie Pisapia, Ray Iannicelli, Tony D. Head, Scott Martin, Dj Nino Carta, Mark Lotito, Jason John Cicalese, Keith Buterbaught, Ray Rosario, Rose Maria Wilde, Ben Heyman, Emmanuel Rodriguez, Vincent Cucuzza, Celeste Pisapía, Marko Caka, Alexandra López Galán, Bob Leszczak, Rich Petrillo, Thomas W. Stewart.

Dos visionados, dos reacciones opuestas: para mi Conjunta, un horror; para mí una joya, aun con todo el horror que ella ha visto, y una incomprensión radical: ¿qué aplaudían los jovencitos que llenaban la sala? Dudaba, al oír esos aplausos, si habíamos visto la misma película, y he llegado a la conclusión de que hemos visto dos películas distintas, si lo que se aplaudía, como me temo, era el triunfo “tumultuario” de Joker en los barrios degradados de Gotham, como lo fuera, en sentido inverso al de Joker en Gotham, el de Guy Fawkes de V de Vendetta, de James McTeigue, en Inglaterra. Aquí es la dictadura fascista; en Gotham la dictadura de la corrupción y la degradación social. En cualquier caso, la exaltación de la locura violenta, por perfectamente explicados que estén los antecedentes del sujeto individual, Arthur Fleck -fleck significa «mancha» en inglés-, no deja de ser una suerte de reivindicación del surrealismo enunciado por su Papa en el segundo manifiesto: El acto surrealista más puro consiste en bajar a la calle, revólver en mano, y disparar al azar contra la multitud tantas veces como sea posible. Luego hubo de apechugar con la vergüenza de haberlo escrito el resto de su vida, claro…
         El otro referente, porque uno nunca ve de modo inocente una obra de arte, según lo he consignado en el título de la crítica es el Teatro de la crueldad, de Artaud y, concretamente, la reivindicación de la figura de Heliogábalo, que vendría a representar algo así como la suprema liberación de los instintos. Supongo que Fleck y Heliogábalo comparten la enfermedad mental, y este es el punto que nos acerca Joker a una serie, Mindhunter, en la que se bucea en la mente perturbada de los asesinos en serie, con la que esta película tiene un claro nexo.
         Estamos ante el retrato de un asesino al que el guion le proporciona una poderosa coartada, y que sigue el esquema «vengativo», pongamos por caso, del protagonista de El fantasma del paraíso, el musical dirigido por Brian de Palma. Ello nos sitúa, está claro en el rico mundo de la venganza como motivación, que tiene un lugar preferente en el género del western. Desde esta perspectiva, la película cumple a la perfección su objetivo, pero va más allá, porque se cruza una situación social lamentable, de puro lumpenproletariado obligado a sobrevivir con trabajos tan denigrantes como el del protagonista: disfrazado de payaso-anuncio que hace gansadas en la calle para captar clientes.
El arranque de la película, cuando unos jovencitos le roban el anuncio y él decide perseguirlos para recuperarlo, marca con hierro candente el primer eslabón de la cadena de vejaciones que sufrirá el personaje, quien, para acabarlo de redondear, aspira a convertirse en un monologuista famoso, lo que lo lleva a participar como público en un programa de televisión que tiene a Robert de Niro como presentador estrella que, por puro amor al show business «acoge» al perturbado Fleck como invitado en su programa porque ha sabido, en un momento concreto, conectar con la audiencia.
Desde el primer encuentro como público hasta el último, vamos a asistir al minucioso retrato de una marginación y una demencia, con insufrible e incontenible risa nerviosa incluida, que irán in crescendo a lo largo del metraje, hasta llegar a un final apoteósico que, en este caso, ninguna revelación arruinaría, dado que la película funciona como «precuela» de un personaje perfectamente asentado en la memoria del espectador con interpretaciones tan esplendorosas como la de Jack Nicholson o la mucho más sombría del tristemente fallecido Heath Ledger, quien, de alguna manera, sucumbió a la poderosa fuerza maléfica de este personaje, pues se aisló para preparar la creación del personaje -que le salió redonda-, pero, a partir de ese trabajo de interpretación comenzó a tomar pastillas para dormir y ansiolíticos para el estrés, una combinación que acabó siendo fatal.
El personaje de Joaquin Phoenix, muy distinto del de Ledger, acentúa la vertiente psiquiátrica del personaje, pero también la versión exhibicionista de quien quiere convertirse en estrella del show business. A este respecto, y partiendo de su trabajo como payaso-anuncio, vamos viendo la transformación que sufre joker en busca de su imagen definitiva, con su particular maquillaje identificativo. Es particularmente impactante el baile, un poco al estilo de Michael Jackson, en la empinada escalera desde donde le dan el alto los policías. ¡Magnifico!
La película retrata los barrios marginales de Gotham, y la vida miserable de un superviviente en esas casas deprimentes, usuario, además, de un servicio psiquiátrico de salud totalmente despersonalizado e inoperante que  no le sirve de nada par tratar su demencia inducida por la circunstancia familiar que ha rodeado su vida. Él se considera, porque así se lo reveló su madre, hijo de un magnate, y su empeño en ser reconocido como su hijo forma parte de la cadena de engaños que irá minando su fragilísima estabilidad. El resultado de todo ello es una decantación hacia la violencia que, francamente, tiene momentos de una crudeza que no sé yo si convierten a Tarantino en un aprendiz ingenuo… No se trata, con todo, a mi parecer, de una exaltación de la violencia gratuita, sino indiscriminada, porque l coartada máxima es la de su fracaso vital, producto de la situación familiar y de la clase social a la que pertenece.
No sé si es una comparación atrevida, pero no he podido por menos de relacionar esta película con Taxi Driver y la transformación de De Niro en aquella película ya mítica. A su manera, la evolución de Joker sigue la pauta de la de Travis, y hay, también, muchos otros puntos de contacto que, a mi juicio, permiten esta analogía. La violencia es el núcleo fundamental de la misma, desde luego, pero también el afán liberador, la búsqueda de una “solución individual” violenta frente a la injusticia social y el fracaso individual. Lo terrible es que Joker tiene todas las papeletas biológicas para irse hundiendo en una suerte de paranoia que le lleva a una explosión de violencia más allá de lo ritual, aunque su «ejemplo» sí que es consagrado como un rito colectivo.
En este camino hacia el abismo individual es donde ha de centrarse el interés humano y narrativo de la película, porque es un auténtico descenso a los infiernos en el que la banda sonora de la chelista Hildur Guðnadóttir adquiere un nivel de protagonismo al mismo nivel que la interpretación de Phoenix con quien se funde en unos planos estremecedores de la tragedia humana a la que Phoenix no solo le pone rostro, sino la más retorcida de las psicologías imaginables. Esta claro que la fotografía de  Lawrence Sher contribuye poderosamente, con sus retratos expresionistas del personaje y del Gotham oscuro, desgarrado y miserable a percibir esa hosquedad sombría de un ser «condenado» a su destino.
Aunque insinué que revelar el final no significaría chafarle la película a nadie, prefiero abstenerme y dejar que los espectadores sepan identificar que Joker es una película con innumerables desenlaces que van apareciendo a casi cada secuencia de la película, porque cada nueva fase de su caída al abismo es un desenlace que, in crescendo, eso sí, nos conduce al siguiente…
Le explicaba mi reacción ante la película a un amigo y a medida que iba describiéndosela advertía que iba a «pasar» de verla. Lo lamentará. La película es dura, pero la interpretación de Phoenix es admirable y requiere que el publico la conozca y la aplauda. La película es terrorífica y desoladora, por eso, y acabo como empecé, no sé qué aplaudían los jóvenes con quienes la vi el otro día. Ignoro si los cachorros del fascismo identitario que asaltan las calles de BCN tras la sentencia no serán los mismos aplaudidores irracionales y salvajes, pero sin la coartada familiar del protagonista, por supuesto; una mera visión epidérmica de un conflicto mental trágico.




sábado, 12 de octubre de 2019

«La noche», de Antonioni, o la existencia peripatética.



Una exploración, silenciosa y profunda, de los abismos de la ruptura amorosa.

Título original: La notte
Año: 1961
Duración: 122 min.
País: Italia
Dirección: Michelangelo Antonioni
Guion: Tonino Guerra, Michelangelo Antonioni, Ennio Flaiano
Música: Giorgio Gaslini
Fotografía: Gianni di Venanzo (B&W)
Reparto: Marcello Mastroianni, Jeanne Moreau, Monica Vitti, Bernhard Wicki, Maria Pia Luzi, Rossy Mazzacurati.

El cine de Antonioni ha tenido siempre defensores a ultranza y detractores acérrimos. Lo que está claro es que ni deja indiferente ni impasible. Yo me cuento entre los primeros, aunque algunas películas suyas sencillamente no parecen suyas, sobre todo de su última época, como El misterio de Oberwald,  sin ir más lejos.. La noche, sin embargo, es algo así como la flor y nata de su cine, en una época, además, en que aún el cine «social» seguía teniendo una importancia decisiva en los círculos intelectuales no solo de Italia, sino de Europa entera.
Antonioni pasa por ser el gran diseccionador de la vida burguesa y sus valores caducos, amén de un gran analista de la condición humana y de los conflictos de pareja, que plasmó en la pantalla con una intensidad que ningún otro director italiano, salvo acaso Rossellini, ha logrado. Este es el caso, por ejemplo, de La noche, el de un escritor de relativo éxito y su mujer, una pareja distanciada que parece vivir el final de su recorrido vital como tal pareja, con infructuosos intentos de abrirse a otras experiencias sexuales.
Hay en el cine de Antonioni una selección de planos con encuadres que no sé si alguien habrá relacionado con el cubismo, pero que, dada su afición a la arquitectura, a los planos de edificios, casi siempre en ángulos en que los volúmenes se intersecan, a mí no me parece descabellada. Eso indica distanciamiento y frialdad, por supuesto, pero están claramente al servicio de la creación de un estado de ánimo, o de desánimo, muy propio de sus protagonistas, cuya biografía nos acaba siendo contada a través de esas imágenes. No son las únicas, está claro, porque si algo hay en los planos de Antonioni es que ningún elemento de la puesta en escena es «insignificante», ni siquiera los más modestos: una terraza donde el protagonista habla con la vecina o los fastuosos planos del baño de ella, cuando le pide la esponja como una súplica para que se interne en un escarceo sexual que él, aislado en su soledad de autor incomprendido, acaba desdeñando; del mismo modo que el traje de fiesta con que lo sorprende, para ir a la fiesta que cierra, de noche, el día solitario de ambos, no deja de concitar la más tibia de las apreciaciones.
Solo hay que pensar en el inicio de la película, un ascensor que desciende, mientras aparecen los títulos de crédito, con una música atonal, como si bajáramos de la abstracción a tocar con los pies en la tierra, donde, paradójicamente, sin embargo, nos encontramos con una abstracción mayor: la inverosímil vida de pareja de los protagonistas: divorciados y juntos, unidos y escindidos.
Es ya un tópico hablar de la «incomunicación», respeto del cine de Antonioni -y la verdad es que estoy tentado de volver a La incomunicación, de Castilla del Pino, para ver si hay allí alguna referencia al cineasta-, pero desde que empieza la película y el matrimonio se acerca a la clínica a ver a un agonizante intelectual, compañero del novelista protagonista, un Marcello Mastroianni convincente y expresivo en su inexpresividad, advertimos que las vidas de la pareja protagonista están marcadas por el desencuentro, el silencio y la incomunicación. En la clínica tiene lugar el perturbador encuentro entre una enferma demente que se insinúa al escritor y con quien este, antes de bajar a reunirse con su mujer, está dispuesto a tener una relación sexual furtiva, solo impedida por las enfermeras que entran cuando él ya había decido «aprovechar» la dramática situación. Una escena en la que ambos personajes se recortan contra una pared blanca como si del cine más experimental del mundo se tratase.
Los protagonistas cruzan miradas, algunas palabras, y viven juntos, pero los separan años luz. La cámara los sigue, estrechamente, se acerca a ellos y extrae de los primeros planos una tortura íntima que nunca se verbaliza ni busca confidente. El espectador ignora los antecedentes y se enfrente a una jornada en la que, mientras él cumple, torpemente, con las exigencias de la presentación de su nuevo libro, que firma religiosamente, pero sin entusiasmo, a los editores y a otros lectores, su mujer -una excepcional Jeanne Moreau, mi actriz favorita- inicia un viaje a pie y en taxi en busca de su propia memoria y del sentido de la vida que lleva al lado de su marido.
Acuden juntos a una sala de espectáculos donde la indiferencia de él, centrada la secuencia en el baile erótico-acrobático de la danzarina negra, y la distancia de ella, que se nieva a revelarle lo que se le acaba de cruzar por la mente, algo que no conoceremos hasta el final, parecen sellar un acuerdo definitivo sobre la distancia que se ha instalado como una cuña malvada entre ellos.
Hablé en el título de la existencia peripatética, pero este vocablo tiene una última acepción, «prostituta», que sobrevuela no pocas escenas de esa marcha peripatética de la protagonista. Hay un permanente conato de seducción: de proposición nunca enunciada y de acoso, solo manifestado tras la riña de dos jóvenes en un descampado, pelea que ella detiene con un grito angustioso, al tiempo que se demora más de lo que exige la prudencia en la contemplación del vencedor, de torso desnudo, una escena muy de Passolini, por cierto…
Está en el territorio de los orígenes de su unión, cuando aún, en ese barrio, por un raíl ahora comido por la vegetación circulaban trenes. Y allí despide al taxi que la ha llevado y desde un teléfono publico le pide a su marido que venga a «rescatarla», esto es, que venga a renovar ab origine un pacto de amor que ambos, sin que se sepa en ningún momento, ¡ni importe!, quién ha tomado la iniciativa para que ello sea así, han roto de un modo casi irreparable. Y de ahí el opresivo silencio que acompaña los desplazamientos de uno y otro. Ni siquiera la muerte del amigo escritor a quien visitaron en la clínica, que conoce ella en el transcurso de la noche, y su marido al amanecer, al anochecer, arranca de ellos algo más que un cruce de desconocimientos mutuos y un dolor mitigado hasta la inexpresividad, pero detengámonos primero en la fiesta..
Poco a poco, la película avanza hacia un momento literalmente mágico, extraordinario, el de la fiesta de la jet-set que, por sí sola, bien podría considerarse una suerte de película dentro de la película, teniendo en cuenta, además, el metraje de la misma, más de dos horas. Invitado como n intelectual decorativo, la verdadera intención del empresario es la de ofrecerle al escritor un trabajo en su empresa. En esa lucha del intelectual por marcar su territorio, este acaba renunciando cuando se cruza su destino con el de la brillante y desequilibrada hija del magnate, con quien el protagonista coquetea en unas secuencias brillantes. De forma paralela, la mujer se deja llevar, una vez ha estallado una tormenta que en modo alguno arruina la fiesta, porque los invitados hacen de la necesidad virtud y convierten el chaparrón en una ocasión lúdica para bañarse en la piscina y después dar rienda suelta a su eutrapelia y su lascivia; se deja llevar, digo, por un invitado que la pasea en su coche bajo la lluvia y la entretiene de forma distendida, hasta que surge la aproximación sexual que ella acaba rechazando.
Hacia el final de ese nudo de infidelidades, tiene lugar una secuencia fantástica en la que las dos mujeres, la hija y la esposa, cruzan confidencias amistosamente mientras, en segundo plano de la imagen, se recorta la presencia del marido junto  la puerta.
A lo largo de esa escena, se van a ir intercambiando los personajes en la ocupación de ese segundo plano, de modo que la mujer asistirá a la promesa que él le hace a la hija de que se verán a menudo, porque aceptará el trabajo del padre, si bien ella le ha dejado claro que no está dispuesta a «romper» ningún hogar.
Finalmente, ambos esposos salen al jardín de buena mañana, mientras la orquesta sigue desgranando los compases de jazz que han ilustrado musicalmente toda la velada e inician un paseo casi mistérico a través de un jardín espacioso con un horizonte ilimitado. De pie, junto a un árbol frondoso, ella recuerda al fallecido amigo común que tanto había confiado en la inteligencia y las muchas posibilidades intelectuales de ella, pero revela que toda esa dedicación, lectura intensiva incluida, no le ha aportado nada que pudiera ni siquiera consolarla ante el fracaso existencial que le ha supuesto llegar a la conclusión de que ha dejado de amar a su marido, que es lo que se le pasó por la cabeza cuando estaban contemplando a la danzarina negra en el club nocturno. Inmediatamente después llegamos a la escena que «corona» la película con la agudeza inmisericorde de sus espinas… Asistimos a la lectura de un texto que ella parece llevar siempre consigo en el bolso: una de las más hermosas cartas de amor jamás leídas en el cine y cuya autoría él no reconoce…, pero ahí he de dejarlo
Toda la película está «sembrada» de imágenes espectaculares como el del juego del protagonista y la hoja sobre un suelo ajedrezado con un mural de fondo que se convierte en una suerte de trampantojo; o como los travelines que siguen la descarada peregrinación ciudadana de su esposa; o el culto fálico de la joven invitada cuando, en plena tormenta, se acerca a la estatua de Pan en el jardín y, después de acariciarla, la besa en los labios; o los planos en picado de la esposa dispuesta a saltar del trampolín a la piscina, cuando es rescatada por el galán que la ayuda a bajar de él; o… Sería inacabable la lista de planos y secuencias que una obra maestra como La noche deja en la memoria de sus espectadores entregados a esa suerte de fría ceremonia del adiós al amor y a la fe en la existencia.



lunes, 7 de octubre de 2019

«Lou Andreas-Salomé», de Cordula Kablitz-Post, un retrato necesario.


Una protofeminista militante que defendió su independencia moral y social y su libertad de pensamiento frente a la sumisión a la figura dominante, entonces, del hombre todopoderoso.

Título original: Lou Andreas-Salomé
Año: 2016
Duración: 113 min.
País: Alemania
Dirección: Cordula Kablitz-Post
Guion: Cordula Kablitz-Post, Susanne Hertel
Música: Judit Varga
Fotografía: Matthias Schellenberg
Reparto: Nicole Heesters, Katharina Lorenz, Liv Lisa Fries, Helena Pieske, Matthias Lier, Katharina Schüttler, Julius Feldmeier, Peter Simonischek.

         Vaya por delante que estamos en presencia de una película «militante», esto es, partidaria acrítica de la figura que se retrata en ella, una intelectual firme y contundente como lo fue Lou Andreas-Salomé; pero acto seguido he de decir que ese retrato se pretende objetivo, lo más objetivo posible, claro está, dada la «adhesión» desde la que se plantea la historia de su vida. La  realización de la directora, sin embargo, va más allá del mero biografismo tradicional, contar los sucesos trascendentales de la vida de la biografiada, para adentrarse en un sutil ejercicio de penetración psicológica que, a través de las imágenes, no de los discursos, va desgranando la visión de una Lou Andreas-Salome que va descubriéndose a sí misma a través no solo del contacto con los demás, sobre todo con los hombres, sino también del contacto con la naturaleza y autoanalizando sus propias reacciones, a veces incluso muy contradictoria, si no irracional. Lo que queda claro desde el comienzo de la película es la férrea determinación de la protagonista de enfrentarse a quienes la rodean, y principalmente a su madre, que quiere para ella el destino de la alienación más absoluta, meterla en el engranaje social de la aceptación de unos valores y unas normas que penalizaban hasta la desesperación a las mujeres con espíritu libre y sed de conocimiento. Poco a poco, la férrea determinación de la protagonista de cultivarse, animada por un mentor cuyas intenciones lúbricas acaban haciéndole ver aún más la necesidad de construir una independencia que, en un acto de «rendición» estratégica pasó por un matrimonio de conveniencia que incluyó una cláusula tácita de ausencia de relaciones sexuales.
         Desde el punto de vista cinematográfico, sin embargo, es digno de elogio el intento de la directora por jugar con elementos como los decorados con maquetas para ambientar los primeros compases de la presencia de Andreas-Salomé en las diferentes ciudades, de modo que, yendo después a los interiores, se consigue un dinamismo narrativo que recuerda aquellos decorados de La inglesa y el duque, de Rohmer, tan estilizados, tan exquisitos. Los primeros planos, tan intensos, permiten ahondar, gracias a una estupenda interpretación, en la particular psicología de una autora que amaba la libertad sobre todas las cosas.
         Para el gran público, y para el selecto, está claro que la vida amorosa de Andreas-Salomé, quien desafió tan tempranamente todas las censuras sociales al proponerles a Nietzsche y a Réee vivir juntos en la misma casa evidentemente sin que ella estuviera casada con ninguno de los dos, resulta uno de los capítulos más atractivos de su vida, sobre todo la frustrada relación con Nietzsche, a quien su hermana, una auténtica y castradora tigresa nacionalsocialista avant la lettre, dominó en los últimos años de la frágil vida psiquiátrica del gran filósofo.
Confieso que la elección de los dos actores que interpretan a Nietzsche y a Rilke, tan frágil este último, tan delicado, son una excelente baza de la película, como, así mismo, el desdoblamiento de la vida de la pensadora, entre el presente de su cercanía a la muerte y su pasado, interpretado por Nicole Heesters y Katharina Lorenz, respectivamente. Ese juego entre el presente y la evocación del pasado permite crear un ritmo muy acertado que facilita el ordenamiento de la vida de la escritora en función de sus diversas etapas vitales, siempre desde el compromiso con su ideal de independencia y su franca manera de entender la libertad sexual sin ataduras y sin compromisos, que tanto escandalizó, como ya hemos dicho, en su momento. Es evidente que el retrato de Andreas-Salomé por fuerza ha de destacar esa vertiente de lucha feminista, aunque la película no dé a entender que ella sea consciente del valor «ejemplar» de tal esfuerzo de afirmación individual en una época en la que tan estrechas eran las veredas reservadas a las mujeres y tan anchísimas las destinadas a los hombres.
La película tiene la virtud, al arrancar desde el acercamiento de un admirador a su casa, quien acaba convirtiéndose en su albacea literario, de potenciar sobre todas las cosas la dedicación intelectual de Andreas-Salomé y sus contribuciones, por ejemplo, a la teoría freudiana, pues fue una de las pocas personas no psicoanalistas aceptadas en el club de los miércoles de Freud. De hecho, Salomé no solo hizo valiosas aportaciones a la teoría psicoanalítica, sobre todo al narcisismo, que ella entendía de doble sentido, hacia uno, pero también hacia los demás, sino que se dedicó profesionalmente al psicoanálisis en Gotinga e incluso se juega, en la parte del presente de la película, con esos saberes para psicoanalizar al extraño que se adentra en su vida y a quien ella le va recontando los episodios de su vida que inmediatamente la película nos va describiendo. Después de haber visto innumerables biopics, he de confesar que no hay género cinematográfico tan resbaladizo como este, porque la posibilidad de meter la pata hasta el corvejón está a la orden del día. O se peca de edulcorante o de parquedad o de acidez o de superficialidad… Siempre se peca, cuando alguien se plantea dirigir una biografía de alguien conocido. Lou Andreas-Salomé no es un personaje tan conocido como debiera, dada su trascendental importancia en el desarrollo de la lucha feminista en aquellos años clave de Europa, y esta película, llena de sensibilidad y con un guion perfectamente estructurado permite acercarnos a su vida con cierto provecho, sumo interés y total delectación estética.

«Mientras dure la guerra», de Alejandro Amenábar u otro adoquín de la Caína…



Una visión histórica que, centrada en Unamuno y su tortura interior, resulta más interesante en la acción paralela del ascenso de Franco al poder cesarista.

Título original: Mientras dure la guerra
Año: 2019
Duración: 107 min.
País: España
Dirección: Alejandro Amenábar
Guion: Alejandro Amenábar, Alejandro Hernández
Música: Alejandro Amenábar
Fotografía: Alex Catalán
Reparto: Karra Elejalde, Eduard Fernández, Santi Prego, Patricia López, Inma Cuevas, Nathalie Poza, Luis Bermejo, Mireia Rey, Tito Valverde, Luis Callejo, Luis Zahera, Carlos Serrano-Clark, Ainhoa Santamaría, Itziar Aizpuru, Pep Tosar.

La indefinición del tema central de la película la lastra poderosamente. El título de la misma remite a un eje narrativo de indudable interés: el modo conjurado como llega “Paquito” Franco a auparse a un poder totalitario y unipersonal -juntando en su persona el poder político y el poder militar, al viejo estilo de los pronunciamientos del XIX, de los que el de Franco puede considerarse el último de la lista definitiva-; pero, frente a ese interesantísimo vector narrativo, el director intenta levantar, con mucho menos éxito, el drama íntimo -y en esa vivencia interiorizada que no consigue aflorar en la interpretación de Elejalde es donde fracasa con estrépito la película- de un intelectual que ha seguido el díctum goethiano de preferir la injusticia al desorden.
No se trata de que la película sea infiel a lo que se conoce de lo que fue la Historia de aquel momento en Salamanca, sino de que el planteamiento superficial de la figura de Unamuno, con hija «podemita» incluida, choca no poco con la impresión indeleble que guardamos cada de sus devotos lectores en nuestra mitología particular del archicontradictorio y apasionado personaje en lucha permanente consigo mismo y con todo el mundo que fue don Miguel de Unamuno y Jugo. En ningún momento, a lo largo de la película, tuve ni la más ligera sensación de estar en presencia de don Miguel. Y lo sentí mucho, porque aprecio la buena intención de Amenábar, pero asentir o disentir de quien interpreta a un personaje histórico es clave para que funcione la verosimilitud. No me costó ver a Van Gogh con la cara de Kirk Douglas, por ejemplo, ni tampoco a Franco, en Santi Prego, ¡que está magnificente!, pero tampoco me costó ver a Franco en la excepcional interpretación de Juan Diego, en aquella magnífica película que es Dragón Rapide, ergo...
No he tenido la posibilidad de ver la obra de José Luis Gómez, Venceréis, pero no convenceréis, pero los vídeos promocionales de la misma permiten hacerse a la idea del abismo que hay entre ese Unamuno y este otro de Amenábar, tan galavardo y desgabilado, a medias entre Svengali y una parodia de sainete, con esos tocos andares desmañados y, sobre todo, con la insufrible confrontación superficial con sus compañeros de café. De hecho, la tensa conversación entre D. Miguel y su discípulo a las afueras de Salamanca ha de resolverla el director mediante el abuso de la banda sonora y el exceso de gesticulación muda de los contendientes, porque estaba claro que de ninguna de las maneras el nivel de los diálogos iba más allá del nivel tertuliano medio que se ha apoderado de la desintelectualidad española, salvo raras y peregrinas excepciones. A su manera, lo mismo ocurre con las intervenciones de la hija o la presencia de agudo espíritu panfletario de las víctimas, de las mujeres destrozadas de los represaliados. Sí, dramáticamente tienen una función clara: objetivar el pathos interior del protagonista, pero ese acezante drama íntimo pierde toda su terrible grandeza humanística y vital cundo se intenta exteriorizar en unos modos que caen del injusto lado del trazo grueso.  Hay, pues, no poco de artificio en ese dramatismo impostado que busca en el exterior lo que solo en el interior de Unamuno tuvo una dimensión agónica, porque su agonía física se convirtió, acaso por primera vez, en el perfecto trasunto de la agonía, la lucha, que, por antonomasia, había presidido y gobernado, de aquella extraña manera de su discurso triscador…, la vida de don Miguel.
El principal reproche que he de hacer a la película es el de la ausencia de emociones genuinas en casi todos los personajes de la tragedia. Claro que hay momentos dramáticos en la película, no pocos de ellos francamente sobreactuados, pero, aunque suene paradójico, su lastre principal es estar construidos desde la Historia, desde el futuro de los hechos que son, para los protagonistas de ellos, escueto presente, acuciante presente, urgente presente ciego, sin perspectiva, un aquí y ahora sin auxilio alguno que no sea el estupor la culpabilidad, el miedo, la incertidumbre y la duda. No es fácil, ni siendo Unamuno, estar a la altura de semejantes circunstancias como las que le tocaron vivir al catedrático vasco, convertido en coartada y cómplice por los rebeldes, execrado y represaliado por la República a la que siempre defendió.
Hay algo en la película que tiene que ver con el envaramiento típico del cine español cuando se trata de hacer películas históricas: asoma el cartón piedra a la que te descuidas. No diré que desde los tiempos de Juan de orduña no hemos avanzado ni un milímetro, claro, por no imitar las boutades de otros; pero el fracaso -relativo, pero fracaso al cabo- de la película es que el personaje de Unamuno se nos ofrece de una pieza desde el primer fotograma. Un Unamuno tenso, compacto, casi «mineralizado», en una visión llena de tópicos acerca de su persona, lo que evita que vaya configurándose como tal, emergiendo, a medida que avanza la película. Dicho en términos de crítica literaria, siguiendo el modelo de Forster, Unamuno se nos aparece como un personaje plano, de una pieza, y prácticamente invariable de principio a fin, ¡lo cual es una paradoja tan difícil de resolver, desde el punto de vista narrativo, como la paradoja política que se le plantea al polígrafo al final de su último discurso público, cuando «reacciona» frente a la barbarie que, en su desconocimiento de las intenciones reales de los militares rebeldes, él ha apadrinado. Salvo esa excepción postrera, insisto, el personaje interpretado por Karra Elejalde, no se va haciendo, creciendo, a medida que avanza la película, sino que se construye, ¡más paradojas!, desde el recuerdo futuro que dejó su vida.
Quizás lo mucho que  constriñe la extensión del metraje contribuya a esa simplificación humana e intelectual y a la acentuación de rasgos anecdóticos, como la tópica y famosa afición cocotológica del autor; pero no acabo yo de entender por qué Amenábar ha renunciado al acervo de las propios textos del autor en oportuna voz en off, por ejemplo: ¡cuánto más, y mejor, hubiera ahondado, entonces, en las ricas contradicciones de personaje tan singular e incomprendido, excepto por los unamunianos unánimes en la devoción a uno de los más brillantes espíritus en el ejercicio de llevar la contraria que haya dado este país.
Insisto, el modo como Amenábar ha planteado la narración del alzamiento militar y la escalada de Franco a la asunción de todos los poderes es la línea narrativa más potente de la película. Es evidente que hay una distorsión notable en el retrato de Millán-Astray, convertido en algo así como un bufón por la visión de Amenábar y la interpretación vodevilesca, pero magnífica, de Eduard Fernández. Confieso mi ignorancia sobre la vida de Millán-Astray, más allá de lo que es de dominio público, pero entiendo que el uso de una muletilla, puesta de moda recientemente en nuestro país por el organismo Loterías y apuestas del Estado: yo ahí lo dejo, como un uso peculiar de su discurso, constituye o un “descubrimiento” o una anacronía expresiva de tres pares de narices. Confieso que a mí me chirrió de lo lindo. Mi ignorancia, ya digo, me impide concluir algo definitivo al respecto.
En todo caso, ese desarrollo narrativo me interesó mucho y me pareció muy bien planificado y rodado: ¡la oscuridad tenebrosa de esas salas donde se reunían los conjurados!, que, curiosamente, coincide, en vez de contrastar, con la penumbra del Aula Magna donde, finalmente, Unamuno reacciona frente a lo que en la película es una panfletaria reducción de los discursos que se profirieron y se reafirma en su defensa de la vida frente a la apología fascista del combatiente como «novio de la muerte» y en su defensa de la españolidad de todos los contendientes, con mención expresa a los catalanes y a los vascos,  y en la defensa del conocimiento y el saber frente a la barbarie, encarnada por el ¡mueran los intelectuales… traidores! de Astray.
Lo que sucede es que mientras en el lado rebelde hay una progresión dramática que conduce a un final evidente: la consolidación de Miss Canarias 1936  -así se referían a él los otros conjurados en el Alzamiento- como el César visionario que retrató inmisericordemente Umbral en su célebre novela; en la otra línea narrativa solo tenemos una pesadumbre constante que contrasta con la decisión con que Unamuno siguió confiando en que el golpe militar supondría el restablecimiento de la República y la democracia partitocrática.
Por otro lado, además, ha de repararse en que, mientras en el presente de Salamanca se constatan la terrible represión del bando rebelde, salvo la destitución de Unamuno como Rector de la Universidad, solo hay referencias verbales a la represión del lado republicano, lo que ahonda en una visión esquemática y algo «tertuliana» del trágico conflicto.
Del lado anecdótico ha de caer, por ejemplo, la visión del personaje en dos tiempos muy distintos: en su juventud enamorada y en su presente atribulado. La estampa decimonónica de Unamuno dormitando, con el libro abierto, en el regazo de su «costumbre», de la Concha que fue para él esposa, madre, hija, hermana, amante y cuantos papeles femeninos caben imaginar en relación con un hombre, se nos ofrece como una estampa romántica idealizada y con una Concha de portada de Vogue que contrasta muy notablemente con el original del que existe iconografía suficiente como para no haber cedido a tan torpe tentación idealizadora que resulta ridícula, si no cursi. Y ya se sabe que incurrir en la cursilería es pecado mayor que hacerlo en la incongruencia o la anacronía, fílmicamente, al menos.
En conjunto, la película me parece una obra que merece la pena ser vista, aunque ande floja de presupuesto y queden pobres no pocas escenas, sobre todo las ciudadanas, pero no deja de ser una película malograda que no consigue transmitir el verdadera drama de un hombre en lucha consigo mismo y tan furibundo detractor de sí mismo como defensor de lo que, para otros, pudiera entenderse como una contradicción. Por otro lado, la película tampoco se atreve a dar el salto a la descripción de la atormentada personalidad de Unamuno, sino que se queda en una exterioridad gesticulante y algo hueca o, si no, inexpresiva. El verdadero interés de Amenábar, decantado, a través del título, hacia la atractiva, visualmente, parte de la conjuración deja un poco la película en esa tierra intermedia de nadie, sin ahondar en ninguno de los dos ejes narrativos propuestos.
Hay una línea sutil en la película que viene a convertir a Unamuno poco menos que en el inspirador ideológico de la «Cruzada» con su llamamiento a la salvación de la «civilización cristiana occidental», pero es a eso a lo que se opone en su brevísima intervención en el acto de exaltación patriótica de la festividad de la Hispanidad en el acto universitario, aunque, ¡ay, demasiado tarde. Unamuno se defraudaba a sí mismo a menudo, siendo, como era, un avispero de contradicciones... Su último engaño y desengaño fue el más amargo de su vida, sin duda, porque no fue capaz de siquiera intuir que lo que se avecinaba era una guerra de exterminio, en vez de una «restauración del orden público y del imperio de la ley». Si el refrán dice "allá van leyes, do quieren reyes...", cuando son los militares los encargados de hacerse con el poder, no son las leyes, sino las vidas las que acaban "desapareciendo" del mapa…
Finalmente, y no arruina nada esta revelación: ¿qué sentido tiene la bandera harapienta del final, después de la exaltación de la misma que se manifiesta en la elección de la bicolor frente  la tricolor -que es la bicolor, en realidad, más el pendón morado de Castilla- de la República? ¿Que lo que luego sería el franquismo acabaría “derrotado” por la nueva España Constitucional del 78? ¿O que hay una línea continua entre el franquismo y la España de la Transición que acabará llevándonos de nuevo a la tricolor…? En todo caso, la pluralidad de interpretaciones es un poderoso signo fílmico y narrativo: la ambigüedad que obliga al espectador a decantarse.
Quizás algunos lectores de estas críticas mías echen de menos que se haya hablado poco de cine y mucho de la historia, que es Historia, pero la profesionalidad de Amenábar, salvo lapsus chirriantes como el de la estampa romántica de Unamuno y Concha, ha sabido volver transparente una dirección que «acompaña» los hechos, gracias a la excelente puesta en escena que garantiza la verosimilitud mínima de esa narración.


domingo, 6 de octubre de 2019

«La mejor oferta», de Giuseppe Tornatore, un prodigio visual y un guion con mecanismo de precisión.



La belleza que todo lo puede y que hasta confunde a las almas arrobadas en ella: La mejor oferta o el poder del trampantojo: entre el robo de guante blanco y las falsas ilusiones de la senectud.

Título original: La migliore offerta (The Best Offer)
Año: 2013
Duración: 131 min.
País: Italia
Dirección: Giuseppe Tornatore
Guion: Giuseppe Tornatore
Música: Ennio Morricone
Fotografía: Fabio Zamarion
Reparto: Geoffrey Rush, Jim Sturgess, Sylvia Hoeks, Donald Sutherland, Philip Jackson, Dermot Crowley, Liya Kebede, Kiruna Stamell.

Estar a tantas solicitudes vitales te obliga a no atender, a veces, a estrenos que vuelan de la cartelera en un amén Jesús, pero que, por suerte, los nuevos tiempos de las plataformas audiovisuales te permiten rescatar, aunque la pantalla grande sea el único formato que necesitan ciertas películas, como esta, sin ir más lejos: un prodigio de belleza que requiere una contemplación en la verdadera dimensión de la pantalla de los cines.
Tornatore es conocido universalmente por Cinema Paradiso, para mí algo pastelón, sin embargo, y no sabía con qué iba a encontrarme al sentarme frente a esta película cuyo máximo interés, a priori, era la aparición de un actorazo como Geoffrey Rush. Apenas iniciado el visionado me di cuenta de que estaba ante lo que podía ser una suerte de La gran belleza, aunque, curiosamente, coincidieron ambas en las pantallas en el mismo años. ¡Qué extraño virus exquisito del más depurado arte andaba suelto por Italia en esos años!
Que el protagonista sea un coleccionista de arte, exactamente de retratos de mujeres, al tiempo que el máximo encargado de subastas de una casa comercial y experto autenticador del mercado de arte nos indica claramente que vamos a entrar en un mundo en el que corremos el peligro de que la belleza nos rodee de tal manera que acabemos la película poco menos que sufriendo el síndrome Stendhal. Pero no. Sí es cierto que la película tiene eso que a muchos aficionados al cine nos gusta: la inmersión en una profesión y el desvelamiento de los procesos de determinado mester o industria o manufactura. Sería inacabable la lista de películas, y en todas las filmografías del mundo,  que inician su andadura con una suerte de documental de un proceso industrial o artesanal, lo que representa, a mi entender, una suerte de tributo a aquel inicio «documental» del cine, ese atender a las obras de la especie, a su capacidad de transformación de lo real. El mundo del arte, además, está lleno de protocolos, ritos y tradiciones que aquí se nos ofrecen para regocijo del espectador que en modo alguno tiene la oportunidad de «vivir por dentro» una profesión como la del protagonista. A la dinámica de las subastas de arte, que tantas secuencias excelentes, algunas de ellas inmortales, como la de Hitchcock, han dejado en la historia del cine, se suma la habilidad profesional de auténtico «catador» de oportunidades que es, en definitiva, el rasgo profesional sobre el que se va a consolidar la perfecta trama que lleva al solitario degustador de su colección a la más extraña de las situaciones concebidas por él.
Recibe una solicitud de valoración de todas las obras de arte de un palacete cuya heredera quiere subastarlas para deshacerse de ellas por ni querer ni poder hacerse cargo de un palacio fastuoso pero de mantenimiento carísimo y en total decadencia. A partir de ese momento, y como la dueña da señales de una «inestabilidad» psicosocial que acaba sacando de quicio al tasador, pues no asiste a ninguna de las citas que han concertado para llegar a un acuerdo sobre la tasación de su «tesoro», se inicia un desvío de la trama que tiene como objeto la rarísima fobia social de la heredera, quien ni sale de casa ni puede ver a nadie ni ser vista tampoco por nadie. Esta información le llega a través del fiel mayordomo de la casa que le sirve de guía para los trabajos de tasación de lo que parece ser un fondo muy bien nutrido de objetos artísticos con los que el protagonista va formando un catálogo para sacarlo todo a subasta.
De forma paralela, su perspicacia artística descubre en el «lote» una pieza mecánica de la que se propia disimuladamente y que lleva a su «manitas» particular porque intuye que pueda pertenecer a un ingenio mecánico, un autómata del XVI cuya restauración tendría un valor incalculable…, porque si, destripémoslo ya, aunque solo sea eso, nuestro exquisito protagonista es también un voraz coleccionista y se aprovecha de su puesto para incrementar su colección y su patrimonio, auxiliado entre el público de las subastas por un pintor mediocre amigo suyo con quien «fija» algunas precios que, en el mercado del arte, valen tanto como «reputaciones».
Atraído por la misteriosa relación con su clienta, que incluye oírse in praesentia con una pared de por medio, el protagonista va entrando en el juego de seducción que implica semejante relación, la más singular que le haya sido dado conocer, aunque no sea él persona con abundante vida social, desde luego, porque vive solo y, al margen de su dedicación en cuerpo y alma a su profesión, lo que le ha granjeado la reputación de grandísimo experto internacional, requerido por multitud de instituciones de todo el mundo, su pasión última y verdadera consiste en  sentarse, solo, en la cámara acorazada de cuyas paredes cuelgan los retratos impresionantes de una colección única en el mundo… La relación con esa extraña joven cuya fobia al mundo y a las personas impide incluso que se conozcan, acaba convirtiéndose, como no podía ser de otra manera, en una relación amorosa con notables altibajos. Tan al margen de esos códigos amorosos vive el protagonista, que ha de ser a través de su relación con su  particular «manitas» el modo como «aprende» a tratar a la mujer fóbica.
Y a partir de aquí, debo callarme. El guion, sutil y perfecto como un mecanismo de relojería dará tales volteretas rocambolescas en la última media hora de película que dejaran a los espectadores clavados en la butaca. Lo garantizo. Hay algo de La huella, de Mankiewicz…, pero me callo, no vaya a ser que por el hilo de los parientes cinematográficos se saque el ovillo. ¡Que la disfruten!