domingo, 28 de junio de 2020

«Las hermanas de Gion» e «Historia del último crisantemo» de Kenji Mizoguchi, un capítulo indispensable en la historia del Séptimo Arte.



El mundo entre idílico y marginal de las geishas y una de las grandes historias de amor de la Historia del cine.

Título original: Gion no shimai
Año: 1936
Duración: 69 min.
País:  Japón
Dirección: Kenji Mizoguchi
Guion: Kenji Mizoguchi, Yoshikata Yoda (Novela: Aleksandr Kuprin)
Fotografía: Minoru Miki (B&W)
Reparto: Isuzu Yamada, Yôko Umemura, Benkei Shiganoya, Eitarô Shindô, Taizô Fukami, Fumio Okura, Namiko Kawajima, Reiko Aoi


Título original:  Zangiku monogatari
Año: 1939
Duración: 143 min.
País: Japón
Dirección: Kenji Mizoguchi
Guion: Yoshikata Yoda
Música: Senji Ito, Shiro Fukai
Fotografía: Minoru Miki, Yozo Fuji (B&W)
Reparto: Shotaro Hanayagi, Kakuko Mori, Kôkichi Takada, Yôko Umemura, Tokusaburo Arashi, Gonjuro Kawarazaki, Nobuko Fushimi, Kikuko Hanaoka.

Historia del último crisantemo pasa por ser una de las obras imprescindibles del séptimo arte, y es muy probable que quienes lean estas líneas la hayan visto, incluso más de una vez. Quería revisitarla, al encontrarla en Filmin, pero la he acompañado con Las hermanas de Gion, una realización anterior y con una historia centrada en un tema «escabroso» como el de las geishas y sus «protectores», si bien ha de aclararse que, aunque sobreentendida, en modo alguno esa relación de protección había de incluir relaciones sexuales. Se trataba de una cuestión de estatus, poder permitirse, o no, tener una geisha «particular». Recordemos que el arte supremo de la geisha es entretener, y con el mayor sentido artístico y el mayor refinamiento en los modales. En la película, que comienza con la ruina de un vendedor de antigüedades -luego se sabrá que muchas de ellas eran falsas-, pronto descubrimos que la verdadera historia es la que enfrenta a dos hermanas geishas pobres que viven en “el barrio del placer” en la ciudad de Kioto. El arruinado protector de la hermana mayor decide instalarse en su casa, porque, tras la quiebra del negocio, decide separarse de su mujer, a quien no parece soportar. La película nos muestra las dificultades para sobrevivir que padecen ambas hermanas, si bien la pequeña, que se estrena en el metraje con una declaración protofeminista: «Los hombres son nuestros enemigos. Los hombres son odiosos», muestra una actitud en todo lo referente a su profesión de geisha muy distinta de la aceptación sumisa de los hombres que tiene la hermana mayor. La diferencia ella misma la establece: «Las que hemos ido a la escuela antes de convertirnos en geisha», como ella, ven el negocio y en modo alguno se extralimitan en él guiadas, como ahora su hermana, por los «buenos sentimientos». Si su protector la ayudó a ella a convertirse en geisha, ella, según su hermana rebelde, la geisha rebelde, ya se lo ha pagado con creces.
         El cine oriental tiene un ritmo de vida cotidiana que no tiene nada que ver con el nuestro. Después de ver ambas películas, sobre todo Historia del último crisantemo, me dio por pensar que las vestiduras tradicionales japonesas, tanto para hombre como para mujer, parecían diseñadas para evitar la «prisa», la verdadera enfermedad occidental; que esos pasitos cortos que dan todos al caminar son algo así como el freno de la sabiduría al atrevimiento, a la osadía de la ignorancia o la vehemencia; amén de una manera ingeniosa para fomentar la convivencia. El estatismo, los protocolos, los rituales, la parsimonia, en definitiva, con que se realizan los más mínimos actos de la vida cotidiana, amén de las reverencias y las cortesías de todo tipo que intercambian a cada momento, dotan a las películas tanto de Mizogouchi, como a las de Ozu, como a algunas de Kurosawa, de un tempo que nos reconcilia con la dimensión humana de «lo que sucede». Y parece que ocurran pocas cosas en tales películas, pero la intensidad de ciertas historias nos desmiente en el acto. El enfrentamiento entre dos maneras de tratar a los hombres por parte de ambas hermanas va a manifestarse, sobre todo, con el engaño de que es víctima un vendedor de kimonos cuando la hermana pequeña le pide, con la promesa explícita de un encuentro sexual, que le regale uno para su hermana, que lo necesita para un trabajo importante, porque puede encontrar un «protector» rico que las ayudaría a defenderse económicamente. Por una jugada de carambola, el empleado es descubierto por el jefe quien, tras conocer a la hermana mayor, decide convertirse en su «protector». Es muy notable la objetividad descarnada con la que Mizogouchi trata un tema tan polémico, porque las geishas -que fueron hombres en sus inicios- están rodeadas en Japón de un halo de misterio que parece apartarlas de cualquier reflexión serena que ponga en claro su función social. Son una profesión en decadencia, pero, al tiempo, por el turismo, una realidad de la que no puede prescindirse, a pesar de las maldiciones hacia la profesión que entona la hermana menor; pero es justo y necesario que vean la película para saber por qué, aparte de lo ya dicho…
         La Historia del último crisantemo es, sin ningún género de dudas, una de las grandes películas románticas de la Historia del cine. La historia gira en torno al teatro Kabuki y, desde el comienzo, advertimos que el gran actor del momento en ese tipo de teatro, tiene un hijo adoptivo que trabaja con él y que, sencillamente, «no da la talla» como actor en la compañía de su padre, a pesar de los elogios de los sirvientes de la familia que quieren convencerlo de lo contrario. Kikonosuke tiene, accidentalmente, una conversación con la niñera de su hermano pequeño, quien le reconoce lo que los demás le niegan: que sus actuaciones dejan mucho que desear y que lo que necesita es estudiar y trabajar mucho para convertirse en un verdadero primer actor. A la madre adoptiva no le gusta la influencia que Otoku, la nodriza, comienza a tener sobre su hijo y decide despedirla. A este respecto, conviene recordar la escena de los dos «amigos en camino de ser enamorados», a pesar de su distancia social, en la cocina de la casa, partiendo y comiendo una sandía, para percatarnos de cómo progresa la acción a través de los minúsculos actos de la vida cotidiana. Esas conversaciones nocturnas, por ejemplo, las ha rodado Mizogouchi con una cámara que seguía a los personajes desde debajo de sus pies, en una suerte de contrapicado atrevido, como si anduvieran por in piso superior y los filmara desde el inferior, asomándose, con curiosidad, a sus vidas, ajenas por completo a la posibilidad de ser visto u oídos. Una vez se entera de que Otoku ha sido despedida, Kikonosuke decide renunciar a su familia, irse de casa y tratar de labrarse un nombre propio sin la influencia de su padre. Decide ir en busca de Otoku y cuando finalmente la halla, vive con ella y comienza un largo camino para convertirse en el actor que quiere ser. Su principal ayuda es siempre Otoku, quien siente que toda su vida no tiene otro objetivo que conseguir que Kikonosuke alcance su deseo de ser un gran actor, reconocido socialmente. Aún tendrá que pasar por la humillación del fracaso en otra compañía, antes de que le llegue una oferta para entrar en una compañía en la que poder formarse con sólidas expectativas, cuando él daba ya por perdida irremediablemente su vocación de actor. Como duda entre seguir con Otoku o aceptar, Otoku decide desaparecer de su vida en un gesto de abnegación absoluta en favor de su amado. Cuando, finalmente, Kikonosuke triunfa y su padre lo perdona, y se ha reincorporado a su compañía, esta recibe la invitación para ir a Osaka, y tras el primer estreno triunfal, el padre de Otoku se le acerca, violentando la decisión de su hija, y le comunica que está seriamente enferma… No es que el romanticismo no haya hecho acto de presencia en la hermosa relación entre ambos jóvenes, sino que camino del desenlace estallará en una apoteosis muy difícil de olvidar. Mutatis mutandis, Verdi quiso ponerle música a ese sentimiento y escribió una de las joyas absolutas de la Historia de la ópera, La Traviata. Con esta referencia musical tendrá el espectador una clara idea del amor sublime que Mizogouchi nos describe con un pudor exquisito.
         La farándula siempre ha sido motivo fílmico, y ahí está esa joya que es también Viaje a ninguna parte, de Fernando Fernán Gómez, por poner un ejemplo cercano; pero el teatro oriental, cuyos códigos son tan distintos de los nuestros, nos ofrece un campo misterioso de exploración que Mizogouchi despliega ante nosotros con delicada sabiduría, teatral y fílmica, y conocemos el teatro por de dentro y las pasiones que se agitan tras las bambalinas, y, además, la historia de un gran fracaso que parece ser, también, un fracaso vital, pero el amor, siempre oportuno, impide que lo peor suceda…, pero aquí lo quiero dejar para que el espectador se adentre, con una mirada purificada en una de las grandes historias de amor de la Historia del cine.


sábado, 27 de junio de 2020

«Huracán sobre la isla», de John Ford, una película anticolonialista.


Una hermosa defensa de la libertad, la vida paradisíaca y una eficaz película de catástrofes naturales. ¡And Thomas Mitchell as usual…!

Título original: The Hurricane
Año: 1937
Duración: 102 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford, Stuart Heisler
Guion: Dudley Nichols, Oliver H.P. Garrett, Ben Hecht, W.P. Lipscomb (Novela: Charles Nordhoff, James Norman Hall)
Música: Alfred Newman
Fotografía: Bert Glennon (B&W)
Reparto: Dorothy Lamour, Jon Hall, Mary Astor, C. Aubrey Smith, Thomas Mitchell, Raymond Massey, John Carradine, Jerome Cowan.

         Quizá debería incluirse esta película de Ford dentro del subgénero “cine anticolonial”, lo cual induciría a no pocos a acercarse a ella, si, por una atrevida suposición, hay alguien que necesite otros motivos que los de haber sido dirigida por John Ford para ver una película. En todo caso, el conflicto a lo Rosa Parks que desata la red de la injusta fatalidad legal sobre un indígena de la Polinesia bastaría para acreditar de qué lado se sitúan los buenos sentimientos y la razón; y en él lo hacen el misionero, la esposa del “gobernador” y el médico que, agarrado a la botella y a su ciencia, continúa a regañadientes en “el culo del mundo”, pero en “la cabeza de la civilización”, porque la visión idílica de los nativos, que viven de la pesca conforme a su antiquísima presencia en el archipiélago, se nos ofrece sin mácula alguna que parezca empañar la adversa realidad política de la colonización, francesa, en este caso, excepto la figura misma del gobernador, que se perfila, desde el inicio de la película como un partidario a ultranza de la “mano dura” en el trato con los indígenas.
         La belleza de los escenarios escogidos es sobrecogedora aun en blanco y negro, y Ford ha sabido extraer de ese decorado natural planos llenos de múltiples sugerencias, porque el indígena habita en ese espacio exterior con una naturalidad absoluta; dicho de otro modo, la playa no es una frontera entre la tierra y el mar, porque pasar de un elemento a otro es lo esencial para una forma de vida como la retratada en la película. Solo desde esa percepción podemos entender lo que significa la pérdida de libertad para el indígena prisionero y cómo sus intentos de evasión de la prisión, que le van aumentando la pena hasta los 16 años, van poco a poco labrando la dimensión mítica del personaje, como suele ser de justicia cuando se vive bajo una potencia extranjera.
         Dorothy Lamour, de ascendencia española, monumental y guapísima, no tiene un papel omnipresente, pero el espectador agradece su presencia tan delicada como asalvajada en cada secuencia en la que ilumina la pantalla. Su compañero de reparto, sin embargo, una reencarnación polinésica de Tarzán, Jon Hall, deslumbra como el orgulloso indígena que no se deja avasallar, y mantiene una lucha interpretativa ¡nada menos que con John Carradine!, espectacular. Porque la película tiene varias fases muy distintas: es una película colonial; una película romántica; una película carcelaria, y, finalmente, una película de desastres naturales, y cada tramo mantiene unos niveles de calidad excepcionales. Debería añadir que también es una película de náufragos, porque el protagonista de escapa de Tahití, donde estaba prisionero y logra viajar, específicamente contra viento y marea- casi 600 millas
         El último tercio de la película es, precisamente, el tramo de los desastres naturales, un huracán que provoca un tsunami que acaba arrasando la isla, devorándola, y dejando muy escasos supervivientes. Todo ello, creo no haberlo dicho con anterioridad, forma parte de un flashback que el doctor le narra a una pasajera con quien se asoma a la amura del barco para contemplar el resto de lo que fue la isla donde el doctor sobrevivió a ese huracán que cambió tantas vidas.
         Estamos en 1937, y puedo garantizar que los efectos especiales empleados en la película son de lo mejorcito para la época y aun para hoy, si comparados, por ejemplo, con el de la película Lo imposible, de J.A. Bayona, porque el crudo realismo de los esfuerzos útiles e inútiles para enfrentarse a él nos dan algunas de las mejores escenas de la película. Espectacular es, por ejemplo, el derrumbamiento de la iglesia, con todos los fieles que habían buscado protección en ella; o los esfuerzos del protagonista por salvar a su familia y a la mujer del gobernador en lo alto de un árbol que acaba flotando a la deriva y llegando, una vez que recogen una piragua flotante, a una playa, donde esperan ser avistados… Es muy probable que muchos espectadores a quienes impresionaron las escenas del desastre natural salieran del cine convencidos de que ese era el asunto principal de la historia, pero baste decir que el huracán solo hace acto de presencia en los últimos compases de la película y actúa, respecto de la historia, como una suerte de Deus ex machina que permitirá restablecer la verdadera Justicia. Hasta llegar al huracán son muchas y muy acertadas las reflexiones que a través de los diálogos se nos ofrecen, y ahí hablamos ya de lo humano, de lo demasiado humano.
         Me pensaba, por las imágenes publicitarias, que se trataría de una relativamente «simple» película de aventuras; pero sabiendo que John Ford anda de por medio, es difícil conformarse con una impresión semejante. Y acerté. No es una película como Centauros del desierto, por ejemplo, o Pasión de los fuertes, pero tiene un componente exótico que supone un aliciente, parta verlo desenvolverse lejos de Monumental Valley, y he de reconocer que es indiferente que haya un cactus o un cocotero para que el señor Ford te convenza de que estás viendo una auténtica joya…

miércoles, 24 de junio de 2020

«Bucking Broadway» y «Policía sin esposas», de John Ford, tan mudo como siempre elocuente.



Un western «crepuscular» ¡de 1917! y una comedia policial muy próxima, en su primer tercio a la Keystone y, después, al mejor espíritu de la gran comedia usamericana.

Título: Bucking Broadway
Año:  1917
Duración: 53 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: George Hively
Música: Película muda
Fotografía: John W. Brown, Ben F. Reynolds (B&W)
Reparto: Harry Carey, Molly Malone, L.M. Wells, Vester Pegg, William Steele.

Título original: Riley the Cop
Año: 1928
Duración: 68 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Fred Stanley, James Gruen
Música: Película muda
Fotografía: Charles G. Clarke (B&W)
Reparto: J. Farrell MacDonald, Nancy Drexel, David Rollins, Louise Fazenda.

Las primeras imágenes de Bucking Broadway, una cabalgata de vaqueros que se reúnen para dirigirse de vuelta al rancho, con esos descensos por laderas que tanto gustaban a Ford, más la idílica estampa del capataz cortejando a la hija del dueño del rancho, a la que regala un corazón tallado en madera como prenda que, si alguna vez vuelve a él, significará que ella estará en peligro y que él irá a salvarla, lo cual es poco menos que avanzarnos el desarrollo de la película, ofrecen, sin embargo, una idea equivocada de lo que es uno de los primeros westerns de Ford, con su actor fetiche de entonces, Harry Carey, algo maduro para amante, pero muy eficaz como noble corazón y amparo de doncellas inexpertas.
¿Cuándo cambia nuestra percepción de que no es un western del XIX? Justo cuando aparece un refinado comprador de caballos conduciendo un coche con otros caballos muy distintos. Ahí nos preguntamos hacia dónde diablos nos dirige Ford, porque en ese ambiente de vaqueros la aparición del coche es como en La balada de Cable Hogue, de Peckinpah, la aparición sobre la moto del falso predicador. No tarda, el fino caballero de la ciudad de Nueva York en seducir a la joven palurda que sueña con «otra vida» que el tratante le describe con todos los lujos del mundo. Ni corta ni perezosa, y aun a pesar de que se había comprometido con el capataz e incluso habían señalado un día para celebrar el anuncio de su compromiso ante las amistades, ella decide, a espaldas de su padre, «escaparse» con el comprador. Antes, la película tiene una de esas secuencias que propiamente podemos calificar, con toda propiedad, de inconfundible «humor fordiano», y que constituyen algo así como una de sus principales señas de identidad. A la vista de cómo el «dandy» le entra por los ojos a la hija del propietario, el capataz decide ponerse a la altura del contratista y va a la tienda del pueblo a «ponerse elegante». La secuencia es magnífica, cuando se está probando el pantalón del traje ¡con las botas y las espuelas! y entra una mujer mayor a comprar a la tienda. Cuando cree que ya ha quedado «niquelado», sale de allí y se encuentra con un negro  vestido con un traje como el suyo, más chaleco, que le sienta como el frac a Fred Astaire, se acerca a él, se compara, y vuelve a la tienda a devolver la prenda…
Aunque no se dice explícitamente, parece que la joven ha sido reclutada para convertirse en prostituta de lujo. Antes, desengañada por el trato desconsiderado de su amante, envía a su antiguo novio el corazón de madera, de tal modo que cuando este lo recibe no tarda ni un segundo en marchar a Nueva York en tren, con la silla de montar, porque ha tenido que cogerlo al galope… La llegada, la confusión del ruido del radiador con una serpiente de cascabel y otras lindezas, vuelven a «centrar» la película en el tono cómico del que tanto le cuesta a veces salir al director. Deforma paralela, los vaqueros del rancho han llevado los caballos en tren a Nueva York.
Finalmente, en una escena muy anticipada al género del que el propio Ford es casi inventor, cuando el capataz los llama para que vayan en su ayuda, porque ha descubierto  que retienen a la protagonista contra su voluntad, hay un trávelin de los jinetes recorriendo al galope las avenidas de Nueva York -aunque la escena se rodó en Los Ángeles- y todo acaba decidiéndose en una pelea de Saloon que, en este caso, es la terraza de un hotel en un rascacielos de la ciudad. Lo cierto es que, para ser de 1917, es una visión muy «moderna» de las leyes del género.
J. Farrell McDonald es uno de los grandes secundarios del cine de Ford a quien le llegó la ocasión de convertirse en protagonista en esta película, ¡y a fe que supo aprovecharla!, porque bien puede decirse que él solito mantiene todo el interés de los espectadores en esta comedia amable y algo disparatada que llega a rozar en algún momento, como en la noche de hotel, él con camisa larga de dormir, junto a dos prostitutas que acaban siendo agentes encubiertas de la policía francesa, la screwball comedy. La perspectiva de Ford, que incluye un aforismo del policía, Riley, al inicio de la película: “Puedes hablar de un buen policía por los arrestos que no ha hecho”, parece que incluyera la posibilidad, si la película funcionaba, de rodar otras aventuras de Riley. Hizo esta, que es magnífica, y podemos estar agradecidos. La historia de un policía de barrio, que en 20 años no ha hecho ni un arresto, y del que se nos ofrece una sucesión de pequeñas «aventuras», que no excluyen incluso algún minúsculo «delito» en las pocas calles que ha de patrullar cada día, parece inspirada en los famosos policías de la Keyston de Mack Sennett, que han hecho las delicias de todos los espectadores del mundo con sus locas persecuciones y peleas. Siendo él de origen irlandés, solo tiene rivalidad con el «germano» Krausmeyer, un enfrentamiento que acabará teniendo relación con el desenlace de la trama, que queda muy al estilo del final de Con faldas y a lo loco, de Wilder. El policía «apadrina» los amores de dos jóvenes del barrio que quieren casarse, pero a la joven se la llevan a Europa ese verano con la intención de disuadirla. El joven decide embarcarse e ir a buscarla, pero en la empresa donde trabaja ha habido un desfalco y, enseguida asocian el viaje del joven con el atraco. Detenido el joven en Alemania, Riley es encargado de ir a hacerse cargo del prisionero para repatriarlo. Todo ello da pie a una comedia de contrastes entre los usos policiales de Alemania, Francia y Usamérica llena de gags que se centran en los tópicos propios de dichos países. Hay algunas alusiones a la Ley Seca en contraste con las cervecerías alemanas y el champaña que riega la cena en París, lo que da pie a que el protagonista se coloque de lo lindo…, siguiendo la línea de «borrachines» simpáticos de las películas de Ford, como vimos hace nada en Lightnin’.
Sin ser tan eficaz como la muy posterior sobre Scotland Yard, que también critiqué hace poco, Un crimen por hora, la película tiene el encanto de un guion bien trabajado y de unas interpretaciones muy convincentes. Luego, claro está, hay escenas «animadas», como la del viaje en taxi desde París a Le Havre que vuelven a enlazar con lo mejor del cine mudo cómico y que bien podríamos considerar una «constante» del nuevo arte, extensiva a todos los géneros. Quien no disfrute con ella, le ruego me lo haga saber…

domingo, 21 de junio de 2020

«El regreso», «El destierro» y «Elena», de Andrey Zvyagintsev, antes de «Leviatán».





El poder de las imágenes y la elocuente invasión del silencio: un cine retórico sin explicaciones, un viaje al sobreentendido, el malentendido y aun el desmentido…

Título original:  Vozvrashchenie (The Return)
Año: 2003
Duración: 105 min.
País: Rusia
Dirección: Andrey Zvyagintsev
Guion: Vladimir Moiseenko, Alexandre Novototsky
Música: Andrey Dergatchev
Fotografía: Mikhail Krichman
Reparto: Vladimir Garin, Ivan Dobronravov, Konstantin Lavronenko, Natalia Vdovina, Galina Popova, Aleksey Suknovalov, Lazar Dubovik, Elizaveta Aleksandrova.

Título original: Izgnanie (The Banishment)
Año: 2007
Duración: 150 min.
País:  Rusia
Dirección: Andrey Zvyagintsev
Guion: Andrey Zvyagintsev, Oleg Negin, Artem Melkumjan
Música Andrey Dergatchev, Arvo Pärt
Fotografía: Mikhail Krichman
Reparto: Konstantin Lavronenko, Maria Bonnevie, Alexander Baluev, Dmitriy Ulyanov, Vitaly Kishchenko, Katya Kulkina, Aleksey Vertkov, Igor Sergeev

Título original: Elena
Año: 2011
Duración: 105 min.
País:  Rusia
Dirección: Andrey Zvyagintsev
Guion: Oleg Negin, Andrey Zvyagintsev
Música: Philip Glass
Fotografía: Mikhail Krichman
Reparto: Nadezhda Markina, Elena Lyadova, Aleksey Rozin, Andrey Smirnov, Evgeniya Konushkina, Igor Ogurtsov, Vasily Michkov, Aleksey Maslodudov, Ivan Mulin, Yuriy Borisov.

         Me temo que he acabado «arrastrando» a mi Conjunta a la fiebre de las «obras completas», porque, tras haber visto Sin amor, que tanto nos  impresionó, después del terrible recuerdo que nos dejó en el cine su afamado Leviatán, hemos hecho una suerte de maratón Zvyagintsev (¡Menudo desafío, el de su pronunciación, del que ninguno de los dos salimos con bien…! He consultado la pronunciaciçon en Google y da algo así como /ándrei sbeakinsof/) y, gracias a Filmin, hemos visto sus tres primeras películas, a una por día, El regreso, El destierro y Elena. Anticipo que, tras este «deslumbramiento», la reacción de ella ha sido: «Pues volvería a ver Leviatán…». Con ello ya doy a entender que esta trilogía es algo así como la confirmación de la importancia de la filmografía de Zvyagintsev en este siglo XXI en que ha rodado toda su obra, si bien, está claro que, como suele suceder en estos casos, sus raíces se extienden por el tiempo hasta Griffith y Eisenstein, por supuesto, sin descuidar, tratándose de un director ruso, la inevitable filiación con el cine del gran Tarkovski, con el que, además, guarda no pocos parecidos por su querencia por los lentísimos movimientos de cámara, la composición del plano, los silencios eternos y una fotografía cuidadísima, casi «marca de la casa», porque el cinematografista de toda su obra es el mismo: Mikhail Krichman, quien fotografió, por cierto, la fallida Mss. Julie, de Liv Ullman.
         Las tres películas cuentan historias terribles, fracasos existenciales, complejas relaciones humanas cuyas circunstancias específicas jamás se no cuentan por detalle. No estamos ante un cine discursivo, sino ante una suerte de «presente continuo» del que el espectador, por ciertas «claves» que van apareciendo en la narración ha de desentrañar el significado último de lo que ve, y ello no excluye, por cierto, el más que sólido carácter simbólico de muchos de los elementos con los que se construyen las narraciones.
Sí, lo aviso de antemano, son películas clásicas de cine-fórum, de esas sobre las que da gusto hablar, películas de las que antiguamente llamábamos «de Arte y Ensayo», diríase que para muy aficionados, no para espectadores que solo buscan, muy legítimamente, mero entretenimiento al sentarse ante una pantalla. Bien mirado, sin embargo, es este tipo de cine enigmático, oscuro, denso, complejo, simbólico el que más «entretiene», porque no resbala por nuestros ojos como las imágenes estereotipadas de las películas de héroes, apocalípticas o directamente ñoñas, sino que se nos quedan incrustadas en la memoria no pocas secuencias y planos con una voluntad explícita de desafiarnos: “venga, valiente, dime qué significo, de qué estoy hablando…”, parecen decirnos. Y sí, no se trata de un cine de fácil consumo, sino del de los carbohidratos de asimilación lenta, de los que dejan una huella perdurable.
La primera película del autor, El regreso, nos planta ante una situación muy extraña: tras doce años de ausencia, regresa el padre de los dos hijos de una mujer para llevárselos a pasar unos días con él. El prólogo es determinante y tiene un paralelismo absoluto con el desenlace. El miedo, el rencor, la autodecepción, la impotencia, las nefastas relaciones fraternales van a reescribirse «en» la circunstancia de la aparición del padre, a quien el hijo mayor admira incondicionalmente y de quien el hijo pequeño desconfía radicalmente. Tras una noche en la que el matrimonio duerme separado en la misma cama, esa separación aún más hiriente que la de las «camas separadas», que aparecerá después en Elena, el padre y los hijos se montan en el coche e inician una road movie canónica. Y aquí ha de sumarse a la brillante tradición rusa, la usamericana, con la que esta película tanta relación tiene, dado que comparten el mismo fenómeno de los padres que desaparecen como por ensalmo de la vida de los hijos, como sucede en Sin amor. Se inicia, por tanto, un proceso de aprendizaje que, para su desconcierto, tendrá un guía, el padre, que se comporta respecto de ellos casi como el Dios de los judíos tras sacarlos de Egipto. La compleja relación entre hijos y padre, llena de situaciones violentas, terribles, en las que parece agazaparse, a veces, el terrible augurio del sacrificio ritual, va a ir modulándose en función de las tres diferentes psicologías de los personajes a lo largo de una aventura que los llevará a una isla donde permanecen los tres hasta que sucede lo que no puedo contar. De ese momento en adelante, el instinto de supervivencia aparecerá con una fortaleza desconocida que transforma definitivamente a los personajes. Es una película sobre la educación, sobre las relaciones entre el padre y los hijos, sobre la necesidad de afecto y sobre el conocimiento propio. La naturaleza -el pretexto del viaje es pasar unos días pescando- está presente durante todo el viaje como algo más que un escenario idílico o hermoso. Hay algo de Robinson Crusoe en el espíritu de la película y no poco del famoso bildungsroman alemán, pero en toda la película no hay ni un ápice de «culturalismo», en el peor sentido del palabro, sino contacto doloroso entre seres humanos con un nivel de dependencia muy distinto. La evolución de los tres personajes a lo largo de la historia es muy dinámica, lo que demuestra la mucha vida que hay en secuencias en las que, aparentemente, no parece ocurrir nada trascendente. Los movimientos psicológicos son casi imperceptibles, pero de honda repercusión. No me extraña que fuera considerada una auténtica «revelación» en el momento de su estreno. Suponía una mirada poco usual y con muy conspicuos antecedentes.
En El destierro, Zvyagintsev adapta una novela de William Saroyan y construye una fábula sobre la relación de pareja totalmente descontextualizada, buscando esa esencialidad en las relaciones humanas que vaya más allá de la determinación histórica concreta, de ahí que ni la zona industrial del comienzo ni la zona agrícola del núcleo de la película, ni detalles como el del dinero físico u otros permita asociar la historia con un momento concreto de la historia en algún lugar identificable. El arranque, la llegada de un hermano del protagonista, herido de bala, cuya circunstancia se ignora deliberadamente,  con un juego de perspectivas de carreteras larguísimas en plano fijo, más el escenario de la zona industrial desierta, crean una atmósfera de excepción que nos aparta de lo que entendemos por «realismo» habitualmente. La familia, el protagonista, la mujer y sus dos hijos, se van a una casa situada en el campo, en una suerte de aislamiento que no se sabe si es forzado ni si es temporal o definitivo. Se trata de la casa familiar del protagonista, encarnado por Konstantin Lavronenko, el padre protagonista de la anterior película, un hombre silencioso que mantiene una relación distante con su mujer, quien, en un tenso flashback que se nos ofrece hacia el final de la película, se nos aparece inmersa en la desesperación vital -intento de suicidio incluido- que supone esa convivencia alejada de cualquier satisfacción. La mujer comete adulterio -de él habla el marido, en efecto, como un «pecado», más que como una infidelidad- y, además, ha vuelto a quedarse embarazada, aunque está claro, para el marido, que el hijo no es hijo suyo. Sobre este conflicto girará toda la película, morosa, descriptiva, amante de las miradas y de los silencios; una cámara seducida por la belleza de la protagonista, Marie Bonnevie, lo que aún añade un mayor factor de distorsión a los fundamentos realistas de la historia. La tensión entre los esposas va creciendo como una tela de araña cuyos hilos va trazando la mirada de la cámara en todos y cada uno de los planos que componen la película, todos los cuales, sin excepción, aspiran a la inmortalidad del lienzo o de la fotografía artística. El trabajo del cinematografista, Mikhail Krichman, no roza, sino que entra de lleno en la perfección. Desde esta perspectiva, podríamos hablar, acaso, de un cine esteticista, pero la antigüedad de la casa, su relativo estado de conservación y los efectos consiguiente de la luz, convierten esta en un decorado tan sugerente que los personajes en ella acaban formando parte del plano como objetos animados que reciben su sentido del espacio que ocupan, al mismo tiempo que sus movimientos por esos espacios confieren a la casa una dimensión de tragedia latente que en cualquier momento puede explotar, aunque, eso sí está claro, por la manera de comportarse el protagonista, no será una explosión violenta. La mujer le dice, en un momento dado al marido, que no soporta la idea de que el hijo acabe siendo como él y como su tío, pero sin mayor concreción. Conociendo los métodos mafiosos que se han impuesto en Rusia después de la caída del régimen comunista -¡y creo que aún no somos conscientes de la trascendencia histórica de que tal hecho inverosímil llegara a producirse!-, todo parece indicar que nos movemos, sin duda, en ámbitos sociales allende las leyes, pero, con todo, lo trascendental es la amarga relación de incomunicación que se produce entre los esposos. ¡Esta hubiera sido la película favorita de Castilla del Pino, sin duda! El esteticismo en el cine es un valor absoluto en sí mismo, sobre todo cuando los cineastas logran independizarse de la tiranía de la «narración». Contar historias es interesante siempre; «instalarse» en ellas, a través de las imágenes de planos fijos o secuencias en la que es casi imperceptible el movimiento de la cámara, la virtud suprema. Es cierto que la virtud tiene menor predicamento social  que la maldad, cuyos aspavientos siempre captan mejor la atención de las masas, pero cuando una película consigue ser tan expresiva como esta lo es, a través de la composición magistral del plano en un espacio «primordial», solo queda dejarse llevar por una sucesión infinitesimal de acontecimientos que nos golpean en la conciencia con el aldabón de la belleza, aunque no por ello dejan de herirnos.
Elena es una película más accesible, pero no por ello abandona el director una técnica ya acreditada en sus películas anteriores. La historia es simple. Un ingresado por infarto,  exmilitar y adinerado, conoce a una enfermera con la que inicia una relación que dura ocho antes de casarse, y dos, después de hacerlo. Cada cónyuge duerme en su propia habitación y la esposa no parece haber abandonado la «función» de cuidadora, porque es quien se ocupa del marido y del piso, una vivienda lujosa al estilo de la que aparece en Sin amor, y muy distinta de la que escogió para rodar El destierro. En el primer desayuno se nos pone ya en antecedentes de lo que «tensa» la relación en el matrimonio: la ayuda económica que ella le pide para su hijo, casado con dos hijos, en el paro y viviendo en un bloque de viviendas poco menos que miserable y diminuto. La narración sigue a la esposa en el largo viaje al Hades donde el hijo sobrevive gracias a la pensión que la madre le da íntegra a su hijo, porque ella vive del dinero del marido. La distancia abismal que hay entre una y otra casa, entre un matrimonio casi de conveniencia y una familia de auténticos parásitos -la del hijo- se va a acortar cuando el marido fallezca, poco después de sufrir un infarto en el gimnasio. La lucha testamentaria que se prevé entre la esposa y la hija es el conflicto que amenaza las expectativas de la esposa de quedarse con la herencia del marido, la casa y el dinero que guardaba en la caja fuerte y que «limpia» nada más fallecer el marido, antes de siquiera avisar a una ambulancia. Todo va discurriendo de un modo «natural», sin aspavientos. Ilustrando metafóricamente todo el proceso con el primer plano desde el exterior de la casa, con el salón vacío, en el que se capta un árbol sobre el que está osado una urraca casi camuflada con él. La película, circular, acaba con el mismo plano exterior de la casa, pero ahora con la familia del hijo y la abuela,  y  con el primer plano del árbol, pero con la rama vacía. A su manera, la película me ha traído a la memoria Parásitos, del oscarizado Bong Joon-ho, un proceso de «okupación» que aquí sigue otras vías sinuosas. En conjunto, la película parece algo anodina, como si nada se ventilara en ese ir y venir de la madre de una a otra realidad, dela vida acomodada a la vida marginal, pero hay algo de distancia emocional frente a lo que sucede que nos convierte poco menos que en testigos accidentales de ese proceso de expropiación legal de los bienes de la heredera legal del finado. Es cierto que aún nada ha quedado «pactado» con la hija de él, pero el proceso de «okupación» se ha iniciado y el dinero que guardaba en la caja fuerte servirá para que el hijo mayor pueda estudiar, aunque su historial es el de un adolescente envuelto en guerras de pandillas y quién sabe qué otras tropelías… La objetividad de la cámara solo es desmentida, no podía ser de otro modo, por las actitudes de los personajes. Y ahí es donde observamos los dos tipos de familia distintas que se nos muestran: el alejamiento entre padre e hija, y la unión de clan de la familia de la esposa. Dos modos distintos de entender la vida, dos conductas, dos realidades: una apropiándose de la otra.
Visto lo visto, ¿cómo no iba a rodar dos películas como Leviatán o la depuradísima Sin amor? Y es razonable confiar en que aún haya de entregarnos nuevas joyas que sumar a su magnificente historial.

jueves, 18 de junio de 2020

«Lightnin’» de John Ford, una comedia bien curiosa…



La primera obra que alcanzó las 1000 representaciones seguidas en Broadway y que Ford convirtió en una comedia, muy de su mundo, con ribetes melodramáticos…

Título original:  Lightnin'
Año: 1925
Duración: 104 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Frank Bacon, Frances Marion, Winchell Smith
Música: (Película muda)
Fotografía: Joseph H. August (B&W)
Reparto: Jay Hunt, Wallace MacDonald, Richard Travers, J. Farrell MacDonald, Otis Harlan, Edythe Chapman, Madge Bellamy, Ethel Clayton, Brandon Hurst, James A. Marcus.

¡Pero de dónde habrán sacado en FilmAffinity que esta película se tituló en español Don Pancho! Me he negado tajantemente a encabezar esta crítica con semejante título, del que abominaré siempre. Relámpago, sería, en todo caso, la traducción adecuada para definir un personaje que, por antítesis, en vez de dinámico es totalmente estático y, además, borrachín, un personaje que junto con su amigo de afición espirituosa prefiguran los muy dramáticos de la tristísima Tobacco Road, una de las películas más desoladoras que me ha sido dado ver jamás.
No hace mucho  escribí en este Ojo la crítica de una película, Malos tiempos en El Royale, de Drew Goddard, en la que aparecía un hotel dividido por la frontera entre California y Nevada. Era el trasunto de un hotel que existió en la realidad, construido en 1926 y que fue bautizado como Calneva (De California y Nevada), establecimiento que acabó siendo regentado por Sinatra y su Rat Pack, y donde Marilyn atentó contra su vida una semana antes de suicidarse con éxito. ¿Salió esa aventura hostelera del éxito de la comedia de idéntico título que esta película y que triunfó en Broadway y luego fue llevada al cine por John Ford en 1925?
El caso es que esta película  gira en torno a un hotel, llamada Calivada (de California y Nevada, igualmente) al que iban personas que se querían divorciar rápidamente y tenían que acreditar una estancia de seis meses en Nevada para poder hacerlo, aunque, frente a las amistades, podían «acreditar» que residían en California y evitar, así, especulaciones gratuitas y/o difamatorias, como sucede con una actriz que llega al hotel con esa intención y que deslumbra al juez de la localidad que habrá de juzgar sobre su divorcio. La obra teatral tuvo un éxito espectacular, y fue adaptada al cine por Ford, pero también por Henry King, en 1930, con Will Rogers, que también trabajó para Ford, por cierto. De ahí mi curiosidad por que, justo un año después, se hiciera realidad el hotel de la ficción, que forma parte de la historia de las celebridades en Usamérica y que inspiró la película Malos tiempos en el Royale.
La historia es bien sencilla, y Ford se entretiene en contarla con una morosidad que contribuye a un perfecto retrato de los personajes, los cuales se ven inmersos en una trama de estafa en la que unos supuestos inversores quieren comprarle el hotel a la propietaria, quien, con el consentimiento de su hija adoptiva, está dispuesta a venderlo, para disfrutar de una bien ganada jubilación, después de haber trabajado duramente en él toda su vida, sin contar, prácticamente, con la ayuda del borrachín de su marido, quien siempre, eso sí, la ha querido y, salvo dejar la bebida, ha hecho lo que ella ha querido. Un joven abogado que corteja a la hija adoptiva está al tanto de la falta de fondos de los inversores y de su intención de comprar el hotel para revenderlo a la compañía del ferrocarril, porque, por esa frontera entre dos estados que es el hotel ha de tenderse, en el futuro, una línea férrea. ¿Qué lo detiene todo? Que la propietaria del hotel no lo puede vender si su marido no firma el contrato de compraventa. Y por aquí nos vamos acercando al conflicto, porque, ante su actitud, ella decide pedirle el divorcio, instigada por los compradores, de manera que la mujer se sienta libre para poder vender, sin depender del marido. A su vez, el joven pretendiente de la hija es perseguido por un sheriff cuya orden de detención solo es válida en Nevada, pero no en California, lo cual dará pie, como no es difícil imaginar, a unas divertidas secuencias de «saltos» de frontera, llenas del sano humor que Ford despliega, sobre todo, en las aventuras alcohólicas del padre y un amigo suyo.
El desenlace tiene lugar en la vista del juicio para decretar o no el divorcio de los protagonistas. Son muchos los pequeños detalles que tiene la película y que han contribuido al humor popular con que Ford afronta ciertos personajes populares, e incluso mascotas incluidas, porque el perro de la casa tiene un importante papel que jugar en el desenlace de la historia, por ejemplo.
Bien, ahí queda esa curiosa relación entre el hotel de la ficción que algunos emprendedores quisieron, sin duda, convertir en realidad, ¡y a fe que lo consiguieron!.


martes, 16 de junio de 2020

«Sueños», de Ingmar Bergman, el melodrama desde la tragedia y la frivolidad.


Dos mujeres, dos aspiraciones fracasadas, frente al egoísmo, y otras necesidades oscuras, de los hombres.

Título original: Kvinnodröm
Año: 1955
Duración: 87 min.
País:  Suecia
Dirección: Ingmar Bergman
Guion: Ingmar Bergman
Música: Stuart Görling
Fotografía: Hilding Bladh (B&W)
Reparto: Eva Dahlbeck, Harriet Andersson, Gunnar Björnstrand, Ulf Palme, Inga Landgré, Sven Lindberg, Naima Wifstrand.

         Abre Bergman su película, acaso olvidada entre tanta obra maestra como ha salido de su fértil imaginación, con un exquisito juego de imágenes que tienen los rojos labios grosezuelos de una mujer como motivo dominante de una fotografía que se va revelando en la cubeta, y sobre la que aparecen los títulos de crédito. Poco después ocupa la pantalla la imagen de la directora de una agencia de modelos en quien, por la selección de fotos que hace y el gesto cómplice de su secretaria, advertimos una fortaleza de carácter que parece rayar en el despotismo. Viene, Bergman, de rodar Una lección de amor, una exquisita comedia moral sobre el fracaso del amor en el matrimonio, y se enfrenta ahora, desde la perspectiva dramática, al fracaso del amor fuera del matrimonio, por parte de la directora de la agencia, y antes de el por parte de su mejor modelo. Las secuencias iniciales de la película con el supuesto «capitalista» ocupando un ominoso lugar lúbrico en la sesión de fotos de los nuevos trajes define algo sustancial del estilo de Bergman: su capacidad sintética para, con ciertas imágenes escogidas, crear una atmósfera e incluso avanzar en la narración de la historia, porque la «murmuración» de las modelos nos informa del núcleo duro de la historia: el amour fou de la Directora por un hombre casado, al que acosa.
         Contrapunto de ese amor loco va a serlo el amor «doméstico» de una modelo con un hombre vulgar que en modo alguno colma sus aspiraciones de vivir como el lujo del  mundo de la moda le invita a creer que ella se merece. Y de ahí la escena en la que la modelo rompe con él, en parte también porque él desmerece su profesión, y viaja a Goteborg con su jefa. En el tren, poco después, podemos admirar una de las mejores escenas de la película, cuando a la Directora le asaltan impulsos suicidas ante la visión de un cartel que avisa del peligro de caer del tren si se abre la puerta. Para salir de la tensión, abre la ventanilla, en una noche de tormenta, y deja que la lluvia la empape, lo que concluye en un primer plano bellísimo que cae de lleno dentro del expresionismo que alimentó, sin duda, la formación de Bergman como director.
         En Goteborg se bifurcan los caminos de ambas mujeres. Mientras que la Directora se dedica al acoso de su amante, casado y con hijos, la modelo es interpelada ante un escaparate de moda por un cónsul cuya mujer lleva años en el psiquiátrico, tras enloquecer después del parto de la hija de ambos. Podríamos hablar de que estamos ante una alternativa cómica al drama de la Directora, pero no tardamos en descubrir que la generosidad «paternal» del cónsul, dispuesto a satisfacer los ricas caprichos de la modelo, tras dejarle claro que no está en presencia de un pervertido o un asesino en serie, esconde un drama cuya dimensión solo se nos hace patente hacia el final de la película, con la aparición crudísima de la hija del rico cónsul. A medio camino entre la Ariane, de la película del mismo título, de Wilder y la Holly de Desayuno con diamantes, de Blake Edwards, la modelo se va abandonando poco a poco a la vida de ensueño que el cónsul le va comprando y que le depara una jornada como nunca antes había imaginado que pudiera vivir. Poco a poco, incluso, va naciendo en ella la remota posibilidad de acabar convirtiéndose en la mujer del cónsul. La composición patética del galán, aquejado de una frágil salud, añade a la seducción una nota de dramatismo que anticipa la irrupción de la hija para, de una vez por todas arruinar el sueño de una vida lujosa en compañía del cónsul.
         La Directora, por su parte, logra atraer al amante a su hotel para seducirlo y conseguir que deje a su mujer y a sus hijos e inicie una nueva vida con ella. Todo parece ajustarse a sus planes, hasta que irrumpe en la habitación del hotel la mujer de su amante, dispuesta a defender su «posesión» y, por supuesto su «familia». El duelo entre ambas mujeres no tiene desperdicio, y Bergman no pierde ocasión de ridiculizar, desde la perspectiva de ambas, la figura empequeñecida e irrelevante del marido en semejante disputa, casi como si hablaran de una mascota, en vez de un hombre.
         La modelo llega tarde a la cita para la sesión de fotos al aire libre y la Directora la despide. Tras la quiebra de su relación legal, como si ella hubiera sido el pistoletazo de salida para iniciar el desenlace de la película, los dos personajes que sirven como líquido de contraste para «revelar» la imagen de la verdadera realidad aparecen en las vidas de ambas: la hija del cónsul y la mujer del amante. Pero lo que sucede entonces es el espectador quien ha de verlo y sacar sus propias conclusiones. Como Bergman no es la alegría de la huerta, aunque tiene un sentido del humor muy particular -como se manifiesta, por ejemplo, en la película que rueda justo antes que esta, Una lección de amor, y algunas otras de su filmografía, como la excelente El ojo del diablo-los espectadores pueden, legítimamente, sospechar que andaremos más cerca del drama que de la comedia, en el desenlace, pero no adelanten conclusiones…
         La película, sobre todo en la parte inicial, tiene unas imágenes fantásticas, porque al estar centrada la trama en el mundo de la moda, de la fotografía de moda, concretamente, Bergman mira con una cierta ironía socarrona ese mundo tan superficial de la belleza artificial, conseguida mediante la cámara y los trajes glamurosos, y nos brinda planos auténticamente memorables. Las correrías ciudadanas del cónsul y la modelo, centradas en el lujo, dan pie también a no pocos planos muy propios de la narrativa de Bergman, como los del interior de la tienda donde adquieren un vestido y unos zapatos, por ejemplo. Nunca deja de sorprender la contundencia formal de los planos de Bergman, tan atentos siempre, además, a los pequeños gestos, las miradas intencionadas y los claroscuros psicológicos. Yo me he hecho el propósito de ver “todo Ford”, pero lo cierto es que, bastante más accesible, porque solo contabiliza 71 películas, es posible que, de paso, acabe viendo “todo Bergman”. ¡Placer absoluto!
        

domingo, 14 de junio de 2020

«A prueba de balas», «El barranco del diablo» y «La jornada de la muerte»: de Jack Ford a John Ford o los sólidos inicios de «El hombre que hacía ‘westerns’»



La lealtad, la honestidad, la amistad, la naturaleza, el amor, la naturaleza y el sentido innato de lo justo: las primeras constantes de un cineasta con una caligrafía estilística exquisita...

Título original: Straight Shooting
Año: 1917
Duración: 57 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: George Hively
Música: Película muda
Fotografía: George Scott (B&W)
Reparto: Harry Carey, Duke R. Lee, George Berrell, Molly Malone, Ted Brooks.


Título original: Hell Bent
Año: 1918
Duración: 50 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jack Ford
Guion: John Ford, Harry Carey, Eugene B. Lewis
Música: Película muda
Fotografía: Ben F. Reynolds (B&W)
Reparto: Harry Carey, Duke R. Lee, Neva Gerber, Vester Pegg, Joe Harris, Steve Clemente, Millard K. Wilson, Molly Malone.

Título original: North of Hudson Bay
Año: 1923
Duración: 50 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Jules Furthman
Música: Película muda
Fotografía: Daniel B. Clark (B&W)
Reparto: Tom Mix, Kathleen Key, Jennie Lee, Frank Campeau, Eugene Pallette, Will Walling, Frank Leigh, Fred Kohler.


         Adentrarse en las primeras películas, todas ellas mudas, de Jack Ford, quien después las firmaría como John Ford para pasar a la posteridad como uno de los «creadores» del novedoso séptimo arte, es no solo un ejercicio de cinéfilo, sino de explorador romántico de las primeras huellas de un arte que no ha dejado de crecer y de consolidarse desde que salieran los obreros de la fábrica o llegara el tren a la estación y esas maravillas se vieran en una barraca de feria.
         Vistas las tres en YouTube, advierto a los intrépidos espectadores que habrán de disculpar la deficiente calidad de las copias y perdonar ciertas repeticiones de planos e incluso la ausencia de algún rollo que permita acabar la historia, como sucede en la última, y muy interesante, de las tres que hoy traigo a este Ojo como parte del audaz plan de visionar «todo Ford», aún en una fase bastante inicial, pues 45 vistas, de un total de 147 recogidas en IMDB, no va más allá de dar los primeros pasos…
         A prueba de balas , el primer «largo» de John Ford, es una película sobre la vieja rivalidad entre ganaderos y agricultores, en la que un pistolero es contratado por el je de los ganaderos para organizar una auténtica masacre de agricultores, pero cuando el hijo de un agricultor es asesinado por la espalda por un pistolero de los ganaderos, aquel se desengaña, cambia de bando y se le comienzan a complicar las cosas al ganadero jefe. Curiosamente, el protagonista, Harry Carey, una auténtica «estrella» del cine mudo, que funcionó, para Ford, en sus westerns con la misma potencia totémica con que lo haría muchos años después John Wayne, no va armado con pistolas, sino que fía su defensa y su ataque al rifle que lleva en la montura del caballo. La película, en la que aparecen los espacios emblemáticos del género, un Hotel/Saloon, la calle mayor de un poblado, etc., no falta tampoco un duelo que no es «a pistola», sino «a rifle», lo que no deja de ser harto curioso, dado que el desafío con pistolas es lo más «clásico» del western. Es muy curiosa la escena del Saloon en la que el protagonista y otro pistolero, quien sí se mantendrá fiel a los ganaderos, y será con quien libre el duelo en la calle mayor de la ciudad, se colocan de lo lindo, bajo la atenta presencia del barman, antes de abusar de este y reírse de él. Al Hotel llegan los diversos personajes de la película en esas secuencias bajo un aguacero que capta tomas muy interesantes de la inclemencia del tiempo y cómo los cow-boys se protegen de él. Como en el que rodaría al año siguiente, John Ford aprovecha los mismos exteriores y calca algunas imágenes espectaculares del descenso de los jinetes por la ladera de una montaña con el consiguiente efecto «de niebla» del polvo levantado. Como un adelanto de lo que habrían de ser los ataques de los indios, en esta ocasión, la casa del principal agricultor, al que le han matado un hijo, es atacada por los secuaces de los ganaderos trazando círculos alrededor de ella, como si se tratara de una diligencia asediada por los indios, y disparando al mismo tiempo, escenas de acción que constituirán uno de los registros «marca de la casa», siempre inclinado a la filmación de muchos extras en agitado movimiento. El crítico Quim Casas ha dejado escrita una crítica emocionado de esta primera película de Ford, que él vio en la Filmoteca y en la que aguardaba, ansioso, el momento en que Harry Carey realizara el movimiento de aguantarse el brazo derecho con la muñeca del izquierdo, típico suyo,  y que John Wayne repitió, como homenaje al actor, en una escena de la que dicen que es la obra cumbre de Ford: Centauros del desierto. De alguna manera, el héroe de esta, Ethan Edwards, está ya prefigurado en el protagonista de A prueba de balas, un pistolero desarraigado que, por primera vez en su vida, tiene ante sí el desafío de echar raíces, sustituyendo al hijo muerto del granjero y casándose con su hermana, a la que, en un picado oblicuo impresionante, mira el protagonista como si la ternura descendiese por ese tobogán como un grito de socorro que es perfectamente captado por ella y que precipitará el desenlace de la película. Aun con ciertos defectos de montaje, alguna repetición de planos y un contraste muy marcado entre la acción y la pasión, en este primer largo de Ford, el buen aficionado al maestro descubre tics propios de todas sus películas.
         El barranco del diablo comienza con una suerte de marco narrativo en la actualidad, y en el que un novelista, a quien el editor le dice que esas vidas que narra sobre el far west son increíbles, inverosímiles, se sitúa junto a un grabado de aquellos tiempos e imagina cómo se anima el grabado, lo que da pie al comienzo de la película propiamente dicha. En él, y tras un tiroteo por unas trampas en el juego de cartas, el protagonista huye a uña de caballo para ganar el estado cercano y huir del sheriff y sus ayudantes. Tras unas imágenes en las que se muestra el ardid del sheriff para proteger los caudales, al margen del servicio del diligencia, y el despido del empleado de la Wells Fargo,  el intrépido jugador llega a un pueblo y, algo achispado, busca alojamiento en la cantina del pueblo, a la que entra con el caballo. Le dicen que habría de compartir la única habitación que tienen con un feroz pistolero. Ni corto ni perezoso, el protagonista espolea al caballo, sube por las escaleras y se cuela, a lomos del animal, en la habitación, momento en que el caballo comienzo a comerse la paja del colchón. A partir de ese momento se inicia una disputa muy graciosa entre el dormido pistolero y el intrépido forastero que desconoce, en efecto, a «quién» está molestando. Cuando llega el día, ambos personajes son, como quien dice, uña y carne, inseparables. Se trata de un comienzo en el que la vena cómica de Ford aparece en todo su esplendor, canción a grito pelado y desafinado incluida, por más que sea muda la película, porque esa es una virtud del cine mudo de Ford: se oye hablar a los personajes… ¡Fantástica, la secuencia en la que, el borrachuzo expulsado de la habitación del pistolero se encuentra a la entrada de la Cantina con dos hermanos gemelos…!
         Como el empleado de la Wells Fargo discute con su hermana, porque se han quedado sin oficio ni beneficio y ella le pregunta si es que quiere que vaya a trabajar a la Cantina, y él le dice que por qué no…, el tahúr acaba entrando en relación con ella y, sin darse ni cuenta, acaba enamorándose, aunque el pistolero para quien trabaja el hermano se le presenta como rival. A espaldas de los protagonistas, sin embargo, el hermano está tramando con el ladrón de diligencias el modo de desvalijar la caja fuerte de la compañía, aunque ahora el protagonista ha sido contratado para defenderla.   Cuando la raptan a ella y el protagonista va en su busca, acaba prisionero de la banda en un refugio del que logra huir con ella, aunque siendo perseguido por el atracador. Y en ese momento es cuando entramos en una dimensión fordiana de la historia que nos deja archiimpresionados, porque la persecución se adentra en un desierto inhóspito en el que acaban enfrentándose, e hiriéndose, ambos hombres. Con un solo caballo, en el que se va la protagonista, los dos hombres hacen su camino a pie. Mientras, el amigo y un guía indio han ido en su ayuda. A los cuatro les pilla una tormenta de arena frente a la que se protegen expeditivamente. Los jinetes, echando al suelo las cabalgaduras y tapándose para evitar la asfixia de la arena; los otros dos, uno de rodillas, metiendo la cabeza bajo el sombreo y el otro, sin fuerzas, queda expuesto boca arriba a la dureza extrema de la tormenta. Este último muere, por supuesto, pero el indio y el amigo llegan a tiempo de rescatar al protagonista. Se trata de unas escenas impecables, hermosas, en las que la potencia de la naturaleza, como en otras películas de Ford, consiguen unos efectos visuales que impresionan.
         Algo parecido ocurre en la última e incompleta que traigo hoy a mi Ojo, La jornada de la muerte. Ambientada en Canadá y en las zonas heladas del norte del país, el clima y la naturaleza adquieren un valor protagonista que incluso da título a la película en español, que no en inglés. Un hijo, Tom Mix, la celebérrima estrella de toda una época del cine usamericano, le da a su madre una carta de su otro hijo, un aventurero en el norte de Canadá, un buscador de oro que ha hecho fortuna, pero a quien, con un plan maquiavélico, quieren desposeerle de la propiedad de la mina. Al llegar adonde cree que se halla su hermano, se encuentra con que su hermano ha fallecido y con que, un condenado a muerte a quien él ha intentado salvar la vida, es el asesino de su hermano. La sentencia de muerte consiste en echar al condenado, en el duro invierno del norte de Canadá, a vagar por la naturaleza hasta que esta acabe con él. Cuando el hermano llega al lugar donde pretende encontrarse con su hermano se encuentra con una chica a la que pretende regalarle un gorro que toma por equivocación de una nativa inuit a quien, en una escena hato jocosa, le cambia el gorro por un estuche de afeitar. Más adelante, el condenado a muerte divisa una campaña en el bosque y entra a pedir auxilio, El protagonista quiere dárselo, pero los dueños de la cabaña se lo niegan, porque quien ayuda a quien ha de realizar «el camino de la muerte» será condenado a hacerlo con él. Es lo que le ocurre al protagonista. En compañía del socio del hermano, quien le jura y perjura que la muerte de su hermano fue un accidente, que él no lo mató, ambos han de enfrentarse al desafío de su muerte en la naturaleza inhóspita. Antes de iniciar el camino, el desfalcador que ha pretendido desvalijar al hermano de su mina, quiere obligar al protagonista a que firme su renuncia a la propiedad de la misma. Tras un forcejeo, el desvalijador acaba muerto y el protagonista es acusado de asesinato. Ahora emprenderá el camino hacia la muerte no como ayudante de un condenado, sino como otro condenado más. A este respecto, el paisaje invernal, así como las canoas que les permiten desplazarse en esos terrenos por los ríos helados que los atraviesan adquieren una calidad de puesta en escena que va más allá del mero decorado. Ahí hay un personaje que, más adelante, se convertirá, por ejemplo, en el paisaje de Monumental Valley. Mientras los dos condenados intentan sobrevivir en tan adversos parajes, la enamorada acabará descubriendo cómo ambos hermanos y el socio han sido víctimas de una trampa que ella, finalmente, aunque por azar, descubre. Mientras sale en su busca con una canoa, los dos hombres sufren el acoso incluso de los lobos hambrientos, unas escenas vigorosas en las que la acción trepidante adquiere momentos inolvidables, así como otros momentos en los que el protagonista ha de lanzarse tras la canoa en la que su «enamorada» se enfrenta al pasaje de unos rápidos sin remo alguno que pueda ayudarla. Como pasó en la película anterior en la que el desierto y sus leyes se imponen a los personajes; en esta, de paisaje nevado, el espacio actúa de la misma manera frente al destino del que tratan de escapar los personajes. Es cierto que deja muy mal sabor de boca que la película acabe tan bruscamente, pero no es menos cierto que lo esencial de la misma parece haber sido contado, ¡y con qué brío!
         Sigo adentrándome en la obra ciclópea -y no lo digo por un parche que en modo alguno escondía tortedad alguna- de Ford y, de momento, ni siquiera los documentales de cariz propagandístico me han decepcionado. Sigo.

viernes, 12 de junio de 2020

Un sucinto apunte sobre las últimas series vistas…

La vuelta al folletín, ahora visual, en tiempos de recogimiento forzoso…


Pues sí, aunque parezca mentira, en este Ojo Cosmológico también hay un amplio rincón para ese fenómeno de nuestro tiempo que son las series, y al que no puede cerrarse, sin quedar, por ello mismo, desterrado del panorama audiovisual contemporáneo. No soy un entusiasta del género, por descontado, y reconozco, por mi experiencia con Mad Men (HBO) y con Homeland (N) que no entro a ver ninguna serie que no esté completa o que, en su nueva modalidad, tenga temporadas completas que puedan verse de forma independiente de su posible continuación como tal serie. 
Al principio, como me pasó con Mad Men (HBO), A dos metros bajo tierra (HBO),  The Wire (HBO), Carnivàle (HBO), Los Soprano (HBO) o True Detective (HBO) solía comprar las series por temporadas completas, porque ni tenía una televisión con conexión a internet, pero se dilataba, a veces, tanto la aparición de las nuevas que me desesperaba. Ahora, sin comprarlas ya en vídeo, me ha sucedido algo semejante con Homeland (N), cuya última entrega se ha hecho esperar casi dos años…
Lejos, en el tiempo de la televisión única, queda el recuerdo de las grandes series que jalonaron mi vida, desde Los Monsters hasta Yo, Claudio, pasando por El detective cantante, Los intocables o Los gozos y las sombras…, por poner ejemplos que están en la memoria de todos cuantos «nacimos» a la realidad pegados ya a la pantalla del televisor desde edad tan temprana como los 9 años, acaso, sin ningún género de dudas, la primera generación totalmente televisiva de la sociedad española.
Cabe decir, de todos modos, que ninguna serie, por bien hecha que esté y por mucho interés que me despierte, puede competir con el estremecimiento estético que me produce el descubrimiento de ciertas obras maestras del cine, sobre todo de la época muda, aunque estoy abierto a todas las revelaciones en cualquier momento. Aún recuerdo el deslumbramiento que me produjo no hará mucho el Satiricón, de Fellini o, recientemente, The Party, de Sally Potter, por no remontarnos a los clásicos de Ozu o Ford.
Con todo, yo he venido aquí, hoy, a hablar de las últimas series a las que me he asomado con un interés que ha ido creciendo a medida que las veía, del mismo modo que he visto muchas otras de las que el desinterés me ha apartado a los pocos episodios, como Peaky Blinders (N), Sex Education (N) o Derry Girls (N), por poner algunos casos conocidos.  En este apartado de las «abandonadas» me atrevería a meter una de las vistas muy recientemente, Unorthodox, sobre una joven judía crecida en la secta jasídica de Nueva York a quien, poco a poco, se le va imponiendo, tras su boda insatisfactoria, el sentimiento de que vive «secuestrada» y se empeña en dar todos los pasos para salir de ese mundo cerrado en el que las mujeres actúan, básicamente, como meros agentes reproductores, un poco al estilo de El cuento de la criada, serie que no he querido ver, después del desencuentro con la historia a raíz de la película fallida de  Volker Schlöndorff, El cuento de la doncella. En Unorthodox hay un valor documental innegable, el de ofrecernos la vida por dentro de la secta, pero entre que la actriz pone de los nervios, su ingenuidad vital resulta ofensiva y sus aspiraciones desde la carencia absoluta de formación irreales, la aventura va discurriendo contra el descrédito constante del espectador. Si la meto aquí, entre las «abandonadas» es porque el éxito de la primera temporada augura una segunda inminente, que no veré, claro. Ya se advierte, imagino, que en esto de las series los factores arbitrarios en el juicio crítico son aún más fuertes que en las películas, pero, a diferencia, de en el mundo de la cinefilia, la seriefilia se mueve más en el terreno de los fans acríticos.  Como alterno entre Filmin y Netflix -y desde hace poco con Movistar, de la cual solo he visto una- pondré entre paréntesis (F) o (N) para indicar su pertenencia a una u otra plataforma.
Sin orden ni concierto, sino al puro azar del momento, es decir, sin que este orden aleatorio indique jerarquía alguna, me permito empezar por una serie The Crown (N), que empecé a ver con toda la renuencia del mundo, solo por complacer a mi Conjunta, y que fue despertando en mí un interés histórico y biográfico más que notable. Me parece una de las series más completas que he visto en los últimos tiempos. Ignoro su repercusión en Gran Bretaña y el impacto que habrá causado en “La empresa”, como llaman sus miembros al negocio patriótico de la Corona, pero he de confesar que personajes tan planos como hasta esta serie me parecían Isabel II, El duque de Edimburgo o el príncipe heredero, Carlos, por ejemplo, han asumido una dimensión biográfica en esta serie de tal complejidad que forzosamente te obliga a ver con otros ojos, a veces con los del asombro, otros con los de la piedad, otros incluso con los del afecto o la compasión, esas figuras destacadas contra un fondo institucional capaz de destrozar la vida de quien ose oponerse a los altos designios de la institución que ha de prevalecer sobre quienes ocupen tan alta  responsabilidad. La historia familiar del Duque de Edimburgo, por ejemplo, su dura educación; la historia de su madre, considerada una perturbada mental y apartada de la familia en Grecia… son partes memorables de un fresco histórico en el que se ventilan historias personales de profundo interés dramático. No, no vienen de Lady Di, los males impopulares de la Corona, sino de mucho antes; tanto como de cuando la crisis entre la reina Isabel y su marido, Felipe, permitió que fuera noticia pública el rumor de su inminente divorcio. Vi con mi Conjunta el final de Downton Abbey (N), que ha hecho mundialmente famosos a sus intérpretes y que incluso ha dado pie a una larga película, y algo de esa excelente factura «británica» para las series hay en esta magnífica, cuyos modernos enfoques histórico -el capítulo de los diversos Prime Ministers con quienes tiene relación la reina es uno de los aciertos de la serie- y biográfico, evitando cualquier censura o hagiografía extemporáneas, otorgan una solidez a la serie que por fuerza ha de satisfacer al más crítico de los espectadores. Altísimamente recomendable, by the way.
Quizás debería haber empezado esta crónica de visionados con Homeland (N), porque, tras haber visto todas sus temporadas en forma de maratón, que es la única forma apropiada para ver series como Breaking Bad (N), por ejemplo, a la que considero una película aristotélica de 46 horas…, la última se ha retrasado casi dos años de espera impaciente; y aun esta se ha partido en dos entregas entre las que también han pasado sus buenos meses. No estaba muy motivado para verla, pero qué duda cabe de que la política de espionaje usamericana está retratada en esta serie sobre agentes de la CIA con una fidelidad extraordinaria; tanta, que las últimas noticias reales sobre el enfrentamiento entre Irán y el gobierno usamericano de Trump me parecían avances de los últimos episodios de la serie. Los dos personajes principales, Saul Berenson y su agente «especial», Carrie Mathison, consiguen volverse «entrañables» para los espectadores, quienes seguimos los muy variados lances de su condición de caballero y señora «de Fortuna», con el corazón encogido. Y llega un momento en que ni siquiera el radical abuso del intervencionismo usamericano en el mundo nos aparta de ese temor por el destino de los dos agentes, siempre pendientes de que su vida penda, valga la redundancia, de un hilo. Hace poco, Savater expresaba su desilusión por el final de sus aventuras y la soledad en que le dejaban. Es cierto que el final es tan abierto que incluso, de aquí a unos años, pudiera rodarse una continuación, pero bien está como ha quedado, aunque cualquier final, por bueno que sea, deja siempre, si no es la muerte irrevocable, un poso de insatisfacción o de contrariedad. La protagonista de la serie padece bipolaridad, y estoy convencido de que esa condición habrá contribuido, al menos en el caso de esta dolencia, a combatir el estigma social que domina en nuestras sociedades frente a los trastornos mentales de carácter relativamente leve, como es la bipolaridad si diagnosticada y tratada a tiempo. Que lo padezca una especie de superheroína humanísima, fuerte como una roca y tierna como una adolescente enamorada, habrá hecho mucho por la causa de hombres y mujeres que conviven con ese trastorno. La fidelidad a las fuentes es tan extraordinaria que se representa uno enseguida la perfección con la que trabaja el espionaje usamericano, si bien comprende, al mismo tiempo, los impedimentos políticos que condicionan su desarrollo. La serie está llena de historias sorprendentes e incluso cuenta, con una verosimilitud total, la efímera presidencia de la primera mujer en la Historia del país. ¡Qué capacidad de convicción, la de los experimentados guionistas de la serie! No hay historia que no aceptemos a pies juntillas y que, además, sigamos con una entrega total a los destinos de los personajes que las pueblan. Me han molestado tanto los compases de espera, que no descarto, así que pasen cinco años, volverla a ver en una maratón de tres capítulos diarios. Hemos visto a Claire Danes en una película sobre un hijo con problemas de indefinición sexual, A kid like Jakes, de Silas Howard, pero le va a costar mucho ser aceptada como alguien distinta de Carrie Mathison. Son los pros y los contras de las series. Lo mismo le podría haber pasado a Tatiana Maslany, multipersonaje de Orphan Black (N) -que figura entre las series «abandonadas», y a quien vimos, muy distinta de su serie, en La dama de Oro, de Simon Curtis. Sobre El método Kominsky ya me explayé en una crítica hecha en este Ojo, y a ella remito a los interesados, aunque reitero aquí mi complacencia con una serie para «jubilados» en la que la vejez, sus achaques, ridiculeces y neuras, es objeto de crítica mordaz e inteligente. Cuenta, además, con dos interpretaciones de categoría, la de Aaron Arkin y la de Michael Douglas. Como gira en torno a un productor de cine jubilado y viudo reciente y a un actor fracasado que triunfa con su escuela de actores, son muy frecuentes las alusiones a un mundo en el que ambos actores han vivido siempre intensamente.
En el capítulo de las series españolas, he visto tres de muy diferente catadura. El sabor de las margaritas (N) es una serie gallega de investigación criminal en una pequeña localidad del interior. Los personajes centrales pertenecen a la Guardia Civil y la investigadora se presenta como una de las piezas del puzzle que ha de ser resuelto por ella misma y por los demás. La acción dramática progresa magníficamente y toda ella está impregnada del mejor realismo, convincente y persuasivo. Hay unos toques esotéricos que no distraen en exceso del caso, pero que sirven para que el desenlace llame mucho más la atención. La película se puede seguir en versión original en gallego, porque nada se perderán los espectadores y sí ganarán en «sabor local», un provincianismo que potencia la serie, al hacerla más cercana a nosotros. A mí me recordó mucho la extraordinaria película de Joaquim Jordà, Un cos al bosc, protagonizada por una inconmensurable Rossy de Palma también en el papel de guardiacivil
Arde Madrid (Movistar) es una miniserie centrada en la estancia de Ava Gardner en Madrid, dirigida por Paco León e interpretada por él y por una actriz en estado de gracia: Inma Cuesta. La trama de la picaresca que pretende sacar un beneficio de la cercanía a la actriz, así como un «sofisticado» plan de vigilancia de la actriz y sus fieles por parte de la Sección Femenina a través de la criada que mandan a su casa, para enterarse de los planes de los opositores al Régimen da pie a un enredo muy bien llevado, con una ambientación impecable, un blanco y negro de los mejores tiempos del cine español de los 50 e incluso con una Ava Gardner que no desmerece en absoluto de tan difícil papel. El «matrimonio» del pícaro con la criada falangista es una muestra del mejor esperpento nacional, así como la relación del chófer con el gitano y sus trapicheos de medio pelo. La serie enlaza, a su manera, con aquella vieja y excelente película, Truhanes, de Miguel Hermoso, con unos inolvidables Arturo Fernández y Paco Rabal, y con otra serie, Juncal, que no vi, salvo esporádicamente, porque me cargaba hasta la náusea el personaje que Paco Rabal bordaba, como todo lo suyo
Finalmente, la muy celebrada La casa de papel (N) -y anticipo que no puedo soportar la figura del  protagonista «el profesor»-, que es una serie calcada de una entretenida película interpretada por Clive Owen, Plan oculto, dirigida por Spike Lee. He de reconocer que toda la parte «personal» de los miembros de la banda se me hacía muy difícil de soportar, razón por la cual, a partir de la segunda temporada, y después de un trabajado pacto parlamentario con mi Conjunta, solíamos «pasar» con cámara rápida  esos «pestiños» para dar continuidad a la acción principal, dando por buenas sus exageraciones e inverosimilitudes. Solo así, he podido llegar a ese punto en que el protagonista parece acorralado y a punto de perderlo todo en que la serie se ha suspendido por el confinamiento. Como es preceptivo, acabaré de verla con la «piadosa censura» de por medio. En conjunto, me parece una extraña mezcla de ficción podemita que toma de V de vendetta, de James McTeigue, la dimensión político-populista -por cierto, las manifestaciones en los exteriores del supuesto Banco de España dan una horrorosa vergüenza ajena- y le añade el cinismo de Ocean’s Eleven, de Steven Soderbergh para confeccionar un producto que ha tenido tanto éxito como reblandecido está el espíritu crítico de los espectadores.
Capítulo aparte podemos considerar las últimas series de una sola temporada que hemos visto en Filmin, todas ellas británicas, de carácter realista, con una trama detectivesca y con unas interpretaciones muy del gusto de las tradicionalmente bien consideradas, como son las de la escuela británica de interpretación, que nos ha dado joyas como Retorno a Brideshead, Yo, Claudio, El detective cantante o cualesquiera otras que cada uno puede aportar desde su agradecida memoria, sin despreciar Los Roper o Sí, Ministro, por supuesto. Están, al menos tres de ellas, como cortadas por el mismo patrón: una pequeña localidad; personajes que se conocen; dramas que incluyen alguna muerte trágica y no pocas pasiones humanas que se muestran en escenarios de singular belleza. Me refiero a series como The Bay(F), El incendio(F) o Deep Water(F), todas ellas entretenidas y de muy cómoda visión, porque giran alrededor de la vida en comunidad y nos muestran la vida cotidiana de buena parte del pueblo británico, con su diversidad de acentos incluida y sin escatimar las miserias y las grandezas que en esas pequeñas comunidades se suceden casi sin solución de continuidad, aunque tengamos la tentaciçon de preguntarnos cómo es posible que ocurran tantas cosas en lugares tan pequeños. En ese punto, sin embargo, recordamos una olvidadísima serie de RTVE, Plinio, ubicada en la localidad de Tomelloso y donde suceden más crímenes que en todas las anteriormente citadas. Fue una serie dirigida por Antonio Giménez Rico, con guion de José Luis Garci y con una interpretación fastuosa de Antonio Casal, como Plinio.  Quede aquí, pues,  consignada la reivindicación necesaria. 
Otras series, sin embargo, tiene más serias aspiraciones, como Doctor Foster(N), quizá, a fuerza de su tremendo descenso a los abismos de las pasiones destructivas, la más notable de todas, una serie escalofriante que nos sumerge en el proceso destructivo de un matrimonio que se divorcia sin el talismán del «de mutuo acuerdo», lo que nos lleva a  un exhaustivo análisis del divorcio y el odio que puede generar en quienes son abandonados y en quienes, por otra parte, no acaban de entender que hayan deshecho la vida de otra persona. La perversidad de los personajes alcanza tales cotas de inhumanidad que al llegar al final de las dos temporadas, tanto mi Conjunta como yo nos asustamos de pensar que «eso» pudiera tener una continuación, aunque ahí está, en medio, el hijo de ambos que daría pie…¡ni queremos pensar bajo qué nuevas ominosas crueldades! La protagonista, Suranne Jones, galardonadísima por esta creación, ofrece un recital interpretativo memorable. 
Otra serie con mayores aspiraciones es La víctima (F), Se trata de una serie dramática que gira en torno a la sed de venganza de una enfermera cuyo segundo hijo fue asesinado por una persona que, tras cumplir condena, sale en libertad con la identidad cambiada para poder desarrollar una nueva vida. Como la sed de venganza de la madre es insaciable, desde que le llega el «soplo» de que el criminal se ha instalado en la misma localidad bajo una identidad falsa, todo su empeño consiste en crear una campaña de intimidación al sospechoso para conseguir llevarlo ante los tribunales para que explique lo inexplicable: por qué mató a su hijo. Otras biografías paralelas completan el intrincado nudo de suposiciones y mentiras que acaban sustanciándose en un juicio al que el acusado por la madre lleva a esta, tras sufrir una agresión vandálica, lo que levanta las sospechas de su propia mujer, quien, de repente, ignora con quién puede estar casada y haber tenido una hija… 
Finalmente, añadiré la serie Mrs. Wilson (F), construida sobre un caso de personalidad múltiple de un funcionario británico que, supuestamente, pertenece al servicio secreto y tras cuya muerte, su mujer contempla cómo se presenta ante ella otra viuda de Mr. Wilson, con sus hijos. Se trata, aunque parezca una ficción, de la autobiograf-ía de la abuela de la actriz Ruth Wilson, a quienes los aficionados a las series habrán visto en una pasable, Luther, y en otra que es un pastelón insufrible, The Affair, con un insoportable y ridículo Dominic West, el archicelebrado protagonista de The Wire. Ruth Wilson se mete en la piel de su abuela y nos ofrece un auténtico recital interpretativo en una historia llena de sorpresas y cuya realidad objetiva nos sorprende muchísimo más que la más retorcida de las ficciones que nos pueda ofrecer Black Mirror, una serie premium que nunca deja indiferente al espectador, desde luego. La ambientación y el sesgo psicológico de la historia se conjugan para ofrecernos un típico producto BBC, por ejemplo, cuyas series siempre han tenido el aval de producto perfectamente acabado. De todas estas series que voy comentando, uno de sus principales alicientes es la brevedad, que no se alargan en temporadas tras temporadas con el único fin de retener cuota de pantalla y los ingresos correspondientes.
Mindhunter (N) es una serie a medio ver, porque vi la primera e increíble temporada, por la recomendación de mi amigo Joselu y, al abrir el primer capítulo, por la sorpresa de encontrar a David Fincher detrás del proyecto, una garantía casi absoluta. El planteamiento de la serie, la investigación psicológica de las motivaciones de los asesinos en serie no solo es original, sino que da pie, a pesar de su aparente sencillez, a una suerte de subgénero policial, como lo podría ser, por ejemplo, las centradas en los investigadores de los «asuntos internos», y cuya «necesidad» no es en modo alguno algo obvio para las autoridades. La galería de asesinos es tan variada como inquietante y la serie logra crear en torno a ellos un halo de terror y de reacciones imprevisibles que pueden llegar a poner en juego, como lo hacen, la integridad física y psicológica de los investigadores. La sobriedad de la serie remite a la estética de su película Zodiac y la aparición estelar entre los «malos» es la de Charles Manson, unos capítulos espectaculares. A modo de anécdota diré que en la película de Tarantino sobre el asesinato de Sharon Tate, el actor que interpreta a Manson aparece apenas en un plano porque tenía un contrato en exclusiva con la serie, donde tiene el destacadísimo papel que su absoluto parecido con el asesino le permite realizar. Un día de estos, a la que las películas y las lecturas me den un respiro, me sentaré para ver de un tirón la segunda temporada ya disponible.
Mi experiencia lectora con las trilogías, tiene un paralelismo con las series en un título, El señor de los anillos, que se fue publicando a medida que iban traduciendo los tres volúmenes, con la consiguiente espera entre cada uno de ellos. ¡Nunca se lo perdonaré a la editorial Minotauro, pueden creerme! ¡Seis meses yendo cada semana a mi librería a preguntar si ya había salido un libro tan singular, aun a pesar de su diferencia abismal, como Los viajes de Gulliver, por ejemplo!
Supongo que alguien se puede preguntar, con total pertinencia, de dónde se saca el tiempo para ver cuanto este Ojo ve y para leer cuanto el Artista desencajado lee, sin que, por ello, se haya de suspender la vida corriente, ¡y mucho menos la atlética!, pero esos son secretos que algún día debería escribir en un Manual de uso y abuso del Tiempo, o ansí.