viernes, 31 de julio de 2020

«Peregrinos» y «El prisionero del odio», de John Ford, «master and commander» de un arte inigualable.


Un curioso melodrama con abundante humor fordiano y una revisión histórica interesada de un cómplice del asesinato de Lincoln: dos joyas anteriores a La diligencia

Título original: Pilgrimage
Año: 1933
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Barry Conners, Philip Klein (Historia: I.A.R. Wylie)
Música: R.H. Bassett
Fotografía: George Schneiderman (B&W)
Reparto: Henrietta Crosman, Heather Angel, Norman Foster, Lucille La Verne, Maurice Murphy, Marian Nixon, Jay Ward, Robert Warwick, Louise Carter, Betty Blythe, Francis Ford, Charley Grapewin, Hedda Hopper, Frances Rich.

Título original: The Prisoner of Shark Island
Año: 1936
Duración: 95 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Nunnally Johnson
Música: Louis Silvers
Fotografía: Bert Glennon (B&W)
Reparto: Warner Baxter, Gloria Stuart, Joyce Kay, Claude Gillingwater, John Carradine, Douglas Wood, Harry Carey, Francis McDonald, Frank McGlynn Sr.

De nuevo dos películas de las que ni había oído hablar me han supuesto dos descubrimientos emocionantes y deslumbrantes, dos muestras acabadas del arte granado de Ford cuando estaba presto a entrar en sus dos décadas prodigiosas, los 40 y los 50. En mi afán de exhaustividad respecto de la obra de Ford ya he ido mostrando algunas películas de interés superlativo y en las que el genio del cine, con su magnificente naturalidad, como si no estuviera haciendo nada del otro mundo, nos ofrece un abanico de recursos expresivos que acabarán conformando un estilo archirreconocible y sin par. El programa doble de hoy es una muestra de ese dominio del lenguaje cinematográfico que tenía Ford y que nos permite ver sus obras con la seguridad de que algo interesante va a contarnos, y de que lo va a hacer con algunas sutilezas que requieren nuestra entregada atención. Las dos películas son muy diferentes, lo que demuestra, por si hiciera falta probarlo, la versatilidad de un artesano que, a fuerza de humildad, se encumbró en lo más alto del Séptimo Arte.

Peregrinos es un melodrama salpicado con mucho humor que tiene un comienzo romántico impresionante, con unas secuencia líricas nocturnas con una luz tamizada que crea el efecto de ver las escenas tras una gasa. Un joven, a quien su madre controla con férrea disciplina, porque supone la ayuda principal para sacar adelante el rancho en el que ella ha trabajado como una mula para criar sola a su hijo, se enamora den una vecina que no le gusta a la madre, porque la considera una mujer de una clase inferior a la de su hijo. Teniendo en cuenta que el hijo desobedece a la madre, porque planea una fuga con su amante, la madre lo alista en el Ejército para luchar en Francia durante la Primera guerra mundial. El, que quiere a toda costa salir del pueblo, no lo ve mal, pero cuando el tren en que viaja hacia su destino hace una parada de tres minutos en Three Cedars, su pueblo, tiene una entrevista con ella y le revela entonces que está esperando un hijo. Él quiere quedarse para casarse con ella y luego volver al Ejército, pero no lo dejan. Los planos convincentes de la guerra de trincheras en Francia dan lugar, mediante una elipsis, a la muerte del joven que el alcalde de su pueblo le transmite a su madre. Esta, la clásica mujer fuerte que no cede a sentimentalismo ninguno, reúne, sin embargo, tras haber roto en varios pedazos la única foto de su hijo, los fragmentos de la misma y los contempla transida de dolor, aunque en la vida cotidiana no reconoce a su nuera ni mucho menos a su nieto. Más adelante se organiza un viaje de madres con hijos perdidos en el frente francés para ir a rendirles homenaje a sus tumbas. Esa expedición, a la que la madre se niega a ir, si bien la convencen porque es la madre del único «caído por la patria» en el condado, supone un giro de 180º en la película, porque, a pesar de la emotividad de fondo que supone la expedición, hay una dimensión de comedia costumbrista, las mujeres sencillas en contacto con Francia y con el agasajo de las autoridades que descubren entre ellas nexos de contacto que les permiten sobrellevar el viaje. En él, la madre altiva tendrá una experiencia que le trastocará todos los esquemas, y que quizás sea muy rebuscada, argumentalmente, pero, emocionalmente, es muy eficaz. Antes de iniciar el viaje, cuando está instalado en el compartimiento del tren, la no nuera y no reconocido nieto se acercan para llevarle un ramo de flores que le piden que deposite en la tumba del no marido y del padre de la criatura. Discúlpenme por revelar escena de tan exacerbada emoción, pero cuando la viuda eleva el ramo hacia la ventanilla, la toma de Ford capta la aparición de una mano con guante negro que recoge el ramo sin que, en ningún momento, se vea a la madre del fallecido, y entonces el tren arranca… Reconozco que yo la vi entre lágrimas, y que llamé, imperioso, a mi Conjunta y a mi hijo para que vieran cómo se hace “el cine”… No son las únicas imágenes que logran tocar la fibra sensible del espectador, como tampoco el desenlace, pero de eso ya se enterarán quienes lo vean, armados del clínex de rigor…

El prisionero del odio es una película histórica en su inicio, un thriller con falso culpable, en el medio, y una película del género carcelario al final. Sería muy raro pues, que a alguien no le satisficiera ninguno de los tres géneros con que Ford no transmite la peripecia de un médico que curó la pierna rota del asesino de Abraham Lincoln y que fue acusado de haber participado en el complot para asesinar al abolicionista de la esclavitud. Imposibilitado de demostrar su inocencia, el doctor es juzgado por un tribunal militar sobre cuya parcialidad evidente se advierte antes de reunirse para juzgar. La expectación con que la mujer del médico, Samuel A. Mudd sigue el juicio y la nula información que tiene sobre si será o no condenado a morir en la horca: unas secuencias espeluznantes, por cierto… crea una tensión que difícilmente nos va a abandonar a lo largo de la película, porque en cuanto el prisionero es traslado al penal de Dry Tortugas, el Fuerte Jefferson, en la película bautizado como el penal «Arcadia», al sur de Florida, en lo que actualmente es considerado un Parque Nacional, de los mejor conservados de todo Usamérica, la vida carcelaria del Dr.Mudd va a estar sujeta a mil y una penalidades que, en un ambiente de terror gótico, perfectamente fotografiado por Bert Glennon, tiene como agente de su mal a un inspiradísimo John Carradine, quien, repetirá este papel de carcelero despiadado en Hurricane, de Ford, con mayor maldad, si cabe. A medio camino entre Papillon y El conde de Montecristo, Ford nos entrega en el último tercio de la película un cine de aventuras capaz de satisfacer a cualquier espectador. No revelo lo que ocurre, porque la irrupción de un huésped inesperado cambiará completamente la vida del penal y de la mayoría de los personajes. Ford no disimula la simpatía con la vocación sudista del doctor, y su trato con los esclavos parece más humano que la propia manumisión de los mismos; pero, de acuerdo con las noticias históricas más destacadas sobre el caso, los contactos del Dr. Mudd con Wilkes, el asesino de Lincoln, fueron más allá de lo circunstancial. La visión que nos da la película es la del inocente perseguido, pero ni siquiera esta extraordinaria película «hagiográfica» logró que los tribunales usamericanos enmendaran, para bien, la sentencia que se dictó en su día, a pesar de la insistencia de la familia en esa revocación de la condena para librar el nombre de la familia de toda sombra de sospecha. Con todo, la magnífica y convincente interpretación de los protagonistas y algunos secundarios excepcionales, como Carradine, permiten ver la película con un interés que no decae en ningún momento. La recreación del asesinato de Lincoln es absolutamente modélica, por ejemplo. Mi percepción de la obra completa de Ford, cuyas etapas voy consumiendo ávidamente, me convence de estar en presencia de un genio cuyas obras mayores están, también, en sus inicios.


lunes, 27 de julio de 2020

«Ser o no ser», «Mar de fondo», «El juez Priest» y «Misión de audaces», de John Ford o la versatilidad de un genio del Séptimo Arte.




El mundo difícil del show business; el cine bélico de espías; el costumbrismo sureño épico y una extraña aventura de la caballería de la Unión…, cuatro temáticas muy diversas bajo la que alienta una cordial  mirada humanista con la que empatizamos ipso facto.

Título original: Upstream
Año: 1927
Duración: 60 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Randall Faye, Wallace Smith
Música: (Película muda)
Fotografía: Charles G. Clarke (B&W)
Reparto: Nancy Nash, Earle Foxe, Grant Withers, Lydia Yeamans Titus, Raymond Hitchcock, Emile Chautard, Ted McNamara, Sammy Cohn

Título original:  The Seas Beneath
Año: 1931
Duración: 90 min.
País:Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Dudley Nichols (Historia: James Parker Jr)
Música: Peter Brunelli
Fotografía: Joseph H. August (B&W)
Reparto: George O'Brien, Marion Lessing, Mona Maris, Walter C. Kelly, Warren Hymer, Steve Pendleton, Walter McGrail, Larry Kent, Henry Victor, John Loder

Título original: Judge Priest
Año: 1934
Duración: 81 min.
País: Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: Dudley Nichols, Lamar Trotti (Personajes: Irvin S. Cobb)
Música: Cyril J. Mockridge
Fotografía: George Schneiderman (B&W)
Reparto: Will Rogers, Tom Brown, Anita Louise, Henry B. Walthall, David Landau, Rochelle Hudson, Roger Imhof, Frank Melton, Charley Grapewin, Berton Churchill, Brenda Fowler, Francis Ford, Hattie McDaniel, Stepin Fetchit.

Título original: The Horse Soldiers
Año: 1959
Duración: 119 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: John Ford
Guion: John Lee Mahin, Martin Rackin (Novela: Harold Sinclair)
Música: David Buttolph
Fotografía: William H. Clothier
Reparto: John Wayne, William Holden, Constance Towers, Althea Gibson, Hoot Gibson, Russell Simpson, Anna Lee.

       ¡Memorable programa cuádruple de John Ford! Cada una de las películas merecería una extensa crítica individual, por supuesto, pero, en mi afán de agotar la filmografía completa del genio usamericano, me veo obligado a agruparlas en función de mis visionados, siquiera sea para dejar constancia escrita de que las he visto, aunque la verdad es que «descontarme» y tener que volver a ver alguna de ellas no dejaría de ser un enorme placer.

         Ser o no ser es una película muda sobre los entresijos del mundo del espectáculo, centrada en una pensión en la que solo viven artistas, la mayoría de ellos o fracasados o pendientes de que les llegue la oportunidad de su vida. La película tiene un comienzo realmente extraordinario, con el ensayo del número de una pareja española apasionada que es sorprendida por el marido, un lanzador de cuchillos, un número que recuerda el de El gran Flamarion, de Anthony Mann, aunque aquí es un experto tirador con pistola. Los primeros planos del coqueteo de la pareja tienen una intensidad que recuerda o acaso imita el ardor amoroso de Rodolfo Valentino, fallecido un año antes. La vida de la pensión se altera cuando un famoso representante se presenta, justo cuando están comiendo los pensionistas, y todos creen que viene en busca de cada uno de ellos. El único que sigue comiendo, sin levantarse para ver de qué se trata el alboroto, es, sin embargo, «el escogido» para representar Hamlet ¡nada menos que en Londres! Su compañero de mesa, un gran actor en las postrimerías de su vida, quien le ha enseñado sus viejos recursos, recibe la noticia casi como si ello supusiera un triunfo propio. La película sigue al actor en su viaje a Londres y nos narra cómo se convierte en una gran estrella, noticias que son recibidas con euforia por los pensionistas. El lanzador de cuchillos, ante el abandono de que su compañera de número es objeto por parte de su colega, le propone casarse con él. Ella acepta. El desenlace tiene lugar el día de la boda de estos, pero eso ya ha de verlo el espectador con sus propios ojos. Nada en esta comedia de ambiente teatral indica que sea obra inequívoca de Ford, excepto por el abundante humor con que describe el Director muchas de las situaciones cotidianas de la pensión. La vida de pensión es todo un mundo, del que en España sabemos mucho, aunque quizás no haya sido explorado como se debe; si bien cuando se ha hecho se han conseguido obras eminentes como Tiempo de silencio, de Martín-Santos, por ejemplo, en el plano literario. Las interpretaciones están a la altura de la trama y hay un punto de afectación, de sobreactuación, que nos indica bien a las claras el proceso transformador del éxito en las personas.
           
 Mar de fondo es una película bélica y de espionaje que ya se acerca bastante más al cine característico de Ford, sobre todo porque, como muchas de sus películas, es una historia «de hombres», con un papel muy reducido, pero fundamental, de las mujeres, puesto que son ellas las espías a favor, además, del ejército alemán. Un buque militar usamericano disfrazado de carguero es el encargado de detectar la presencia de un submarino alemán que está diezmando la flota aliada. Anclados en la bahía de un pueblo español no especificado, pero cerca de Gibraltar, el barco camuflado renueva sus provisiones, lo mismo que los del submarino alemán. Con un día de asueto por delante, la tripulación desembarca y se siguen las aventuras de diferentes soldados y también del capitán, quien acaba relacionándose con una turista, del mismo modo que un marinero se enamora locamente, llevado por su inexperiencia y su juventud (si es que no es esto un pleonasmo), de la cantante de la cantina donde se hospedan los militares alemanes para los que ella trabaja. Con esos mimbres, Ford nos cuenta una historia en la que los valores humanos serán determinantes para el desenlace de la misma. Las escenas de los números musicales están muy bien rodadas, y a diferencia de otras producciones, no hay un exceso de mejicanismos que rompan la ilusión de que se desarrolle en España la historia. Los extras con papel están muy bien escogidos para evitarlo. Del mismo modo que Ford parece, en la imaginería popular, un director asociado al Monumental Valley, por sus extraordinarias películas del oeste, no son pocas las incursiones marineras del Director, quien sabe ver, a la perfección, el espíritu de aventura que hay en el mar desde que la especie humana se atrevió a desafiarlo con unas maderas y unas telas como toda venéfica invención, porque el mar, en efecto, acabó convirtiéndose en un veneno para los espíritus aventureros.
       
 El juez Priest, encarnado aquí por el popularísimo actor Will Rogers, fue un personaje retomado por Ford veinte años más tarde para rodar El sol siempre brilla en Kentucky, con Charles Winninger, en su único papel protagonista, esos regalos de Ford que nos revelaban verdaderas cumbres de la interpretación. De algún modo, la segunda versión supuso un desmentido en toda regla de la supuesta complacencia con el esclavismo propio del sur que se manifestaría en esta película, en la que Hattie McDaniel, ¡cinco años antes de Lo que el viento se llevó, de Victor Fleming, que le valió el primer Oscar a una mujer negra!, tenía ya un papel espectacular. De El sol siempre brilla en Kentucky decía Ford que era su película favorita de cuantas había dirigido, y presumía -esos desplantes de los genios…- de no volverlas a ver, una vez rodadas. La secuencia en la que McDaniel y el juez se alternan cantando una canción es de lo mejorcito de la película. La presencia de Stepin Fetchit, haciendo el mismo papel que haría después en la segunda versión, que no remake, es uno de los argumentos que usaron sus detractores para acusarle de un racismo que de ninguna de las maneras, a mi entender, se ha manifestado en la obra de Ford, porque el papel poco menos que de perezoso que se confunde con el retrasado mental sacó siempre de sus casillas a la minoría negra, aunque al actor lo hizo millonario.... Otra cosa es, claro está, que Ford describa una sociedad racista, como lo es no solo la del Sur, como fue público y notorio, sino también la del Norte, como a pocos se les escapa:  ¡Y no hay más que ver Detroit, de Kathryn Bigelow para comprobarlo! El retrato apacible de una localidad pequeña en la que se vive armoniosamente y que, de repente, es sacudida por un incidente que conmociona esa pausada vida es una de las especialidades de Ford. Hay quien dice de él que es uno de los inventores del alma usamericana, y no diría yo tanto, pero sí uno de sus mejores retratistas. El juez que apura los últimos días de varias décadas como juez electo de la comunidad se enfrenta a un caso en el que, por consanguinidad con el abogado defensor, su sobrino, se ve obligado a ceder su puesto para que no sea impugnado el veredicto. Un lacónico trabajador de la villa, que parece peleado con el mundo, sale en defensa de una joven de la localidad y se ve inmerso en una pelea en la que acaba hiriendo con un cuchillo, en legítima defensa, a uno de sus tres agresores, quienes lo denuncian y lo llevan a juicio, siendo el abogado acusador quien se presenta a las elecciones para sustituir al juez Priest, desde una versión caricaturesca de la pomposidad vacía del ordeno y mando. La película, en la que se mezcla una trama amorosa y se desenlaza con una anagnórisis de manual, más un encendido canto nostálgico de las glorias de la Confederación, tiene un crescendo maravilloso que gustará, creo, a quienes captan aquel orgullo sureño de la independencia, abstracción hecha del racismo que lo constituía como estructura social básica. La relación entre negros y blancos, sin embargo, o entre algunos de ellos, tiene aquí una dimensión que no se reviste con el manto del oprobio, el escarnio y el desprecio. Recomiendo vivamente un programa doble en que se vean las dos películas con el mismo personaje entrañable, porque se habrá visto uno de los programas dobles más memorables de la cinematografía de Ford. Si después sumamos otro con La diligencia y Pasión de los fuertes, ¡el acabose!

          
           Misión de audaces es una de esas películas que los críticos consideran «menor» dentro de la obra total de un cineasta y que, con el paso del tiempo y de las generaciones de críticos, se «redescubren» y revalorizan hasta convertirse en una de las «grandes». Andan las voces críticas muy desacordes sobre el alcance de los méritos de esta película, y creo intuir que se debe a una muy particular carencia de «historia» que articule la narración. Entramos in medias res en la aventura de una patrulla de soldados de la Unión que se ha internado en territorio enemigo de la Confederación con una misión secreta: cortar una vía férrea para impedir recibir suministros a los confederados. Toda la película puede ser calificada, literalmente, de in itínere, porque el concepto de road movie tiene una connotación de lanzarse libremente al camino que esta ausente en este caso, en el que la patrulla ha de ir sorteando, en pos de su misión, los peligros de estar en territorio enemigo. Sí comparte, con las road movies, la transformación moral de los personajes, en este caso objetivada en el proceso de acercamiento amoroso que se produce entre el coronel de la compañía, un indignado John Wayne, que, a pesar de cumplir con su obligación militar, está resentido acibaradamente contra la medicina -de ahí el enfrentamiento con el doctor de la compañía, un William Holden en pleno disfrute de su veteranía interpretativa, como el propio Wayne- y contra la propia guerra, que lo obliga a destruir las vías del ferrocarril, siendo él, en su vida civil, un ingeniero que se dedicaba a construirlas. Las leyes de la guerra están siempre presentes en la expedición, y rigen la vida del grupo humano. Esa homogeneidad del mismo se complica cuando, tras hospedarse en casa de una propietaria sureña, esta espía la reunión de oficiales que se está celebrando en su casa y es descubierta por el doctor. Como el coronel no tiene otra alternativa que hacerla prisionera para no ser descubiertos, la incorporación de la orgullosa sureña y su criada -el único papel en el cine de  Althea Gibson, una tenista negra ganadora de once Grand Slam y primera mujer negra en ganar en Wimbledon- supone, de repente, un contratiempo que animará no poco la travesía tras las líneas enemigas, donde se suceden las escaramuzas, hasta llegar al lugar donde se producirá un enfrentamiento espectacular, y no poco romántico, entre las mal equipadas y desesperadas fuerzas del sur frente a los mejor preparados atacantes del norte. Convertido el Saloon en hospital, y a la vista de la devastación humana que ha provocado un ataque sudista tan insensato, el Coronel da rienda libre, en una escena muy brillante, a ese hondo y negro resentimiento que lo corroe. Se trata de un punto de inflexión en la película, que después seguirá su discurrir de un modo que no parece tener propiamente desenlace, pero ello se debe a que cada nueva escena de enfrentamiento entre los personajes: el Coronel, el doctor y la rebelde sudista, va construyendo ese desenlace que, propiamente, no corona una película rodada con un ritmo extraño: entre la huida, el ocultamiento, el ardid y el heroísmo minúsculo de cada acción que pone en peligro real de muerte a todos y cada uno de los personajes. Soy osado, lo sé, en esto de las comparaciones fílmicas, pero hallo ecos aquí de La patrulla perdida, porque nunca se sabe por dónde puede acabar atacando el enemigo; un enemigo que, además,  llevan dentro, porque la altiva mujer rebelde colabora lo suyo para ponerlos en aprietos. Si la especialidad de Ford son los conflictos morales que definen a sus personajes, y el modo en tono menor con que suelen presentarse en las escenas en las que uno menos se lo espera, Misión de audaces tiene un título épico que no se compadece con el fondo de la narración, de marcado carácter psicológico y emocional. Ford la bautizo como The horse soldiers, «Soldados de caballería», y se acerca muchísimo más al verdadero fondo de unos profesionales accidentales que saben ajustar sus conductas a códigos que constriñen, normalmente a su pesar, su conducta, y contra los que, tarde o temprano, entrarán en conflicto. Si algo particularmente me gusta de las películas bélicas usamericanas es precisamente que los mandos que son militares accidentales, porque tienen una vida civil a la que volver en cuanto acabe el conflicto, tienen una manera de ejercerlo muy alejada del fanatismo ordenancista de los militares de carrera, y de ahí la flexibilidad y la espontaneidad en el trato con los inferiores, y, sobre todo, su particular manera de impartir justicia. Insisto, está la crítica dividida, pero, en conjunto, tengo para mí que esta película merece la revisión crítica: da muchísimo más de lo que su simple estructura narrativa parece ofrecernos. No diré que hay que saber leer entre líneas, pero sí valorar la estremecedora dimensión humana de los conflictos que se nos exponen. Ford siempre sorprende, desde luego…  

jueves, 23 de julio de 2020

«Burning», de Lee Chang-Dong, sobre un relato de Murakami.


Un thriller en el que al asesino se le busca como se busca la inspiración para una novela…

Título original: Buh-ning
Año: 2018
Duración: 148 min.
País:  Corea del Sur
Dirección: Lee Chang-Dong
Guion: Lee Chang-Dong, Jungmi Oh (Historia: Haruki Murakami)
Música: Mowg
Fotografía: Kyung-Pyo Hong
Reparto: Yoo Ah-in, Steven Yeun, Jun Jong-seo, Gang Dong-won, Mun Seong-kun.

La película tiene un reclamo literario de impacto, en efecto, pero Lee Chang-Dong no se ha limitado a transcribir el texto en imágenes, sino que ha construido un thriller sobre el silencio, las limitaciones expresivas y la capacidad de observación. Lo extraordinario del caso es que dichas limitaciones del protagonista marcan el ritmo del progreso de la trama, por eso la película se extiende más allá de lo que sería conveniente y de lo que los espectadores estamos dispuestos a conceder sin comenzar a ponernos «algo nerviosos»…
Un repartidor conoce a una chica que lo invita a charlar con ella en el descanso de su trabajo, un show de animadora en un local comercial, para acabar revelándole que se conocen, aunque él no se fijara en ella en el instituto porque aún no se había desarrollado físicamente. El laconismo del joven, que parece seguir muy distraído la conversación con ella, se resuelve en una relación que se estrecha, aunque ella ha estado ahorrando para viajar a África, «el viaje de su vida», y durante el cual le pide a él que alimente a su gata, a lo que él accede, aunque, y eso forma parte muy importante de la trama, ninguna de las veces en que va a su apartamento a cumplir con la obligación logra entrar en contacto con el felino, lo cual, unido a la tendencia fantasiosa de la joven, le lleva a pensar si no se tratará de una «compañera imaginario», por más que las raciones son consumidas, de una vez para otra.
De África vuelve la joven en compañía de un joven rico con  quien ha estrechado relaciones, tanto como las había estrechado con él, y, puesta en el brete de tener que escoger, se decanta por el joven rico, quien trata con cierta condescendencia al protagonista y con cínica distancia a una joven «trabajadora» que exhibe ante sus amistades como quien ha descubierto un animal exótico.
El joven regresa a su casa a hacerse cargo de su exigua explotación agrícola, porque su padre está siendo juzgado por agresión y, renuente a pedir ningún tipo de disculpas, será condenado a unos pocos años de prisión. Aún no lo he dicho, pero desde la conversación con la joven, de quien acaba enamorándose, el protagonista confiesa que tiene el proyecto de ser escritor, pero que aún no sabe sobre qué acabará escribiendo. Le suponemos, pues, ciertas dotes de observación, análisis, deducción, etc., y, por supuesto, una capacidad emocional que, en lo poco que dura su relación con su excompañera de instituto, mezcla con un peregrino sentido del humor.
La trama comienza a “agitarse” levemente cuando su excompañera desaparece y él comienza a seguir al joven rico. Hay una rivalidad «de clase» tan evidente que bien podríamos considerar que es un tema «estándar» del cine surcoreano, una sociedad muy exigente en la que las marcas sociales del triunfo se valoran especialmente. Como el trío se reúne varias veces, para comer, visitarse -el joven rico y su ¿exnovia? pasan un día en su casa, en el campo, muy cerca de la frontera con Corea del Norte, desde donde les llegan las proclamas de la propaganda norcoreana contra sus hermanos del sur- el interés del protagonista por conocer el origen de la fortuna del joven triunfador, ligándolo, al menos en su imaginación, al tráfico de drogas o cualquier otra actividad semejante, pero igualmente lucrativa, se acaba convirtiendo en una obsesión. En la noche del día que pasan juntos en la casa del pueblo, el antagonista le revela que su afición favorita es la de quemar invernaderos, y que, cuando menos se lo espere, reducirá a cenizas alguno de esa zona donde vive el protagonista.
La aparición de una nueva joven en la vida del antagonista, de características muy similares, sociales y culturales, a la de su excompañera de instituto dispara notablemente la ansiedad del protagonista, quien, desde ese momento estrecha el cerco de vigilancia sobre él, porque ella sigue sin aparecer, aunque nada indica que no haya sido voluntariamente…
El tempo lentísimo, de Largo musical, que domina la narración, sumado al carácter retraído del joven y el esforzado ejercicio de análisis de cuanto está viviendo, nos permiten perdernos en un laberinto de hipótesis que no se concretarán en una intuición convincente hasta que… Y ahí habrá de estar muy atento el espectador, porque es una clave que pasa casi totalmente desapercibida, salvo para quien ha hecho de la observación minuciosa todo un método de análisis. De entones en adelante, no diré que el ritmo se vuelve frenético, pero, con un objetivo más claro en mente de las posibilidades reducidas, todo avanza ya hacia un final sorprendente.
La morosidad de la cámara está en relación directa con la selección de planos, llenos de sugerencia, como los de los invernaderos abandonados, por ejemplo. Claro que hay una narración clásica, secuencias narrativas indispensables para seguir la trama, pero el director manifiesta una exquisita sensibilidad para buscar planos que, dado el mutismo del protagonista, su aparente torpeza para todo, tienen un alto poder significativo, y gracias a los cuales, muchos de ellos con cámara fija, nos vamos haciendo una idea más o menos certera del mundo interior del protagonista y de cómo… Perdón, eso ya pertenece al secreto del sumario. Permanecer en la lentitud, porque esta es una virtud transfiguradora del alma, tiene su recompensa…

miércoles, 22 de julio de 2020

«Nuestro hombre en La Habana», de Carol Reed o la sátira feliz del espionaje. La primera película rodada en Cuba tras el triunfo del castrismo.



Un clásico divertido, con un Alec Guinness insuperable: Nuestro hombre en La Habana o la parodia de los espías con una excelente ambigüedad y una estética neoexpresionista.

Título original:  Our Man in Havana
Año: 1959
Duración: 111 min.
País: Reino Unido
Dirección: Carol Reed
Guion: Graham Greene (Novela: Graham Greene)
Fotografía: Oswald Morris (B&W)
Reparto: Alec Guinness, Burl Ives, Maureen O'Hara, Ernie Kovacs, Noël Coward, Ralph Richardson, Jo Morrow, Grégoire Aslan, Paul Rogers, Raymond Huntley, Ferdy Mayne, Maurice Denham, José Prieto, Duncan Macrae, Gerik Schjelderup, Hugh Manning, Karel Stepanek, Maxine Audley, Elisabeth Welch, Yvonne Buckingham, John Le Mesurier.

         Volver a los clásicos, sean literarios o cinematográficos es, realmente, una necesidad. De repente, la separación de «lo actual» permite reencontrar lo verdaderamente «nuevo», porque no hay clásico que no lo sea: un desafío a los modos rutinarios con que la modernez se disfraza de atrevimiento, cuando no repiten, en el fondo, sino los más viejos esquemas del vulgar entretenimiento. Los clásicos excelentes, además de una verdadera “nueva visión” de la realidad, llevan siempre aparejada la diversión como parte intrínseca de su propia propuesta: ¡no hay clásico aburrido, sino lector o espectador deficientemente formado!
         Basada en una novela de Graham Greene y con guion milimétrico de él mismo, supongo que gran amigo de Carol Reed, quien ya lo llevó al cine en dos ocasiones más, El ídolo caído y El tercer hombre, la primera ya criticada en este Ojo, la película tiene muchas virtudes, pero si predomina una sobre todas, ella es el finísimo sentido del humor con que se nos cuenta la aventura de un mixtificador en un terreno que, en apariencia, no da como para permitirse esas aventuras del ingenio, porque el espía contratado por el MI5, encarnado por un indescriptiblemente eficaz y simpático Alec Guinness es un caradura que finge tener una red de espías contratados para avalar los informes que regularmente envía, trámites de falsedades sin cuento, a sus autoridades insulares. Para la hija, es un escritor de fama cuyos espías son los personajes de sus obras. Para la secretaria que le ponen para ayudarle en su misión, una Maureen O’Hara algo desperdiciada en su papel, aunque eficaz como contrapunto ignorante de los tejemanejes de su eficaz espía, Jim Wormold, un vendedor de aspiradoras, cuya tienda ofrece la cobertura indispensable para sus actividades de espionaje. Si añadimos que un capitán de la policía de Batista corteja a la hija del espía, se nos cierra el círculo de una parodia en la que no falta, siquiera, un personaje como el interpretado por el magnífico Burl Ives, el Dr, Hasselbacher, íntimo amigo del protagonista y a quien el enredo sobre sus actividades acabará costándole la vida. Sumémosle la participación entusiasta de un Noël Coward, como espía que recluta a Guinness y el plantel se redondea hasta la perfección exquisita. ¡Atentos al ultimo gag de Coward en la película…!
         La trama se «dispara» cuando Wormold envía unos planos dibujados por él de lo que supuestamente son armas secretas custodiadas por el ejército de Batista, y a los que los analistas del MI5 conceden gran importancia, y de ahí el envío de la secretaria ayudante. A partir de ese momento, él mismo está en peligro, y ahí está la excelente secuencia de la convención de os vendedores de aspiradoras para darnos cuenta de ello.
La película está rodada justo después del triunfo de la Revolución Cubana, con autorización expresa del propio Fidel Castro, quien durante no pocos años jugó la baza de buscar la simpatía de la intelligentsia occidental para con su Revolución, hasta que se «abrazó» al comunismo soviético; aunque La Habana que aparece en la película es aún la de Batista, con el juego, la prostitución y la policía violenta y corrupta. Supongo que la escena inicial en la que un transeúnte grita contra el capitán de policía y es inmediatamente reprimido, sería algo así como una exigencia de los nuevos amos de la isla.
Rodar en un «plató» tan selecto como La Habana lo es -aún recuerdo el buen partido que le sacó Icíar Bollaín en Yuli- y con un blanco y negro, sobre todo en las escenas nocturnas que tanto recuerdan la estética de El tercer hombre, debió de ser un placer enorme para el Director, aunque se ha de agradecer a Oswald Morris, el cinematografista de Lolita, entre otras muchas, esa calidad fotográfica que presenta la película en todo momento. La elección de la banda sonora, con el detalle impagable de ese grupo de músicos que saluda los pasos por la ciudad del protagonista con una pegadiza canción, es un recurso cómico de excelente factura, que se suma a la naturalidad con que Guinness asume su nuevo papel de espía al servicio de Su Majestad, dispuesto a sacar el máximo beneficio a cambio de un buen puñado de mentiras que, como le sugiere su amigo el Dr. es lo único que se merece cualquier poder o gobierno en el mundo. La actuación de Guinness, impecable, me ha recordado mucho a Peter Sellers, quien hubiera cumplido en ese papel, de tener la edad del personaje, con total eficacia. Curiosamente, nunca había visto tan similares los recursos cómicos de uno y otro actor británicos.
La película está trufada de situaciones, comentarios y réplicas que muestran el excelente nivel de Green en ese dominio del wit inglés y que, a medida que los embustes del espía van creciendo más se acentúa. De las muchas secuencias inolvidables que tiene la película, prepárense los espectadores para dos sobresalientes: la convención de vendedores de aspiradoras y la partida de damas con botellines de alcohol entre el capitán y Wormold.
La experiencia personal de Green en el servicio secreto británico supongo que es base real suficiente como para que esta parodia, cuya ambigüedad se mantiene a lo largo de toda la película: en el fondo nunca sabemos si la propia parodia forma parte del juego de encubrimiento del espía, nos llegue con un fondo de verdad difícil de refutar, lo que acentúa la inteligente comicidad del enredo. Luego está la pésima educación de la hija, por supuesto, pero esa línea narrativa de la película ya merecería una crítica para ella sola…
        

domingo, 19 de julio de 2020

«El poni rojo», de Lewis Milestone sobre un relato de Steinbeck, con guion de este.



El complejo universo de las relaciones personales en el seno familiar y un relato de aprendizaje: El poni rojo o la escuela de la humildad.


Título original: The Red Pony
Año: 1949
Duración: 89 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Lewis Milestone
Guion: John Steinbeck (Relato: John Steinbeck)
Música: Aaron Copland
Fotografía: Tony Gaudio
Reparto: Myrna Loy, Robert Mitchum, Louis Calhern, Shepperd Strudwick, Peter Miles, Margaret Hamilton, Patty King, Jackie Jackson, Beau Bridges.

         La afición al cine requeriría un adelanto que los científicos aún están lejos de conseguir: que pudiéramos disponer de varias vidas para «asomarnos» a la ingente cantidad de películas rodadas desde que salieron los obreros de la fábrica…Es difícil hacer números -más que a un gobierno incompetente recontar los muertos de una pandemia- y saber de qué Amazonia inexplorada estamos hablando, pero basta asomarse a YouTube, requerir las silent movies de rigor y abrirse ante nuestros ojos codiciosos un vastísimo piélago inacabable lleno de islas maravillosas…, como la Genuine.A tale of a Vampire, de Robert Wiene, o Dante’s Inferno, de Henry Otto, recién vistas…                      
         Viene el prohemio a cuenta de una película de Lewis Milestone sobre un relato de Steinbeck  que no había leído, El poni rojo. Steinbeck es un autor afortunado en el cine, porque de sus obras se han hecho verdaderas obras de arte, como Las uvas de la ira, de John Ford, sin ir más lejos, o Al este del Edén, de Elia  Kazan, de ahí el lógico interés con que, con ritual de grandes estrenos, nos dispusimos a ver la película.
         En la órbita moral de La perla , pero sin tanta crudeza como en esta -la dureza de la vida es la primera maestra de las personas-, la narración  aborda la discreta vida familiar en un rancho en el que las nítidas posiciones de cada cual, no siempre deseadas, se cruzan en un diabólico laberinto de intolerancias que acaban descomponiendo la falsa armonía familiar. Pero esto es, en la película, algo así como una corriente subterránea que se ve como una trama paralela a la anécdota principal: el regalo de un poni que recibe el hijo de los propietarios, admirador incondicional del cow-boy que trabaja para la familia, un enigmático Robert Mitchum que borda su papel de especialista en caballos.
         La película comienza con unas imágenes que parecen idílicas y que recuerdan La noche del cazador, de Laughton, quien debió de ver en su día, con más que mucha atención, esta película.  Un gallo que saluda al día, un búho atento, un conejo despistado y un perro que sale de su caseta. El conejo se mueve, el búho, que lo observa atentamente, despliega sus caudalosas alas y se pierde tras la loma detrás del conejo, de quien se oye su último y agudo chillido, momento en el que el perro se vuelve a meter en su caseta con un quejoso gañido. Y para quien sabe «leer» las imágenes en esa escasa ambuesta de ellas se contiene toda la película. Y, en efecto, seguirá esa línea narrativa sin apartarse ni un jeme.
         Criarse en un rancho, por más que los padres le recuerden a un  niño que el futuro está en la escuela y en los libros y junto a otros niños como él con quienes socializará a través del enfrentamiento, el placer y la humillación, no es cosa fácil: son tantos los atractivos de la vida «natural» frente a la  «abstracción» del trabajo intelectual que, al final, hasta los padres claudican y deciden, con buen criterio, que el niño aprenderá lecciones inolvidables en su estrecho acercamiento a la vida animal.
         La llegada del abuelo, un viejo «veterano» de la conquista del oeste, que repite hasta la saciedad una y mil veces las mismas aventuras, para desquiciamiento del yerno, pero no del nieto, introduce un factor de incomprensión entre los cónyuges que regentan el rancho y que llevará, incluso, a su separación física, una de esas habituales crisis matrimoniales en las que lo que se le plantea al marido es saber cuál e su lugar en el mundo y si quiere lo que tiene en vez de tener lo que no sabe si quiere. No es un conflicto trivial, y los actores, con una Mirna Loy excesivamente hierática y matriarcal y un secundario eficaz como Shepperd Strudwick excesivamente pasivo ante la usurpación inconsciente de su figura paterna por parte del cowboy que les lleva el rancho.
         Enseguida, no obstante, la trama se centra en la relación del niño con el poni que le regalan y las muy serias dificultades que encuentra para poder «docilitarlo» y poder exhibirse con él para envidia de sus compañeros de escuela, entre los que se encuentra un diminuto Beau Bridges, en su primera aparición, si no estoy mal informado, en la pantalla grande. No es fácil conseguir que los caballos, sean ponis o grandes, te obedezcan. Si el animal, además, por una imprudencia, pasa la noche de tormenta bajo la lluvia fuera del establo, la cosa se complica seriamente, y ese proceso biológico de la enfermedad del poni va a determinar el devenir de la trama. Me abstengo, pues, de insistir sobre ella, sobre todo porque los diferentes giros argumentales que nos ofrece la narración, manteniendo siempre nuestro interés es uno de los alicientes de la película.
         Cinematográficamente, está claro que el principal punto fuerte de la película es el uso del color, ¡exquisito! Si a la calidad del color le acompaña una iluminación soberbia, tenemos una fotografía que le da un relieve extraordinario a los planos. Un rancho puede parecer un marco imitado, pero Milestone sabe sacar petróleo de los diferentes escenarios: las cuadras, la cocina-comedor, el porche, el camino de la escuela, la propia escuela, en la que hay una secuencia extraordinaria con otra secundaria de lujo como maestra: Margaret Hamilton, de inolvidable aparición, entre otras, en El mago de Oz, como la «Malvada bruja del Oeste». Todas las interpretaciones, incluida la del debutante Peter Miles, cuyo nombre artístico, Miles, se lo puso en honor del Director, redondean una película que no es lo que parece y que parece siempre lo que los buenos veedores saben identificar como sustantivo.

sábado, 18 de julio de 2020

«La hija del pecado», de Lewis Allen o las leyes de la genética.



Un modesto thriller de serie B con estrellas de relumbrón y un guion de Robert Rossen…

Título original: Desert Fury
Año: 1947
Duración: 96 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Lewis Allen
Guion: A.I. Bezzerides, Robert Rossen (Novela: Ramona Stewart)
Música: Miklós Rózsa
Fotografía: Edward Cronjager, Charles Lang
Reparto: John Hodiak, Lizabeth Scott, Burt Lancaster, Wendell Corey, Mary Astor, Kristine Miller, William Harrigan, James Flavin, Jane Novak, Anna Camargo.

         De hecho, ahora mismo tendría que estar haciendo la crítica de una película, El poni Rojo, de Lewis Milestone, que vi ayer y que me dejó un grato sabor de boca. Luego me pondré con ella. Rescato ahora, sin embargo, porque en la búsqueda de película en Filmin tropecé con ella, esta modesta película sin aparentes pretensiones que se acaba convirtiendo en un eficaz melodrama en el que se barajan fuertes pasiones que arrastran a los personajes hacia destinos insospechados.
La presencia, no diré anecdótica, pero casi, de Burt Lancaster en su tercera aparición en pantalla contribuye notablemente a darle a la película la dimensión que realmente tiene, porque, aun planteada como una película sin ambiciones, lo cierto es que el excelente guion de Bezzerides y Rossen nos va permitiendo entrar en una psicología, la de la protagonista, la bellísima LizabethScott, reina del cine negro usamericano, que se mueve entre la obediencia y la rebeldía a su madre.
La madre regenta una casa de juegos y burdel de la que mantiene apartada a su hija, a quien obliga a estudiar para no relacionarse de ninguna de las maneras con ese mundo en parte depravado. A la hija, sin embargo, le interesa mucho ese mundo y muy poco los estudios. Ella y el sheriff, encarnado por Burt Lancaster, tienen una buena relación que bien podría convertirse en noviazgo, pero la posición social de él no lo avala ante la madre.
A la pequeña ciudad, alzada en medio del desierto, llega un forastero con aire de mafioso y maneras de seductor que no tarda en tirarle los tejos a la protagonista, con quien inicia, entonces, una relación que tampoco será del agrado de su madre. A partir de la negativa de la madre y su inoperante prohibición de frecuentar a ese «sujeto», la hija se deja enamorar por él e inicia una tórrida relación peligrosa que no es bien vista por el lugarteniente del mafioso, un estupendo secundario, Wendell Corey, sobre cuya profesionalidad lo dice todo el hecho de su larga trayectoria en el cine y en la televisión tras este debut cinematográfico en el que brilla a gran altura. El lugarteniente cuida del jefe con un mimo extraordinario, como si supiera que se trata de un ser caprichoso que no mide el alcance de sus actos y que siempre acaba metiéndose en líos, como de los que parecen haber escapado ambos, al refugiarse en esta pequeña localidad. Hay, si se me permite la licencia, un sí se sabe qué de relación homosexual larvada que se manifiesta en la delicadeza con que trata a su jefe, sí, pero no menos en la férrea oposición a que una niña bonita lo relegue a una posición subalterna en su relación con  el protagonista. No es fortuito, el hecho de aparecer en ese pueblo, y la historia irá desarrollándose de tal manera que los hechos del pasado acaben condicionando los del presente, como si estuviera produciendo una repetición de los mismos hechos. Llama la atención que un actor como John Hodiak, que murió muy joven, a los 41 años, sea, junto a Scott, la estrella deslumbrante de esta película, sobre todo porque la muerte nos privó de lo que hubiera sido, acaso, una brillante carrera hacia el estrellato. En todo caso, un año antes, Hodiak había rodado ¡nada menos que con Mankiewicz!, el magnífico thriller Solo en la noche. O sea, que su proyección interpretativa era enorme.
Poco a poco se irá desarrollando una trama que esconde, en buena lógica, giros argumentales que me está vedado desvelar y que construyen una buena historia que se cierra tal como comienza, casi con el mismo plano de la carretera que lleva en el desierto a una población donde, como en cualquiera, suelen hervir las pasiones, sobre todo las del pasado…
La película tiene algo de relato sureño, sobre todo por las rígidas relaciones sociales, la hipocresía de algunos personajes y la rebelión contra las imposiciones familiares: la relación madre-hija, uno de los pilares de la película; la relación asfixiante y paternal entre el lugarteniente y el jefe o la distante y respetuosa entre la protagonista y el sheriff, quien jugará sus bazas en el desenlace de la película.  La presente es una muestra de ese nivel medio del cine usamericano que construye como nadie las historias y consigue unos visos de verosimilitud extraordinarios. No es cuestión de dineros, aunque estos ayuden, porque son multitud los ejemplos de películas «baratas» llenas de imaginación; sino de profesionalidad y algo que no se acaba de entender muy bien aquí: la «especialización». Se mire como se mire, y aunque no se trate de la «gran» película que podría haber sido, estamos ante una obra seria, exigente, atractiva y con excelentes interpretaciones: una excelente tarde de verano ante la pantalla…

miércoles, 15 de julio de 2020

«Red Road» y «Fish Tank», de Andrea Arnold o la frágil mujer fuerte frente la adversidad.



Los inicios de Andrea Arnold: El drama que despersonaliza y la adolescencia sin horizonte en un marco social degradado…

Título original: Red Road
Año: 2006
Duración: 114 min.
País:  Reino Unido
Dirección: Andrea Arnold
Guion: Andrea Arnold, Anders Thomas Jensen
Fotografía: Robbie Ryan
Reparto: Kate Dickie, Tony Curran, Martin Compston, Natalie Press, Andrew Armour, Carolyn Calder, Anne Kidd, Cora Bissett, Martin McCardie.

Título original: Fish Tank
Año: 2009
Duración: 124 min.
País:  Reino Unido
Dirección: Andrea Arnold
Guion: Andrea Arnold
Música: Varios
Fotografía: Robbie Ryan
Reparto: Katie Jarvis, Michael Fassbender, Kierston Wareing, Harry Treadaway, Jason Maza, Jack Gordon, Charlotte Collins, Brooke Hobby, Chelsea Chase.

         Sirva como homenaje a la sala Meliès de Barcelona la revisión crítica de Red road que mi Conjunta y yo vimos en esa sala en la que tantas horas de placer cinematográfico hemos vivido. En la última crítica mencionaba el Pasolini, de Abel Ferrara, que también vimos en esas salas, no solo un lugar donde recuperar estrenos que pasan a la velocidad de vértigo por las salas de estreno, sino también un centro de culto al cine, con las reposiciones de clásicos que siempre apetece volver a ver en pantalla grande. Esperamos que no tarde alguna iniciativa similar en devolvernos a los aficionados otro templo de nuestra particular religión imaginativa.
         En su momento, y ahora lo hemos constatado de nuevo, Red road fue una de esas películas que te noquean y te dejan planchado en la butaca, porque la vida de la protagonista, tristísima, con unas relaciones despersonalizadas y con un distanciamiento total de la familia por razones que no se explican hasta el final, deja literalmente al espectador en la desolación total, sobre todo por el paisaje social degradado: los espacios sucios, las casas inhóspitas, las vidas anodinas y robotizadas, los comercios miserables, y todo ello desde la profesión de la protagonista -vigilar a través de las cámaras instaladas en la vía pública si es necesaria la intervención policial urgente- que consagra la teoría del Gran Hermano, sobre todo a juzgar por la enorme capacidad de seguimiento de los ciudadanos que el sistema permite.
         El silencio, la rutina, y el desapasionamiento de la protagonista lo ocupan todo hasta que, de repente, advertimos que alguien le llama poderosamente la atención en las pantallas que controla, tanto como para iniciar un seguimiento de sus pasos que la lleven a identificarlo positivamente como quien ella cree que es. A partir de ese momento todo gira en torno al objetivo persecutorio, como si ella se hubiera trastornado por alguna razón que no acaba de declararse y que solo aflorará hacia el último tercio de película, La progresión es lentísima, pero, por el camino, indirectamente, por el contacto con el suegro, deducimos que ha sido victima de un acontecimiento trágico que le ha cambiado la vida, que se la ha destrozado, vaya… Cuando, más adelante, la vemos meterse en la cama con dos urnas funerarias, sabemos ya que ha perdido a su marido y a su hija. ¿Qué relación tiene el «sospechoso» con esa pérdida trágica es algo que se irá conociendo, también, muy poco a poco y todo ello inserto en un plan de venganza cuyos extremos ignoramos hasta que, de una forma harto ambigua, lo vemos, atónitos, desarrollarse ante nuestros incrédulos ojos? El drama es potente, e incluso desgarrador, ya lo aviso, pero está muy bien llevado por una directora que ha sabido desarrollar la historia a partir de unos personajes «facilitados» por Lone Scherfig, la autora de An education o The Riot club.
         La historia transcurre en Escocia, y la visión de una comunidad degradada económicamente está siempre presente. Desde esta perspectiva, es inevitable relacionar estas dos películas de Andrea Arnold con el cine combativo de Ken Loach, aunque, en este caso, predomina más la línea psicológica, en la doble modalidad del thriller y el duro proceso de aprendizaje. A título anecdótico, destacaría la aparición de Martin Compston, en uno de sus primeros papeles de entidad, un actor que acaba de protagonizar la miniserie El nido, en la que está espléndido.
         Fish Tank narra la historia de una adolescente rebelde que busca, sin modelos de referencia, su lugar en el mundo. Expulsada del colegio por sus maneras violentas, tiene claro que desde sus 16 años nadie más que ella va a tomar decisiones en su vida. La vida familiar, con una madre totalmente desinteresada de sus dos hijas, con una hermana pequeña tallada en la más sólida madera de los arrieros procaces, y con sus muy escasas habilidades para poder defenderse en la vida -ella cree que puede hacerlo a través de la danza contemporánea, el hip-hop o el estilo que corresponda- la vida de la protagonista está abocada al fracaso y al duro choque con la realidad para escarmentar en cabeza propia y concluir que un mal apaño es mucho mejor que cualquier sueño imposible. Ilusionada con la posibilidad de hacer una audición para ser seleccionada como bailarina, la escena de la «prueba», que resulta ser para bailarinas de strip-tease, es desoladora y sume al espectador en la mayor de las congojas.
         La joven tiene una energía que se manifiesta en la rapidez y determinación con que camina constantemente, a lo largo de toda la película, lo cual es la mejor manera paradójica de mostrar que no sabe a dónde ir y que no tiene destino ninguno en la vida, pero va hacia el caos y la nada con una violencia que no la hace arredrarse ante nada. La madre inicia una relación más o menos estable con un joven, un casi debutante Michael Fassbender, en su tercera aparición ante las cámaras, que se introduce en la vida de la familia con una naturalidad no exenta de cierta perspectiva morbosa. Nada se sabe de él y ella cree que forma con él una pareja «estable», pero cuando empieza a insinuarse a la hija, nos tememos lo peor. Esta será quien acabe descubriendo la verdadera vida del galán que, sin embargo, aporta una suerte de figura paterna necesaria en un hogar totalmente desestructurado. De nuevo estamos en un ambiente de clase obrera marginal en unos barrios en los que apetece todo menos pasearse por o tener que vivir en ellos. El fracaso social es de tal magnitud que resulta difícil de comprender que se haya llegado a esos extremos en los que ya nada parezca que pueda hacer un estado moderno por mejorar la vida de sus administrados. La película es una historia de duro aprendizaje vital y, en cierta manera, brilla aún alguna esperanza en esa joven que en modo alguno quiere repetir el modelo materno: una eterna adolescente fracasada cuyos únicos placeres son el baile, el alcohol, el sexo y la televisión. De igual modo, en Red Road, por dura que sea la tragedia, aún es capaz de brillar, aunque amortecida, la luz de la esperanza. No deja de reconfortarnos que dramas tan intensos no sean una muestra descarnada del más desolador de los determinismos, por más que ciertas películas «sociales» tiendan a veces a transmitirnos esa nefasta insinuación.
         Tratándose de un caso límite, está claro que la actuación de la protagonista había de ser ultraconvincente, porque, de otro modo, la película no se sostendría, dramáticamente, de ninguna de las maneras. He de decir que Katie Jarvis da un recital interpretativo de primera y que tiene ante sí un espléndido futuro. A pesar de que el cabreo con el mundo es una constante, deja ver en diferentes momentos de la historia reacciones más complejas y sutiles con la misma eficacia con que se nos presenta peleada con el mundo todo.


«Welcome to New York», de Abel Ferrara, o el descenso «ad inferos» de Strauss-Kahn…



Una película con prólogo o la fría crónica de una adicción erótica tan patológica como glacial. 

Título original: Welcome to New York
Año: 2014
Duración: 124 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Abel Ferrara
Guion: Abel Ferrara, Christ Zois
Fotografía: Ken Kelsch
Reparto: Gérard Depardieu, Jacqueline Bisset, Eddy Challita, John Patrick Barry, Drena De Niro, Amy Ferguson, Paul Calderon, Ronald Guttman, Anh Duong, Anna Lakomy.

         Se nos avisa por ce y por be que la película en modo alguno responde a la realidad concreta de nadie, y, para desmentirlo, se abre con una entrevista a Depardieu, quien explica cuál es su método de actuación para «interpretar» a un político a quien desprecia, como a todos. Hecha la salvaguarda de su honorabilidad, para que no se malinterprete que haya ni una mínima sintonía con el personaje, ni siquiera una complacencia con su comportamiento, arranca una película que bien podríamos considerar entre psicológica y sociológica, según atendamos a la patología de la adicción al sexo del personaje o a la dimensión política del mismo y su desempeño como alto funcionario de un organismo internacional.
         La película pasó del estreno en el festival de Cannes al visionado doméstico, sin comparecer en las salas de cine. Habrá que ir pensando, pues, en advertir que el doble circuito ha quedado ya definitivamente establecido y que es muy posible que uno de acabe comiendo al otro. Adivinen cuál a cuál…
         Hasta confirmar que se trata del caso de Strauss-Kahn, todo parece indicar que estamos en presencia de un banquero mafioso adicto al sexo, quien «agasaja» a sus invitados con los servicios sexuales «in situ» de jóvenes contratadas para ese menester, como ocurre en una escena grotesca y chusca con unos invitados franceses que intentan cerrar un acuerdo sin ceder a la tentación del sexo gratis que les ofrece el Director.
         El hombre viaja a Nueva York desde Washington y se instala en un hotel en el que le tienen preparada una orgía sexual que se celebra siguiendo los aburridos cánones de este tipo de acontecimientos, cuyo lado más cutre y zafio tuvimos ocasión de ver cuando se publicaron las fotos de las orgías pueblerinas de Roldán y sus compinches. Aquí todo es, en apariencia, más «fino», pero, en el fondo, igualmente cutre. Más tarde, llega una pareja de mujeres con las que tiene un trío el personaje, insaciable y, también en apariencia, superdotado, sobre todo teniendo en cuenta un físico que poco ayuda a semejantes desempeños entre gimnásticos y sexuales.
         La elección de Depardieu puede parecer un despropósito, y más aún su ubérrima humanidad que se nos muestra con total desnudez, en un ejercicio de profesionalidad interpretativa que dice mucho y bueno de él. Vistas las fotos de Strauss-Kahn, he de confesar que la única diferencia entre ambos es la mirada mandrilesca y salvaje del político que a Depardieu, algo más humanizado que el político, le cuesta mucho imitar. Como se trata de un caso real, todos los espectadores están al tanto de la historia, y pocos la habrán olvidado, dado la repercusión que tuvo. Tras la orgía de la noche y cuando ya se disponía a marcharse, la entrada por equivocación, creyendo que la habitación estaba vacía, de una trabajadora del servicio de limpieza, desata el furor erótico de un personaje que se encuentra con ella al salir desnudo de la ducha. Como no podía ocurrir de otro modo, el cazador no ve una mujer, sino una «presa» hacia la que se lanza flechado para obligarla a que le haga una felación. A duras penas la mujer consigue escaparse y ahí comienza la segunda parte de la película: «el proceso judicial».
         En medio de ambas partes, y a modo de bisagra, el protagonista se entrevista con su hija para conocer al novio de esta. El padre lo pone en un compromiso porque lo que quiere saber es si folla bien con su hija… Es decir, la obsesión enfermiza del sujeto forma parte intrínseca de su naturaleza y aun en las circunstancias menos indicadas, puede dominarlo. A partir de reacciones así, entendemos el poder de la adicción y cómo una biografía puede estar determinado por un impulso. Aunque, en conversación con su culta y exquisita mujer, alega que ella, y cuantos lo rodean, conocen su «enfermedad», la llama él, la película, por el asalto a la camarera y por otro retrospectivo en Francia a una periodista que lo entrevista en su casa, el espectador a lo que asiste es al despliegue de la fuerza de un macho desatado para forzar a una hembra que se ha convertido en su presa: atávico y feroz, se nos retrata en la película, por más que hubiera muchos amigos suyos que lucharan mediáticamente contra ese retrato implacable que emergió de su «caso».
         Estamos hablando no solo de un hombre enfermo, sino de un político poderoso capaz de movilizar lo mejor y lo peor -contrató a un abogado defensor de mafiosos- para escurrir el bulto de una grave acusación que hubiera dado con él en la cárcel por mucho tiempo. No hay tal «sombra del poder» flotando sobre los acontecimientos, sino «el poder» mismo actuando con total impunidad hasta que un juez estima que ha habido un serio delito y actúa contra él, con independencia de quién sea y qué cargo ostente: en aquel momento, nada mas y nada menos que presidente del FMI.
         Lo que la película sí narra con una suerte de minimalismo casi documental, dadas las largas secuencias en que se «desnuda» al poderoso, como la escena en que se ha de desnudar realmente para que los policías inspeccionen con cuidado cada una de sus prendas, tras lo cual ha de volver a vestirse, es el descenso a los infiernos de quien habitaba la gloria política máxima, casi por encima del bien y del mal.
Hay, aunque pueda sonar a disparate, un nexo entre el Pasolini, interpretado por Dafoe, y este Deveroux -cuya falso nombre no engaña a nadie, como el abogado del retratado ha demostrado al amenazar al director con un pleito por difamación-,porque, aunque de diferente naturaleza, ambos son poderosos, uno político, el otro cultural, y ambos hallan en su fuerte deseo sexual su final: en el caso de Pasolini, su propia muerte; en el de Strauss-Kahn, la de su reputación. Es una similitud accidental, porque en modo alguno puede asociarse a un intelectual honesto como Pasolini con un crapulón salvaje como Strauss-Kahn. Trato de advertir, sin embargo, paralelismos evidentes, porque es el mismo director quien se acerca a ambos personajes.
La humanidad corpórea de Depardieu es un capítulo aparte en la película, porque la repulsión casi inmediata que siente el espectador ante la desbocada obesidad del actor -¡quién puede olvidar su interpretación en Novecento…!-, la aprovecha el director para con planos muy medidos y gestos como la dificultad de ponerse unos calcetines, por ejemplo, disociar radicalmente el deseo de su objeto y plantar ante los ojos del espectador una tesis incontrovertible: es el poder y el dinero los que mantienen una afición que no emana, como habría de ser lo suyo, del propio cuerpo. Eso sí, mujer que se cruza en el camino del «cazador» es, por definición, no una mujer, sino una «presa». ¡Hasta su propia mujer, quien, escandalizada, accede a ayudarlo, está a punto de caer en sus garras, si no llega a ser por una reacción de dignidad última que le marca la línea divisoria con «la bestia»!
La parsimonia, la frialdad narrativa, la evidencia de los delitos, el abuso de poder y la sensación permanente de que los políticos «son» una casta con un código propio permea la película de cabo a rabo, y nos convence de la necesidad de que la Justicia, como ocurre aquí, se erija en valladar infranqueable de nuestros derechos. La película se limita a plantear el caso y no lo sigue hasta el final, por ese doble retrato psicológico y sociológico que ha querido hacer el director. Pero todos sabemos cómo acabó…

lunes, 13 de julio de 2020

«Detroit», de Kathryn Bigelow, un crudo retrato del racismo.



Un guion efectivo, ultracontundente, para un retrato ajustadísimo del inmisericorde racismo usamericano, aún incomprensiblemente vigente…

Título original:  Detroit
Año: 2017
Duración: 143 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Kathryn Bigelow
Guion: Mark Boal
Música: James Newton Howard
Fotografía: Barry Ackroyd
Reparto: John Boyega, Algee Smith, Will Poulter, Jack Reynor, Ben O'Toole, Hannah Murray, Anthony Mackie, Jacob Latimore, Jason Mitchell, Kaitlyn Dever, John Krasinski, Darren Goldstein, Jeremy Strong, Chris Chalk, Laz Alonso, Leon G. Thomas III, Malcolm David Kelley, Joseph David-Jones, Ephraim Sykes, Samira Wiley, Peyton 'Alex' Smith, Austin Hebert.

         Kathryn Bigelow es una directora que no le tiene miedo a ninguna realidad, por dura que sea. Su película Días extraños, sobre las snuff movies, que supongo que algo influiría para que Amenábar rodara al año siguiente su Tesis, aunque no se puede descartar la coincidencia de motivos argumentales, desde luego. Bigelow ha cultivado el género bélico, y suya es una película de ritmo tan preciso y percusivo como La noche más oscura, y también el thriller, con Le llaman Bodhi. Con Detroit, se adentra Biogelow en el cine social de denuncia, y lo hace con una contundencia total, porque consigue transmitir a los espectadores un desasosiego creciente que se va apoderando de ellos a medida que el crescendo de la acción le va acongojando con una intensidad que deja poco espacio a la relajación o la tranquilidad.
         Las revueltas sociales que describe Bigelow en esta película se corresponden con la ola de protestas que surgió en Usamérica contra la segregación racial y la guerra de Viet-Nam, y que, con posterioridad a estos sucesos de Detroit, Philip Roth novelaría en su famosa Pastoral Americana. Bigelow se ajusta escrupulosamente a los acontecimientos históricos que se desataron, a partir de un redada en un local nocturno, unas jornadas de violencia mayores que las vividas recientemente por el caso George Floyd, y que tuvo, sin embargo, hechos similares, como los saqueos de comercios, por ejemplo. La espiral de violencia creció casi exponencialmente y hubo una disputa política entre republicanos y demócratas sobre si debería intervenir la Guardia Nacional. Al final, hasta tres cuerpos policiales invadieron la ciudad y no consiguieron sofocar la revuelta, que tuvo episodios lamentables de vejaciones y asesinatos sobre los que la película se centra con una precisión casi de documental.
         Algo de trasfondo documental quiere Bigelow que veamos en la película, porque narra los hechos con una distancia que en ningún momento permite identificaciones emocionales propias del drama, sino la contemplación atónita de unas conductas racistas que cuesta mucho creer que puedan legar a producirse de esa manera, con esa impunidad y con esa fría actitud propia de psicópatas sin el más mínimo escrúpulo. Las actuaciones son tan convincentes, a fuerza de hiperrealistas,  que cuesta trabajo disociar el personaje del intérprete, lo cual puede considerarse la mejor baza de la película. Hay, por lo tanto, caras que son el espejo del alma depravada y perversa, y en esa baza se apoya la realizadora para arrancar unos planos espectaculares del odio, de la venganza, de la violencia arbitraria, del desprecio, del sadismo, incluso, y de un poso de odio racial que es capaz de retrotraer a los espectadores a clásicos como la serie de televisión Raíces,  de Marvin J. Chomsky, John Erman, David Greene y Gilbert Moses,  la historia del famosísimo Kunta Kinte, una serie que tanto hizo, en todo el mundo, para denunciar el racismo, su origen y los métodos criminales como se llevó a cabo la saca de negros africanos para transportarlos, en condiciones peores que las del ganado, a América; o a la muy moderna 12 años de esclavitud, de Steve McQueen. Es decir, que la denuncia del racismo, llamémosle «estructural» o «constitutivo», de una minoría blanca usamericana, ha ten ido un amplio eco en todo tipo de producciones para el cine, la televisión y la literatura, por supuesto; pero lo que no ha conseguido aún, esa atención artística y mediática, ha sido erradicar semejante lacra, en Usamérica y en cualquier lugar del mundo, porque son muchos y muy diversos los racismos que pueblan el mundo.
         Confieso que he seguido la película en una tensión total, porque la directora no te da un momento de respiro, atendiendo a la vibrante atención con que sigue el desarrollo de los acontecimientos, todos ellos rigurosamente históricos, como los cartelones finales se encargan de corroborar documentalmente, algo que cualquier puede incluso buscar en internet, para cerciorarse de que no hay tintas cargadas en ninguna secuencia de la película, ni mucho menos una exageración, por lo que al desenlace de la misma se refiere.
         La vi muy poco antes de que estallara el escándalo de la muerte despiadada de Floyd, pero he dejado pasar un tiempo antes de hacer la crítica para conseguir ese punto de objetividad que me libere de las connotaciones emocionales que puede tener hacer una crítica sobre hechos tan lamentables como los que esta película describe.
         No diré que será un placer ver la película, porque para disfrutar del placer de unas actuaciones tan soberbias -¡sobre todo la de los energúmenos racistas que se convierten en protagonistas de la cinta!- se requiere un distanciamiento crítico que es casi imposible asumir. La película nos interpela directamente y nos exige una respuesta individual, aunque es obvio que la sociedad española no tiene una composición como la usamericana, pero, poco a poco, también se van extendiendo entre nosotros ciertas tendencias nada claras e intolerables hacia los extranjeros pobres que se van instalando a la búsqueda de un futuro ciertamente problemático dada la crisis económica originada por el covid19.
         La valentía de Bigelow está clara, y los espectadores intuyen hacia qué lado se decantan sus simpatías, pero ello no empece, en ningún momento, el delicado y concienzudo estudio de un caso histórico cuyo rigor defiende en todo momento la directora, y esa es una posición que la honra y que le confiere a su película una dimensión testimonial muy valiosa.