martes, 2 de diciembre de 2025

«Suzhou River», de Lou Ye y «A la deriva», de Jia Zhangke, una obra maestra y una obra en construcción.

 

Título original: Suzhou he

Año: 2000

Duración: 83 min.

País:  China

Dirección: Lou Ye

Guion: Lou Ye

Reparto: Zhou Xun; Jia Hongshen; Yao Anlian; Nai An; Zhongkai Hua

Música: Jörg Lemberg

Fotografía: Wong Yuk.

 

 








Título original: Feng Liu Yi Dai

Año: 2024

Duración: 111 min.

País:  China

Dirección: Jia Zhangke

Guion; Wan Jiahuan, Jia Zhangke

Reparto: Zhao Tao; Li Zhubin; Zhou You; Mao Cning Shun; Jianlin Pan; Lan Zhou.

Música: Lim Giong

Fotografía: Nelson Yu Lik-wai, Eric Gautier.

 

o una apasionante recreación libérrima de Vértigo en Shanghái y un intento dispar de antropología fílmica con momentos excepcionales.

 

          Nadie debe perderse esta joya que, convenientemente remasterizada, se pone de nuevo a nuestro alcance tras sus buen cuarto de siglo desde el estreno. Y sorprende la distancia, porque parece filmada ayer mismo. Como me sucede siempre que una película me lleva tras ella sin poder mantener la distancia crítica debida, nada más acabar de verla he vuelto a comenzar de nuevo, para caer en lo que había intuido: la narración es un círculo perfeto, y todo aquello que ha de ocurrir durante el desarrollo de la historia se nos cuenta en uno de los mejores comienzos de película que recuerdo: La cámara subjetiva que oculta al narrador y parcialmente protagonista de la película nos lleva en un viaje por el río Suzhou a través de las degradas zonas industriales de la ciudad de Shanghái, mientras se nos describe la vida que crece en el río y cuanto se ve desde ese lecho semoviente en cuyas paredes que lo encauzan, el protagonista va dejando, estampada,  su tarjeta comercial: fotógrafo y cineasta para cualquier negocio que quiera proyectarse publicitariamente. Se trata de un corto viaje que tiene una capacidad seductora incomparable y que, mediante una voz en off magníficamente empleada, nos va acercando hasta un club donde han requerido sus servicios profesionales y donde va a entrar en relación con la gran protagonista de la película, quien le contará una historia sobre los amores de quienes, en realidad, ocuparán inmediatamente el poderoso lugar central de la narración, cautivándonos de un modo apasionante. Sí, está claro que el uso de la cámara subjetiva, la cámara al hombro y un amour fou nos retrotraen a la famosa Nouvelle Vague, y es justo que así se considere. Pero esta hermosísima película, llena de delicadeza, de amor, de extrañeza y de cierta magia va mucho más allá de esa escuela para cruzar el Atlántico y fijarse en un la candidata perpetua a mejor película de la historia, en reñida lucha con Ciudadano Kane, de Orson Welles: Vértigo de Alfred Hitchcock. Y he copiado en el titulo el ideograma de «vértigo», ignorando que se abre con el dibujo de la escalera por la que sube al campanario de la iglesia el protagonista de la película de Hithcock, ¿no es maravillosa esta coincidencia…?

          La protagonista con la que se encuentra el fotógrafo y cineasta publicitario, trasunto seguramente del punto de vista del propio realizador, es una mujer, Meimei,  que actúa en el local nuclear de la trama encarnando a una sirena sumergida en el estanque que preside el local, llamado, paradójicamente, «Taberna feliz». La voz en off del narrador, quien, después de conocerla, vive con ella, a pesar de que sus desapariciones durante días lo vuelvan loco, nos cuenta que Meimei le contó la historia de un repartidor, Mardar, que se enamora de una jovencísima Moudan a partir de un encargo muy peculiar: transportarla en moto desde casa de su padre, cuando este recibía a sus amantes, a la casa de su tía. Memimei, impresionada por la historia de Mardar, que la confunde con Moudan, le pregunta a la voz protagonista si él sería capaz de buscarla a ella, caso de que desapareciera de su vida, como Mardar buscó a Moudan tras salir de la cárcel.

          La historia de amor entre el muy apuesto y expresivo repartidor y la Lolita con trenzas a quien ha de servir de mototaxi es una delicia que solo se complica cuando los dos mafiosos con quienes el repartidor trabaja le encargan secuestrarla para obtener un rescate del padre, que ha hecho una fortuna vendiendo vodka. Ese toque de cine negro en la trama la va a complicar definitivamente cuando, tras saber Moudan que ella solo vale cuarenta mil yuanes, que es lo que paga su padre por ella a los secuestradores, se escapa de Moudan y se cuelga de un puente del Suzhou, dispuesta a dejarse caer, al ver que todo el amor que había puesto en Mardar solo había obtenido como respuesta su activa colaboración en tan mezquino secuestro. La joven se deja caer al río y, aunque el repartidor se tira tras ella, este no logra encontrarla.

          A partir de entonces, coincidiendo con la salida de la cárcel de Mardar, comienza la búsqueda de Moudan, a quien identifica, por casualidad, con la joven Meimei. Y aquí entramos en la fase de la historia que nos recuerda constantemente a Vértigo, porque la obsesión del repartidor con que Meimei juega con él para ocultarle, por venganza, su verdadera personalidad, no lo deja en lo que resta de historia, sobre cuyo desenlace, que no es el desenlace de la película, ciertamente, nada me es dado revelar.

          El modo como maneja Lou Ye la cámara, la atención que presta al entorno ciudadano, la degradación de los espacios en lo que transcurre al acción, el inevitable desencanto vital que se manifiesta en la imposibilidad de haber ascendido socialmente y haberse tenido que contentar con ser un mero repartidor…, todo ello configura una atmósfera que nos sitúa ante una historia fatalista y hermosa a partes iguales. Lo definitivo es la grandeza de la historia de amor, absolutamente chespiriana, y la perspectiva poética desde la que se nos narra no solo su historia, sino la del protagonista anónimo y Meimei. Una complicación argumental perfectamente resuelta de forma circular, porque la película acaba como comienza, pero eso solo lo sabe el espectador si vuelve a verla, porque, ya digo, el comienzo es algo así como la semilla de toda la película, una condensación poética de toda la historia y, visto por segunda vez aún gana más, narrativamente hablando.

          Los dos protagonistas, desconocidos en su momento, pero triunfantes después, Zhou Xun y Jia Hongshen, consiguen, con una asombrosa naturalidad, atraernos, seducirnos y conmovernos, como pocas películas logran hacerlo. Las secuencias en la moto, por ejemplo, tienen toda la frescura de las mejores secuencias de Godard o Truffaut, y el doble papel que hace la actriz tiene un mérito extraordinario, porque en ningún momento somos capaces de eliminar la ambigüedad que preside el relato, lo que se agradece enormemente. Sí, ese es, también, el Suzhou, el río de Heráclito.

         

          A la deriva, título extraído de una de las canciones de la banda sonora, toda ella de mucha calidad, es un experimento formal no exento de cierta emoción, en parte al estilo de Boyhood, de Richard Linklater, pero sin una continuidad argumental que pueda seguirse al modo tradicional, porque la sutil línea narrativa que se dibuja en esta colección de fragmentos salvados por el autor de su carrera cinematográfica desde 1998, fecha de su primer largometraje, Xiao Wu, Pickpocket, supongo que en homenaje a Bresson, hasta el presente es la de una historia de amor propiamente desde la juventud hasta la avanzada madurez y decadencia, al menos de él, porque ella se nos muestra aún con suficiente vitalidad como para afrontar con cierta confianza el futuro inmediato. Con materiales de otras filmaciones, el autor ha querido ofrecernos panorámicamente la evolución de una parte de la China a lo largo de casi treinta años, acaso más. Esa evolución es, al tiempo que la de los protagonistas, la de todo el pueblo, porque hay una decidido voluntad yo diría que antropológica de mostrar al pueblo chino en su «salsa», tal y como es, sin artificios ni composturas que nos llamen a engaño. Y no se trata de un retrato complaciente, ya lo adelanto, pero, fílmicamente, sí que muy expresivo, porque la galería de personajes, de rostros, de actitudes, de acciones, de reuniones, de bailes, de celebraciones, de la pasión china por el juego, por ejemplo, son expresivísimas. Late, detrás de esa atención de primeros planos a rostros tan marcados por la existencia, una tradición soviética que debió de marcar a los cineastas chinos desde el Poder, y por la ideología compartida, con sus más y sus menos, con la URSS. Y si a ello le sumamos el montaje, que se nos presenta como primer e indiscutible factor compositivo de la película, nos orientamos fílmicamente enseguida. Lo curioso, sin embargo, es el latido occidentalizante que atraviesa toda la película, algo así como el esfuerzo occidentalizador  Japonés tras perder la Segunda Guerra Mundial. Las músicas, las discotecas, los pases de moda,  todo nos habla de un intento de desconectar con su milenaria tradición. Bueno, no todo, porque, además de esa compulsión lúdica, propia de los chinos, a la que se suman otras dos, el consumo de alcohol y de tabaco, la película nos retrata el mundo de las fratrías secretas, como a la que pertenece el protagonista, con el mismo nombre que el de su película La ceniza es el blanco más puro, que narra la historia de una mujer que se desenvuelve en ese mundo de hombres que son las fratrías, en este caso con inclinaciones delictivas, y ambas mujeres, la de esta película y la que comentamos las encarna la misma actriz-fetiche y esposa del director: Zhao Tao, un lujo de actriz, con un abanico de recursos expresivos que no necesitamos ni siquiera oírla hablar para quedar deslumbrados por su trabajo.

          Sí, por si no lo había dicho antes, la película es prácticamente muda, si comparamos los trozos hablados y los silenciosos, e incluso el director recurre a los intertítulos para dividir la película en capítulos y subrayar algunos mensajes que, por otro lado, son evidentes en la mínima trama de la película. La historia incluye en su desarrollo tres acontecimientos históricos de relieve: Los JJOO de 2008, la culminación del proyecto faraónico de la Presa de las Tres Gargantas, que desplazó a mas de millón y medio de personas que hubieron de ser realojadas en otras ciudades y, finalmente, la epidemia del Covid, 19.  Los tres acontecimientos están contemplados no desde la visión del Poder, sino desde la del pueblo afectado por ello. Y si tuviera que escoger uno de los tres, porque casi constituye en sí una película con vida propia, elegiría los movimientos fluviales de desplazamiento de las personas y abandono de sus hogares causados por la construcción de la presa. La protagonista sigue buscando a su pareja, sin que esta conteste a sus llamadas o mensajes. En una de las  doce ciudades condenada a perecer bajo las aguas del inmenso pantano, la protagonista hace un recorrido a medio camino entre la despedida y el reconocimiento en vida de la condición de resto arqueológico  que literalmente estremece. A ello colaboran, por supuesto, los bien estudiados encuadres de los rincones de esa ciudad que está siendo demolida antes de ser sepultada. Pensemos que la construcción de esa presa supuso un duro golpe para los esfuerzos arqueológicos chinos, pues se condenaban riquezas nacionales de varias dinastías.

          El contraste entre la juventud de los protagonistas y la decrepita vejez de él, que coincide con ella en Wuhan, donde se inició la pandemia del Covid 19, es de lo más llamativo de la película. Más aun la vida moderna, robótica incluida, y una de las conversaciones más emotivas la tiene la protagonista con un robot que sabe leer sus facciones mejor que el adivino que quiere leerle el futuro mientras recorre la ciudad en proceso de ser ciudad fantasma y sumergida. Ese contraste lo vimos al comienzo y se acentúa al final, y, constantemente, los planos panorámicos nos hablan de la macroedificación de colmenas donde alejar a los desplazados y a la población del campo que fuerzan a dejar sus cultivos para instalarse en pisos. Todo este mundo tan dinámico no oculta el poderoso imán que significa para la corrupción, un mal endémico en un país que, aun sometido a la dictadura del Partido Comunista, sabe encontrar sus propios aliviaderos a través de la corrupción política y, sobre todo, económica. Llamativo les parecerá a muchos la explotación mediática de influencers ancianos que adoptan coreografías y estilos comunicativos juveniles para atraerse al mayor número posible de seguidores. Un mundo no tan desconocido como siempre se ha pensado que era la China, pero que, a mi entender, sigue siendo un enigma indescifrable, aunque Mari Clío nos libre de su dominio, ciertamente…

«La piel quemada», de José María Forn (sic) o el postneorrealismo.

Un retrato no edulcorado de la difícil asimilación de la inmigración de los 60 en la Cataluña del desarrollo.

 

Título original: La piel quemada

Año: 1967

Duración: 104 min.

País:  España

Dirección: Josep Maria Forn

Guion:Josep Maria Forn

Reparto: Antonio Iranzo; Marta May; Silvia Solar; Luis Valero; Ángel Lombarte; Carlos Otero; Juan Miguel Solano; Inés Guisado; Santiago Guisado; José Castillo; Carlos Ronda; Miquel Graneri; Isidro Novellas; Luis del Pueblo; Jaime Picas; Jordi Torras; Salvador Escamilla; Gina Baró; Luis Puigvert; Jordi Serrat.

Música: Francisco Martínez Tudó

Fotografía: Ricardo Albiñana (B&W).

 

          Película combativa que explora las difíciles condiciones de vida en el sur de España y la compleja realidad de la última oleada inmigratoria masiva con motivo del desarrollismo turístico, que tanta mano de obra en la construcción necesitaba. La película, con un excelente guion y una realización algo compulsiva, divide la trama en dos historias paralelas y unos flashbacks que nos explican la historia de los protagonistas en Guadix, donde viven en casas-cuevas exactamente iguales a las que apareen en la película de Almodóvar Dolor y gloria. No deja de ser irónico que el chamizo destartalado que le alquilan al protagonista para instalarse en él con la familia esté en peores condiciones que esas cuevas encaladas de donde salen no por gusto o espíritu de aventura, sino porque la necesidad obliga. Las dos acciones paralelas son la estancia del protagonista en Lloret de Mar, quien trabaja como albañil en la construcción que quiere dar respuesta a la fortísima demanda de alojamientos para turistas, una suerte de maná que contribuirá poderosamente al desarrollo de Cataluña y de España, y el viaje con sus hijos que hace la mujer del protagonista y su cuñado para reunirse con él, un eterno viaje en tren con transbordo en Valencia y un último para coger el autobús hasta Lloret en Barcelona.

          Los flashbacks nos cuentan la vida del pueblo, la dificultad de encontrar trabajo y la boda forzada de los protagonistas por un desahogo sexual que deja embarazada a la novia, lo que implicaba un casamiento que, ya por aquellos años iniciales de los 60, se llamaba «casarse de penalti», como lo recoge Camilo José Cela en su Enciclopedia del erotismo. Ese «castigo» consiste en tener que salir del pueblo e irse a una gran ciudad para encontrar trabajo, algo que, finalmente, consigue el marido en Lloret.

          Aunque el viaje de la mujer, una persona sin otra formación que la propia de la familia, y sin estudios básicos, retrata un modo de estar en el mundo desde la humildad de la ignorancia, los efímeros contactos que tiene con diferentes viajeros sirven para trazar una suerte de radiografía del país y marcan, de buen comienzo, un territorio del gusto del director, encarnado en ese inmigrante que trabaja en Cataluña y que la admira y la quiere, y que no consiente que se hable mal ni de Cataluña ni de los catalanes en su presencia. Esa sería la visión que domina el último éxito del cine español, El 47, de Marcel Barrena, unos trabajadores que llegan a Cataluña y son «convertidos» al catalanismo acogedor a través de la monja que hace entre ellos su doble apostolado, religioso y nacionalista. En la otra narración, la del reprimido trabajador de la construcción que se vuelve loquito por la exhibición carnal de las turistas que van llenando las playas del Principado, el choque de los obreros con quienes tienen una visión casi racista de los trabajadores y de sus costumbres es casi feroz, como se ve en el caso del conato de pelea porque un fill de la terra, molt senyorívol reprocha a quien toca la guitarra y canta con sus compañeros que le aturde, pero usa deliberadamente un término imposible de entender para el recién llegado: eixordar, «ensordecer». Curiosamente, la definición del DIEC parece sacada de la película: M’eixorda, aquesta música!, que es exactamente lo que le dice quien con tanto desprecio se dirige a esos trabajadores que se alegran la tarde después de sus duros días de trabajo. El capataz que reparte los sobres con la semanada es otra figura que muestra su desprecio hacia quienes, objetivamente, le permiten disfrutar de su posición, si bien se trata de un hombre amargado y enfrentado a una realidad con la que no comulga emocionalmente, aunque sí le rente un beneficio fijo.

          El turismo, en su faceta más cercana al futuro landismo por venir, ocupa un lugar destacado en la trama, muy sujeta, en ese aspecto, a un triste tópico: las extranjeras venían a nuestro país buscando al «macho ibérico» que las saciara sexualmente. Algo de ello hay en la aventura del protagonista, un Antonio Iranzo que se debate entre sus necesidades y su respeto a la madre de sus hijos, de tal manera que ha de dejar plantada a una camarera de hotel por la llegada de su mujer y, después, se embarca en una noche loca con otro amigo y dos turistas la vigilia de la llegada de su mujer.

          La película tiene mucho metraje sobre la vida del turismo en la costa catalana, imagino que en la propia Lloret ―aunque para el cine los exteriores son un poco de quita y pon, y no necesariamente donde ocurre la acción es el sitio donde se rueda―, lo cual acerca la película a un estilo documentalista que contribuye poderosamente a dotar de realidad a la historia, narrada en clave neorrealista, pero cuando ese movimiento italiano ya ha pasado a mejor vida: su influencia en directores que recogen la mejor enseñanza realista de aquellas tremebundas historias y acongoja al espectador.

          Algo de eso sucede aquí, porque vemos despeñarse por el lado del hedonismo de usar y tirar al protagonista mientras, al otro lado de la noche, su mujer y sus hijos viajan, incómodos, en un tren que los lleva hacia él. Tememos por que el desvarío se apodere de él y, también, de que el reencuentro acabe convertido en un conflicto de imprevisibles consecuencias, porque la mujer, al irse del pueblo, ha «quemado las naves» y ya no tiene otra vida que la de ese reencuentro con su marido.

          Todas las interpretaciones están ajustadísimas, y destaca la pareja protagonista, Antonio Iranzo, una voz prodigiosa y llena de matices, y Marta May, quien «compone» su personaje con una capacidad de verdad extraordinaria. La dirección de Forn dije al principio que era algo nerviosa, pero eso se debe al ritmo que imprime a la narración, con una dosificada alternancia entre uno y otro eje narrativo: el viaje de la mujer y la aventura erótica extramatrimonial del marido. Más importancia tiene ese valor documental de la obra, que nos representa perfectamente lo que fue la inmigración en Cataluña, la vida de los pequeños pueblos costeros con la llegada de los primeros turistas, el choque cultural de los catalanistas de la ceba contra los recién llegados y una puesta en escena ajustadísima a la España de la época. Se mire como se mire, la película se ve con muchísimo interés y, en su momento, constituyó un aldabonazo respecto de ese choque que, con las nuevas inmigraciones del siglo xxi ha degenerado en una suerte de supremacismo racista incalificable y políticamente golpista.

domingo, 30 de noviembre de 2025

«El último suspiro», de Costa-Gavras sobre las postrimerías.

 

La importancia de hacer bien el último mutis: un tratado sobre el arte de bien morir.

 

Título original: Le dernier souffle

Año: 2024

Duración: 100 min.

País: Francia

Dirección: Costa-Gavras

Guion: Costa-Gavras. Libro: Régis Debray, Claude Grange

Reparto: Denis Podalydès; Kad Merad; Marilyne Canto; Charlotte Rampling; Ángela Molina; Karin Viard; Hiam Abbass; Agathe Bonitzer; Jade Phan-Gia; Namory Bakayoko; Maria McClurg; Virginie Sibalo. Música: Armand Amar

Fotografía: Nathalie Durand.

 

          Ahora, los desamparados hijos del hedonismo y la sociedad del bienestar, nos enfrentamos a la decadencia y la muerte sin las herramientas intelectuales con las que nuestros antepasados, además de la doctrina estoica, se enfrentaban, y entre ellas la magnífica de la Preparación y aparejo para bien morir, de Erasmo de Rotterdam, sobre cuya tradición al español, hecha por Bernardo Pérez de Chinchón, elaboró mi amigo Joaquim Parellada una magnífica tesis doctoral. La Consolación de la Filosofia, del más antiguo Severino Boecio, que tanto influyó en la elegía de Jorge Manrique a la muerte de su padre, es, aunque menos directa, otra fuente para ayudarnos a enfrentarnos al momento trascendental de nuestras vidas, aquel que decidirá finalmente, quiénes hemos sido, porque la muerte lo tiene todo de broche que honra o deshonra una vida. Petrarca defendía que un bel morir tutta una vita onora, y Nietzsche que se había de morir «a tiempo»: Morir a tiempo: eso es lo que Zaratustra enseña. En verdad, quien no vive nunca a tiempo, ¿cómo va a morir a tiempo? […] Todos dan importancia al morir: pero la muerte no es todavía una fiesta. Los hombres no han aprendido aún cómo se celebran las fiestas más bellas. Yo os muestro la muerte consumadora, que es para los vivos un aguijón y una promesa. El consumador muere su muerte victoriosamente, rodeado de personas que esperan y prometen. Nosotros, sin embargo, miramos aún con cierta aprensión ese declive por el que nos deslizamos hacia las cenizas o el osario.

          Basándose en un libro del intelectual revolucionario Régis Debray y el doctor Claude Grange, una relación que se reproduce fielmente en la narración de la película entre el filósofo  Fabrice Toussaint y el encargado de la sección de cuidados paliativos, Augustin Masset, con quien el primero entra en contacto tras habérsele descubierto una sombra sospechosa, en realidad un tumor latente, en una resonancia magnética, dicha relación va a servir de hilo conductor de una historia construida a la manera de episodios. La vida de ambos protagonistas no deja de ser un pretexto narrativo para poder ofrecer a los espectadores una realidad que va adquiriendo una notoriedad pública que nunca había tenido hasta hace poco: ayudar a bien morir. Para el sistema sanitario es una obligación imperiosa que exige un personal altamente cualificado y eficaz, porque va a estar al servicio de las personas que afrontan sus ultimísimos momentos de vida, acaso los más delicados de todos, porque se trata de afrontar aquello para lo que nada te prepara, excepto que se tenga un marcado sentido estoico o ciertas lecturas bien asimiladas.

          La película no es, obviamente, una defensa de la eutanasia, ya aprobada por ley, tanto en Francia como en España, sino la reivindicación de la decisiva contribución desde el sistema sanitario de todas aquellas medidas que favorezcan el tránsito de la vida a la muerte de aquellos para quienes la muerte es, en el fondo, la peor agresión jamás vivida; de quienes se resisten, a pesar de sus enfermedades terminales, a abandonar esta vida y separarse de sus seres queridos. La narración aborda también, por supuesto, el trato con las personas allegadas a los enfermos, porque forman parte indisoluble de esa situación, y a veces el tratamiento ha de ser en ellas más intenso que en los pacientes, porque estos se enfrentan a pecho descubierto a lo fatal, mientras que no pocos familiares se empeñan en creer que, con el tratamiento adecuado, pueden liberarlos de su destino.

          Dije que tenía un carácter episódico, y no podía ser de otro modo, porque la película, a modo de resumen con intención didáctica, va repasando algunos casos en los que la intervención del filósofo junto al médico busca documentarse para escribir un libro que refuerce las ideas sobre la muerte anteriormente expresadas en otro libro, cuando aún la sombra fatal de un tumor en una exploración médica no se había materializado. La aprensión y el interés intelectual y humano con que el filósofo asiste a las postrimerías de los pacientes del doctor tiñe la historia de un suave humor que nos permite un cierto distanciamiento de los dramas que se viven, y a los que se enfrenta el doctor con una cachaza empática digna de total admiración.

          El carácter episódico permite la irrupción en la película de breves actuaciones de grandes intérpretes como Charlotte Rampling, Ángela Molina, Karin Viard e Hiam Abbass, que se suman al magnífico tour de force de la pareja protagonista: Denis Podalydès y Kad Merad, quienes desempeñan su cometido con un poder de convicción absoluto, como si, en realidad, asistiéramos a la grabación de un documental, género con el que la película, a pesar de ser ficción, tiene mucho que ver. Los episodios tienen la virtud de hacer muy variado el desarrollo de la historia, pero el hándicap de que tan breves apariciones lastran algo las interpretaciones, es lo que ocurre con la de Ángela Molina, una matriarca gitana que llega al hospital con la caravana en la que vive y todo el clan gitano; o la brevísima aparición de una Charlotte Rampling de quien tememos que, de un momento a otro, le fallen las piernas y acabe estampándose contra el suelo. Algo más de metraje tiene Hiam Abbass, personaje muy destacado en la serie Succession, de  Jesse Armstrong, quien cumple a las mil maravillas con un cometido nada fácil. El «buenismo» que edulcora la película con ciertas actuaciones, como la de los motoristas que homenajean a uno de los suyos dando vueltas alrededor de la fuente central del jardín de hospital contrasta, positivamente, con el dramatismo punzante de la desesperación de una joven que no acepta de ninguna de las maneras que la hayan llevado a un hospital de «cuidados paliativos», expresión en la que ella lee la muerte inminente: un dificilísimo papel interpretado con absoluta convicción por Agathe Bonitzer. Esa convicción tiene que ver, por supuesto, con la capacidad para impresionarnos con una muerte que sentimos tan real como si fuera cierta, ¡y en plena juventud!, cuando la persona está embriagada de planes, de futuros…

          Aunque se trate de una película sobre el morir, ¡cuánta vida, y vida hermosa, se respira en ella! No hay, en las actitudes de los protagonistas, ninguna concesión a la sentimentalidad edulcorada del patetismo, sino una aceptación de la muerte como el último momento de la vida, una forma inexplorada de ella y, hasta la desconexión final, siempre vida plena.

          Epicuro, fundador del Jardín, la escuela filosófica opuesta a la Academia de Platón y al Liceo de Aristóteles, es el más indicado para poner las palabras finales: La muerte no nos importa nada, porque lo disuelto no tiene sentidos y lo insensible no tiene nada que ver con nosotros. O, dicho en términos de inscripción funeraria: Non fui, fui, non sum, non curo: «No fui; fui; no soy; no me importa».

                                         

lunes, 24 de noviembre de 2025

«Gatillero», de Cristian Tapia Marchiori o el «thriller» de arrabal…

 

Los malevos del narco en el suburbio Isla Maciel y en el ya tópico plano secuencia: una orgía de violencia, traición y arrepentimiento…

 

Título original: Gatillero

Año: 2025

Duración: 80 min.

País: Argentina

Dirección: Cristian Tapia Marchiori

Guion: Clara Ambrosoni, Cristian Tapia Marchiori

Reparto: Sergio Podeley; Julieta Díaz; Ramiro Blas; Maite Lanata; Mariano Torre; Matías Desiderio; Susana Varela; Gonzalo Gravano; Bianca Di Pasquale; Carolina Saade.

Música: Santiago Pedroncini

Fotografía: Martín Sapia.

 

          Olviden cuanto antes que la película está rodada, íntegramente, en el ya famoso plano secuencia que se ha puesto de moda de un tiempo a esta parte;  sobre todo, tras la famosa serie británica, Adolescencia, de obligada visión, y con algún capítulo tan impactante como inolvidable. Segunda película de Tapia Marchiori, muy distinta de su ópera prima, bastante más tradicional en el sentido tanto de la historia como de la realización. Gatillero, además de ser un alarde de realización, es una excelente película de acción ubicada en un barrio conflictivo que poco a poco va olvidando su antigua condición de gueto,  Isla Maciel, pero que, en esta película, aparece dominado por una organización de narcotraficantes que imponen su ley, aunque también estallen las disensiones normales en este tipo de bandas en las que la jerarquía no puede confiar en nadie, porque cualquiera tiene la tentación de la traición para encaramarse a ella y convertirse en autoridad de facto en el seno de la organización.

          La película arranca con una escena habitual en los suburbios olvidados por las autoridades en casi todas las ciudades del mundo: un delincuente de poca mona se apresta a dar un golpe en un pequeño súper para llevarse una parva ganancia, arriesgando en el empeño la vida, porque, así que el dueño sale tras él para abatirlo con su arma, el «galgo» se libra por bien poco de ser agujereado. Su éxito no va más allá de unas pocas cuadras, donde se topa con un coche de la policía que lo detiene, le arranca la «plata» robada y lo amenaza con balearlo, tras lo cual desaparecen por donde han venido: las sombras más espesas de una noche sin ley en un barrio peligroso, marginal, donde La madrina gobierna a su antojo las vidas y haciendas de los moradores del lugar.

          Tras el conato de apaleamiento por la policía, un coche se pone a la par del «galgo» y sus ocupantes, el conductor y un esbirro, tratan de convencerlo para que suba con ellos y oiga la oferta que le quieren transmitir. Se trata de un trabajo fácil: gatillar la fachada de un edificio donde se alojan morosos que se retrasan en los pagos a los mafiosos que controlan los negocios del barrio. Los diálogos, llenos de lenguaje coloquial y vulgar, son tan rápidos como el movimiento incesante de la cámara que sigue los pasos del «galgo» en una historia en la que no tardaremos en descubrir que el pobre «roto», como dicen en Chile, ha sido engañado para servir de cobertura al intento de asesinato de la «madrina» por parte de quien lo ha contratado. De esa ocasión sale también por piernas, intercambiando disparos con no sabe bien quién, aunque sí tiene claro que se la han jugado y no piensa sino en vengarse de ese engaño, aunque aparezca él como el responsable del asesinato de «la madrina». Toda esta trama ocurre de noche, lo que permite un juego de sombras, huidas, confusiones y celadas que tienen al «galgo» como único objetivo de la cacería que se ha desatado. El delincuente de poca monta echa de menos a su hija y poder ver a su madre, pero está empeñado en atacar a quien lo engañó y pensó que podría acabar sus días tras la balacera que se organizó a consecuencia del ataque a la casa de «la madrina». La obra, rodada, como ya hemos dicho, en plano secuencia, nos ofrece una narración en tiempo real, porque prácticamente no perdemos de vista al protagonista de la historia desde que se inicia hasta el desenlace.

          La galería de personajes nos ofrece dos puntos de vista muy marcados: los del mundo del hampa y los de los vecinos que se sienten desamparados por los poderes públicos y deciden organizarse para salir a enfrentarse con los narcos para defender su barrio y sus vidas. El quilombo, a poco que se suman al intercambio de disparos, es de aúpa, y no siempre nos resulta fácil discernir quiénes caen y a qué bando pertenecen, porque la cámara sigue pegada como una lapa al «galgo», aunque hay momentos para todo: para que el pobre diablo se reúna con una mujer respetada por todos en el barrio, la dueña de un restaurante donde se dan cita todas las partes en conflicto, quien trata de serenar al delincuente para que, por un purito de venganza, no sea él la víctima propiciatoria de luchas ajenas; uno de los vecinos que organiza la revuelta contra los narcos y, finalmente, aunque esto pertenece ya al desenlace y poco me es permitido decir, con «la madrina», a quien todos creían muerta y quien, aprovechándose de esa información, pretende pasar a Uruguay, hasta que las aguas de la violencia vuelvan a su cauce y ella pueda gobernarlo todo sin oposición posible.

          Está claro, por lo dicho, que el ritmo de la película es de los que solemos calificar como «febril», y no hay momento de descanso en la huida del «galgo» y en su persecución, por parte de los mafiosos. Los escenarios reales del barrio permiten planos, siempre en movimiento, espectaculares, como los de los grafitis en los muros o las encrucijadas de calles en la oscuridad por donde andan los malevos con los fierros en la mano, prestos a disparar a cualquier sombra que se mueva. El hecho de que el delincuente sea hijo del barrio y conozca todas las calles y callejones como la palma de la mano le permite huir del acecho de los sicarios y urdir el modo como acercarse, con ventaja, a quienes lo persiguen, lo que hace, con valentía y temeridad, adentrándose en la guarida de quienes ni siquiera sospechan que el pobre diablo sea capaz de tanto atrevimiento. De alguna manera, el «galgo» va elevándose poco a poco a la altura de héroe de antinarcocorrido, un poco a la manera del «tumbao» Pedro Navaja, «matón de esquina, quien a hierro mata a hierro termina», aunque con menor glamur que el personaje de Rubén Blades. En todo caso, esta violenta y trepidante historia, aunque con algunos flecos que, oportunamente cortados, podrían haber convertido a esta película en un auténtico bombazo del cine argentino, se ve con insólita adhesión, y buena parte de la responsabilidad, además de la imaginación del director, radica en la excelente interpretación de quien acapara casi el ochenta por ciento de la trama: Sergio Podeley, ¡una revelación!

viernes, 21 de noviembre de 2025

«Las malas compañías», «Papá Noel tiene los ojos azules», «Número cero» y «Una historia sucia», de Jean Eustache, o el cine «por libre».


Título original: Les mauvaises fréquentations

Año: 1963

Duración: 42 min.

País:  Francia

Dirección: Jean Eustache

Guion: Jean Eustache

Reparto: Aristide, Daniel Bart, Dominique Jayr

Música: René Coll, César Gattegno

Fotografía: Michel H. Robert, Philippe Théaudière (B&W)

 









Título original: Le père Noël a les yeux bleus

Año: 1966

Duración: 47 min.

País:  Francia

Dirección: Jean Eustache

Guion: Jean Eustache

Reparto: Jean-Pierre Léaud; Gérard Zimmermann; Henri Martinez; René Gilson; Michèle Maynard; Carmen Ripoll; Maurice Domingo; Jeanne Delos; Noëlle Baleste.

Música: René Coll, César Gattegno

Fotografía: Daniel Lacambre, Philippe Théaudière (B&W)

 








Título original: Numéro zéro

Año: 1971

Duración: 107 min.

País: Francia

Dirección: Jean Eustache

Guion: Jean Eustache

Reparto: Boris Eustache; Jean Eustache; Odette Robert.

Fotografía: Adolfo Arrieta, Philippe Théaudière (B&W)-

 












Título: Une sale histoire

Año: 1977

Duración: 50 min.

País:  Francia

Dirección: Jean Eustache

Guion: Jean-Noël Picq

Reparto: Michael Lonsdale; Douchka; Laurie Zimmer; Josée Yanne; Jacques Burloux; Jean Douchet; Elisabeth Lanchener; Françoise Lebrun.

Fotografía: Pierre Lhomme, Jacques Renard

 

 

La vida triste de los jóvenes sin oficio ni beneficio de la Francia de los 60, un documental estremecedor sobre la historia de una dura vida de mujer y un divertimento libertino: desde su ópera prima hasta la plenitud creadora del marginado Jean Eustache.

 

          He aquí una muestra, creo que representativa, de un cine, el de Jean Eustache, creador de la excelente La mamá y la puta, que no suele ser citado ni visto por los buenos aficionados al cine, a pesar de que sus obras fueron del agrado de otros cineastas de la Nouvelle Vague, como Godard, movimiento en el que el autor ha de ser encuadrado, porque su modo de rodar, la omnipresencia de exteriores en sus películas y el planteamiento realista de conflictos existenciales estrictamente contemporáneos así lo exige.  De hecho, fue gracias al donativo de material fílmico que le hizo Godard que Jean Eustache pudo rodar su primer mediometraje:  Las malas compañías. Jean Eustache, por lo tanto,  es algo así como un tesoro escondido al que, hasta el nacimiento de una plataforma como Filmin, bien puede decirse que era casi imposible acceder. Su cine, incluso en Francia, jamás fue estrenado en salas comerciales, lo cual no ha impedido que fuera creciendo su reputación y hoy nos parezca un autor indispensable para entender los caminos innovadores que siguió el cine francés en la década de los sesenta y setentas. Por eso traigo hoy a este Ojo cosmológico una muestra de lo más desconocido de su obra: sus dos mediometrajes iniciales, el excelente documental sobre su abuela y un experimento narrativo/documental de profunda estirpe libertina que suscitó reacciones muy encontradas tras su difusión.  Eustache no fue una personalidad sencilla o transparente. Al borde siempre del desequilibrio nervioso, acabó sus días suicidándose, con apenas cuarenta y tres años. La indiferencia de la industria frente a su obra fue, sin duda, una de las causas de su desengaño y desesperanza.

          El cine de Eustache, de profundo carácter autobiográfico, es muy variado y va desde el mediometraje, el corto y el cine documental hasta las ficciones muy apegadas a la realidad. Gracias a la plataforma Filmin, insisto, tenemos a nuestra disposición estas muestras de un autor cuya difusión en nuestro país sería muy otra, porque tampoco llegan en forma de DVDs y ni se sabe el tiempo que se ha de esperar para que la Filmoteca le dedique el merecido ciclo que lleve a sus admiradores a la sala.

Los dos mediometrajes en blanco y negro son su debut en la dirección, y  constituyen un desolador retrato de una juventud sin horizontes en dos espacios vinculados al autor: París y Narbona, ciudades que ocupan un lugar destacado en ambos mediometrajes, porque apenas hay interiores en  esos retratos, aunque, como dice uno de los protagonistas de Las malas compañías, que solo se ve guapo en el espejo de la habitación de su amigo, en casa de los padres de este, «deberíamos traer aquí a las chicas, para que nos vieran guapos». La película, aunque Eustache no menciona entre sus influencias a Fellini, me parece inspirada en uno de los clásicos del director italiano, Los inútiles, no solo por su semejanza, sino, fundamentalmente, por la amarga crítica social que supone el retrato de los dos «ligones», demasiado maduritos para ser tildados de «jóvenes», pero demasiado parásitos para ser considerados «hombres hechos y derechos», que se decía entonces. No es complaciente Eutache con sus protagonistas, que solo piensan en seducir a quien se preste a su juego, como ocurre con la mujer casada que se acaba de separar de su marido, está hospedada en un hotel y necesita encontrar un trabajo. La cámara los sigue a los tres, en su deambular por las calles de París y en buscar una sala de baile. Finalmente acaban en una, frecuentada por personas de cierta edad, donde un espabilado invita a bailar constantemente a la mujer a quienes los dos protagonistas acompañan. Irritados, aunque en parte se debe a su inacción respecto de ella, casada, con dos hijos y sin trabajo no es, lo que se dice, el «plan» con el que sueñan ninguno de los dos, deciden robarle la cartera del bolso que ha dejado en el asiento y se deslizan como dos viles raterillos hacia la salida, risueños y satisfechos por su «hazaña». Quizá convenga recordar que no hacía ni un año que había acabado la Guerra de Argelia y que Eustache, por cierto, había intentado suicidarse para no ser reclutado. En qué sentido este dato histórico explica la amoralidad de los dos hombres que van agostarse su perdida juventud en empresas tan miserables es algo que cada cual debe juzgar, pero la visión sombría de la vida de los dos protagonistas va a convertirse en algo así como la «marca de la casa» del cine de Eustache, aunque se irá atenuando por un sentido del humor, no exultante, ciertamente, que nos permitirá ver con mayor ecuanimidad todas esas vidas que Eustache lleva a la pantalla.

Papá Noel tiene los ojos azules es la primera colaboración de Eustache y Jean Pierre Leaud, quien, años después, sería el alma y vida de su película más famosa, La mamá y la puta, un prodigio de interpretación a la altura e los mejores papeles que tuvo con Truffaut, su descubridor. Tdos sus recursos están presentes en este protagonistya que, en Narbona, una ciudad «en la que todos se conocen», arrastra su existencia prearia entre amigos y la escasez de trabajo que le impide un objetivo encomiable: comprarse una trenca, el abrigo de moda para huir del frío invernal que cala hasta los huesos. La película retrata a esos jóvenes que no van a tardar mucho en dejar de serlo, destinos que consumen sus vida en los bares, en la persecución de las jóvenes con quien tener relaciones sexuales plenas y en la esperanza de hallar algun trabajo temporal que les permita ir tirando, esto es, satisfaer caprichos de tan pocos vuelos como la compra de un abrigo, un argumento qe nos trae a la memoria la emocionante película de Lattuada, El alcalde, el escribano y su abrigo. En el fondo, dados los antecedentes citados, el de Fellini y este de Lattuada, se deja entreer el impacto que debió causarle a 
Eustache el conocimiento del neorrealismo italiano, uno de los movimientos cinematográficos más importantes el continente, sin duda. La película transcurre con una fluidez que apresa la vida vacía de esos jovenes que recorren las calles nocturnas de Narbona para acabar gritocantando que se van al burdel para culminar la noche. El aburrimiento y las faltas de expectativas nítidas para el propio destino individual de cada uno de los personajes es una característica común de ambos mediometrajes, y nos acercan a una sociedad que se va encaminando poco a poco a lo que años despues explotaría en términos de pequeña y paradojica revolución burguesa contra los valores burgueses e los vencedores de dos guerras consecutivas.

El documental de dos horas de duración —más tarde se hizo una versión reducida para pasarla por televisión— en el que entrevista a su abuela, Número cero, es un homenaje estremecedor a la transmisión oral como parte fundamental de la Historia, y debería verse desde esa perspectiva del estudio de la Historia para saber exactamente, ce qué modo la vivimos los humanos, casi siempre al margen de los sesudos análisis que construyen los historiadores profesionales a partir de los documentos fiables con que la escriben. Es la vida de una persona de setenta años, prematuramente envejecida, que se sienta frente a un micro, su nieto y un operador para ir contándole una vida que atraviesa las dos guerras mundiales desde la precariedad, la escasez, el fracaso matrimonial y la crianza, en solitario, de los hijos, y en un pueblo pequeño, Pessac, a cuya famosa tradición la Rosière de Pessac le dedico el autor un documental. Que sea una vida de mujer que en ningún momento se considera victima de la mala vida que le ha tocado vivir, la cual ha afrontado con una entereza singular es un perfeto ejemplo de lo que supone hacer frente a las adversidades con el coraje que no distingue entre los sexos: se tiene o no se tiene; se enfrenta uno a las adversidades o se deja engullir por ellas. La clásica «mujer fuerte» es Odette Robert, y la evocación de sus años mozos, de las penurias, de la orfandad y la malquerencia con la madrastra, del fracaso matrimonial con un marido don Juan que pasa por prisión acusado de violación, es decir, un rosario de hechos muy parecidos a los que cualquier otra mujer de su época podría haber vivido, pero que en este documental, contado por ella con una fluidez maravillosa, un sentido del humor algo sombrío y un estoicismo a prueba de todo, lo convierten en un documento vivo muy digno de ser visto. Que la mujer fume constantemente y se beba no menos de tres o cuatro güisquis, aunque los rebaje con agua, que se proteja con unas gafas oscuras por una afección en los ojos que se le declaró desde pequeña y otros detalles minúsculos, pero absolutamente enternecedores, como los recuerdos de su primera afirmación como mujer frente a su padre y su madrastra, constituyen un aliciente para el espectador, quien sigue —al menos eso es lo que a mí me pasó— la narración oral con la misma admiración con la que la leería en letra impresa, porque está claro que Odette tiene ese don particular de los arcaicos «contadores de historias» hasta quienes remonta Vargas-Llosa la creación de la novela como género literario. No sorprenden las escasísimas referencias que hay a los acontecimientos propiamente «históricos», excepto una, muy emocionante, relativa a una mujer que tuvo un hijo con un alemán y que fue represaliada en el pueblo. La supervivencia de un hijo suyo, inequívocamente de origen alemán, se convirtió en un acto de generosidad que se oponía a la crueldad popular que no reparaba en nada para desquitarse de lo sufrido bajo la ocupación alemana. Por suerte para la criatura, murió muy pronto. Salvo ese relato, apenas hay alguna referencia a la política o a los acontecimientos que luego recogen los historiadores, pero sí hay muchísimas referencias a las dificultades intrínsecas para salir adelante teniendo tres hijos al cargo y sufriendo la visita de la gendarmería que se presenta para detener a un marido ausente… El documental no es un género secundario del cine, porque hay muchas maneras de hacerlos y, en todas ellas, no se puede obviar la intervención del cineasta que selecciona, ordena y film el material que ha recopilado. En este caso esa intervención es mínima. Eustache supo enseguida el poder narrativo que tenían las «historias de la abuela Odette» y quiso ser respetuoso en grado máximo, de ahí una puesta en escena tan mínima, la garantía de que nada nos iba a distraer de la verdaderamente importante: la voz de una persona recreando su propia vida desde la serenidad que le otorga haber sobrevivido a circunstancias muy adversas. ¡Todo un ejemplo para el sinsentido del victimismo que se ha apoderado de las sociedades llamadas del bienestar, en las que cualquier mínimo tropiezo se convierte en un dramón que requiere la intervención de los psicólogos, el amparo del Estado y un puesto de honor en los medios de comunicación!   

          Finalmente, Una historia sucia es una suerte de divertimento libertino orquestado entre el director y el guionista,  Jean-Noël Picq, autor de la historia. Se trata de una obra que se filma dos veces, la primera como ficción, a través de un intérprete de tanto prestigio como Michael Lonsdale, y la segunda como documental, teniendo como intérprete al guionista y creador de la historia. Las situaciones son muy parecidas, aunque en el primer caso se escenifica una reunión en casa de quienes reciben a un invitado que relata una historia vivida y en el segundo es el guionista quien relata la misma historia, casi con las mismas palabras a un grupo de amigos, sobre todo mujeres, sentados a su alrededor, siendo el narrador el centro de la reunión. Se advierten, sin embargo, dos modos singulares de acercarse a una relación sexual que forma parte, en el imaginario popular, de las perversiones, el voyerismo, de tal manera que entre la narración del actor y la del guionista advertimos sutiles diferencias que las convierten en dos narraciones personales, no intercambiables, aunque ambas provengan del mismo hecho. A partir del descubrimiento de un raspado en el bajo de una puerta que comunica uno de los aseos masculinos de un café con el de las mujeres, el protagonista se agacha, en la posición del rezo musulmán, dice, para darse cuenta de que la mirada enfoca directamente al sexo de la mujer que está sentada en la taza del váter. A partir de ese descubrimiento se da cuenta de que no es el único cliente del bar que incurre en esa práctica. Ello da pie para elaborar una teoría acerca de las impresiones que le causa conocer a esas mujeres exclusivamente a través de la morfología de sus genitales. Y aquí entra el tradicional poder reflexivo del intelectual francés para elaborar hipótesis sobre lo más peregrino. En estos dos casos, no obstante, nos enfrentamos a una relación personal, íntima, de quien revela una suerte de secreto del que no se alardea jamás.  El hecho de revelarlo a una audiencia femenina forma parte del desafío que supone romper las barreras morales para enfrentarse a un suceso de naturaleza perversa que linda, si no entra directamente, en un acto constitutivo de delito, al decir de sentencias que ya ha habido por espiar en espacios públicos la intimidad de las mujeres. La estirpe libertina de la narración permite, en todo caso, que narrador y audiencia se sitúen en un ámbito cultural en el que las transgresiones morales forman parte de la aceptada naturaleza de las relaciones hombre-mujer, y se integra en el espacio de la intimidad amistosa, en el seno de la cual ciertas revelaciones no solo son permisibles, sin que incitan al intercambio de confidencias en las que se revelan los personajes que meramente escuchan la narración, tanto la del actor como la del guionista. Ciertamente, no es un tema habitual de conversación lo que le da pie a los narradores para seducir a sus audiencias, y es posible que haya públicos excesivamente púdicos a quienes inquiete, desasosiegue o moleste esta película, pero lo que sí puedo asegurar es que es bastante más entretenida que esa otra muestra de frío cine libertino que es Liberté, de Albert Serra.