miércoles, 7 de mayo de 2014

Philomena o “el lado humano de la noticia”. La mirada respetuosa de Stephen Frears hacia la complejidad de lo real.

Título original: Philomena
Año: 2013
Duración: 98 min.
País: Reino Unido
Director: Stephen Frears
Guión: Steve Coogan, Jeff Pope (Libro: Martin Sixsmith)
Música: Alexandre Despla
Fotografía: Robbie Ryan


                                             



          Nadie puede discutirle a Stephen Frears haberse ganado a pulso una reputación indiscutible en el séptimo arte. Desde Mi hermosa lavandería, que podía verse como un homenaje gradecido al Free cinema que tantas puertas renovadoras abrió en la cinematografía inglesa –fue ayudante de dirección de Lindsay Anderson en If, por ejemplo, pasando por la desafiante y magnífica biografía de Joe Orton, Ábrete de orejas (así titulada ridículamente para evitar tanto el juego erótico del título Prick your ears, en el que ears es anagrama de arse, “culo” y prick  es argot para “pene” como el uso idiomático que en argot ha de traducirse por “Empálmate”) y acabando en películas tan recordadas como Las relaciones peligrosas, Los timadores, Alta fidelidad o la reciente The Queen, tan exitosa. Así pues, la propia firma del film es ya un poderoso incentivo para pasar por taquilla, y, como era de esperar, la película no solo no defrauda las expectativas que pudiéramos haber tenido en función de su largo historial de éxitos, sino que añade uno más a una larga y fecunda carrera. Con la edad, sin embargo, Frears ha modulado aquella mirada irreverente con que despellejaba el mundo burgués desde la descripción de seres que habitaban en los márgenes de la sociedad y ahora nos ofrece un asunto de mucho interés y de enorme actualidad en España: el caso de los niños robados a sus madres en las instituciones religiosas o en los hospitales por unas monjas, supuestamente caritativas que no dudaban en vender a muy alto precio aquellas criaturas que les eran arrebatadas a sus madres y en mantener, como en el caso de la película, sometidas a esclavitud laboral a las madres de cuyos pecados de lujuria eran el fruto esas criaturas.
          Como vemos, podríamos movernos en un terreno abonado para la explotación de la sentimentalidad, pero la elección del personaje a través del cual iremos descubriendo la historia de esa madre que quiere reencontrarse con el hijo que le arrebataron, un periodista al servicio del gobierno laborista de Tony Blair, caído en desgracia, y que acepta escribir un reportaje sobre un “asunto de interés humano”, un género totalmente alejado de su dedicación política (es especialista en historia y política rusa), permite al espectador asistir a una curiosa unión de contrarios en pro de una causa común que acabará, como exige el guión, transformando las posiciones de partida de ambos personajes, la madre y el periodista: la primera, religiosa y comprensiva con la actuación de las monjas que la acogieron cuando niña y que incluso llega a justificar que dieran a su hijo en adopción porque eso le permitía tener un futuro que ella no podría haberle ofrecido; el segundo, un ateo confeso para quien esas monjas representan la maldad en estado puro. Que ambos personajes hayan de viajar, primero a Irlanda, donde transcurrió la adolescencia y primera juventud de la madre –en unas escenas prodigiosamente recreadas, con ese don que tiene la industria inglesa para las ambientaciones de época, con un detallismo y una verosimilitud incomparables– y después a Washington, porque su hijo, adoptado por una familia norteamericana, llegaría a trabajar en la administración Reagan antes de morir de sida, nos sirve en bandeja una convivencia entre dos mundos totalmente alejados: el del flaubertiano corazón sencillo que es Philomena y el del resabiado, burlón y altanero high brow periodista político: ambos interpretados exquisitamente por Judi Dench y Steve Coogan, quien también firma el guión de la película, amén de ser productor, de ahí la cuota de pantalla que se reserva, para satisfacción del espectador, no obstante, porque la creación del desengañado periodista en sus horas profesionales más bajas está a la altura de la interpretación magistral de Dench. No se trata de dos caracterizaciones tópicas cuyos rasgos más evidentes se ofrecen en choque continuo para que el espectador asista a una lucha de clases: la enfermera amante de las novelas románticas frente al licenciado en Oxford –Oxbridge, se empeña en decir la protagonista todo el rato, para desesperación del lector de T.S. Elliot…–, sino de la difícil convivencia entre dos seres humanos que irán mostrándose ante el espectador con sus debilidades y grandezas, desnudándose en sus actos y sus palabras para comprender, y sobre todo respetar, la posición del otro. Si el periodista le abre los ojos sobre la cruda realidad del. Interés mercantil que tenían las monjas en los hijos de las internas y en ellas mismas, sometidas a un régimen de trabajo que nada tenía que envidiar, anacrónicamente, a la explotación de los chinos en los talleres clandestinos de nuestra ciudad; ella le enseña la flor exquisita y espinosa de la ética: perdonar a quien nos ha ofendido para que el odio no nos envenene de por vida hasta los mismísimos umbrales de la muerte.

          La película está estructurada como una investigación biográfica muy hábilmente dispuesta, porque cuando pudiera parecer que todo se ha resuelto de modo “natural”, es cuando emerge el verdadero sentido de la búsqueda. El hecho de que la película esté basada en una historia real ajena a nuestra realidad mediática, añade un elemento de interés muy notable  a la historia, y le permite al espectador emocionado –sí, también es una película justificadamente kleenéxica, porque la historia y la interpretación de Judi Dench sitúan al espectador ante dolorosísimas emociones y consuelos genuinos– ampliar su búsqueda de información, tanto en la dirección del periodista que escribió el libro sobre Philomena Lee, Martin Sixsmith (Philomena, Editorial Suma de Letras), como en el de las prácticas esclavizadoras de algunas instituciones católicas, nada católicas. Hay películas que, más allá del legítimo entretenimiento a que aspira el séptimo arte, se convierten en profundas experiencias humanas. Ésta es una de ellas.

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