Incendios o El horror de los irracionales enfrentamientos
religiosos y nacionalistas.
Título original: Incendies
Año: 2010
Duración: 130 min.
País: Canadá
Director: Denis Villeneuve
Guión: Valérie Beaugrand-Champagne, Denis Villeneuve (Obra: Wajdi Mouawad)
Música: Grégoire Hetzel
Fotografía: André Turpin
Reparto: Lubna Azabal, Mélissa Désormeaux-Poulin, Maxim Gaudette, Rémy Girard,Abdelghafour Elaaziz, Allen Altman, Mohamed Majd, Nabil Sawalha, Baya Belal,Bader Alami, Karim Babin, Yousef Shweihat
De tanto en tanto es conveniente alejarnos de la actualidad más palpitante para rescatar películas que la vorágine y el vértigo del frenético ritmo de estrenos han hecho que se nos pasen, bien porque no damos abasto , bien porque el cine es muy caro y los sueldos modestos no pueden tener un capítulo tan oneroso, y menos si hay familia por medio, bien porque nos ha fallado esa alma caritativa –todos tenemos alguna cerca– que no permite que no veamos lo que consideran obras imprescindibles o, dicho “a lo moderno”, de culto. Incendios es una de ellas. La televisión, por suerte, nos guarda a veces sorpresas como ésta, y conviene estar al tanto de la programación para no perder ocasiones.
En el caso de Incendios, el espectador forzosamente
habrá de comprar la película en DVD para poder contemplar una obra que le
dejará knock-out, emocionalmente, y muy satisfecho, cinematográficamente; porque
Denis Villeneuve ha construido una película cuyo guión se acerca a la condición
de obra maestra. No es extraño, porque se trata de la adaptación de una novela
de Wajdi Mouwade, de idéntico título, que fue adaptada al teatro con éxito
mundial. En Barcelona fue estrenada en el Romea en una adaptación del grupo
teatral dirigido por Oriol Broggi La Perla 29, con un magnífico éxito de
público.
Incendios es una
película canadiense hablada en francés y en inglés, que arranca de una manera enigmática: la lectura del testamento
de una madre que ha muerto en un accidente y que comunica a sus hijos, mediante el
notario para el cual trabajaba y con el que ha establecido una relación casi
familiar, que han de entregar una carta a su padre y otra a su hermano. La
reacción del hijo, sobre todo, quien tiene por loca a su madre, una mujer
extraña que había renunciado prácticamente al habla y a la comunicación con los
demás, da a entender que esa revelación la considera como la última
excentricidad de una madre fuera de sus cabales. Máxime cuando el notario les
comunica la última voluntad de su madre: que la entierren boca abajo y sin
lápida, hasta que, cumplido el encargo, le den la vuelta y pongan la lápida con
su nombre en ella.
Esta quest –nada artúrica y sí muy edípica–, a
la cual lanza la mujer a sus hijos, la iniciará la hermana, menos resentida
contra la madre, o más comprensiva, una profesora universitaria de matemáticas
que se plantea la investigación como la resolución de un problema no tanto
irresoluble cuanto casi imposible. La hermana llega un país árabe no
identificado, pero que, por los enfrentamientos territoriales y políticos entre
cristianos y musulmanes, podemos aventurar que se trata del Líbano, con la
intención de descubrir el rastro de su hermano y de su padre. La quest, sin embargo, variará su primera
intención para convertirse en la indagación de la historia dramática de la
madre, víctima de dos de los peores males sociales que se puedan concebir: la
intolerancia religiosa y la intolerancia política, que tan a menudo se
manifiestan conjuntamente y reforzándose para crear el monstruo sanguinario al
que tantas vidas se inmolan, un monstruo al que únicamente se reza con el odio.
No es casual que la
película se llame Incendios, aunque
la mayor parte de ella transcurre en paisajes desérticos árabes. Junto a esa
aridez agreste, la presencia simbólica del agua actúa como un elemento
purificador y, al final de la peripecia dramática, casi como el vehículo de la
anagnórisis que depara el efecto catártico que la buena tragedia ha de
producir, y en el cual cae el espectador que ha vivido la descomunal tragedia
de la madre con el corazón encogido; la indagación de la hija con el pavor que
produce la contemplación de la irracionalidad de las violencias sobre las que
trata la película, y el desamparo y el dolor de los dos hermanos gemelos con el
estremecimiento que provocan revelaciones tremendas con las que han de aprender
a sobrevivir de entonces en adelante. Todo eso en el marco del dominio
exasperante de los fanatismos religioso y político que actúan como factor de
cohesión de los grupos armados y enfrentados en aquellas tierras de Oriente
Medio.
Las escenas de
violencia, sin necesidad de ningún subrayado estilístico al estilo de las de
Tarantino, por ejemplo, nos obligan a recordar la violencia étnica que se
vivió en la última guerra de los Balcanes, como en Sbrenica, a raíz de las
crueles torturas que se le aplican a la madre por haber asesinado a un líder
árabe, supuestamente por ser el responsable de la ejecución de su amante
cristiano y padre de su hijo, que nace huérfano y que enseguida acaba siéndolo
también por parte de madre, pues se lo
arrebatan para llevarlo a un orfanato,
porque es la prueba viviente de la deshonra de la familia. Los ejecutores del
amante son los propios miembros de la familia de la joven, por supuesto. A este
sobrecogido espectador, las torturas que sufre la madre, un eje central de la
película, le han recordado otra película que es muy posible que ni llegara a la
cartelera, La noche de los lápices,
de Héctor Olivera, sobre las torturas a un grupo de alumnos de Secundaria en
los inicios del golpe militar argentino, los primeros “desaparecidos” de la
larga lista que vendría después. Se trata de una película sobre la perversión
criminal de los salvapatrias, de quienes no conciben la nación más que en su
estrecha versión esencialista e intolerante, y milenaria, por supuesto, porque
no hay nación que no venga de Adán y Eva, o casi.
Incomprendida en vida, la madre quiere que
sean sus hijos, por ellos mismos, quienes descubran el horror que hubo de sufrir
en vida, para que así puedan legar a entender el infierno que vivió y, aunque
sea después de la muerte, lleguen a amarla como probablemente lo hubiesen
hecho si ella no hubiera tenido que vivir hechos a los que pocos pueden
sobrevivir con entereza y sin perder toda la fe en el ser humano. La biografía
laberíntica de la madre se corresponde con las dificultades que halla la hija,
primero, y ambos hermanos después para conocer una historia que de ese doloroso
día en adelante marcará sus vidas. La película alterna, sin introducciones ni
transiciones aclaratorias, pasado y presente en un baile de imágenes que exigen
una depurada atención por parte del espectador; máxime cuando madre e hija son
tan parecidas que a veces dudamos de quién nos están hablando las duras
imágenes.
Me sabe mal no poder
descubrir más aspectos del argumento de esta película tan dura como emotiva y
aleccionadora, porque si lo hiciera impediría que el espectador asumiese la
condición de dolorido acompañante de la hija investigadora y le arruinaría
buena parte de la tensión dramática espectacular que ha creado el director.
Estoy convencido de que en pleno siglo XXI, en la casa de una persona culta ha
de haber una selecta filmoteca, del mismo modo que, sin duda, dispondrá ya de
la fonoteca y de la biblioteca que constituyen expresiones positivamente
marcadas de la biografía de su poseedor. Añadan, por favor, Incendios, que me lo agradecerán. De
nada.
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