La distopía proletaria vista por Mike
Leigh: Todo o nada, un puñetazo y una
brizna de esperanza.
Título original: All or Nothing
Año: 2002
Duración:
128 min.
País:
Reino Unido
Director:
Mike Leigh
Guión:
Mike Leigh
Música:
Andrew Dickson
Fotografía:
Dick Pope
Reparto: Timothy Spall, Lesley
Manville, Alison Garland, James Corden, Ruth Sheen, Marion Bailey, Paul Jeeson,
Sam Kelly, Sally Hawkins
Cuando un director, como en este caso Mike Leigh, se plantea
como objetivo realizar una descripción veraz y ajustada de un drama humano tan
severo y denso como al que asistimos en Todo
o nada, de poco o nada le sirve al crítico el habitual comentario sobre las
bondades técnicas de la película: encuadres, iluminación, montaje, etc. La
realidad todopoderosa que se le impone desde la historia de cuantos personajes
aparecen en pantalla, todos ellos con motivos para no levantar cabeza y, de
paso, ser capaces de acongojar, literalmente, al espectador que contempla, doliente,
la transcripción fílmica de un guión que recibimos como un golpe bajo debajo
del límite permitido de la cintura, traslada a un segundo plano las virtudes
técnicas de la película, que son muchas. Sí que el crítico puede, y debe,
elogiar la irreprochable puesta en escena de unos espacios sórdidos, interiores
y exteriores, la actuación de todos y cada uno de los intérpretes, comenzando
por un excepcional Timothy Spall, a quien hace poco le vimos bordando el personaje
de Turner (2014), y siguiendo uno por
uno, Lesley Manville, también excelente en la aún reciente película de Leig Another year (2010) y acabando en los
hijos de la pareja, James Corden, quien interpreta un obeso malcriado, y, sobre
todo, Alison Garland, la hija del matrimonio, obesa como su hermano y
trabajadora en el servicio de limpieza de una residencia de ancianos, quien
expresa con suma sensibilidad y poderosa eficacia actoral la vida mínima de un
ser anodino, sin historia, sin relieve, un ser que sobrevive en los márgenes de
la realidad sin rebelarse, sin expresarse, una autentica sombra humana.
Acongoja, en efecto, como decía antes, plantarse ante la pantalla como un
espectador de tantas miserias. Y no se trata solo de la familia protagonista,
sino también de los vecinos que comparten sus vidas con ella: una pareja
alcoholizada, incapaz de afrontar ni los actos más simples de la vida cotidiana,
en la que Marion Bailey, la encantadora segunda esposa de Turner, hace un papel
que nada tiene que envidiar al de Lee Remick en Días de vino y rosas (1962) o una madre soltera cuya hija repite el mismo
esquema tras unirse con un maltratador y quedarse embarazada. Supongo que
hablar del Dickens del siglo XXI, y con mayor razón tras haber visto su retrato
de las prácticas abortistas en la Inglaterra de los años 50 en la más que
notable El secreto de Vera Drake
(2004) puede parecer un anacronismo, pero algo hay de ello en Todo o nada, liberada, eso sí, del
esquema folletinesco típico de las novelas dikensianas. Así pues, aviso a los
espectadores que vayan precavidos, porque las imágenes que van a ver herirán
irremediablemente su sensibilidad y acabarán sufriendo, tomen buena nota de
ello. Se trata, sin embargo, de un realismo alejado formalmente del
neorrealismo italiano e incluso de la herencia del Free cinema, pero tan
contundente, sin embargo, como muchas de aquellas obras, como Alemania, año cero (1948), de
Rossellini, por ejemplo, una de las películas más tristes que haya visto jamás.
Es cierto que en medio de toda esa vulgaridad y deriva hay breves destellos de
humor que van de la mano la excelente actriz Ruth Sheen, fija en todas las películas
de Leigh, y uno de los pocos personajes “positivos” de Todo o nada, capaz de cumplir a rajatabla el refrán famoso: A mal tiempo… La relación con su hija,
quien repite al pie de la letra la historia de la madre soltera, tiene una
evolución en la película que corre pareja a la de la familia principal, la
cual, tras el accidente vascular de su hijo, toca fondo en la crisis que afecta
a todos y cada uno de sus personajes, si bien la del matrimonio resulta, por lo
común de la misma, pan nuestro de cada día. La incomunicación, el maltrato de
palabra, el drama último y definitivo de no sentirse amado después de 20 años
de unión, por ejemplo, no son privativos de clase social alguna, pero cuando
eso ocurre en el seno de una pareja de la clase trabajadora cuyo cabeza de
familia no es precisamente un sujeto “emprendedor”, y cuya compañera está al
borde del ataque de nervios por el exceso de responsabilidad, lo que la lleva a
los maltratos mencionados, se agudiza mucho más, sin duda.
El cine
británico tiene una dimensión social que el propio Leigh encarna a la
perfección, y, aunque muy distinta de la visión más esquematizadora de Ken
Loach (¡aquella insufrible Pan y libertad
(1995)!, tan celebrada, sin embargo, entre la progresía adinerada…), rara es la
película suya en la que esa realidad retratada no sobrecoge el ánimo del
espectador por la crudeza del vacío existencial que se retrata. En Todo o nada, sin embargo, y con un
pretexto argumental tan tradicional como el peligro de muerte a que se expone
un miembro de la unidad familiar (el tema, sin ir más lejos de La prueba, la última novela –ilegible,
por cierto, de Doña Emilia Pardo Bazán–.) la familia tiene una oportunidad,
acaso la última, de rehacer su vida, de darle otra luz a su existencia: la de
la comunicación, la cordialidad, la higiene, el deseo… Un final feliz que Leigh
les debe a los espectadores, porque si, además, la película hubiera “acabado
mal”, lo que bien pudiera haber ocurrido, porque es ley de vida, es muy
probable que esta crítica en vez de encorajar al espectador para que vea tan
dura película, como le propongo, lo hubiera disuadido.
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