El humor «blanco», pero mordaz, de un creador tan eficaz como original: Frank Tashlin.
Título original: Rock-a-bye
Baby
Año: 1958
Duración: 103 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Frank Tashlin
Guion: Frank Tashlin
Música: Walter Scharf
Fotografía: Haskell B. Boggs
Reparto: Jerry Lewis, Marilyn Maxwell, Salvatore Baccaloni, Connie
Stevens, Reginald Gardiner, James Gleason.
Título original: The
Alphabet Murders
Año: 1965
Duración: 90 min.
País: Reino Unido
Dirección: Frank Tashlin
Guion: David Pursall, Jack Seddon (Novela: Agatha Christie)
Música: Ron Goodwin
Fotografía: Desmond
Dickinson (B&W)
Reparto: Tony Randall, Anita Ekberg, Robert Morley, Maurice Denham,
Sheila Allen, Guy Rolfe, James Villiers, Margaret Rutherford, Stringer Davis.
Diríase, por la elección del blanco
y negro para la segunda que esta habría de ser la más antigua, pero, en este
caso, lo que demuestra es la decidida voluntad estética de un autor, Tashlin,
que supo explorar los géneros cinematográficos desde una perspectiva si no «rompedora»,
sí lo suficientemente transgresora como para que el espectador se sintiera
levemente descolocado y no supiera bien a qué atenerse. Sucede lo mismo con la
primera, una rara mezcla de comedia slapstick, película musical y comedia romántica
en la que el uso del color, sumado al formato de VistaVisión juega un papel
determinante, así como la puesta en escena en una diminuta comunidad en la que
todos se conocen. Ambas, por otro lado, comienzan de la misma manera, con los
dos protagonistas moviéndose por los estudios y mostrando las entretelas de los
rodajes: uno, andando, Randall; y el otro, Lewis, cantando. En la segunda,
Randall interpreta a Hercules Poirot, el detective belga de Agatha Christie, y
en la primera, Lewis interpreta a un técnico de televisiones que, por azares de
un amor de juventud que devino una estrella del cine, acaba convirtiéndose en
el padre adoptivo de los tres niños de su antiguo amor.
Yo soy el
padre y la madre se inspira en la película de otro gran autor de comedias,
Preston Sturges, El milagro de Morghan Creek, aunque esta tiene un toque
de ácida screwball comedy que no lo tiene la de Tashlin, que se mueve
más en el terreno de la comedia sentimental, porque Jerry Lewis interpreta el
personaje que le hizo famoso: el gran patoso de enorme corazón, soñador,
ingenuo y sin una pizca de maldad en sus venas. Si a eso le añadimos la crítica
social mordaz que suele manifestarse en los gags tan inevitables como deseables
con que adorna la proyección, sean suyos o ajenos, tenemos servido un plato que,
ciertamente, no es del gusto de todo el mundo. Yo, lo reconozco, soy un adicto
a Lewis, quien me parece uno de los más grandes en el cine de humor, a la
altura del mismísimo Groucho Marx, de Buster Keaton, Charlot o del mismísimo Woody Allen de las comedias disparatadas
como Bananas o El dormilón, por ejemplo.
La película
tiene un inicio genial: el representante de una actriz llega a casa de esta en
el momento en que, con una buena cogorza, echa con cajas destempladas a un fotógrafo.
El representante le comunica la buena nueva: va a hacer el papel de La
virgen del Nilo. Ella bebe y llora desconsoladamente. Él le quita la
botella y la inclina en el lavabo del cuarto de baño para vaciarla. Ella le
confiesa que está embarazada. El vuelve al lavabo y, rápido, pone el tapón en
el lavabo para que se remanse el güisqui. Coge un vaso, lo llena del fondo y se
da un lingotazo a primerísima hora de la mañana. Todo ello, sin énfasis
ninguno, con una naturalidad tan majestuosa que el gag funciona a las mil
maravillas por eso mismo. En menos de tres minutos ya está conseguido el tono
de buena parte de la historia, porque luego viene la presentación de Lewis,
ajustando una antena y el desmadre que ocasiona en la casa y en el entorno de
la misma con una manguera que rinde homenaje clarísimo al primer gag cómico del
cine: El regador regado, de los hermanos Meliès. Poco a poco se van
conociendo los extremos de la trama y cómo el protagonista sufre el asedio de
la hermana de quien le ha dejado a su antiguo amor las tres criaturas en la
puerta de su casa de forma anónima, mientras ella se va a Egipto a rodar La virgen
del Nilo, de la que se nos ofrece un número musical humorístico fantástico.
La hija sufre la prohibición expresa de su padre de salir con el instalador de
antenas, lo que dará pie a un juego de gags que culminan con el absurdo de Lewis
interpretando varios papeles en la pantalla vacía del televisor desmontado para
ser arreglado, una pequeña muestra del polifacetismo que tan famoso ha hecho al
autor de Las joyas de la familia, una de sus mejores obras. Una poderosa
familia de la localidad, deseosa de
acoger a los niños, lleva al protagonista a juicio, porque no parece la persona
adecuada para encargarse de los trillizos. El protagonista supera los cursos de
cuidados infantiles en una clase en la que es él el único hombre, una suerte de
contrafeminismo muy llamativo: la defensa de los valores “paternales” en igualdad
de condiciones con los aceptados por la sociedad: los maternales. A partir de
ese momento, con un matrimonio «de urgencia» del protagonista con la hermana de
su antiguo amor, quien alega que los niños son suyos, la trama se dispara ya
hacia la senda del enredo vertiginoso, porque, una vez que el abuelo descubre
el parecido de los niños con su hija mayor, con la que no se habla, después de
que se lanzara hacia la carrera de actriz, esta reconoce que los hijos son suyos
y de un torero mejicano…Sí, sí, una noche loca, al estilo de las de Ava Gardner
en Madrid… Pero, bueno, mejor lo descubren por ustedes mismos. La película es
impactante desde el punto de vista del formato y del uso del color. La extensión
del plano permite una «frontalidad» casi apabullante, todo se nos muestra tan
próximo como si estuviéramos dentro de la escena, asomados al escenario desde
las primeras butacas del teatro. Las oportunidades para los gags, una vez que
el protagonista se hace responsable de «sus» niños son infinitas, y usualmente
todos ellos tienen mucha gracia, aunque, el humor es caprichoso y lo que a unos
les gusta, otros lo ven con indiferencia e incluso con hastío. Para estar
convencido de esto solo me hace falta pensar en Louis de Funés, un cómico que
jamás me ha hecho ni siquiera sonreír y que ha matado a carcajadas a sus
seguidores, algo, para mí, entre surrealista, inverosímil e imposible.
Detective
con rubia, un título chabacano frente al título de la novela de Agatha
Christie que adapta Tashlin a la pantalla: The Alphabet Murders, novela
traducida como El misterio de la guía de ferrocarriles, es una versión
cómica excelente de Tashlin, quien, con la soberbia interpretación de Tony
Randall, magníficamente caracterizado, nos ofrece una excelente variación del
enfrentamiento tradicional entre las islas y el continente, entre los británicos
y los europeos, en este caso, el belga Poirot. El año pasado se estrenó una
versión para televisión, una miniserie interpretada por John Malkovich que nada
absolutamente tiene que ver con esta comedia ligera, pero muy efectiva e impresionante
desde el punto de vista fílmico, con un blanco y negro y un juego de
claroscuros casi expresionista que contribuye a apreciar la excelente labor de
Tashlin, quien ha optado por la factura clásica de los thrillers para
una comedia de asesinatos en la que la figura de Poirot y su inseparable
Hastings, un estupendísimo Robert Morley interpretando la quintaesencia de la *britanicidad,
quien ha de velar por su seguridad antes
de embarcarlo de vuelta a su país. La trama parte del reto que recibe Poirot de
una supuesta asesina en serie para que impida sus asesinatos por orden
alfabético. Y ahí nos aparece «la rubia», ¡nada menos que Anita Ekberg!, aunque
en el papel menos seductor que haya hecho jamás. Su nombre propio, sin embargo,
era reclamo más que suficiente para atraer al gran público a las salas. En esta
película funciona, efectivamente, como reclamo, aunque espectacular, eso sí. La
escena en la sauna, por ejemplo, toda ella graciosísima, y con un gag visual
extraordinario que no desvelaré, es una muestra de lo que digo. La persecución
de la supuesta asesina de escena del crimen en escena del crimen permite pasar
por diversos escenarios de la sociedad británica que componen una suerte de
mosaico de la realidad británica de mediados de los 60, cuando está en su
apogeo la revolución «beat». Me ha sorprendido muy gratamente el finísimo humor
que evita el trazo grueso y se ajusta al sutilísimo usado en las islas, como la
escena en la que Poirot va a su sastre y se queja de que la chaqueta «le tira»,
por ejemplo. La película tiene algo de humor propio del cine cómico mudo de
policías y ladrones, y algunos gags visuales recuerdan las de los policías de
la Keystone, por ejemplo, como cuando lo llevan detenido en un furgón policial
hasta el aeropuerto, porque se ha entrometido en la investigación que la propia
Scotland Yard realiza sobre los crímenes que retan a Poirot. Para que se aprecie,
por ejemplo, la finura del retrato que hace Tashlin del mundo de Christie, hay
una escena -ignoro si está o no en el libro, pero imagino que no- en la que
Poirot sale de la comisaria y en las escaleras se tropieza con Miss Marple, con
un cameo espectacular de Margaret Rutherford, quien acababa de rodar cuatro películas
interpretando a su personaje. Ambos se miran de una manera extraña: se
desconocen y, sin embargo, intuyen que se conocen de toda la vida, que son
hermanos por parte de madre… ¡Un momento espectacular en la película, sin duda!
O sea, que este otro programa doble de Tashlin nos permite recuperar un autor
que debería merecer una mayor estima por parte de la crítica, aunque, en su
tiempo, gozó de la estimación popular y de buenas taquillas.