miércoles, 28 de octubre de 2020

«Yo soy el padre y la madre» y «Detective con rubia», de Frank Tashlin, el primer Jerry Lewis y una penetrante visión excéntrica de Poirot/Randall…

 





El humor «blanco», pero mordaz, de un creador tan eficaz como original: Frank Tashlin.

 

 

Título original: Rock-a-bye Baby 

Año: 1958

Duración: 103 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Frank Tashlin

Guion: Frank Tashlin

Música: Walter Scharf

Fotografía: Haskell B. Boggs

Reparto: Jerry Lewis, Marilyn Maxwell, Salvatore Baccaloni, Connie Stevens, Reginald Gardiner, James Gleason.

 

Título original: The Alphabet Murders

Año: 1965

Duración: 90 min.

País: Reino Unido

Dirección: Frank Tashlin

Guion: David Pursall, Jack Seddon (Novela: Agatha Christie)

Música: Ron Goodwin

Fotografía: Desmond Dickinson (B&W)

Reparto: Tony Randall, Anita Ekberg, Robert Morley, Maurice Denham, Sheila Allen, Guy Rolfe, James Villiers, Margaret Rutherford, Stringer Davis.

 

         Diríase, por la elección del blanco y negro para la segunda que esta habría de ser la más antigua, pero, en este caso, lo que demuestra es la decidida voluntad estética de un autor, Tashlin, que supo explorar los géneros cinematográficos desde una perspectiva si no «rompedora», sí lo suficientemente transgresora como para que el espectador se sintiera levemente descolocado y no supiera bien a qué atenerse. Sucede lo mismo con la primera, una rara mezcla de comedia slapstick, película musical y comedia romántica en la que el uso del color, sumado al formato de VistaVisión juega un papel determinante, así como la puesta en escena en una diminuta comunidad en la que todos se conocen. Ambas, por otro lado, comienzan de la misma manera, con los dos protagonistas moviéndose por los estudios y mostrando las entretelas de los rodajes: uno, andando, Randall; y el otro, Lewis, cantando. En la segunda, Randall interpreta a Hercules Poirot, el detective belga de Agatha Christie, y en la primera, Lewis interpreta a un técnico de televisiones que, por azares de un amor de juventud que devino una estrella del cine, acaba convirtiéndose en el padre adoptivo de los tres niños de su antiguo amor.

         Yo soy el padre y la madre se inspira en la película de otro gran autor de comedias, Preston Sturges, El milagro de Morghan Creek, aunque esta tiene un toque de ácida screwball comedy que no lo tiene la de Tashlin, que se mueve más en el terreno de la comedia sentimental, porque Jerry Lewis interpreta el personaje que le hizo famoso: el gran patoso de enorme corazón, soñador, ingenuo y sin una pizca de maldad en sus venas. Si a eso le añadimos la crítica social mordaz que suele manifestarse en los gags tan inevitables como deseables con que adorna la proyección, sean suyos o ajenos, tenemos servido un plato que, ciertamente, no es del gusto de todo el mundo. Yo, lo reconozco, soy un adicto a Lewis, quien me parece uno de los más grandes en el cine de humor, a la altura del mismísimo Groucho Marx, de Buster Keaton, Charlot  o del mismísimo Woody Allen de las comedias disparatadas como Bananas o El dormilón, por ejemplo.

         La película tiene un inicio genial: el representante de una actriz llega a casa de esta en el momento en que, con una buena cogorza, echa con cajas destempladas a un fotógrafo. El representante le comunica la buena nueva: va a hacer el papel de La virgen del Nilo. Ella bebe y llora desconsoladamente. Él le quita la botella y la inclina en el lavabo del cuarto de baño para vaciarla. Ella le confiesa que está embarazada. El vuelve al lavabo y, rápido, pone el tapón en el lavabo para que se remanse el güisqui. Coge un vaso, lo llena del fondo y se da un lingotazo a primerísima hora de la mañana. Todo ello, sin énfasis ninguno, con una naturalidad tan majestuosa que el gag funciona a las mil maravillas por eso mismo. En menos de tres minutos ya está conseguido el tono de buena parte de la historia, porque luego viene la presentación de Lewis, ajustando una antena y el desmadre que ocasiona en la casa y en el entorno de la misma con una manguera que rinde homenaje clarísimo al primer gag cómico del cine: El regador regado, de los hermanos Meliès. Poco a poco se van conociendo los extremos de la trama y cómo el protagonista sufre el asedio de la hermana de quien le ha dejado a su antiguo amor las tres criaturas en la puerta de su casa de forma anónima, mientras ella se va a Egipto a rodar La virgen del Nilo, de la que se nos ofrece un número musical humorístico fantástico. La hija sufre la prohibición expresa de su padre de salir con el instalador de antenas, lo que dará pie a un juego de gags que culminan con el absurdo de Lewis interpretando varios papeles en la pantalla vacía del televisor desmontado para ser arreglado, una pequeña muestra del polifacetismo que tan famoso ha hecho al autor de Las joyas de la familia, una de sus mejores obras. Una poderosa familia de la localidad,  deseosa de acoger a los niños, lleva al protagonista a juicio, porque no parece la persona adecuada para encargarse de los trillizos. El protagonista supera los cursos de cuidados infantiles en una clase en la que es él el único hombre, una suerte de contrafeminismo muy llamativo: la defensa de los valores “paternales” en igualdad de condiciones con los aceptados por la sociedad: los maternales. A partir de ese momento, con un matrimonio «de urgencia» del protagonista con la hermana de su antiguo amor, quien alega que los niños son suyos, la trama se dispara ya hacia la senda del enredo vertiginoso, porque, una vez que el abuelo descubre el parecido de los niños con su hija mayor, con la que no se habla, después de que se lanzara hacia la carrera de actriz, esta reconoce que los hijos son suyos y de un torero mejicano…Sí, sí, una noche loca, al estilo de las de Ava Gardner en Madrid… Pero, bueno, mejor lo descubren por ustedes mismos. La película es impactante desde el punto de vista del formato y del uso del color. La extensión del plano permite una «frontalidad» casi apabullante, todo se nos muestra tan próximo como si estuviéramos dentro de la escena, asomados al escenario desde las primeras butacas del teatro. Las oportunidades para los gags, una vez que el protagonista se hace responsable de «sus» niños son infinitas, y usualmente todos ellos tienen mucha gracia, aunque, el humor es caprichoso y lo que a unos les gusta, otros lo ven con indiferencia e incluso con hastío. Para estar convencido de esto solo me hace falta pensar en Louis de Funés, un cómico que jamás me ha hecho ni siquiera sonreír y que ha matado a carcajadas a sus seguidores, algo, para mí, entre surrealista, inverosímil e imposible.

         Detective con rubia, un título chabacano frente al título de la novela de Agatha Christie que adapta Tashlin a la pantalla: The Alphabet Murders, novela traducida como El misterio de la guía de ferrocarriles, es una versión cómica excelente de Tashlin, quien, con la soberbia interpretación de Tony Randall, magníficamente caracterizado, nos ofrece una excelente variación del enfrentamiento tradicional entre las islas y el continente, entre los británicos y los europeos, en este caso, el belga Poirot. El año pasado se estrenó una versión para televisión, una miniserie interpretada por John Malkovich que nada absolutamente tiene que ver con esta comedia ligera, pero muy efectiva e impresionante desde el punto de vista fílmico, con un blanco y negro y un juego de claroscuros casi expresionista que contribuye a apreciar la excelente labor de Tashlin, quien ha optado por la factura clásica de los thrillers para una comedia de asesinatos en la que la figura de Poirot y su inseparable Hastings, un estupendísimo Robert Morley interpretando la quintaesencia de la *britanicidad,  quien ha de velar por su seguridad antes de embarcarlo de vuelta a su país. La trama parte del reto que recibe Poirot de una supuesta asesina en serie para que impida sus asesinatos por orden alfabético. Y ahí nos aparece «la rubia», ¡nada menos que Anita Ekberg!, aunque en el papel menos seductor que haya hecho jamás. Su nombre propio, sin embargo, era reclamo más que suficiente para atraer al gran público a las salas. En esta película funciona, efectivamente, como reclamo, aunque espectacular, eso sí. La escena en la sauna, por ejemplo, toda ella graciosísima, y con un gag visual extraordinario que no desvelaré, es una muestra de lo que digo. La persecución de la supuesta asesina de escena del crimen en escena del crimen permite pasar por diversos escenarios de la sociedad británica que componen una suerte de mosaico de la realidad británica de mediados de los 60, cuando está en su apogeo la revolución «beat». Me ha sorprendido muy gratamente el finísimo humor que evita el trazo grueso y se ajusta al sutilísimo usado en las islas, como la escena en la que Poirot va a su sastre y se queja de que la chaqueta «le tira», por ejemplo. La película tiene algo de humor propio del cine cómico mudo de policías y ladrones, y algunos gags visuales recuerdan las de los policías de la Keystone, por ejemplo, como cuando lo llevan detenido en un furgón policial hasta el aeropuerto, porque se ha entrometido en la investigación que la propia Scotland Yard realiza sobre los crímenes que retan a Poirot. Para que se aprecie, por ejemplo, la finura del retrato que hace Tashlin del mundo de Christie, hay una escena -ignoro si está o no en el libro, pero imagino que no- en la que Poirot sale de la comisaria y en las escaleras se tropieza con Miss Marple, con un cameo espectacular de Margaret Rutherford, quien acababa de rodar cuatro películas interpretando a su personaje. Ambos se miran de una manera extraña: se desconocen y, sin embargo, intuyen que se conocen de toda la vida, que son hermanos por parte de madre… ¡Un momento espectacular en la película, sin duda! O sea, que este otro programa doble de Tashlin nos permite recuperar un autor que debería merecer una mayor estima por parte de la crítica, aunque, en su tiempo, gozó de la estimación popular y de buenas taquillas.  

jueves, 22 de octubre de 2020

«Nana», de Jean Renoir, una superproducción eximia y ruinosa…


 

Cómo una mala elección de reparto hunde un peliculón magnificente…, digno, aun así, de verse en su ajustada duración… 

Título original: Nana

Año: 1926

Duración: 150 min.

País: Francia

Dirección: Jean Renoir

Guion: Jean Renoir, Pierre Lestringuez, Denise Leblond (Novela: Émile Zola)

Música: Marc-Olivier Dupin (Película muda) (Versión restaurada: Maurice Jaubert)

Fotografía: Jean Bachelet, Edmund Corwin (B&W)

Reparto: Catherine Hessling, Jean Angelo, Werner Krauss, André Cerf, Raymond Guérin-Catelain, Claude Autant-Lara, Pierre Champagne.

 

         Los frecuentadores de este Ojo -en el supuesto de que los haya, porque yo solo conozco a uno…- no ignoran mi inveterada afición a las películas mudas, y en él obran las muchas críticas de excelentísimas películas que nadie debería perderse. Como soy muy vago por naturaleza, he renunciado a agrupar las críticas por épocas o géneros, aunque siempre me sigue tentando abrir una suerte de SubOjo para las óperas primas, porque lo tienen todo de semilla. Nana es la tercera película de Jean Renoir, y en este Ojo están criticadas las dos primeras: Una vida sin alegría y Escurrir el bulto, un melodrama y una farsa antibelicista. Curiosamente, en la primera, la actriz es también la que entonces era esposa del cineasta, quien adoptó el nombre artístico de Catherine Hessling, y ya decía yo en la crítica que no la habían llamado los hermanos Méliès por el camino de la interpretación, avanzándome, sin duda, a lo que ahora, tras ver Nana, puede confirmarse plenamente. Se trata de una afectadísima sobreactuación que lastra definitivamente la película, una cinta que hubiera merecido el éxito a que sus muchas cualidades fílmicas la hace acreedora; pero la omnipresencia de la protagonista acaba con la paciencia de cualquiera. No es ya que Hessling haya convertido en una auténtica caricatura el personaje descrito por Zola, sino que, desde el punto de vista del espectador, resulta inverosímil que cualquier hombre pueda perder la cabeza y la dignidad, como le ocurre al conde Muffat y a su rival Vandreuvres, quien acabará, arruinada su reputación por haber manipulado las apuestas para ganar apostando contra su propio caballo, suicidándose en una escena de tremenda efectividad fílmica, como toda la película. Recordemos, antes de que se me olvide, que la puesta en escena de la película, ¡majestuosa!, corrió a cargo del que después descollaría como director, Claude Autant-Lara. Y por este camino de la puesta en escena sí que nos acercamos a uno de los valores eternos de la película, porque esta es una auténtica superproducción, comparable a las de los estudios usamericanos, que supuso, en su época, una inversión de un millón de francos, y una nula recaudación en taquilla, por lo que Jean Renoir se vio obligado a vender algunos cuadros de la herencia de su padre para hacer frente a las deudas contraídas. Solo el vestuario, que recrea la época con una fidelidad exquisita de gran esteta, es una señal inequívoca del mimo con que se cuidó la producción de este película nacida de la admiración por Zola y, supongo, del decidido empeño de rivalizar con las producciones de Hollywood.

         Por más que el determinismo genético de Zola esté en la base de esta novela, como en tantas otras suyas, y hace poco he criticado las dos magníficas versiones que hicieron Lang y el propio Renoir de La bestia humana, confieso que la forzada depravación moral de la vampiresa nana ni siquiera está a la altura de lo que se exige de quien usa sus encantos físicos para volver locos a los caballeros y hacerse pagar generosamente el comercio sexual. Los bailecitos culones de la protagonista son, realmente, de vergüenza ajena, y las expresiones faciales de haberse pillado los dedos en la puerta o de gritar para que una estampida de bisontes no la atropelle devienen el colmo de lo grotesco. Es cierto que en la novela el baile de la protagonista implica un deshabillé que, ciertamente, puede seducir, en aquella época tan reprimida, a cualquiera; pero en la película hubieran sido imposibles los desnudos, razón por la cual esos bailecitos de Nana resultan tan ridículos.

         Decía que, al margen del estropicio de la actriz principal, la película tiene una elegancia y unos decorados fantásticos, y por todos ellos se mueve la cámara de Renoir con una variedad de planos que saben aprovecharlos integralmente. La corte de criados de Nana, que muestra bien a las claras la radical diferencia de clases sociales, como se aprecia, por ejemplo, en una escena en que Muffat es invitado a una comida que comparte con todos ellos y cuyo plano general recuerda tanto la comida de Viridiana que es muy probable que Buñuel se acordara de esta película de Renoir cuando rodó la película no censurada en primera instancia por el franquismo y luego convertida en enemiga número 1 del Régimen.

         En la medida en que Nana es una actriz de variedades, el mundo del teatro está generosamente representado en la película, e impagables son las escenas en que, al iniciar los ensayos de una obra, Nana advierte que le «roban» un papel de doncella angelical y refinadísima, porque sus bastas maneras la hacen incompatible con él. La seducción del conde Muffat, que financia la obra, por parte de Nana consigue que le adjudiquen a ella el papel, pero las crueles burlas del resto de la compañía dejan bien claro el nulo valor de dicha adjudicación.

         La obra está llena de episodios magníficos que, como la doma de Muffat en el dormitorio de Nana, convirtiéndolo en un perrito doméstico, para ludibrio de sus criados que observan divertidos el enorme «poder» de su ama, constituyen un atrevido planteamiento de la sexualidad muy avanzado a épocas posteriores, pensemos, por ejemplo, en Belle de Jour, por no salir de Buñuel.

         Una vez aclarado que la peor inverosimilitud de la obra es la penosa sobreactuación de la protagonista, ello no puede ni debe empañar la apreciación de una narración llena de magníficos detalles como, por ejemplo, el visionado de la carrera en el hipódromo tomando solo las patas de los caballos, mucho antes de que Bresson hiciera lo propio en algunas secuencias de su Lancelot du Lac.; el encuentro en la desesperación de los dos rivales, cuando la cámara desciende hasta los puños de ambos, que amenazaban una violencia incontenible; el suicidio de Vandreuvres en la cuadra, con el incendio final en el que sacrifica la yegua, Nana, que significó su deshonra; y la corte de los milagros que rodea a la protagonista, en la que sobresalen su criada y el peluquero; el encuentro de los esposos Muffat cuando ella regresa de jarana al mismo tiempo que él y ella se quita el velo y lo mira con una dignidad y altivez que lo dejan sumido en la mayor de las vergüenzas… Y todo ello, ya lo he dicho, con una puesta en escena de una brillantez absoluta, con unos decorados que recuerdan los mejores decorados de ópera, y, de hecho, ahora que lo menciono, hay mucho de la gran ópera en esta Nana de Renoir. El final mismo, y lo malbarato porque la novela es muy conocida y porque nadie va a ir de estas líneas a ver la película, sino que vendrá a ellas porque ya ha visto la película, y esta es la razón por la que tiendo a destripar los finales…; el final, decía, con Nana en el lecho,  atacada de viruela, recuerda en extremo La Traviata, de Verdi, y a ello colabora el diseño de la escena, el majestuoso decorado de la habitación palaciega donde se apresta a morir la voluptuosa seductora, precedido por la suntuosa escalera por la que asciende el compasivo Muffat hacia el lecho del dolor de su examante… En fin, a mí me ha parecido un peliculón soberbio, hecha abstracción de la pésima interpretación de la Hessling, y quienes se acerquen a él me lo acabarán agradeciendo, aunque sea sin decir nada, lo usual en este Ojo.

        

        

viernes, 16 de octubre de 2020

«La casa de la colina» y «La casa encantada», de Robert Wise: Dos casas, dos géneros.


El doble terror de los espacios: la casa donde habitamos y la intimidad donde nos desconocemos...

 

Título original: The House on Telegraph Hill

Año: 1951

Duración: 93 min.

País: Estados Unidos

Dirección:Robert Wise

Guion: Elick Moll, Frank Partos (Novela: Dana Lyon)

Música: Sol Kaplan

Fotografía: Lucien Ballard (B&W)

Reparto: Richard Basehart, Valentina Cortese, William Lundigan, Fay Baker, Gordon Gebert.

 

Título original: The Haunting

Año: 1963

Duración: 112 min.

País: Reino Unido

Dirección: Robert Wise

Guion: Nelson Gidding (Novela: Shirley Jackson: The haunting of Hill House.)

Música: Humphrey Searle

Fotografía: Davis Boulton (B&W)

Reparto: Julie Harris, Claire Bloom, Richard Johnson, Russ Tamblyn, Fay Compton, Rosalie Crutchley, Lois Maxwell, Valentine Dyall.

        

         No he seguido, en el visionado de estas dos películas de Robert Wise, el orden cronológico, y me arrepiento, porque en La casa de la colina hay una casa relativamente parecida a la de La casa encantada, aislada y tenebrosa por fura, intimidante y desasosegadora por dentro, como comprueban las dos protagonistas de cada una de ellas, aunque por razones «normales» una y por razones «paranormales» la otra. Robert Wise fue el montador de Ciudadano Kane, a requerimiento de Welles, y rodó algunas escenas de El cuarto mandamiento, aunque no figure en los títulos de crédito. Es el oscarizado director de West Side Story y el elegante y magnífico director de muchas otras que los buenos aficionados guardan en la memoria como hitos de la Historia del Cine, y ahí está esa joya que es Nadie puede vencerme, narrada en tiempo real, esto es, la película dura lo que dura la historia, una película que inspiró Toro salvaje de Scorsese.

         La casa de la colina es una compleja historia que arranca en el campo de concentración de Bergen-Belsen, así que una interna suplanta la personalidad de una amiga fallecida en el encierro y cuyo hijo vive en San Francisco, heredero de una gran fortuna. Una vez que consigue llegar a Usamérica, el gobierno usamericano fue muy generoso con los refugiados, ha de convencer, primero, a los abogados que gestionan dicha herencia, con uno de los cuales acaba casándose. Cuando llega a la casa y se enfrenta con su hijo, se percata de que la cuidadora del mismo la ve llegar como una intrusa que se va a interponer entre su dedicación al niño y este. Poco a poco, al estilo de un thriller psicológico en la onda de Hitchcock, ¡y no faltará ni el vaso de leche, aquí de naranjada!, quien era su encantador marido se va convirtiendo, para ella, en una amenaza, sobre todo cuando descubre que entre él y la cuidadora del niño hay una relación que va más allá de lo estrictamente profesional. Con ese juego de suplantaciones y de malentendidos, más el descubrimiento inquietante de un espacio abierto al vacío dentro de una caseta auxiliar que hay en el escaso jardín de la casa, y que descubre accidentalmente, jugando al béisbol con su hijo, lo que da pie a una escena impactante, los espectadores vamos reconsiderando a mil por hora, y un poco más perdidos que en la Sospecha de don Alfredo, el juego de falsos culpables y motivos ocultos que mueven a los personajes, porque la presencia de una madre con cuya muerte contaban todos trastoca los planes de todos los personajes del drama. Poco a poco progresa, pues, una tensión que se inicia ya en el mismo momento en que la compañera de barracón decide suplantar a la amiga a quien ha protegido en el campo y de quien conoce su vida mejor que la suya propia.

         La transformación del dinero que, de repente, le llueve a la madre impostora permite que la película se mueva en el círculo de una high class con un vestuario esplendoroso y en una puesta en escena, la casa de la colina, tan llena de lujo como de amenazas: la que sufre la madre impostora y la que sufre el hijo verdadero, ajeno a esa lucha de ambiciones y codicia que lo tiene por objeto. La mezcla de dos actores tan discretos como eficaces, Richard Basehart y Valentina Cortese, le confiere a la película una verosimilitud que otras estrellas quizás, con su glamour inevitable, hubieran debilitado. La película, estructurada como un flash back, narra una historia transcontinental, llena de misterio y en la que, curiosamente, una hermosa mentira se convierte en la única verdad aceptable, pero eso es mejor que lo vea el espectador y que juzgue al respecto.

         La casa encantada, que pertenece al género del terror parapsicológico, quizá no cumple hoy las altas expectativas que exigimos los aficionados en ese género tan difícil y que tan maltratado ha sido por el gore y otras deturpaciones relativamente actuales, pero tiene un sinfín de virtudes que hacen el visionado muy recomendable. Todo nace como un experimento de tipo académico: investigar in situ si son explicables racionalmente ciertos fenómenos que se producen en una mansión supuestamente habitada por espíritus que provocan dichos fenómenos contra los invasores de sus dominios. Lo que parecía que iba a ser una «tribu» de investigadores, queda reducido a cuatro personas: el investigador-jefe, un heredero de la casa y dos mujeres con especiales habilidades para la captación de lo paranormal. La mansión, de la que las tomas exteriores sirven como fundidos para transitar de uno a otro de los capítulos de la narración, está decorada de una suntuosa manera barroca, muy recargada, y sus espacios interiores, distorsionados por las diferentes lentes de la cámara, van a permitir un juego extraordinario para la creación de una atmósfera propia de las películas de terror. De hecho, el único terror perceptible en pantalla es el producido por el movimiento de la cámara, por el juego de los primerísimos planos, los barridos, los zooms y otros recursos exclusivamente visuales, a los que se suman los sonidos y la sugerencia de lo que ocurre fuera de campo, es decir, lo terrorífico es, precisamente lo que nunca se ve. Decía en el título que el terror alternaba el interior de la casa y el interior de los personajes, pero esto ultimo solo se cumple en uno de ellos que es, además, el único para el que la casa es “su” destino, porque ha huido de la casa donde vivía con su hermana y su cuñado y se lanza a la aventura, dejándolo todo atrás. Se trata de una mujer de mediana edad, trastornada, que oye voces y que ha vivido sometida a su madre, a la que ha cuidado hasta su muerte y, sin vida propia alguna, ahora vive sometida a su hermana y a su marido, de ahí la necesidad de dar un paso adelante y huir de esa casa. De todos los participantes en el experimento, solo ella es quien parece ser más susceptible de dejarse poseer por los «fantasmas» que habitan la casa y dictan su ley a propios y extraños. La doncella que va recibiendo a los invitados ya les anticipa que entran en un territorio vedado a los intrusos, y les recuerda que, de noche, estarán aislados. La compañera de la protagonista, Julie Harris -la coprotagonista de Al este del Edén, de Elia Kazan-. Es la enigmática Claire Bloom, quien, en algún momento inicial de la película, cuando deciden dormir, por miedo, en el mismo dormitorio, tiene algún atisbo de insinuación lésbica que no va más allá, aunque, y no puede considerarse una represalia por la indiferencia frígida de Eleanor Lance, la perturbada protagonista, la ridiculiza ante los colegas masculinos con quienes realiza el experimento.

         Es sorprendente que una película de atmósfera, porque apenas hay historia propiamente dicha, salvo la mínima de la  intención de protagonizar el experimento que da pie a la reunión de tan diferentes personas en la casa; pues sorprende, decía, que, con tan escasos ingredientes, Robert Wise sea capaz de ir encadenando secuencias que van creando un crescendo que arrastra a los espectadores de sobresalto en sobresalto, que no de susto en susto, porque no se recurre en la película a truco alguno, sino que todo el terror se nos regala con el uso de la cámara, como he dicho antes, y con algunas secuencias inolvidables, como el agujero del frío glacial que atraviesa la casa como una columna invisible o el rescate de Eleanor del final de la escalera de caracol que se tambalea porque amenaza ruina y arrastrar con ella al doctor que asciende para «rescatar» a Eleanor.

         Sí, podemos calificar la cinta como una película gótica, si nos atenemos al espacio señorial y a la historia del mismo, que nos pone en relación con una vida vivida en él, antaño, como una maldición resuelta en muerte; pero en ningún momento vamos siguiendo un objetivo concreto ni esperamos que se materialice fantasma o fuerza ancestral alguna. Vemos a los personajes tomar falsa posesión de la mansión y no nos ocultan sus miedos ni sus desdenes, e incluso el heredero de la mansión se permite ciertas bromas con la facilidad o la dificultad para alquilar o vender un espacio como ese. Robert Wise fue un director polivalente, y aunque ya dirigió alguna película de este género como El ladrón de cuerpos, la presente tiene más de experimento visual que propiamente de historia truculenta. El terror nace en nuestra propia perturbación, que distorsiona la percepción de lo que nos rodea, que es exactamente lo que le pasa a la protagonista. Y para ello está claro que la puesta en escena y los efectos visuales conseguidos por la cámara son determinantes. Las interpretaciones de los personajes, que se reparten los «tipos»: el científico, el escéptico, la perturbada y la seductora, por esquematizar al servicio de la funcionalidad propia de todos ellos, se ajustan a la perfección a la propuesta del director, y no sobreactúan en ningún momento, sino que acompasan sus reacciones con el crescendo de las manifestaciones extrañas de la mansión, cuya vida propia e inexplicable acaba imponiéndose a todos ellos.

         Yo he disfrutado de lo lindo, que conste…

miércoles, 14 de octubre de 2020

«La bestia humana», de Jean Renoir y «Deseos humanos», de Fritz Lang: dos lecturas geniales de Zola.








El crudo neorrealismo naturalista frente al thriller estilizado… 

Título original:  La bête humaine

Año: 1938

Duración: 99 min.

País: Francia

Dirección: Jean Renoir

Guion: Jean Renoir (Novela: Émile Zola)

Música: Joseph Kosma

Fotografía: Curt Courant (B&W)

Reparto: Jean Gabin, Simone Simon, Fernand Ledoux, Julien Carette, Blanchette Brunoy, Jean Renoir, Gérard Landry, Jenny Hélia, Colette Régis, Claire Gérard, Charlotte Clasis, Jacques Berlioz.

 

Título original: Human Desire

Año: 1954

Duración: 90 min.

País:  Estados Unidos

Dirección: Fritz Lang

Guion: Alfred Hayes (Novela: Émile Zola)

Música: Daniele Amfitheatrof

Fotografía: Burnett Guffey (B&W)

Reparto: Glenn Ford, Gloria Grahame, Broderick Crawford, Edgar Buchanan, Kathleen Case.

 

«Una obra maestra que bucea en los abismos del deseo y sus representaciones alertándonos sobre la imposibilidad de escapar del destino y de huir de los propios instintos»

WALTER BENJAMIN

 

Doble sesión de clásicos, esta vez vistos uno a continuación del otro y, después, casi al mismo tiempo, pasando de una película a la otra para poder apreciar mejor las semejanzas y diferencias entre una y otra película, ambas geniales, pero con planteamientos estilísticos muy distintos. No se trata, en realidad, de cuál de las dos se ajusta más a la novela, porque ambos directores reconocen que sus obras están, solamente, “inspiradas” en la obra de Zola y, en consecuencia, no es un criterio justo de valoración su proximidad o distancia de la novela original.

En términos generales, ambas películas tienen muchos puntos de contacto, pero difieren notablemente en algunos aspectos esenciales. Por ejemplo, la concepción del protagonista, más cerca del naturalismo de Zola el de Renoir, paisano suyo, que el de Lang, quien inventa un soldado que regresa tres años después a su antiguo oficio, maquinista de tren, un good boy , Jeff,  (aunque talludito) quien viene dispuesto a disfrutar de la verdadera vida tranquila que había perdido tras haber combatido en la guerra de Corea.  Jacques Lantier, sin embargo, y se nos dice desde el comienzo, sufre una enfermedad mental que, tras tener fiebre y feroces dolores de cabeza, lo impulsa a matar mujeres, una herencia, dice él, de las generaciones de alcohólicos que ha habido en su familia, y que le ha llevado a él a ser abstemio. Maquinista de tren, ha bautizado a la suya con el nombre de Lison y dice estar enamorado de ella. De su enfermedad dice que es algo así como «un humo negro que me nubla la mente”.

Por el humo se saca parte del ovillo, podríamos decir, porque una de las grandes diferencias entre la película de Renoir y la de la Lang estriba precisamente en la «suciedad» de una frente a la «limpieza» de la otra: la máquina de vapor, con su caldera de carbón frente a la impoluta máquina eléctrica. Los conductores de la película de Renoir van tiznados hasta las orejas; los de la de Lang, aunque uniformados, van de punta en blanco. Esa presencia de la mugre, indisociable a nivel metafórico de la descomposición moral del protagonista, no actúa en la película de Lang, que se acerca más al género del thriller, mientras que la de Renoir al del drama social y psicológico.

Estilísticamente, por fuerza han de tener planos muy parecidos, como los del tren, tanto en marcha como al llegar a la estación, y ahí cada cual pone su sello particular, porque la sucesión de planos tomados desde diferentes encuadres  del cruce de trenes en Lang es espectacular; pero no lo son menos los planos de la locomotora de Renoir acercándose a los túneles con enfoques de la cara del protagonista con gafas y tiznado de hollín por fuera de la cabina, y con la duda de si habrá sitio para que quepan ambos, conductor y máquina, dada la cercanía entre la boca del túnel y la máquina. El hechizo de las ruedas del tren de vapor no lo consigue Lang con los trenes eléctricos, desde luego.

La hija del compañero con quien trabaja Jeff, que lo recibe tras haber dado un cambio físico de niña a mujer (y el vestuario con un polo de punto ceñidísimo destaca hasta el vértigo ese cambio) representa algo así como la good girl ideal para el «guerrero que vuelve a casa»; pero la maestría de Lang enseguida nos muestra el otro polo del hipotético deseo: Vicky, Gloria Grahame, tumbada en un sofá, con abandono sicalíptico, comiendo bombones cuando entra su marido, a quien lo primero que le enseña es las hermosas medias que se ha comprado. La primera, una joven inocente; la segunda, una mujer con años de vuelo. La hija de la madrina de Lantiere, a quien va a buscar al río cercano constituye un episodio completamente distinto del personaje de la hija del compañero de Jeff Warren. El episodio se inicia con un plano de un puente por el que no tarda en pasar un tren con su penacho de humo correspondiente desvaneciéndose en el aire. La cámara baja hacia una chica que se refresca los pies sentada en una barca. Después los recoge dentro de la barca y se los seca, dejando ver buena parte de los muslos. Sale de la barca y se dirige a dos mozos que estaban mirándola. Después de decirles, desafiante, que no le gusta que la miren, uno de ellos intenta abrazarla, pero ella lo lanza al río. Enseguida ve que viene Lantiere y va a su encuentro.- Él también le dice, como Jeff a Ellen, que la encuentra muy cambiada, pero ella se asusta de la mirada de él cuando se la acerca para besarla: «Me miras como los otros», le dice, esto es, con un nítido deseo sexual. Ella escapa de él. Lantiere la persigue, la atrapa en un talud, teniendo las vías del tren por encima de sus cabezas. La besa, y ella cede; pero, acto seguido, intenta estrangularla, momento en el que el tren pasa por encima de ellos tocando el silbato, lo que parece «despertar» a Jacques y hacerle desistir de su criminal intento. ¡Una escena de antología! Es el beso de la fatalidad, con una intensidad sobresaliente que Jean Gabin -¿he dicho ya que está que se sale en toda la película, un prodigio de interpretación?- nos hace vivir con un dramatismo que nos arrebata a su vértigo, al de su impulso criminal que no puede resistir.            

Los dos maridos, uno echado del trabajo, ¡colosal Broderick Crawford!, y el otro amenazado por las quejas de un usuario de alcurnia a quien ha echado la bronca, ¡el no menos colosal Fernand Ledoux!, aunque más en versión «calzonazos», frente a la fiera humanidad agresiva del primero; ambos, casi calcados, le dan un peso dramático específico a ambas películas que convencen a los espectadores de sus respectivas ansiedades y de su bajeza moral por pedirles a sus esposas que intercedan ante sus benefactores en su favor, sabiendo lo que «ello» implica, porque ambas situaciones, un abuso sexual infantil de ambas, no les son ajenas a ninguno de los maridos, por muy ofendidos que se hagan tras haber ellas conseguido lo que querían. De hecho, la furiosa reacción de ambos al enterarse del adulterio es idéntica: la agresión física que las acurruca a ambas junto a la cama y a la pared. Ambas escriben, dominadas por el marido, una nota que atrae a los incautos benefactores a un encuentro que supondrá el fin de sus días.

Si una navaja de marca es lo que le regala Severine a Roubaud, el marido de Vicky, Carl, se nos presenta con la costumbre de afilar palitos de madera, con frecuentes primeros planos de la hoja de la navaja: una anticipación evidente del protagonismo que tendrá después. Mientras que el asesinato del pederasta de Severine nos es elidido por las cortinillas del compartimento del tren que se bajan, por lo que ocurre fuera de campo; el del pederasta de Vicky se ha producido ya cuando la cámara enfoca el primer plano de la navaja restregada contra el pantalón antes de ser doblada y guardada por el asesino, por lo que también se elide el asesinato en sí. Ignoro los términos exactos de la descripción novelística de Zola, pero las semejanzas entre las escenas de Renoir y de Lang invita a pensar que Lang tuvo muy presente la versión del director francés.

La participación de Jacqes Lantiere y Jeff Warren en la escena del crimen podría casi superponerse en uno y otro caso, como el del reconocimiento de los viajeros en el que uno y otro se abstienen de denunciar a los esposos asesinos para «consolidar» una relación adúltera con las respectivas mujeres de ellos. La petición muda de silencio de ambas mujeres diríase que se expresa a través de la misma mirada y el leve movimiento de los labios. De igual manera, cuando esa relación se estrecha entre ambas parejas, hay en las dos un beso que sella su complicidad, sobre todo para «deshacerse» de un marido que, en realidad, ha sido el asesino, y que las maltrata. Los dos besos son muy diferentes, aunque igualmente apasionados. El de Severine y Jacques va precedido de un gracioso amago de mordisco de ella; y el de Jeff y Vicky, con el aferrado a los aladares de ella con los puños crispados, expresando una pasión irracional que aún ignoro por qué esa escena no es tan icónica como la bofetada a Gilda o el vuelo de las faldas de Marilyn en La tentación vive arriba, de Wilder.

Por cierto, el adulterio entre Vicky y Jeff se produce en el mismo apartamento que le cede una amiga, quien tiene una de las escenas más brillantes de la película, más propia de Wilder o de Lubitsch que de Lang, pero estupenda. El marido, que espera ansioso a que vuelva la esposa encarga de lograr que lo readmitan, le reprocha a la amiga que se arregle tanto, y ella le dice: «Es mejor parecer guapa que inteligente. Todos los hombres con los que voy tienen ojos, pero ninguno cerebro».

Los paseos por el interior de las estaciones es idéntico en ambos casos, si bien en el caso de la película de Renoir sirve de escenario para el intento frustrado de asesinato de Roubaud, porque el asesino siente una compasión infinita por el pobre diablo que va haciendo su ronda, inadvertido del peligro mortal a que está expuesto. En el caso de la de Lang, en ese paseo se consuma la pasión de los adúlteros, porque el intento de eliminación de Carl, que es, después de ser desdeñado por su esposa, un hombre alcoholizado, del mismo modo que lo es Roubaud, se convierte en un socorro samaritano que le vale el desprecio de su cómplice, pero que le sirve para percatarse de hasta dónde lo puede llevar la ambición asesina de su mujer por defenderse. La nota que la incriminaba sí que se la quita del bolsillo al alcohólico. La otra nota, la de Severine, se pierde en el curso de la trama, porque, más fiel al original, ambos asumen su culpabilidad mutua en el asesinato del pederasta.

Hay una diferencia notable entre ambas tramas: un personaje, Cabuche, un expresidiario iletrado y zafio -interpretado a la perfección por el propio Jean Renoir, que trabaja en el ferrocarril y a quien, por esos antecedentes, se le declara poco menos que responsable del asesinato del pederasta, porque la novia con la que él se iba a casar también había sido víctima del presidente del ferrocarril que abusó igualmente de Severine. Lantier, de todos modos, amenaza al matrimonio Roubaud con denunciarlos si acaban condenando a Cabuche, aunque esa trama también se pierde en la continuación de la historia.

En la escena del tren, cuando se produce el asesinato, hay dos motas, una de hollín, la otra se supone que de polvo, que le entra en el ojo a personajes antagónicos: a Lantiere, que viaja en el compartimiento contiguo al de los asesinos; y a Vicky, que lo finge para poder «seducir» a Jeff y llevárselo al coche restaurante para tomar una copa y dejarle, así, el paso franco al asesino camino de su compartimento. Son esas coincidencias que, en el caso de Lang, supone una variación congruente con su trama *athrillerada. En otro momento, cuando los amables pederastas reciben a sus «protegidas», el de Severine le dice que se ha adelgazado, aunque entiende que es la moda; y en el caso de Vicky le dice que se ha engordado, después de haberse casado. Y ahí es fácil advertir cómo el guionista de Lang, Alfred Hayes, hace un guiño muy selecto a los pocos espectadores que tuvieran en la mente la extraordinaria película de Renoir, cuyo final, con el baile de ferroviarios alternándose con el trágico desenlace de la historia fatalista de Jacques Lantiere, es de una sutileza costumbrista extraordinaria. Las tomas de la orquesta y desde la orquesta tienen su apogeo en la interpretación qu4e hace Marcel Véran de Le petit coeur de Ninon, en realidad el  vals  de Becuciu, Tesoro mío. La letra de la canción va desgranando algo así como una sucinta biografía de Severine que, al mismo tiempo, sirve de epitafio. Con posterioridad al hecho, Renoir filma una desgarradora escena nocturna de la huida de Jacques siguiendo la vía del tren, con el desconcierto de la enajenación grabado en su rostro… ¡Inolvidable!

Fílmicamente son muchas las diferencias técnicas entre el thriller y el casi neorrealismo de Renoir. Mientras el blanco y negro de Renoir, muy contrastado, tiene mucho de documento verista, el blanco y negro tamizado de Lang, propio de la iluminación de estudio, acerca la película a los estándares del refinado estilo usamericano, tan tecnificado. Las escenas del tren, por ejemplo, de estudio en el de Lang, son filmadas en un tren real en el de Renoir, con unos espacios que no permiten los planos que sí consigue Lang en el descansillo, cuando ella va buscando al maquinista a quien conoce su marido y observa a través de la ventanilla que separa ambos vagones el humo denso del cigarrillo que él fuma, un plano espectacular y sugerente donde los haya. La puesta en escena de una y otra película también es muy diferente, y está en relación con esa pobreza honrada de los ferroviarios del 39 y la comodidad y los adelantes de los del 54, tal y como señalamos respecto de las locomotoras que usan, tan distintas.

Ahora que las he visto dos veces, primera por separado y luego casi al unísono, me parece el mejor de los programas dobles imaginables. Son tan distintas y se parecen tanto, que estoy seguro que ambos directores admiraron la versión del otro, y no se me ocurre nada más atractivo que la recreación de un visionado de ambos de la película del otro, deteniéndose casi fotograma a fotograma para ilustrarnos con los secretos de arte tan depurado como el que nos ha dado dos joyas de la Historia del Cine: dos exploraciones del deseo y de las tinieblas del alma humana cuando la pasión nos nubla el juicio.

 

domingo, 11 de octubre de 2020

«El joven Winston», de Richard Attenborough, un «biopic» curioso…

                 

Los primeros años difíciles de una personalidad autodidacta con un solo objetivo: Aut Caesar aut nihil

 

Título original: Young Winston

Año: 1972

Duración: 145 min.

País: Reino Unido

Dirección: Richard Attenborough

Guion: Carl Foreman

Música: Alfred Ralston

Fotografía: Gerry Turpin

Reparto: Simon Ward, Robert Shaw, Anne Bancroft, Jack Hawkins, John Mills, Anthony Hopkins, Ian Holm, Patrick Magee, Edward Woodward.

 

         Una Plataforma como Filmin te permite recuperar películas que, sin ser clásicos acreditados, o bien caminan de serlo o bien constituyen una sorpresa agradable que te permite ampliar el caudal de películas que, por una u otra razón, merecen verse. Como no hace mucho que mi Conjunta me arrastró a ver -¡cómo se lo agradezco!- The Crown, en la que Churchill está estupendamente representado en su apogeo y declive,  esta película de Attenborough permite conocer al Churchill niño y joven, desatendido por sus padres e hijo exclusivamente de su propia determinación: destacar a toda costa, aunque no supiera en qué de niño y sí buscando la fama y la gloria en el Ejército y en la Política. La película es una gran superproducción, muy «a la inglesa», lo que implica una puesta en escena fastuosa, unos paisajes naturales hermosísimos y un gasto controlado en todo cuanto permita recrear para el espectador una época y, dentro de ella, un «personaje»; porque la vida de Churchill es, en realidad, la construcción medida y deliberada de un «personaje» al único y exclusivo servicio de sí mismo, de su ambición: todo lo que lo rodeaba era «instrumental», y desde que su padre se suicidó políticamente oponiéndose al gasto incontrolado del Ejecutivo, diríase que su principal objetivo en la política se cifró en rehabilitar el buen nombre de su padre, con quien, al margen de la admiración filial, tuvo una relación difícil, pues el niño Winston daba la impresión de ser una completa nulidad, y de ahí la educación en un internado con los correspondientes ¡y legales! castigos corporales que solo lograron reafirmarle más en su «singularidad». He de reconocer que la parte de la película dedicada a la niñez, construida con una compasión infinita por el sufrimiento de la criatura -la despedida de la madre cuando lo «abandona» en el internado es prueba elocuente de ello- vale su peso en oro, sobre todo por la elección del niño, Russell Lewis, ¡en quien vemos ya al futuro adulto! Ese hallazgo de casting se extiende, por supuesto al adolescente, de breve aparición, Michael Audreson, y al joven que soporta todo el peso de la película, Simon Ward, no solo en pantalla, sino como la voz en off narradora que representa al Churchill anciano, un recurso que no solo nos permite entrar en lo que la película es, una autobiografía, sino que logra convertir al narrador en un personaje más, cuyos ingeniosos comentarios sobre todo lo humano y lo divino  se esperan con verdadera impaciencia.


El actor y el político.

         El notable biopic pasa revista a los años tempranos del inmortal estadista, y destaca, no solo la fiera determinación de llegar al éxito, sino la subordinación de cualquier otra actividad, salvo la escritura, a ese fin. No duda en recurrir a los «oficios» de su madre, al parecer con larga nómina de amantes, para conseguir este o aquel destino donde él cree que puede ir engrosando y engrasando un currículo que después explotará convenientemente. Tal sucede con su destino en Sudáfrica, durante la guerra contra los bóers, que lo convierte, gracias a su huida de un campo de prisioneros bóer, en un personaje mediático, lo que le granjea las simpatías de los votantes del distrito por el que se presenta para entrar en el Parlamento.

         Como siempre sucede en las obras biográficas, la selección de episodios es crucial para saber desde que perspectiva se escribe o filma dicha biografía. Attenborough se pone de parte del personaje, y contribuye a la glorificación de su memoria, pasando por alto otras visiones algo más comprometedoras para su buen nombre. De hecho, y hasta donde me ha sido posible saberlo, el programa de acción que propuso Churchill en la Unión Sudafricana para sofocar la rebelión de los bóers pasaba por  la destrucción de sus granjas el envenenamiento de los pozos, la confiscación del ganado y la reclusión en campos de internamiento, siguiendo el modelo español que se originó en la «Guerra de los diez años», en Cuba; campos, los propuestos por Churchill en los que las infracondiciones sanitarias de los mismos y las epidemias consiguientes  mataron por enfermedad, sobre todo a mujeres y niños, a más de 20.000 personas. Los campos, eso sí, segregaron a los negros, quienes tuvieron los suyos propios. Recuérdese que familias enteras de negros trabajaban para los bóers.

         El fantástico trabajo de Simon Ward, el doble perfecto del joven Winston consigue hacernos olvidar ese sesgo prochurchilliano del director y seguimos su peripecia con la admiración que exige quien ha de luchar lo suyo para conseguir alcanzar su propio destino. Desde bien joven, además, la obra historiográfica de Churchill, pues escribió sobre los conflictos en los que participó-no olvidemos su condición de periodista corresponsal al tiempo que militar- le granjearon una fama que incluso le llevaron a recibir el Premio Nobel de literatura. En cualquier caso, y como se demuestra una y otra vez en la película, Churchill fue durante toda su vida un hombre de verbo afilado y de respuesta contundente. Se le reprochaba que se hubiera pasado de los Tories a los Liberales y, finamente, de estos a los Tories, de nuevo. Su impecable respuesta: “Cualquiera puede cambiar de partido, pero se necesita cierta imaginación para hacerlo dos veces”.

         Resulta imposible seguir la biografía de un hiperactivo que busca la fama a toda costa, y Attenborough era consciente de ello; por eso se circunscribe a una juventud que, con todo, fue incluso más agitada de la que en esta película se nos ofrece. Se sea admirador del Canciller o no, a nadie dejará indiferente este intento de biografía. Y las escenas en el parlamento tienen, en estos tiempo moviditos del Brexit, un gran interés.

         Acomódense y disfruten…

viernes, 9 de octubre de 2020

«I love trouble» y «Lust for gold», de S. Sylvan Simon: dos joyas de un magnifico director ignorado.


Un thriller de lo mejor del manual y un western con Glenn Ford y Ida Lupino en el cénit de su bien hacer… El mejor programa doble posible en estos tiempos de pandemia y estrenos anémicos… 

Título original: I Love Trouble

Año: 1948

Duración: 93 min.

País:  Estados Unidos

Dirección; S. Sylvan Simon

Guion: Roy Huggins (Novela: Roy Huggins)

Música: George Duning

Fotografía: Charles Lawton Jr. (B&W)

Reparto: Franchot Tone, Janet Blair, Janis Carter, Adele Jergens, Glenda Farrell, Steven Geray, Tom Powers, Raymond Burr, John Ireland.

 

Título original: Lust for Gold

Año: 1949

Duración: 90 min.

País: Estados Unidos

Dirección: S. Sylvan Simon, George Marshall

Guion: Ted Sherdeman, Richard English (Libro: Barry Storm)

Música: George Duning

Fotografía: Archie Stout

Reparto: Ida Lupino, Glenn Ford, Gig Young, William Prince, Edgar Buchanan, Jack Tornek, Will Geer, Paul Ford, Hank Bell, George Morrell, Paul E. Burns, John Roy, Bill Wolfe, Edmund Cobb, Chalky Williams, George Chesebro, Suzanne Ridgeway, Myrna Dell, Dorothy Vernon, Eddy Waller, Si Jenks, Kermit Maynard, William Tannen, Ray Jones.

 

         La cinta de correr en el gimnasio no deja de depararme gratas sorpresas mayúsculas, como la del descubrimiento de un director de quien, sin reparar en su autoría, solo vi antaño, creo recordar, la de Abbot y Costello, una pareja de la que me gustó, sobre todas, la extraordinaria película de terror que hicieron, Abott y Costello contra los fantasmas, de Charles Barton, porque el terror logró incluso sobreponerse a la comedia, ¡que ya tiene mérito! ¡Y cómo no, apareciendo el propio Bela Lugosi! Como Franchot Tone es un actor que siempre me ha gustado, imaginé que, aun no conociendo al tal S. Sylvan Simon (y ya es curioso que sea el primer nombre el que se «elide», cuando suele ser el segundo, excepto en el caso del psicólogo B.F.Skinner, cuya B pertenece a Burrhus…, pero no he logrado saber qué esconde la S. de Sylvan Simon), la película, un thriller, sería «visible».  Y así ha resultado ser.

         Escrita por Roy Huggins a partir de una novela suya, I love trouble tiene el mérito de haber sido algo así como el episodio piloto de lo que luego se convertiría en la serie para televisión creada por el propio Huggins 77 Sunset Strip (el nombre coloquial con el que se conocía la famosa calle Sunset Boulevard, 39 quilómetros de longitud…, que haría famosísimo en todo el mundo Billy Wilder con su película de igual nombre…) y protagonizada, ¡aún hoy me acuerdo del nombre!, por Efrem Zimbalist Jr. La película se ajusta escrupulosamente a los cánones del género con un detective privado de por medio que se ve envuelto en un oscuro caso en el que parece que sus servicios tienen más de tapadera que de lupa, porque todas las pistas que sigue, para un marido a medias celoso y angustiado, parecen conducir a laberintos sin salida. Eso sí, a Franchot Tone lo rodearon de cuatro bellezas despampanantes, cuatro mujeres fatales, no vampiresas, ojo, que le complican la vida durante todo el metraje. Adviértase, sin ir más lejos, el poderoso erotismo explícito del cartel... La presencia elegante de Tone, su dicción exquisita y las maneras de dandy con que igual trata con ellas que con el trío de matones del dueño de un cabaret donde supuestamente trabajó quien acabó huyendo  con 40.000 dólares de él, un trio en el que destacan dos «malos» de lujo del cine negro: John Ireland y Raymond Burr, este en sus comienzos, aunque ya había tenido un papel de entidad, mayor que el que tiene aquí, en Desesperado, de Anthony Mann. La dirección de Sylvan acentúa el contraste del claroscuro, tanto en interiores como en exteriores, y sigue los pasos de su protagonista por cuantos espacios propios exige el género. Incluso cuando parece derrotado por la terrible paliza que recibe, Stuart Bailey, el detective, se las ingenia para despistar a los bobos chicos malos… con una evasión por la ventana, con sábanas anudadas que le quitan el peligro de encima… Los diálogos con las mujeres fatales, y ahí hemos de incluir el muy divertido con la camarera escultural que lo atiende en la cafetería, son de lo mejor de la película, aunque toda ella se va oscureciendo a medida que irrumpe la violencia y no queda nada claro cuál sea el verdadero objetivo del marido que le encarga la búsqueda de su esposa desaparecida. La sobriedad en la interpretación, la puesta en escena muy apropiada y el quebradero de cabeza que le causa al espectador la identificación de mujeres que cambian de nombre y que se parecen tanto que ya no sabe en presencia de cuáles está ni qué relación tienen con la trama confirma lo que los primeros compases de la película daban a entender, que estamos ante un peliculón de cien negro que nada tiene que envidiarle a los clásicos de Marlowe, por ejemplo. Mi recomendación es que adquieran el DVD que se vende. Yo la vi en Youtube y la copia usada es más que deficiente; pero sobre una cinta de correr no puede uno ser muy exigente…

         Lust for Gold reúne a dos estrellas consagradas de Hollywood, nada menos que Glenn Ford, que ya había rodado Gilda, de Charles Vidor, y Ida Lupino, que había rodado El último refugio, de Raoul Walsh, con Humphrey Bogart, un película que recién he visto ayer, antes de ponerme a redactar estas notas entusiastas sobre el programa doble de Sylvan Simon. La presencia de ambas estrellas tarda en aparecer, porque la película parte del presente para, en un flash back retrotraerse al tiempo del bisabuelo del protagonista, quien descubrió la mina de oro que los indios apache habían condenado mucho tiempo atrás, arerbatándosela a los mejicanos que pretendían explotarla.   El bisabuelo, en compañía de un viejo, sigue a un mejicano que conoce la existencia de la mina. Al llegar a ella, acaba con la vida de todos y se queda él solo con la mina, para pasmo de un pueblo que lo recibe con honores de héroe. En ese momento se inicia el «romance» entre la dueña de la panadería y pastelería de la ciudad, casada con un hombre al que no ama, pero al que ha de guardar felicidad porque es el encubridor de un asesinato cometido por ella. Cuando él se percata, en una escena brillante en la que el primer plano en sombras de la espalda de él tiene como fondo de la imagen el beso de quienes quieren traicionarlo para quedarse con su oro, la película da un giro hacia la perversidad más que notable. Las bajas pasiones afloran y las caretas caen. Es un guion escrito mil veces y que en el cine ha tenido muestras tan excelentes como El tesoro de Sierra madre, de John Huston, por ejemplo, rodada solo un año antes de la presente. No importa, dicha cercanía, porque Sylvan consigue una película redonda, a la altura sin lugar a dudas de la de Huston, y con unas interpretaciones de Ford y de Lupino que dejan sin respiración a los espectadores, sobre todo en el primer final, el del flash back. El segundo final, el capitulo del presente, en el que se narra que muchos ilusos emprendieron la ruta de «Superstición», así se llama el camino que atraviesa una sierra desértica donde, en los últimos años, han hallado la muerte no menos de cuatro buscadores de la mina, el descendiente de aquel alemán que se quedó violentamente con la mina se acabará enfrentando a quien se ha erigido en «protector» de ese oro que algún día acabará siendo suyo. Quién sea ese asesino es algo que no se sabrá hasta el desenlace de la película, por supuesto.

         La película convierte la sierra donde se halla la mina en una suerte de protagonista indirecto de la película, porque en sus riscos no solo transcurre buena parte del metraje, sino que su áspera presencia impone su ley a los ambiciosos y a los tramposos, como si el oro emitiera una maldición que alcanza a quienes lo descubrieron y a quienes aspiran a redescubrirlo.

         A pesar del excelente reparto, me sigue extrañando que esta película de Sylvan no haya tenido el reconocimiento que merece. Como está catalogado entre los «maestros artesanos», tengo para mí que muchos se han quedado con la copla de la «artesanía», en vez de con la de la «maestría», que es la que por derecho estético y narrativo le corresponde. Salgo de este conocimiento de Sylvan con la intención, si puedo, de ver un par de obras suyas que prometen. Les tendré al tanto…