miércoles, 9 de diciembre de 2020

«Sombras» y «Varieté», de Arthur Robinson y Ewald André Dupont, el gran cine alemán de los 20.

 

Una excursión por las sombras del subconsciente, con la carnalérrima Ruth Weyher y el drama de los celos con el gran especialista del género: Emil Jannings.

 

 

Título original: Schatten - Eine nächtliche Halluzination

Año: 1923

Duración: 90 min.

País: Alemania

Dirección: Arthur Robison

Guion: Arthur Robison, Rudolf Schneider

Música: (Versión restaurada: Ernst Riege) (Película muda)

Fotografía: Fritz Arno Wagner

Reparto: Ruth Weyher, Alexander Granach, Max Gülstorff, Lilli Herder, Rudolf Klein-Rogge, Fritz Kortner, Karl Platen, Fritz Rasp, Eugen Rex, Ferdinand von Alten, Gustav von Wangenheim,.

 

Título original: Varieté

Año: 1925

Duración: 95 min.

País: Alemania

Dirección: Ewald André Dupont

Guion: Ewald André Dupont (Novela: Felix Hollaender)

Fotografía: Karl Freund, Carl Hoffmann (B&W)

Reparto: Emil Jannings, Maly Delschaft, Lya De Putti, Warwick Ward, Alice Hechy, Georg John, Kurt Gerron, Paul Rehkopf, Trude Hesterberg, Georg Baselt, Werner Krauss.

 

         He aquí dos de esas joyas del cine mudo alemán a las que más de dos, ¡o acaso ya tres!, generaciones posteriores a la de quien esto escribe es muy verosímil que les hayan dado definitivamente la espalda, ignorándolas con la altivez solo propia de la nesciencia y de una educación harto deficiente, amén de un exceso de narcisismo vacuo cuyas figuras eminentes son esos influencers que abarrotan los altares perversos de la ultraposmodernidad y el milenarismo de estos nuevos «locos veinte» que nos toca remalvivir…

         Dos alemanes muy distintos, uno con apellido francés y el otro de origen usamericano que decidió, hijo de alemana y usamericano, formarse en Alemania, cuando los europeos emigraban, empobrecidos, hacia el mito de la Usámerica de las oportunidades, ruedan, con la distancia de dos años, dos películas que han dejado huella indeleble en la Historia del Cine. Varieté, de Dupont, se anticipó a la película por la que este suele aparecer en las enciclopedias: haber rodado la primera película sonora del cine alemán, Atlantic, 1929, sobre la tragedia del Titanic, nombre que se desechó por los posibles pleitos judiciales. Con un inicio espectacular, el preso número 28 que, a pesar de los requerimientos de su mujer legal y su hijo para que pida el indulto para su condena se niega a ello con la terquedad de quien aún no ha podido perdonarse el crimen cometido. Con esa información que se da de buenas a primeras, pudiera entenderse que se nos ha chafado el final de la película, pero sucede todo lo contrario. Se abre un flashback majestuoso que nos lleva a una feria en la que un feriante rivaliza con otro para atraer clientes para sus números respectivos. Uno ofrece la fuerza de los músculos masculinos; el otro, los encantos corporales femeninos. Uno no da abasto, pero tengo para mí que algún serio estudioso del cine debería dedicar una monografía a la presencia de las Ferias en el cine, no solo porque le sale una nómina bien nutrida, sino porque desde Freaks hasta El hombre que tenía rayos X en los ojos, pasando por esta o por Extraños en un tren y El tercer hombre, sin ir más lejos, son innumerables las excelentes películas -¡ah, y Wonder Wheel, de Allen, tan reciente…- que han situado su acción o parte de ella en las ferias bulliciosas que recorren las cámaras con una delectación casi avariciosa, porque las posibilidades para los encuadres, los movimientos de cámara y las tomas aéreas y de todo tipo son infinitas y todas ellas vibrantes. En ese ambiente de feria, el personaje, un acróbata retirado porque su mujer sufrió un accidente y con la que tiene un hijo, acoge a una joven que ha viajado como polizón en un barco y que no tiene a nadie en el mundo. La acogen y lo inevitable sucede; el extrapecista se siente atraído por ella y decide abandonar a su mujer y volver, con la joven, de nuevo al trapecio, por lo que emprende una nueva carrera que no tarda en llevarles a entrar en relación con otro gran trapecista que les ofrece trabajar con él. El trio amoroso inicial vuelve a producirse, pero, ahora es al fornido trapecista al que le toca el papel que asignó a su mujer en el primer trío: padecer, reconcomido por los celos, la pasión que se urde a sus espaldas. Emil Jannings fue un actor cuya fama fue comparable a la de las más rutilantes estrellas del cine usamericano, pero en Alemania y en Europa, en general. Recordemos que  fue el protagonista de una de las mejores películas de Josef von Sternberg, El ángel azul, inspirada en la novela de Heinrich Mann, Profesor Unrat. Pues bien, si fue elegido para ese papel, ello, aparte de sus muchos méritos, se debe a que en Varieté ya había interpretado un personaje hasta cierto punto parecido, pero sin el patetismo de la película de Sternberg, porque en Varieté, Jannings, que es fotografiado por un genio como Karl Freund con una capacidad de penetración psicológica en ciertos primeros planos que nos dejan anonadados, presenta un rico repertorio de diferentes facetas de la personalidad y todas ellas las resuelve con un verismo que pocos actores consiguen. Lya de Putti, otra gran estrella del momento, le da una réplica magnífica, como la da, así mismo, la otra pata del taburete sobre el que se sostiene la más antigua de las historias, la de la traición amorosa y los celos, Warwick Ward, un prestigioso actor inglés al que la llegada del sonoro reconvirtió en productor. Son muchos y muy variados los planos con que Dupont sorprende a los espectadores, así como ciertas secuencias como la que el protagonista se aleja por el pasillo del hotel, devastado psicológicamente, arrastrando a su amante, agarrada a sus hombros, ese tipo de secuencias difíciles de olvidar.

         Sombras, frente al realismo  extremo de Varieté, aunque Dupont no renuncia a ciertos efectos especiales distorsionadores, sobre todo cuando los trapecistas están en acción y se intuye que puede producirse el drama en cualquier momento, con una cámara que se mueve siguiendo el vaivén de las peripecias de los protagonistas, se apunta a una supresión de los intertítulos que facilitan la visión de la película, que se explica a sí misma con absoluta claridad…, paradójicamente, con la de las sombras que  van a representar la realidad oculta que un marido celoso quiere conocer a toda costa. La película, después de un prólogo del teatro de sombras que presenta a los personajes, comienza con  la llegada de cuatro hombres a una casa para celebrar un banquete en compañía del anfitrión y de su esposa, de quien este sospecha que le es infiel con uno, ¡o varios!, de los invitados. La llegada del artista del teatro de sombras que va a proyectar una doble realidad, distinta de la cena a la que son invitados los presentes, y que fácilmente ha de entenderse como la proyección de los deseos ocultos de estos, promoverá una confusión entre las muy distintas acciones de las sobras de los protagonistas y sus propios cuerpos que llevarán al marido casi a la desesperación, hasta que… Y ahí todos han de pasar por “(bu)taquilla” para saber cómo se resuelve el extraño caso del divorcio entre los cuerpos y las sombras y la pasión que despierta una actriz como Ruth Weyher, que se come la cámara a fuerza de sensualidad derramada por los cuatro costados y por quien es justo arriesgar la honra y empeñar la vida…, o eso cree ella. La presencia de los criados, con un toque tétrico de personajes muy próximos en algunos momentos al Nosferatu de Murnau, de la que Robinson tomó más que buena nota, parecen querer derivar la película hacia lo fantástico, pero, al margen del extraordinario juego de sombras constante a lo largo de la película, la obra se ciñe a lo que hemos de entender como una obra de engaños sexuales, como bien se refleja, en uno de los planos -y convendría averiguar si es la primera película en la que tal recurso se emplea- en que la cabeza de la  figura del marido se proyecta como una sombra bajo una cornamenta colgada como adorno en la pared… Poco puede decirse de esta película cuya trama es tan vieja como las primeras historias de cualquier literatura, porque debería ir comentando, fotograma a fotograma, las muchas virtudes de la imaginación del autor, que no hubieran visto la sombra (que no la luz) sin la contribución del otro pilar del expresionismo alemán junto a Karl Freund, Fritz Arno Wagner, quien había filmado el Nosferatu de Murnau, que antes mencioné como precedente  inequívoco de esta obra excelente.  

Estamos en presencia, pues, como anticipé al inicio de la crítica, de dos obras típicas del cine alemán de los 20, muchos de cuyos directores emblemáticos acabarían nutriendo los estudios usamericanos tras la llegada de Hitler al poder , por más que Robinson, siempre a contracorriente de todo el mundo, siguió en la Alemania de Hitler y rodaba para la UFA, una nuevo versión de El estudiante de Praga, en 1935, cuando falleció. Varieté y Sombras son dos buenos exponentes del cine popular y del cine experimental, siendo ambos muestras claras de la excelencia del cine convertido en arte y en diversión para las masas. Recordemos, no obstante, que cuando Murnau, antes del exilio provocado por la llegada de Hitler al poder en Alemania, rodó Amanecer, en 1927,  en Usamérica, dejó impactada a toda la industria usamericana y provocó un salto de calidad en su cine cuya importancia debemos valorar como corresponde. Si algo bueno tienen las dos películas de esta crítica es que a muchos espectadores les van a parecer mucho más modernas, cinematográficamente, que buena parte de los bodrios insulsos que copan hoy las carteleras o las plataformas digitales. ¡Atrévanse!

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