¡Qué encuadres, fotografía e interpretaciones tan sobresalientes!
Título original: The
Innocents
Año: 1961
Duración: 99 min.
País: Reino Unido
Dirección: Jack Clayton
Guion: Truman Capote, William Archibald (Novela: Henry James)
Música: Georges Auric
Fotografía: Freddie Francis
(B&W)
Reparto: Deborah Kerr, Peter Wyngarde, Megs Jenkins, Pamela Franklin,
Martin Stephens, Michael Redgrave.
Las obras de Henry James siempre
han sido apetecibles para los cineastas, pero Una vuelta de tuerca ha
sido reiteradamente adaptada, con mayor o menor éxito. De las que he visto,
esta de Jack Clayton es, sin lugar a dudas, la que más me ha convencido, no solo
por la solvencia de Deborah kerr, sino por la interpretación extraordinaria de
los dos niños protagonistas del relato: Miles y Flora, Martin Stephens, que no
tardó en abandonar la profesión y Pamela Franklin que se dedicó a la televisión,
con apariciones esporádicas en películas de segunda fila. Aquí, sin embargo, de
la mano de Jack Clayton y un excelente guion de Truman Capote, consiguen dos
interpretaciones que elevan la calidad de la película a niveles que no sé si
superará la versión que John Frankenheimer hizo para la televisión, con Ingrid
Bergman, y de la que he visto algunas escenas sueltas en YouTube que dan pie a
considerarla como una buena competidora de esta versión. Es muy probable,
además, que Clayton la haya visto antes de filmar la suya, pero la película de
Clayton tiene un presupuesto, ¡y cómo se nota!, mucho mayor que la película
para televisión de Frankenheimer.
Hablamos de una
historia de sobra conocida y que no tiene ningún secreto para el espectador. De
lo que se trata, pues, es de valorar una puesta en escena, una interpretación y
una dirección que consiguen atrapar al espectador en una trama perversa que
queda perfectamente reflejada cuando el niño problemático que ha sido expulsado
de la escuela y que está encantado de regresar a casa para poder seguir
viviendo en una libertad que no coarte sus malévolos impulsos quiere agradecer
a la institutriz su preocupación por él y por su hermana y la besa en la boca
no como un niño, sino como un hombre… ¡Menuda escena! La mirada de horror de
Deborah Kerr es capaz de expresar el torbellino de sentimientos pavorosos que
se han apoderado de ella cuando el crío la ha atraído hacia él con los brazos y
la ha besado como ya he dicho. Es difícil
no sentir el mismo respingo que la protagonista, y más aún no temer que
pueda suceder la peor en lo que queda de metraje, porque la inquietud que le
genera a la institutriz la criatura es la propia lucha contra las fuerzas del
mal que se han apoderado de él mediante la obra malhechora del difunto Quint
que parece obrar, desde el más allá, a través de la persona del niño.
Otro tanto vale
para la niña, identificada, a su vez, con la amante de Quint, y con una
capacidad para evadirse de la realidad y «conectar» con la persona que parece
gobernarla, que genera en la institutriz una necesidad urgente de separarla de
su hermano para recurrir al viejo tópico político: divide y vencerás. No es,
con todo, un camino fácil, porque a medida que la institutriz quiere atar en
corto a las criaturas estas acentúan su rebelión contra quien quiere privarlos
de ese mundo a medio camino entre la realidad y la ficción de ultratumba en el
que ellos se sienten tan cómodos, porque se limitan a convertirse en
instrumentos de la voluntad ajena. Todo ello acaba redundando en la seria posibilidad
de que la institutriz acabe sufriendo algún accidente que la obligue bien a
marcharse y dejarlos en manos de la gobernante de la mansión, que los quiere
tanto como los consiente, bien a morir en el intento de apartarlos de esa
posesión demoníaca que ella está empezando a considerar como verdadera
realidad.
La mansión, los
planos junto a los altos ventanales; las velas con las que se recorren los
espacios de la mansión “a lo Rebeca”, el estanque próximo, el jardín de
estatuas, la gobernante, incluso, todo lo que rodea a la institutriz se
convierte, por arte de la magia de la iluminación y de unos primeros planos
estremecedores, de los niños y de su tutora, en una atmósfera en la que se
palpa la tragedia, como si cada nueva secuencia escondiera no tanto un «susto»,
cuanto una amenaza para la integridad de ella o de los niños. Hay que reconocer
que la propia mansión y los jardines exteriores constituyen espacios turbadores
muy logrados. Clayton consigue que ni un solo elemento de los que entran en el
plano nos parezca inocente, y en todo intuimos esa revelación deletérea que
pondrá punto y final a la tensión que se acumula con una progresión tan sabia
como eficaz. El vestuario de la protagonista, con unas faldas con miriñaque que
ocupan un espacio extraordinario, y que permiten planos bellísimos de ella
recorriendo las estancias de la casa, escaleras incluidas para jugar al
escondite, por ejemplo, forma parte de esa atmósfera viciada que acaba
levantando ante nuestros ojos atónitos Jack Clayton.
Sí, se trata de
una película en la que la dirección resulta determinante, porque es el modo
como la cámara va siguiendo a los personajes en su instalación en los espacios,
interiores y exteriores, lo que nos permite ir entrando en el juego prohibido —por
evocar otra de las versiones muy conocida, la de Michael Winner— de los niños,
quienes, al principio, mientras la institutriz se desvive por ellos y no
intenta meterlos en cintura, ni siquiera parecen representar una amenaza para
ella.
La escena
culminante del desenlace, que. a pesar de lo conocido de la historia, me
reservo, pone un broche de oro a una película desasosegante y, sobre todo, muy
hermosa, llena de una belleza que se manifiesta en los elegantes planos que el
Director sabe componer para realzar las interpretaciones de pequeños y mayores.
Una joya.
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