domingo, 14 de febrero de 2021

«Suspense», de Jack Clayton, ¿la mejor versión fílmica de la clásica obra de Henry James?

¡Qué encuadres, fotografía e interpretaciones tan sobresalientes!

 

Título original: The Innocents

Año: 1961

Duración: 99 min.

País: Reino Unido

Dirección: Jack Clayton

Guion: Truman Capote, William Archibald (Novela: Henry James)

Música: Georges Auric

Fotografía: Freddie Francis (B&W)

Reparto: Deborah Kerr, Peter Wyngarde, Megs Jenkins, Pamela Franklin, Martin Stephens, Michael Redgrave.

 

         Las obras de Henry James siempre han sido apetecibles para los cineastas, pero Una vuelta de tuerca ha sido reiteradamente adaptada, con mayor o menor éxito. De las que he visto, esta de Jack Clayton es, sin lugar a dudas, la que más me ha convencido, no solo por la solvencia de Deborah kerr, sino por la interpretación extraordinaria de los dos niños protagonistas del relato: Miles y Flora, Martin Stephens, que no tardó en abandonar la profesión y Pamela Franklin que se dedicó a la televisión, con apariciones esporádicas en películas de segunda fila. Aquí, sin embargo, de la mano de Jack Clayton y un excelente guion de Truman Capote, consiguen dos interpretaciones que elevan la calidad de la película a niveles que no sé si superará la versión que John Frankenheimer hizo para la televisión, con Ingrid Bergman, y de la que he visto algunas escenas sueltas en YouTube que dan pie a considerarla como una buena competidora de esta versión. Es muy probable, además, que Clayton la haya visto antes de filmar la suya, pero la película de Clayton tiene un presupuesto, ¡y cómo se nota!, mucho mayor que la película para televisión de Frankenheimer.

         Hablamos de una historia de sobra conocida y que no tiene ningún secreto para el espectador. De lo que se trata, pues, es de valorar una puesta en escena, una interpretación y una dirección que consiguen atrapar al espectador en una trama perversa que queda perfectamente reflejada cuando el niño problemático que ha sido expulsado de la escuela y que está encantado de regresar a casa para poder seguir viviendo en una libertad que no coarte sus malévolos impulsos quiere agradecer a la institutriz su preocupación por él y por su hermana y la besa en la boca no como un niño, sino como un hombre… ¡Menuda escena! La mirada de horror de Deborah Kerr es capaz de expresar el torbellino de sentimientos pavorosos que se han apoderado de ella cuando el crío la ha atraído hacia él con los brazos y la ha besado como ya he dicho. Es difícil  no sentir el mismo respingo que la protagonista, y más aún no temer que pueda suceder la peor en lo que queda de metraje, porque la inquietud que le genera a la institutriz la criatura es la propia lucha contra las fuerzas del mal que se han apoderado de él mediante la obra malhechora del difunto Quint que parece obrar, desde el más allá, a través de la persona del niño.

         Otro tanto vale para la niña, identificada, a su vez, con la amante de Quint, y con una capacidad para evadirse de la realidad y «conectar» con la persona que parece gobernarla, que genera en la institutriz una necesidad urgente de separarla de su hermano para recurrir al viejo tópico político: divide y vencerás. No es, con todo, un camino fácil, porque a medida que la institutriz quiere atar en corto a las criaturas estas acentúan su rebelión contra quien quiere privarlos de ese mundo a medio camino entre la realidad y la ficción de ultratumba en el que ellos se sienten tan cómodos, porque se limitan a convertirse en instrumentos de la voluntad ajena. Todo ello acaba redundando en la seria posibilidad de que la institutriz acabe sufriendo algún accidente que la obligue bien a marcharse y dejarlos en manos de la gobernante de la mansión, que los quiere tanto como los consiente, bien a morir en el intento de apartarlos de esa posesión demoníaca que ella está empezando a considerar como verdadera realidad.

         La mansión, los planos junto a los altos ventanales; las velas con las que se recorren los espacios de la mansión “a lo Rebeca”, el estanque próximo, el jardín de estatuas, la gobernante, incluso, todo lo que rodea a la institutriz se convierte, por arte de la magia de la iluminación y de unos primeros planos estremecedores, de los niños y de su tutora, en una atmósfera en la que se palpa la tragedia, como si cada nueva secuencia escondiera no tanto un «susto», cuanto una amenaza para la integridad de ella o de los niños. Hay que reconocer que la propia mansión y los jardines exteriores constituyen espacios turbadores muy logrados. Clayton consigue que ni un solo elemento de los que entran en el plano nos parezca inocente, y en todo intuimos esa revelación deletérea que pondrá punto y final a la tensión que se acumula con una progresión tan sabia como eficaz. El vestuario de la protagonista, con unas faldas con miriñaque que ocupan un espacio extraordinario, y que permiten planos bellísimos de ella recorriendo las estancias de la casa, escaleras incluidas para jugar al escondite, por ejemplo, forma parte de esa atmósfera viciada que acaba levantando ante nuestros ojos atónitos Jack Clayton.

         Sí, se trata de una película en la que la dirección resulta determinante, porque es el modo como la cámara va siguiendo a los personajes en su instalación en los espacios, interiores y exteriores, lo que nos permite ir entrando en el juego prohibido —por evocar otra de las versiones muy conocida, la de Michael Winner— de los niños, quienes, al principio, mientras la institutriz se desvive por ellos y no intenta meterlos en cintura, ni siquiera parecen representar una amenaza para ella.

         La escena culminante del desenlace, que. a pesar de lo conocido de la historia, me reservo, pone un broche de oro a una película desasosegante y, sobre todo, muy hermosa, llena de una belleza que se manifiesta en los elegantes planos que el Director sabe componer para realzar las interpretaciones de pequeños y mayores. Una joya.

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