sábado, 17 de abril de 2021

«La mala semilla», de Mervyn LeRoy, un drama espeluznante llevado de las tablas al plató.

¿Es hereditaria la maldad? La terrible historia de una asesina de 8 años… Una película polémica, atrevida y desasosegante… que modificó la censura.

 

Título original: The Bad Seed

Año: 1956

Duración: 129 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Mervyn LeRoy

Guion: John Lee Mahin (Obra: Maxwell Anderson) (Novela: William March)

Música: Alex North

Fotografía: Harold Rosson (B&W)

Reparto: Nancy Kelly, Patty McCormack, Henry Jones, Eileen Heckart, Evelyn Varden, William Hopper, Paul Fix, Jesse White, Gage Clarke, Joan Croydon, Frank Cady.

 

         Como película de terror psicológico, esta adaptación teatral de Maxwell Anderson de la novela de William March, tiene una consistencia a la que no le han restado ni un ápice de vigor y desasosiego el paso de los años, lo cual se debe, indudablemente, a la enorme categoría de un director como Mervyn LeRoy, que, a partir de una introducción tenebrosa durante los títulos de crédito, nos ofrece con especial dramatismo y crudeza un dilema que aún hoy sigue sin tener una respuesta definitiva por parte de la ciencia: los asesinos, ¿nacen o se hacen? Tal es la angustiosa pregunta a la que le urge encontrar respuesta a la protagonista.

         Una despedida, la del militar que ha de irse un mes fuera por necesidades del servicio, abre una escena en la que una niñita encantadora se despide de su padre cubriéndolo de besos. No tardamos, sin embargo, justo antes de irse a una merienda organizada por la escuela junto al embarcadero, el mismo que aparecía durante los títulos de crédito azotado por una tormenta,  en ver un lado poco agradable de la criatura: su queja amarga y enrabietada porque ha sido privada de una medalla en caligrafía, conseguida por otro niño de la escuela. De regreso en su casa, y una vez celebrada la curiosa reunión psicoanalítica que mantiene la dueña de los apartamentos donde vive la protagonista, Monica, que está literalmente enamorada de la hija de Christine, la madre de la niña, con un escritor de novelas de misterio, la madre de Rhoda, la niña, y otro vecino, oyen en la radio que se ha producido una muerte por ahogamiento entre los niños de la escuela que estaban de merienda campestre junto al embarcadero. Tras la angustia inmediata por la falta de noticias concretas, no tardan en decir que ha sido un niño el ahogado.

         A partir de ese suceso, y tras la visita de la directora de la escuela y de los padres del niño fallecido, con los pocos datos que relacionan a su hija con el niño ahogado, la madre comienza a atar cabos sobre la posible responsabilidad de su hija, que se niega a creer. Antes, en la reunión freudiana, Christine, la madre, ha acabado reconociendo que sueña de forma recurrente con una idea que le ha acabado obsesionando: que ella no es una hija natural de sus padres, sino adoptada. Lo primero que sorprende a la madre es que la hija no muestre ninguna afectación por el trágico final de su compañero e incluso que entre en su habitación y se ponga a ejercitarse en el piano con total normalidad. Esa falta de compasión es la primera señal de que algo no encaja en el comportamiento de su hija o en su aún ignorada responsabilidad en los hechos. Más adelante, cuando descubra entre las pertenencias de la niña

         Paralelamente, el encargado del mantenimiento y la limpieza en los apartamentos, Jessup LeRoy, una persona con cierto trastorno mental, y a quien da compasivamente trabajo la dueña de los mismos, se enfrenta la pequeña y la acusa directamente de la muerte del niño, porque, en un alarde de clarividencia mental,  revela que a él la niña no lo engaña, porque sabe que es como él. Se trata de un enfrentamiento muy efectivo e intenso entre la frialdad racional de la chiquilla y algún desliz ingenuo propio de la edad, como cuando él consigue atemorizarla con la huella indeleble de la sangre en el supuesto palo con que atacó a su compañero…

         La llegada del abuelo del niño, viejo periodista de éxito de las antiguamente  llamadas «crónicas de sucesos», va  a suponer una confirmación de las sospechas de la madre, una revelación que ha de «arrancarle» a su padre, que ella es una hija adoptada. La revelación dramática es que ella fue hija natural de la asesina cuyo juicio siguió el padre adoptivo como cronista. Esa revelación sustancial en la trama, que confirma a la madre la peor de las sospechas, que su hija ha heredado, en un salto generacional, los genes malignos de su abuela, va a dar pie a una revelación espeluznante: la confirmación de los asesinatos cometidos por la niña con total frialdad, impiedad y sin el menor atisbo de arrepentimiento o compasión.

         En una película así, está claro que las interpretaciones lo son todo, y eso es, en efecto, lo que ocurre con el «elenco» teatral que usó LeRoy para rodar su película y, en honor del mismo, esta, tras sus varios finales, incluido el mismísimo final impuesto por la censura, que tanto desagradó al director, se cierra con aquella vieja costumbre de presentar a los actores uno por uno, como si hubieran salido a saludar al reclamo de los aplausos.

         Dada la alta tensión del drama que se desarrolla en torno al dilema sobre la maldad como herencia genética o producto del medio social, se ruega a los espectadores que no desvelen nada de lo que se ha visto en pantalla. Creo que, a pesar de cuanto he dicho en esta crítica, los espectadores pueden sentarse a verla con la seguridad de que el desarrollo de la trama va a sobrecogerlos como lo ha hecho conmigo. Luego está la calidad de una realización que se recrea en el llamado «plano americano» y que consigue excelentes juegos de profundidad de campo cuando se conecta el interior con el jardín donde juega o lee la niña, por no extenderse sobre la intensidad de los primeros planos cargados de una densidad dramática que, conjugada con la voz rota del dolor de la madre al descubrir la hija que ha alumbrado, nos genera una angustia imposible de pasar por el tamiz del raciocinio, de ahí que entendamos, aunque no lo aceptemos, la reacción protectora de la madre; pero… Bueno, eso ya habrán de verlo solos los espectadores, sobre todo una secuencia de madre e hija que, a mí particularmente me ha recordado mucho la intensidad de ciertos planos de Dreyer, pero allá cada cual con sus gustos y sus memorias fílmicas. Prepárense, porque las emociones están servidas en bandeja de plata, que es como presentó  Herodes, a Salomé, la cabeza de Juan el Bautista…

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