El humor inteligente bajo el código Hays: El diablo y yo o un trato que un delincuente no podrá rechazar…
Título original: Angel On My Shoulder
Año: 1946
Duración: 101 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Archie Mayo
Guion: Harry Segall, Roland
Kibbee. Historia: Harry Segall
Música: Dimitri Tiomkin
Fotografía: James Van Trees
(B&W)
Reparto: Paul Muni, Anne Baxter, Claude Rains, George Cleveland, Onslow
Stevens, Erskine Sanford, Marion Martin, Hardie Albright.
El director de Una noche en Casablanca,
El bosque petrificado y la excepcional Svengali [que, como
clásico que es, recomiendo encarecidamente a todos los amantes del séptimo arte],
Archie Mayo, se despidió del cine con esta película, en 1946, tras haber
comenzado su carrera en 1917. No figura entre los «grandes», en ese Olimpo de
Ford, Welles, Dreyer, Kurosawa, Godard, etc., pero cualquier película suya, al
menos las que yo he visto, no dejan indiferentes al espectador, y, en algunos
casos, lo clava en el asiento con un poder hipnótico que nada tiene que
envidiar al de los merodeadores habituales de ese alto pedestal glorioso.
El comienzo de
la película es impactante. Un jefe mafioso sale de la cárcel y es recogido por
su lugarteniente. Van charlando animadamente y reconociéndose la lealtad mutua
inquebrantable que les ha permitido sobresalir en sus sucios negocios cuando,
de repente, el conductor saca una pistola con la que apunta a su jefe y le pega
los cuatro tiritos que lo llevan no a mejor vida, imposible para un precito
como él, sino a donde ese nombre indica: al infierno. Y aquí entramos en una
escenografía del infierno bajo tierra en la que «aparece» el delincuente, que
pasa de una cárcel a otra, más calurosa. No es la primera vez que el infierno
aparece en el cine, por supuesto, lo hizo desde la época muda, cuando Giuseppe
de Liguoro, Francesco Bertolini y Adolfo Padovan rodaron en 1911 una adaptación
de La divina comedia de Dante, si bien ya en 1907 Segundo de Chomón
había visitado ese espacio. Estamos, pues, en terreno conocido y bien roturado.
La escenografía de la película de Mayo es archiconvincente y más aún la
personificación de Belcebú como un atildado burócrata que parece haber esperado
como agua de mayo la llegada del delincuente, quien, como cautivo que no piensa
más que en salir de su segundo y mucho más penoso cautiverio, pues ha de trabajar
como fogonero hasta la extenuación de sus fuerzas, momento en el que será «desechado»
definitivamente, no duda en aceptar un trato que le propone Belcebú: ha de
hacer un «trabajito» para él: meterse, como espíritu que es, en el cuerpo de un
juez, de quien es el doble exacto, para desacreditarlo, porque representa lo
que conocemos como «el imperio de la ley». El jefe mafioso, a cambio, podrá usar
ese cuerpo para ajustar cuentas con su lugarteniente y deshacerse de él.
Y allá emergen
los dos, como espectros, en una ciudad en la que pasan desapercibidos hasta que
un infarto del juez le permite a Belcebú «meter» en el cuerpo del juez el alma,
¡y la personalidad!, del delincuente, quien no conserva nada de los «saberes» y
«maneras» del juez, por lo que cuando este despierta de su cardiopatía y
metamorfosis, quienes rodean al juez se asombran del modo tan extraño de hablar
y de conducirse de este, como si se hubiera convertido en la otra persona que
en realidad es, y ello incluye, ¡y cómo no!, la relación con su prometida, una
relación bastante «sosa» a la que el «nuevo» juez le va a echar una pimienta
que choca en todo momento con la pudibundez del código Hays que no permitía
ciertas «expansiones» de tipo sexual en las escenas, aunque son constantes los intentos del personaje por
disfrutar de los encantos de su novia.
Claude Rains,
el inmortal jefe de policía francés de Casablanca, de Michael Curtiz y
el malvado enamorado de Encadenados, de Hitchcock, tiene aquí, junto al
hiperversátil Paul Muni, un papel
protagonista que le hace justicia. Completa el trío Anne Baxter, que les da la
réplica exacta para construir una comedia que, sin provocar grandes carcajadas,
si permite verla con una permanente sonrisa, aunque cuando una banda de
mafiosos quiere boicotear un discurso electoral que él mismo ya estaba
dispuesto a autoboicotearse, siguiendo las indicaciones de Belcebú, el gag
cómico lo acaba convirtiendo, tras enfrentarse a puñetazo limpio con ellos [«¡Que
son los tuyos!» —le grita Belcebú, en medio del fregado…] en un héroe, y
potenciando aún más su candidatura. De igual manera, el nuevo Juez confunde a
su novia con una antigua amante suya que, por el arte de birlibirloque de los excepcionales
guionistas hollywoodienses, acaba siendo llevada a su despacho de juez para
tomar o no ciertas medidas cautelares. La escena
En este tipo de
comedias, el planteamiento y el desarrollo inicial suelen ser muy buenos, pero
no así un desarrollo que, inevitablemente, ha de llevarnos a que el
protagonista reconsidere que hay otro mundo muy distinto de su mundo de la
delincuencia, la violencia, el crimen organizado, y que una vida de familia y el
amor de una mujer son un futuro la mar de deseable. Con todo, ni en esos
momentos «líricos», llamémoslos así, Archie Mayo deja de atrapar al espectador
en la perfecta trama que este sigue con esa atención que exige siempre un
desarrollo coherente con los inicios, aunque los malentendidos iniciales dejen
paso a consideraciones de otro calibre. Los diálogos son, sin excepción,
brillantes, y la caracterización de Muni como un bruto expansivo y arrollador,
tan duro de cascos como espontáneo y vital, seduce a quienes lo ven justo como
lo contrario del sutil Belcebú que lo mueve a su antojo, pero sin conseguir plenamente
sus objetivos.
Ni acaba de ser
una screwball comedy ni un pastelón de la corrección política,
aunque la puesta en escena infernal vale un potosí y las relaciones interpersonales
del trío protagonista son un auténtico regalo para el espectador. Solo cabe
disfrutarla.
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