miércoles, 30 de junio de 2021

«El rock de la cárcel», de Richard Thorpe o el camino hacia la idolatría…

Una historia a medida de un joven rompedor conservador…Elvis Presley en su salsa de joven airado que escala a la cumbre del éxito.

 

 

Título original: Jailhouse Rock

Año: 1957

Duración: 96 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Richard Thorpe

Guion: Guy Trosper

Música: Canciones: Elvis Presley y Jeff Alexander

Fotografía: Robert Bronner (B&W)

Reparto: Elvis Presley, Judy Tyler, Mickey Shaughnessy, Vaughn Taylor, Dean Jones, Jennifer Holden, Anne Neyland.

 

Mis razones personales para ser un incondicional de Elvis proceden de que suyos fueron los primeros discos que entraron en mi casa a través de mi hermano mayor: Don’t be cruel, Jailhouse Rock, Hound Dog, It’s now or never y Blue Suede Shoes, junto con el Twist and shout de The Beatles sonaban una y otra vez en el tocadiscos familiar. Luego vendría Chubby Checker y su vibrante Let’s twist again que he bailado hasta la saciedad. Recuerdo que nos llegaron a través de una prima mía gallega que trabajaba en Nueva York, por lo que bien podía considerarme un afortunado en aquellos tiempos en los que triunfaba el Dúo Dinámico…, y aún no habían aparecido Los Brincos.

El rock de la cárcel es una película, como todas las suyas, hecha a la medida de quien se iba convirtiendo en una estrella usamericana y universal; un joven rebelde absorbido por el sistema y cuyo reclutamiento dio pie a aquel musical inolvidable Un beso para Birdie, de George Sidney, con una espectacular Ann-Margret en un papel estelar. Un joven de puñetazo fácil interviene en defensa de una mujer maltratada, se le escapa la mano y acaba matando sin quererlo a su contrincante. Es condenado a prisión, y en ella se encuentra con un viejo aficionado al country que le enseña a gobernarse sobre la guitarra y a sacar partido de sus posibilidades, al tiempo que ejerce de «protector» del joven, aunque no pueda impedir un terrible castigo de azotes por golpear a un guardia de la prisión. Con esa fama de rebelde a cuestas, y con la intención de abrirse camino en el mundo de la música, acaba entrando accidentalmente en contacto con una joven metida en el negocio de los discos, con quien intentará la aventura de «mover» una maqueta que le acaban «robando» para otro artista de la compañía a la que la ofrece. Desengañado, le propone a la chica convertirla en su socia y crear una casa de discos propia, algo así como las actuales autoediciones a las que recorre cualquier escritor e incluso músicos como Jero Romero, por ejemplo, o cineastas como José Luis Garci, que recurre al micromecenazgo para poder rodar su próxima película. La cosa va bien y el joven va escalando posiciones en la industria hasta convertirse en una verdadera estrella. Eso sí, su gatuna independencia y su veneración del dinero como principal estímulo vital arruina la relación con su socia y enamorada, con quien comparte un malentendido permanente que los aleja. Con anterioridad, antes de triunfar, ella se atrevió a «enseñarlo» en su casa, donde el joven sin educación se considera humillado por los invitados al party que tiene lugar en casa de los padres de ella, de la que se despide con los peores modos, para tener, después, un potente encuentro lleno de una potente atmosfera sexual salvaje que, dado el rigor moral de la época, simplemente deja entrever los desbordamientos fuera de campo de esa pasión.

La historia de la estrella que llega al éxito y se va apartando de sus orígenes, a los que traiciona por el culto al beneficio material y la superficialidad de las relaciones que no lo comprometen, se pone más de relieve cuando aparece su compañero de celda, tras salir de prisión, y pretende hacer valer un contrato que firmó el joven  y según el cual se repartirían el negocio de sus futuros éxitos al 50%. El desarrollo de esa relación va a cruzarse con el de la socia y nos abocará a un clímax dramático que acerca el desarrollo al melodrama, aunque con absoluta dignidad, porque el trío protagonista cumple a la perfección con tres personalidades complejas, alejadas del estereotipo, por más que el desarrollo de la historia cumpla con un esquema visto mil veces. Ha de decirse que Elvis cumple a la perfección con el papel de joven airado, rebelde y violento que sabe, sin embargo, aprender de las lecciones que le da la vida para  olvidar su ingenuidad de joven agresivo pero de infinito buen corazón de chico de las montañas.

Richard Thorpe, el director más prolífico de Hollywood, y de quien ya en la niñez había visto Tarzán en Nueva York, con aquel salto mítico desde el Puente de Brooklyn al East River, que yo solía imitar en el trampolín del club de natación… rueda con su habitual magisterio artesanal la película, con abundancia de planos fijos y, curiosamente, con el rodaje de un número musical cuya coreografía alcanzó notable celebridad, la de la canción que da título a la película, todo un acierto.

Junto a King Creole, me parece que esta es una de las mejores películas de Elvis, porque el rockero insociable, hosco e independiente se ajusta como un guante a su físico y, sobre todo, a su peinado. Faltaba mucho, entonces, para que se rodara La ley de la calle, de Coppola,  pero ya se habían rodado Rebelde sin causa, de Nicholas y Salvaje, de Laslo Benedek_que habían prefigurado ese perfil de  chico duro que Elvis calca  con absoluta naturalidad. Curiosamente, hay un diálogo en la película en la que el joven triunfador dice que su único interés en la vida es amasar una fortuna. Preguntado por la socia si «nada más», confirma que sí, lo que inicia la distancia emocional entre ambos. Recordemos que la propia vida de Elvis giró en torno a esa necesidad de amasar la fortuna que acabó encerrándole en un aislamiento que resultó mortal para sus intereses vitales e incluso económicos.

Por cierto, cabe reseñar que la compañera de reparto de Elvis, Judy Tyler murió en accidente de coche a los pocos días de acabar el rodaje. Elvis, muy afectado, ni siquiera quiso ver la versión definitiva de la película.

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