Una agridulce comedia tan deliciosa como poco reconocida del oscarizado George Stevens: Un trío de lujo para una comedia perfecta: Jean Arthur, Charles Coburn y Joel McCrea. ¡Para no perdérsela!
Título original: The More
the Merrier
Año: 1943
Duración: 104 min.
País: Estados Unidos
Dirección: George Stevens
Guion: Robert Russell, Frank Ross, Richard Flournoy, Lewis R. Foster.
Historia: Robert Russell, Frank Ross
Música: Leigh Harline
Fotografía: Ted Tetzlaff (B&W)
Reparto: Jean Arthur, Joel McCrea, Charles Coburn, Richard Gaines, Bruce
Bennett, Frank Sully, Clyde Fillmore, Stanley Clements, Jean Stevens.
A veces, en la cinta de correr,
he de dejar pasar los títulos de crédito para ver quién dirige la película que
selecciono, sin más referencia que el título, para alegrar mi sesión atlética.
Una vez conocido, en este caso, el trío protagonista y el director, entonces ya
sé a qué atenerme; pero, en esta película en particular, el prólogo con voz en
off que nos introduce en la película es de tal brillantez que ya sabemos, sin
necesidad de que la trama entre en «materia», que vamos a ver una obra de arte
de la comedia que nos va a complacer sobradamente.
Y así ha sido, en efecto, porque la
experiencia del espectador es raro que no sepa identificar un prólogo tan
extraordinario como el preludio de una
situación que, desarrollada como aquí se hace, va a depararnos situaciones
cómicas tan bien encadenadas que vamos a seguir la película con un gozo
extraordinario. Se trata de una película de actores, sí, y los tres, sobre todo
Charles Coburn y Jean Arthur, exhiben una vis cómica que ni siquiera necesitaría
los estupendos gags que construye el guion para su lucimiento y nuestra
diversión. La situación, como muchas de las comedias disparatadas usamericanas
de aquella época —recordemos que se rueda en plena Guerra Mundial, y que
contribuir a la distracción y a subir la moral patria era una «necesidad»
nacional— puede parecernos rebuscada, pero, al parecer, respondía a una
realidad acuciante: la llegada, casi en aluvión, de nuevos residentes a la
capital del Estado para sumarse al esfuerzo bélico hizo que no quedara una
habitación vacía en toda la ciudad. Un millonario retirado llega a la capital,
invitado por el senador de su estado para participa en un comité sobre la
vivienda y se percata de que no tiene alojamiento, de que su suite reservada en
el hotel aún no está disponible, por lo que ha de ingeniárselas para, tirando
de picaresca, dar esquinazo, primero, a quienes se presentan para ocupar una
habitación y, segundo, convencer a la persona que lo alquila, por espíritu
patriótico, de que acepte a un varón en vez de a una mujer. Al poco de
instalarse, el viejo le pregunta por qué no se ha casado, mientras pone, de
forma paralela, un anuncio ofreciendo una cama en una habitación, es decir,
subarrienda la suya propia, y escoge nada menos que al más que bien parecido
Joel McCrea con un ojo clínico casamentero infalible.
De hecho, si dejamos al lado la crítica
mordaz sobre la vivienda y la ausencia de hombres en una ciudad llena de
mujeres, bien podríamos entender que Coburn, como veremos más adelante, cuando
se trate de romper el compromiso matrimonial de la protagonista con un novio
que antepone su carrera y su buen nombre a su matrimonio con ella, es algo así
como la encarnación de San Valentín, aunque a años luz, en calidad, del de la
película española que tanto éxito de público tuvo, con el actor Jorge Rigaud, El
día de los enamorados, de Fernando Palacios. Las maniobras sutiles de Mr.
Dingle son toda una lección de tercería para que dos «bobos» enamorados no
acaben torciendo su destino por el compromiso de ella con un Charles J Pendergast,
soberbiamente interpretado en toda su crudeza antiviril por Richard Gaines, a
quien se opone, aunque de forma renuente, un Joe Carter (Joel McCrea) que se
presenta poco menos que como un sex symbol capaz de atraer, como en la
divertida escena del restaurante, a esas
mujeres que en Washington estaban en una proporción de 8 a 1 respecto de los
hombres, por el conflicto bélico.
La película no se aparta de sus inicios,
de la superpoblación de la capital y de los grandes problemas que genera la
misma. De ahí el excelente gag continuado del horario de actividades que le
dibuja la anfitriona a Mr. Dingle y que este acabará compartiendo con su
realquilado. Hay escenas, como la de la azotea llena de gente tomando el sol
que incluso adquieren el carácter de memorables, no solo por la naturalidad con
que está representada, sino por los excelentes gags a que da pie, y en eso ha
de reconocerse que los guiones de estas comedias siempre tienen un excedente de
ingenio que hace muy difícil que naufrague en ellos la atención y/o la diversión
del espectador, y ello porque hay un trabajo muy eficaz en el retrato de los personajes,
el cual siempre permite extraer de los protagonistas rasgos que abonan este o
aquel gag íntimamente relacionado con ellos.
La dirección de Stevens acompaña el ritmo,
a veces frenético, otras sereno y otras íntimo de tal manera que la película
acaba rezumando clasicismo por todas sus secuencias. En algún caso, además, como
el de la toma de los dos enamorados en la cama, separados por un tabique, de
noche, con una iluminación que realmente los presenta como —¡Ah, atrevimiento
desvergonzado para la época, dado que no están casados!— si estuvieran
compartiendo un solo lecho, el virtuosismo de Stevens raya a grandísima altura.
Como no me parece que sea una de las
comedias más conocidas de la época dorada de Hollywood, imagino que para los muy
contados espectadores que siguen las críticas de este Ojo, será una más
que grata sorpresa. Espero no equivocarme, aunque nadie se olvide de descartar
cierta ñoñez propia del puritanismo tradicional usamericano, por supuesto, al
que aquí se combate con cierta mordacidad.
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