sábado, 27 de noviembre de 2021

«How to Be Very, Very Popular», de Nunnally Johnson, nunca estrenada en España.

 


Una comedia disparatada llena de gags magníficos e irreverencias con aguda perspicacia crítica, a cargo del guionista de Las uvas de la ira y director de Las tres caras de Eva

 

Título original: How to Be Very, Very Popular

Año: 1955

Duración: 89 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Nunnally Johnson

Guion: Nunnally Johnson, Howard Lindsay, Lyford Moore, Harlan Thompson. Novela: Edward Hope

Música: Cyril J. Mockridge

Fotografía: Milton R. Krasner

Reparto: Betty Grable, Sheree North, Robert Cummings, Charles Coburn, Tommy Noonan, Orson Bean, Fred Clark, Charlotte Austin, Alice Pearce, Rhys Williams, Andrew Tombes, Noel Troy, Emory Parnell, Harry Carter, Jesslyn Fax, Jack Mather, Michael Lally, Milton Parsons, Janice Carroll, Joan Holcombe, Iona McKenzie, Howard Petrie, Harry Seymour, Jean Walters, Stanley Farrar, Willard Waterman, Anthony Redondo.

 

         Empecemos con dos afirmaciones atrevida: esta comedia es un claro y parcial precedente de Con faldas y a lo loco, de Billy Wilder  y una parte de su banda sonora fue la inspiración de Mancini para el tema de La pantera rosa, de Blake Edwards… y a la película me remito. Ese carácter primicial de How to Be Very, Very Popular, no le concede a esta ningún mérito especial, más allá de los propios, que no son pocos, aunque en modo alguno puede competir con esas dos obras magníficas que son muestra acabada de la mejor comedia usamericana de todos los tiempos, especialmente la de Wilder. Con todo, y dentro de un género tan peculiar como el de la comedia alocada, la screwball comedy, tan cercana al espíritu surrealista que invade una realidad común, transformándola de tal manera que aceptamos que todo tenga sentido por disparatado que sea, esta película de Nunnally Johnson tiene méritos que quizás no se supieron ver en su momento, aunque, a juzgar por las críticas de IMDB, tampoco en nuestros días. En FilmAffinity ni siquiera tiene espectadores que la hayan visto o criticado, salvo servidor, que la ha calificado como se merece, porque si una película te arranca la carcajada uno ha de estar ultra agradecido a esa historia y a su director. He de decir que el  crescendo del encadenamiento de absurdos es de tal naturaleza que la película acaba teniendo un ritmo vigoroso que no decae en ningún momento: no hay tiempos muertos en esta comedia (¡algo imperdonable en cualquier de ellas, sea disparatada o no!) y sí unos comediantes de tanta envergadura como  Charles Coburn y Fred Clark, dos auténticos pesos pesados del género. Esta película, a pesar de los buenos ratos que deparará a quien se siente a verla (está disponible en YouTube) con ganas de reírse, que es actividad revitalizadora donde las haya, es conocida por haber sido rechazada por Marilyn Monroe, a quien los estudios que la tenían contratada castigaron con un año de inactividad por negarse a hacerla. La sustituyó una espléndida Sheree North, pero he de confesar que, como hipnotizada, estado en el que el personaje está casi toda la película, Marilyn le hubiera conferido una dimensión cómico-erótica a la que la escogida, a pesar de su competencia y buen hacer, no llega. Llámenme «exigente», pero hay algo en el rostro de Marilyn que Sheree North es incapaz de expresar.

         La historia comienza en un cabaret en el que dos bailarinas de «danza interpretativa» deciden salir por piernas y en traje de actuación, más un abrigo que las cubre por entero, después de que un psicópata haya disparado contra la artista de strip-tease, matándola en el acto. El autobús las deja en la localidad hasta donde cubría el importe con que sacaron el billete, Bristol,  y, tras muchas horas sin comer, aciertan a refugiarse de una intensa lluvia junto a la ventana de una residencia universitaria. La inmortal Betty Grable, aquí Stormy Tornado…, en su última aparición en el cine, se adentra en la residencia y acaba en la habitación de un estudiante cuarentón que tiene un plato de pollo frito, al que es inmediatamente invitada. Cuando se acuerda de su compañera, esta ya había entrado y se había detenido en la puerta de una habitación en la que un estudiante de psicología está intentando hipnotizar a un compañero de universidad que ha sido expulsado por conducta indecorosa, pero quien acaba resultando hipnotizada es la bailarina. A partir de ese momento, y dado que el estudiante no asistió a la segunda conferencia del ciclo, en la que se explicaba cómo se sacaba al hipnotizado de su trance, la bailarina continuará en ese estado casi el resto de la película, porque solo al final, con otro terremoto, saldrá del «encantamiento». Al mismo tiempo, el rector recibe una carta del alumno expulsado en la que le dice que acudirá a la fiesta de graduación de su hijo. Cuando el padre llega al aeropuerto, una ráfaga de aire le arrebata el sombrero y se lo lleva tan lejos que no pierde el tiempo en ir a buscarlo. Como en las comedias no se dan puntadas sin hilo, uno se pregunta a cuento de qué viene ese capricho de que pierda el sombrero. El espectador solo saldrá de la duda cuando se acerque el final y se descubra lo que se tiene que descubrir, que el asesino de la bailarina de striptease es calvorota…, y que se presenta en la ceremonia de graduación para completar su obra psicopática aun rodeado de policías… Por el medio, está claro que los gags se suceden de un modo a veces casi vertiginoso y que los diálogos, al menos en inglés, exigen un oído alerta para que no se escapen en réplicas tan ingeniosas como rápidas, como la de Yvonne De Carlo, un guiño de complicidad entre gente de la profesión, por ejemplo.

         En resumidas cuentas, porque los gags se han de ver, no de leer, esta excelente obra debería de tener la excelente acogida del público que creo que merece, el único modo de que, poco a poco, vaya escalando en la estimación popular para ocupar ese lugar de honor que merece, no solo como antecesora de dos obras maestras, sino porque las interpretaciones y las situaciones creadas por la trama lo ameritan. Es cierto que lo del humor es algo muy personal, y que unos se ríen con lo que a otros aburre y viceversa, pero lo que me parece innegable es que la construcción de ciertos gags y su eficacia puede evaluarse al margen de nuestro particular sentido del humor. La escena de la colocación de las sillas en el auditorio, por parte de Jerry Lewis en El botones, la primera película/obra maestra que dirigió Lewis, forma parte del cuadro de honor de los gags del cine cómico de todos los tiempos, y a esa objetividad apelo.

 

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