Una película tan romántica como política.
Título original: Man on a Tightrope
Año: 1953
Duración: 105 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Elia Kazan
Guion: Robert E. Sherwood.
Novela: Neil Paterson
Música: Franz Waxman
Fotografía: Georg Krause
(B&W)
Reparto: Fredric March, Gloria Grahame, Terry Moore, Cameron Mitchell,
Adolphe Menjou, Richard Boone, Robert Beatty.
Me he negado a usar el título en
español, Fugitivos del terror rojo, porque tiene tal tufo a cine de
propaganda barata que bien podría hacer desistir de ver esta curiosa película a
cuantos, más allá de la dosis de cine político que en sí es la película, puedan
apreciar las buenas maneras de Elia Kazan tras la cámara, aunque su nombre esté
ya avalado por algunos títulos
fundamentales de la Historia del Cine. Esta en particular no la conocía, pero
tampoco conocía El malabarista, de Edward Dmytryk, un director por el
que siento debilidad, y que también estuvo acusado en los tiempos del
macartismo, y me sorprendió su capacidad para hablarnos de los efectos del
nazismo en un personaje que se ha quedado con el alma a la intemperie, sin
asidero ninguno que le permita seguir viviendo, con una estupenda interpretación
de Kirk Douglas. Se trata de un judío repatriado a Israel y que huye del campo
de refugiados donde lo albergan hasta integrarlo en una realidad cuyos
controles sobre las personas tienen un carácter policial que al traumatizado
malabarista lo tienen confundido, como si no se hubiera librado aún de los
nazis.
El mundo del
circo es casi un subgénero en el cine, pero, en este caso, Kazan lleva a la
pantalla una historia real, lo cual, para un espectador ignorante de la
historia del circo en Europa, poco a nada le dice que se trate del circo Brumbach
y, en consecuencia, puede sentarse ante la película sin ninguna información que
condicione el seguimiento de una historia que nos llega muy de cerca porque el
ansia de libertad siempre tendrá más simpatías de los espectadores que un
régimen policial que solo trata de asegurar el sometimiento de los ciudadanos a
las consignas y las disposiciones —no
malgastemos el concepto de «ideales» para ese ejercicio social totalitario— del
régimen gobernante, alineado con una Unión Soviética experta en totalitarismo
varios.
Kazan convierte
el exitoso circo Brumbach en un viejo circo casi de segunda, un circo
itinerante al estilo de la compañía teatral que llevó Fernán Gómez a la
pantalla en Viaje a ninguna parte, lo que le confiere a la película un
mayor romanticismo y un punto más de nobleza y amor a la libertad, porque,
frente a la obligación de convertirse en un circo de vulgar agitprop,
voceando consignas comunistas marcadas por el Régimen, escogen, aun a riesgo de
sus vidas, el desafío de atravesar la frontera y refugiarse en la Alemania ya
liberada del nazismo por los Aliados, para lo cual trazan un plan que necesitará
no solo de su valentía, sino también de sus habilidades circenses.
La película, en
un blanco y negro turbio, de obra antigua y pobre de medios, pero rica en
imaginación, ofrece varias líneas narrativas que acabarán potenciando el
desafío final. El romance entre la hija del circo, un exquisito Fredric March,
convincente como nadie, sobre todo en sus últimos papeles en el cine, y un
trabajador de quien nadie sabe nada, y de quien se sospecha lo peor; el
matrimonio roto del director con una mujer más joven y ardiente, Gloria Grahame,
en esos papeles de mujer voluptuosa e infiel que bordaba, y la relación con las
autoridades, que para continuar validando su permiso de trabajo y tránsito le
exigen que se convierta en altavoz de los «valores» del Régimen, constituyen desarrollos
argumentales que se supeditan a una puesta en escena clásica, con una
estimulante descripción de los entresijos de la vida del circo, algunos números
relevantes y esa sensación extraña que deja en el espectador la contemplación
de una nutrida familia trashumante que vive permanentemente en el camino,
instalando aquí y allá la carpa de los sueños para chicos y grandes. Una vez
que deciden poner fin a esa sumisión, descubren que hay entre ellos un traidor
que informa a la policía de sus movimientos y de sus intenciones, alguien a
quien solo se descubre cuando ya los planes para el intento de huida están muy
avanzados.
Kazan extrae
del blanco y negro, de los primeros planos y de la puesta en escena una
potencia estética formidable, de modo que la película adquiere una dimensión
épica desde el compromiso del director con la defensa del verdadero espíritu
del circo, lo que redunda, finalmente, en la realización de una película permeada
por el sabor de las grandes películas que han sabido contar la hazaña del compromiso
radical con la libertad y la denuncia sin componendas del totalitarismo.
No se me escapa
que el componente político de la película, reducido aquí a un nada sutil
enfrentamiento entre el despotismo y la libertad del arte, por ínfimo que se
haya considerado que ha sido siempre el del circo, no admite matices, lo cual
le permite al director centrarse en la perfecta descripción de esas líneas
narrativas que alimentan el desarrollo de la historia central. Y ahí hay ya
hallazgos, como el adulterio de la mujer con el domador o el enfrentamiento del
enano con otros artistas del circo, que derivan en secuencias espectaculares,
poderosas. Destaca, en todo caso, la posición ambigua de un viejo policía,
encarnado por Adolphe Menju con extraordinario patetismo, que se enfrenta a los
jóvenes radicales extremistas, ¡estos sí que ignorantes de nada que no sean las
estrictas órdenes recibidas!
A muchos, siempre
que no sean nostálgicos paleoizquierdistas de la Rusia soviética del genocida Stalin, les va a sorprender esta película
sobre cuya trayectoria pública lo ignoro todo. Para mí fue una sorpresa, pero,
al cabo, muy grata. Otra cosa es una escena del matrimonio roto en la que él la
golpea al estilo Hilda y ella, desde el suelo, ante el conato de
arrepentimiento de él, le confiesa, convulsa de deseo, que «tendría que haberlo hecho mucho antes»…
En fin, ¡o tempora o mores…!
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