domingo, 5 de diciembre de 2021

«The ghost camera», de Bernard Vorhaus y «Hard, fast and Beautiful», de Ida Lupino.



Título original: The Ghost Camera

Año: 1933

Duración: 66 min.

País:  Reino Unido

Dirección: Bernard Vorhaus

Guion: H. Fowler Mear. Relato: J. Jefferson Farjeon

Música: Percival Mackey

Fotografía: Ernest Palmer (B&W)

Reparto: Henry Kendall, Ida Lupino, John Mills, Victor Stanley, George Merritt, Felix Aylmer, Davina Craig, Fred Groves.

 








Título original: Hard, Fast and Beautiful

Año: 1951

Duración: 78 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Ida Lupino

Guion: Martha Wilkerson. Novela: John R. Tunis

Música: Roy Webb

Fotografía: Archie Stout (B&W)

Reparto: Claire Trevor, Sally Forrest, Carleton G. Young, Robert Clarke, Kenneth Patterson, Marcella Cisney, Joseph Kearns, Robert Ryan, Ida Lupino.

 

       

Ida Lupino ante la cámara y detrás de ella: un homenaje al Hitchcock inglés y un actualísimo melodrama ambientado en el mundo del tenis…

  Que con 15 años The Ghost Camera fuera la cuarta película de Ida Lupino me parece un caso de precocidad fuera de lo común, no tratándose, por supuesto, de una «niña prodigio», y más sorprendente es, sin duda, que, con esa edad, interpretara a una joven cuya presencia corporal la sitúa sobre la veintena cumplida. En cualquier caso, su papel en esta película es ciertamente circunstancial, casi de acompañamiento, aunque tiene algunas escenas, como la del hotel, con la confusión de si son marido y mujer o no que recuerda alguna película de la etapa inglesa de Hitchcock, aunque toda la película, como sugiero en el título, parece un homenaje al gran maestro. De hecho, el protagonista, Henry Kendall, actuó en Rich and Strange, de don Alfred.

         Esta película, de tan escasa duración, para lo que hoy estamos acostumbrados, formaba parte del cupo de lo que se llamó Quota quickies, películas producidas con ayuda del Gobierno del Reino para estimular la industria cinematográfica tras la Primera Guerra Mundial. Al margen de la presencia de Ida Lupino, al espectador atento le llama la atención un detalle técnico muy significativo: el montador de esta película es nada menos que David Lean, el gran maestro británico, lo que significa que estamos, junto con la dirección de Bernard Vorhaus (Bury me dead y The Amazing Mr. X, criticadas en este Ojo), ante una película que se aparta de la mediocridad general del cine de encargo para ofrecernos una auténtica obra de arte, por más que pueda ser considerada, por la producción, el reparto, etc., como de excelente serie B.

         Que Henry Kendall, con un sólido prestigio teatral, sea quien lleve la voz cantante de la representación tiene su lado bueno y su lado malo. Por un lado, en su papel de científico despistado, pero extremadamente lógico para seguir una investigación, está estupendo; por otro, como candidato a galán de la joven Lupino, resulta cargante, y muy próximo al personaje ultratímido de Harold Lloyd. Ambos, sin embargo, se compenetran lo suficiente como para resultar atractivos para el espectador. La historia, un thriller de argumento bien trabado, aunque rodado al galope, y de ahí que los personajes queden algo esquematizados desde el principio, consigue mantener el interés sobre la culpabilidad o no del comodón hermano de la protagonista, un John  Mills jovencísimo, en su tercera película, quien, por accidente, es testigo de un asesinato del que posteriormente será inculpado. De camino a su casa, a un químico, excapitán del Ejército, le cae una cámara en la parte del maletero. Cuando se la descubre su ayudante, el capitán revela los negativos y descubre que en uno de ellos se ha fotografiado a un hombre apuñalando a otro, a una mujer en la puerta de su casa y un paisaje en el campo, con unas ruinas incluidas. Con tan poca información, excepto la dirección de la casa donde se fotografió a la mujer, el capitán decide iniciar la investigación de dónde pueden haber sido tomadas las fotos y por quién. En esa inquisición lo acompaña la hermana de un sospechoso de quien el capitán ni siquiera sospecha. De forma paralela, el asesino le sigue los pasos a la cámara y está al acecho permanentemente para recuperar esa foto que lo ha sorprendido mientras asesinaba al poseedor de un diamante robado que acaba en manos del hermano de la protagonista. El tono cómico de científico algo tímido y solo aparentemente chiflado del protagonista le da a la trama un aire de thriller cómico que solo parcialmente se corresponde con el fondo del asunto.

         Lo cierto es que la realización de Vorhaus es no solo estupenda, sino, en algunos momentos muy innovadora. No ya por un conato de cámara subjetiva que no dura mucho, sino por ciertos detalles, como el de las manos que están haciendo la cama en un primer plano muy significativo, después del cual viene la cámara subjetiva para buscar, las manos anteriores,  los zapatos del hermano en la cómoda o los planos y contraplanos del diálogo entre el juez y el acusado, que se van acercando al rostro del juez hasta llegar al primerísimo que, literalmente, se come la pantalla, con el efecto dramático pertinente de dejar al acusado sin salida. Ingenioso es, también, el modo como el dibujante en el juicio representa al acusado tras lo que parece una ventana y que, oído el veredicto del jurado, convierte, con trazos verticales y horizontales en una cárcel. Así mismo, el encadenado de los golpes del prisionero en su celda con los del químico en su estudio o que la cámara pase de las espaldas del prisionero, que recorre desesperado su celda, a las del protagonista, que recorre igualmente ansioso por hallar un remedio para el hermano de su «ya» enamorada, nos hablan bien a las claras de una voluntad de estilo que contribuye poderosamente a convertir la película en una obra muy estimable y de gozosa contemplación. El resto lo dejo para el disfrute de la audiencia. Sería injusto, no obstante, que no hiciera mención de la magnífica banda sonora de la película, de Percival Mackey, porque consigue acompañar algunas secuencias con una exquisita sensibilidad para el misterio, para el suspense.

         Dieciocho años después de esa película, Ida Lupino había encontrado un camino como directora, una de las primeras en la industria, que se confirmó en esta Hard, fast and Beautiful, con la protagonista de su anterior película, Sally Forrest, quien protagonizó, bajo su dirección, una película sobre los embarazados no deseados, Not Wanted, muy atrevida para su época. En esta ocasión, Lupino no se aparta de los dramas sociales, pero escoge un tema que tiene, quizás, más actualidad hoy que en aquellos primeros tiempos de la proyección de la mujer en el deporte de competición. La protagonista de la cinta es una joven promesa del tenis que es vista por un cazatalentos, quien convence a la madre, muy ambiciosa y despegada de su marido, para trabajar juntos, como un equipo, de modo que lleven a la joven tenista a la gloria de la fama y los subsiguientes contratos. La joven enseguida queda deslumbrada por esa posibilidad de escalar a lo más alto, y a ello sacrificará, incluso, su noviazgo con un joven sin oficio ni beneficio. Aunque la protagonista es la tenista, quien acaba adquiriendo el mayor protagonismo de la película es la madre calculadora, egoísta y amante de la buena vida, quien, en compañía del cazatalentos, por quien se deja seducir, no tienen otro objetivo en la vida que explotar al máximo las condiciones tenísticas de la hija para medrar y salir de un matrimonio desangelado, triste y sin expectativa ninguna de llevar la vida de lujo a que ella aspira. ¿Quién no conoce hoy a algún padre o madre que crea ver en alguno de sus hijos con cierta aptitud para el deporte, sea el tenis, sea el fútbol, sea el baloncesto, un seguro para asegurarse la vida y convertirse en los representantes de una fábrica de hacer dinero…? Pero esa utilización descarada de la juventud inexperta que confía ciegamente en la sana bondad de sus progenitores y que es incapaz de sospechar que en ellos se alberguen otras intenciones menos puras, ¡y aun malvadas!, acaba quedando en evidencia cuando, en el caso de esta película, la pareja de explotadores pretende «comprar» al novio para unirlo a la sociedad explotadora del final de las habilidades tenísticas de la joven. No sigo, porque aunque todos podemos intuir un final a ese juego realmente sucio e inmoral, el espectador hará bien en acomodarse en la butaca y seguir las peripecias de esa joven inocente y amante de su deporte. Las tomas de los campeonatos recuerdan el comienzo de Extraños en un tren, de Hitchcock, pero, para los aficionados, lo que les sorprenderá es la «blandura» de los golpes y la escasa estrategia que se aprecia, a años luz del tenis moderno de las mujeres, tan agresivo, y en nada disímil del masculino. En uno de los torneos, conseguido el triunfo, hay un cameo de la directora en compañía de Robert Ryan, hacia el minuto 33 del metraje, que no les pasará desapercibido a los cinéfilos. Lupino aprendió a la perfección el oficio tras una vida tan larga en la primera fila de la industria, y eso le bastó para construir historias tan espléndidas como la de esta película. Hay escenas memorables, aunque no quiero arruinar ninguna sorpresa a cuantos se acercarán a ella, ¡espero!, alentados por esta crítica entusiasta.

         Bueno, pues he ahí un programa doble con Ida Lupino que no decepcionará a sus muchos admiradores, quiero creer.

  

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