Una brillantísima
interpretación de Anne Bancroft en el estilizado retrato de la crisis de pareja de un
matrimonio fuera de lo corriente.
Título original: The Pumpkin
Eater
Año: 1964
Duración: 118 min.
País: Reino Unido
Dirección: Jack Clayton
Guion: Harold Pinter.
Novela: Penelope Mortimer
Música: Georges Delerue
Fotografía: Oswald Morris
(B&W)
Reparto: Anne Bancroft, Peter Finch, James Mason, Cedric Hardwicke,
Rosalind Atkinson, Maggie Smith, Eric Porter, Richard Johnson.
Peter, Peter pumpkin eater,
Had a wife but couldn't keep
her;
He put her in a pumpkin shell
And there he kept her very
well.
Peter, Peter pumpkin eater,
Had another and didn't love
her;
Peter learned to read and
spell,
And then he loved her very
well.
Esclava y seductora, se tituló en Argentina, la que aquí titularon Estoy
siempre sola, dos muestras del horror intitulador que suele generar la
absurda necesidad de traducir títulos para los que habría que buscar un equivalente
en español, no una «recreación» que, casi siempre, acaba cayendo en el mayor de
los ridículos. He encabezado la crítica con la canción de parvulario en la que
se inspira el título inglés, la cual es, además, una clave para entender el
desarrollo de una historia que no es,
como pareciera, ficción, sino dura y cruda realidad vivida por la autora de la
obra que adaptó Harold Pinter, Penelope Mortimer. La obra empieza in medias
res, con la protagonista ya sumida en una profunda depresión a la que no ha
sabido escapar, en parte porque no ha sido capaz de encontrar «su lugar en el mundo»
ni en su propio tercer matrimonio, al margen de dedicarse a una inmensa prole
que parece robarle todo su tiempo y su atención, de lo que se resiente ese tercer marido con el que se casa tras
enamorarse por un flechazo que no evitará que, con el ascenso a la fama del
marido, guionista de cine, surjan las inevitables aventuras extramatrimoniales
que la llevan al desquiciamiento, a un fortísimo desequilibrio emocional que la
somete a una presión muy difícil de soportar, porque ni ella misma es capaz de
entenderse a sí misma ni tiene más vida que la vida de los otros, la de sus
hijos, la de sus padres, la de su marido…, mientras ella no es más que «la que
está en casa», una suerte de diosa del hogar incapaz de conservar el culto de
su único feligrés.
Lo primero que llama la atención de The
pumpkin Eater, otra película extraordinaria de Jack Clayton, tras dos obras
maestras como Un lugar en la cumbre y Suspense, es la fotografía
en blanco y negro del maestro Oswald Morris, de una calidez y una textura sobre
la que parecen dibujarse o esculpirse, según la toma, los muy diferentes
rostros de la protagonista, una Anne Bancroft de prodigiosa versatilidad y
profunda capacidad expresiva, capaz de «soportar» la agresiva intimidación de
primerísimos planos a través de los que es capaz de comunicar una auténtica sinfonía
de estados de ánimo, no siempre fáciles de componer, a esa distancia de la
cámara. ¿Una película deudora del expresionismo, de Bergman, de Dreyer o de Antonioni?
Cuatro veces sí es la respuesta. Lo segundo es el uso clasicista del movimiento
de cámara de Clayton, muy en la línea, al menos al inicio de la película, del
gran maestro de la descripción: Max Ophüls. Si añadimos la música intimista de
Gearges Delerue, un maestro del acompañamiento de ciertos estados próximos a la
melancolía, tenemos todas las papeletas para ver lo que, en términos narrativo,
llamamos un «estudio de un carácter». Jo, la protagonista, es una mujer vital,
entregada a la cría de sus hijos, quienes, sin ella darse cuenta, van
invadiendo todos los espacios de la vida de la pareja, el dormitorio incluido, lo
que conducirá a un deterioro de su vida sexual. Al mismo tiempo, el marido
progresa profesionalmente, lo que lo abre a un sinfín de relaciones que
levantan las suspicacias de su mujer.
De algún modo, la película es una descripción
pormenorizada de las conflictivas relaciones de pareja, muy en la línea de lo
que hoy sería Historia de un matrimonio, de Noah Baumbach, por ejemplo,
o de lo que fue ¿Quién teme a Virginia Woolf?, de Mike Nichols, pero el
modo tan estilizado de contar la historia me parece que acerca más esta obra de
Clayton a lo que supuso el cine de Antonioni para reflejar la vida de pareja y
los desengaños correspondiente, aunque Clayton le da un giro psicoanalítico muy
poderoso que enriquece la historia. Luego están esos momentos climáticos cumbre
que reflejan a la perfección el calvario mental que está viviendo la protagonista,
en parte, insisto, por el vacío existencial que la define y que es incapaz de
reconocer y menos aún de aceptar en esos momentos en que se queda sola o se
entrevista con el marido de la amante de su marido, quien, vilmente, ¡un tan
extraordinario como repulsivo James Mason!, se venga en ella de la infidelidad de
su esposa, que incluye haberla dejada embarazada, cuando ella, para complacer a
su marido, ha abortado de su segundo hijo con él. La entrevista entre ella y
Mason en el zoo es totalmente antológica, con uso primerísimos planos ultraagresivos
que acaban desquiciando a la protagonista. En esos momentos, los sonidos agudos
y chirriantes de los chimpancés en su jaula se suman a la tortura que le
inflige el marido despechado.
A pesar del papelazo de Bancroft, ha de
consignarse cierta endeblez argumental y un cierto desdibujamiento de la figura
masculina, sostenida por Peter Finch con una profesionalidad a prueba de
bombas, pero es evidente que, tras el flechazo y el matrimonio, no hay chispa
ni química ni física alguna entre ellos. Me ha llamado la atención, eso sí, la
presentación del futuro marido a los padres de ella, porque es la mar de
chocante que esos afligidos padres que «contemplan» y financian la proletaria
vida amorosa de su hija se desvivan por convencer al guionista de que no se case
con ella, porque lo lamentará. ¿La solución? Financiar el internado de los
hijos mayores para que el futuro marido no se agobie con tanta criatura. Se ha
de decir que todos los comienzos son felices, y que el marido logra trabajar en
ese ambiente caótico de las criaturas de aquí para allá siempre en danza
permanente. Pero cuando llegan los malos tiempos y ella adopta la pose sentida
de mujer insultada, menospreciada, burlada y engañada sexualmente, la acción
deriva incluso hacia la violencia física. El estallido de la crisis emocional se
produce, curiosamente, en los almacenes Harrods, en la sección de frigoríficos,
algo que ha de leerse metafóricamente,
por supuesto. Una escena conmovedora. Del mismo modo que será perturbadora una
escena en la peluquería en la que una mujer desquiciada, fantásticamente
interpretada por la que se haría famosísima en España interpretando a la mujer
de Los Roper, Yootha Joyce, interpela a la protagonista diciéndole que
su marido ni la toca ni la desea, aunque ella presume de ser una mujer deseable
y atractiva. Reconoce a la mujer por haberla visto en las revistas y acaba
preguntándole si su marido, el célebre guionista, la encontraría atractiva. Es
un momento de tensión espectacular, como lo será, también, la comunicación del
psiquiatra de que estará dos semanas sin verla porque se va a hacer esquí náutico
a Tenerife. Esa sesión, sin embargo, tiene la virtud de plantearle a ella si es
capa de desear la sexualidad sin el afán reproductivo o no. Una pregunta que la
remueve por dentro, porque parece que los embarazos sean un pretexto para
impedir dichas relaciones, con el consiguiente deterioro de la vida de pareja.
No es una película fácil, porque el
torbellino de sensaciones y sentimientos que vive la protagonista, siempre en
la duda de si su marido le miente o no, como cuando metieron en casa a una
joven amiga de una amiga con quien acaba teniendo una aventura, una joven
interpretada nada menos que por Maggie Smith, quien al año siguiente, daría un
salto espectacular en su carrera al rodar con Ford y Cardiff El soñador
rebelde, no cesa a lo largo de todo el metraje, y ni siquiera el final implica
un final definitivo. La crudeza de la situación, con todo, llega fácilmente a
la empatía de los espectadores, quienes acompañan ese proceso traumático con
benevolencia, aunque en parte pesarosos por las pocas claves desde las que
acabar entendiendo a esa mujer de clase media alta encerrada en su propia
trampa familiar. La cámara de Clayton actúa, eso sí, como el clásico escalpelo
del cirujano, porque disecciona a la perfección el mal de la insatisfacción
poderosa de la mujer. Anne Bancroft, con una fotogenia deslumbrante, se lo
facilita enormemente, desde luego. Y aunque todos nos enamoramos de ella, de
jóvenes, en El graduado, de Micke Nichols, esta interpretación y la
soberbia, a fuer de perfecta, de El milagro de Ana Sullivan atestiguan la
talla de tan gran actriz.
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