Título original: Blizna
Año 1976
Duración 101 min.
País: Polonia
Dirección: Krzysztof
Kieślowski
Guion: Krzysztof Kieślowski,
Romuald Karas
Música: Stanislaw Radwan
Fotografía: Slawomir Idziak
Reparto: Franciszek Pieczka,
Mariusz Dmochowski, Jerzy Stuhr, Jan Skotnicki, Stanislaw Igar, Stanislaw
Michalski, Michal Tarkowski, Andrzej Skupien.
Título original: Przypadek
(Blind Chance)
Año: 1987
Duración: 122 min.
País: Polonia
Dirección: Krzysztof Kieślowski
Guion: Krzysztof Kieślowski
Música: Wojciech Kilar
Fotografía: Krzysztof Pakulski
Reparto: Boguslaw Linda,
Tadeusz Lomnicki, Zbigniew Zapasiewicz, Boguslawa Pawelec, Marzena Trybala.
De lo social y lo individual en la Polonia sometida al comunismo: la vía de la esperanza.
Justo cuando
nos llegan las imágenes de los bárbaros rusos devolviendo estatuas de Lenin a
las calles de una ciudad invadida, se me ocurre a mí aprovecharme del
fantástico fondo cinematográfico de Filmin para ver dos películas muy notables
de Krzysztof Kieślowski, su debut en el largo, La cicatriz, de
fortísima conciencia ecológica, mucho antes de que esta se instalara como una
prioridad en la agenda política de Occidente, y El azar, en las
postrimerías del comunismo polaco, once años después de la primera, cuando
Kieślowski ya era dueño de un estilo y un discurso que rehuían el realismo
socialista para adentrarse en la exploración de algo tan sospechoso en su
primera película como la conciencia individual y su enfrentamiento con el
decadente, arbitrario y autoritario estado comunista polaco. De hecho, su
primera película fue prohibida y tardó varios años en exhibirse, porque eso de
seguir los dictados de la propia conciencia frente a las órdenes de los mandos
del Partido no era, por supuesto, el ideal artístico que entusiasmara al Poder.
Hay en el
realismo complejo del director polaco un poso de documental que aparece con la
intención inequívoca de darle a la película un latido de verdad que intensifica
el punto de vista desde el que se narra La cicatriz, el del
Director que ha de levantar una fábrica en una región deprimida económicamente,
si bien para hacerlo han de arrasar un bosque y no pocas viviendas privadas
instaladas en él desde generaciones. La lucha por el progreso —además de la
fábrica que dará trabajo, se construirán pisos nuevos, modernos, donde se
alojarán los expropiados— implica, así mismo, una oportunidad de negocio y de
medro social para las fuerzas vivas del pueblo y para el propio Director del
proyecto, que habrá de ir haciendo frente a todas las trabas con las que se
encuentra. Si ha aceptado el reto de «dinamizar» económicamente la zona es
porque él nació en ese pueblo, aunque al aceptar el encargo ha tenido que
separarse de su mujer, quien no estaba dispuesta a dejar la ciudad para «enterrarse» en ese
«lugarejo», y también de su hija, que ya tiene vida propia, lo que incluye una
pareja con la que, en breve, tendrá un hijo. A todo ello renuncia en pro del
bien común, por más que en el pueblo no acaben viendo con buenos ojos un
proyecto faraónico que deja una «cicatriz» tan horrorosa en el territorio. A
ese respecto, es un ejemplo perfecto, esta película, más allá de las ideologías,
de los desastres que provoca la religión del «progreso», frente a la que no
parece haber salvación posible, aunque el actual calentamiento global ha
logrado colocarnos ante la perspectiva de un futuro catastrófico del que ya
vamos teniendo noticia regularmente en las reacciones extremas del clima, entre
otros deterioros.
Lo llamativo de
La cicatriz es haber escogido un punto de vista perteneciente a la
estructura del Poder para desnudar, desde él, unas prácticas corruptas y, al
tiempo, la ineficacia de una apariencia de socialismo que no gobierne de
espaldas al pueblo, sino de forma horizontal. Y ahí es cuando el Director, ante
la imposibilidad de llevar adelante un proyecto diseñado escrupulosamente para
sacar del atraso la comunidad en que nació, comienza a replantearse el sentido
de su trabajo. El plano de su encuentro con el ministro, cuando ambos suben a
lo mas alto de la fábrica y ven casi a vista de pájaro al resto de la comitiva
y, más abajo aún, a los obreros, es muy significativo del modo como Kieślowski
le hace llegar su mensaje a los espectadores. La larga secuencia de la fiesta de inauguración de la
fábrica es otro de esos grandes momentos
de la película, porque se capta en ella el pulso real de la vida polaca en ese
momento concreto de su Historia. La película, centrada en una pequeña localidad
nos permite conocer, gracias a ese documentalismo básico del que parte Kieślowski,
unos modos de vida que ¡después de 31 años de comunismo gobernante! Mantienen a
amplias capas de la población más cerca de la miseria que del bienestar. Como
toda escritura fílmica, La cicatriz también tiene diferentes niveles de
lectura y la simbólica es, sin duda, la más importante. No hay, pues, desde esa
instancia, nada que se resista a una interpretación que nos aleja del
significante. Así es como hay que «leer» el final de la película, imagino.
En el fondo, este cine polaco bajo la
dictadura comunista remite al cine que, desde La caza, de Carlos Saura,
en el 66, intentaba sortear las limitaciones de la dictadura franquista, con
películas que fueron construyendo un doble y triple lenguaje en el que nos avezamos
no pocos espectadores, para nuestro solaz y ridículo de los agentes censores.
El azar, por su parte, aunque
rodada solo cinco años después de La cicatriz, no pudo estrenarse
hasta 1987, cuando las señales de colapso y ruina del comunismo daban ya señales
inequívocas. La huelga con que acaba La cicatriz es ya un primer conato de lo
que no tardaría en convertirse, a partir de 1980, gracias al sindicato católico Solidaridad, nacido en los astilleros
de Gdansk, en un clamor por la libertad imposible de reprimir sin cometer una
matanza como las que ahora perpetra Putin, heredero de la Rusia soviética, en
Ucrania, con un excusa tan peregrina como «desnazificarla» o «sentir sus
fronteras amenazadas», violando toda las leyes internacionales habidas y por
haber. Recordemos, ya puestos, que, sin duda, esos movimientos sociales
tuvieron un impulso determinante en la elección del polaco Wojtyla como Papa de
la iglesia católica en 1978.
La película, aunque de considerable
extensión, tiene un interés extraordinario, porque se basa en un guion
innovador y lleno de alicientes que arrancan desde las tress primeras imágenes;
un grito desgarrador del protagonista, una escalofriante secuencia hospitalaria
en la que se arrastra un cadáver que deja un reguero de sangre en el suelo y se
atiende a otros dos heridos, y la despedida de un amigo que se va con su padre
a Dinamarca. Las tres se nos ofrecen descontextualizadas, aunque la segunda es
una «fijación» del personaje, cuya madre murió después de haber dado a luz
gemelos, de los cuales solo sobrevive el primero, Witek, el protagonista, quien
vive gracias al azar de haber sido el primero en nacer. El padre, a quien no le
gustaba que su hijo fuer aun empollón, es un opositor al Régimen y cuando muere
solo le deja a su hijo un mensaje: «no estás obligado a nada». A partir de ahí,
Witek decide abandonar temporalmente sus estudios de medicina e irse a
Warsovia, a «buscarse la vida». Tras una alocada carrera en la que tropieza con
varias personas, Witek consigue coger el tren tras una sostenido persecución en
el andén por el que se aleja. Será el primero de los tres intentos de coger el
tren que veremos en la película, y el único en que tiene éxito. En los otros
dos intentos, el protagonista seguirá en Poznan, donde ha nacido, pero de dos
maneras totalmente distintas. Estamos ante una película inequívocamente política
y en la que Kieślowski, valiéndose de esa ficción, nos ofrece las tres vidas
que el personaje podría haber vivido según hubiera cogido o no el tren en la
estación. La habitual metáfora del tren que solo pasa una ve en la vida se
cumple escrupulosamente y vivimos las tres vidas para, al final de las
narraciones, llegar a la conclusión de cuál escogeríamos nosotros.
En resumen, la primera vida es la del ascenso
del personaje dentro del partido, en el
que le introduce un hombre a quien conoce en la estación y le ofrece su casa y
sus contactos políticos para que se abra camino en el mundo de la política. El
protagonista de las tres historias, Witek, es un joven muy atractivo que
empatiza perfectamente con todo el mundo y que, curiosamente, no parece tener
una personalidad definida, sino una predisposición natural al bien y a la justicia,
pero sin sólida experiencia ideológica ni, por supuesto, rígidos esquemas de
actuación o principios filosóficos y éticos. Llama la atención que el
protagonista siempre esté interesado por la vida de los demás, mientras la suya
propia no pasa de un devenir descontextualizada y sin asideros firmes. Por eso
no acaba de entender ciertos comportamientos que atentan contra la lógica más
elemental de la práctica de la libertad y del libre pensamiento, de ahí que no
le parezcan «sospechosos» los intentos de oponerse a la ideología dominante, si
bien ello acabará pasándole una terrible factura emocional, porque, por su relación
con esos contestatarios, estos acaban siendo detenidos por la policía, su
amante incluida.
La segunda vida arranca cuando, tras ser detenido
por la policía en la estación, mientras corría para alcanzar el tren, es apaleado
por esta y, posteriormente, puesto a disposición judicial. Condenado a trabajos
forzados de carácter social, el joven vagabundo del karma acabará acercándose a
la iglesia católica y al sindicato Solidaridad a través de uno de los
condenados. En esa vida se reencuentra con el amigo que se había ido a
Dinamarca y con su hermana, con quien
acaba manteniendo una relación adúltera, pues ella está casada.
En la tercera vida también pierde el tren,
pero pide de nuevo el ingreso en la Facultad, acaba la carrera de médico y se
casa con la compañera de profesión con quien tiene una relación amorosa antes
de coger el tren para vivir la primera de sus tres vidas posibles. En esta
tercera, el protagonista se dedica a su profesión y se mantiene neutral
respecto de la vida política del país, aun cuando acabará teniendo que tomar
partido, porque los estudiantes quieren que apoye un manifiesto contra las «purgas»
académicas, a resultas de las cuales un profesor caído en desgracia lo invita a
que vaya a unas jornadas médicas en París.
Las tres historias acaban en el
aeropuerto, pero con tres finales muy diferentes de los que no me es lícito
decir ni pío.
Kieślowski abunda en esta película en el
uso de los primerísimos planos y enfoques que sorprenden por su inmediate
agresiva, porque parecen abalanzarse hacia el espectador o meter a este en la
distancia cortísima entre sus personajes. Sorprende su tratamiento de la
sexualidad, muy esteticista y con planos muy próximos, así como el uso de una
fotografía de colores apagados con contrastes de luz muy marcados. Todo ello al
servicio del retrato de un personaje-explorador que va buscando un camino que
seguir en la vida, sin que ninguno de los que emprende acabe de satisfacerlo
del todo, y todos ellos alimentando un desengaño que solo se resuelve al final.
Debería hablar de ese final, por supuesto, pero habrá de hacerlo cada
espectador, porque de él, como del de La cicatriz, se derivan mensajes cuya
desambiguación corresponde solo a cada espectador.
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