En la estela
del gran éxito que fue Laura, de Otto Preminger, Hathaway da una lección
sobre el abecé del cine negro. Altamente recomendable.
Título original: The Dark
Corner
Año: 1946
Duración: 99 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Henry Hathaway
Guion: Jay Dratler, Bernard C. Schoenfeld
Música: Cyril J. Mockridge
Fotografía: Joseph MacDonald
(B&W)
Reparto: Lucille Ball, Clifton Webb, William Bendix, Mark Stevens, Kurt
Kreuger, Cathy Downs, Reed Hadley, Constance Collier, Eddie Heywood.
Laura, de Otto Preminger,
dejó el listón por las nubes, está claro, y no menos que las productoras
buscaban con desesperación guiones y directores que, ajustándose a esas
premisas hiperclásicas del cine negro, lograran emular aquel éxito. Allá se
lanzo Fritz Lang con La mujer del cuadro y también Henry Hathaway con la
presente, The Dark Corner, tan mal titulada en España, no «como siempre»,
pero casi. El título inglés, además, surge de un diálogo entre el detective
privado y su secretaria en que dice que se siente como en un rincón oscuro en
el que es golpeado a placer sin saber por quién. De hecho, la historia
transcurre por dos vías paralelas a las que les cuesta casi todo el metraje
encontrarse. El espectador está al cabo de la calle de los entresijos de la
trama, pero el detective privado con muy pocos casos, quien aún se halla en
libertad vigilada tras haber cumplido una condena de pocos años por no
involucrar a su socio, un gigoló que trabaja, también, para un ambicioso
galerista y crítico de arte interpretado por, en aquellos años, después de
Laura, el actor de moda: Clifton Webb, un malvado de exquisitos modales y
continente que representaba a la perfección el papel de vengador de las
infidelidades de su esposa, bella, admirada y deseada por todos los galanes,
próximos y lejanos, aunque él no se entere de la traición de su esposa y su
amigo hasta que las sombras de ambos se unen en un beso sobre el suelo,
mientras él lo contempla desde la escalera.
Avanzo mucho,
de la trama, pero no descubro nada esencial, porque la ignorancia del
protagonista, un Mark Stevens con mejores interpretaciones futuras que esta,
aunque aquí cede la iniciativa a una Lucille Ball para un papel no
estrictamente cómico, aunque su bienhumorada presencia aligera el horizonte de sombrías
amenazas que se ciernen, sin saber por qué, sobre el investigador. Mark Stevens
acabaría sus días en el cine español, donde rodó cuatro películas y donde
falleció a los 77 años.
La película, un
muestrario perfecto de los recursos del claroscuro para el género negro, contó
con la participación de uno de los grandes cinematografistas del cine, Joseph
MacDonald, quien ese mismo año trabajaría en una de las películas mejor fotografiadas
de John Ford, My Darling Clementine, «Pasión de los fuertes»,
aunque también trabajó con Kazan en Pinky, otra película con una atmósfera
muy especial. Desde la oficina típica del detective, pasando por las
intrusiones del asesino a sueldo o la presencia de espacios como cafés, calles
y callejones e incluso una feria en la que el asesino persigue a la pareja, si
bien el Private Eye no ha perdido de vista ese seguimiento en ningún momento
y le tiende una trampa en la que el otro incauto, ¡el gran secundario William
Bendix!, un clásico sin cuya presencia no se entenderían tantas excelentes películas,
como Náufragos, de Hitchcock o La dalia azul, de George Marshall,
lo cual es una particularidad no solo del cine usamericano, sino también del
cine coral español, por ejemplo.
Centrar el
punto de vista en el único personaje que no sabe de qué va todo el asunto de la
película es un acierto, y podría haber dado pie a que Stevens se luciera aún
más, pero, al margen de cumplir sobradamente, el actor desaprovecha esa
oportunidad y solo el interés propio de la trama, gracias a la soberbia actuación
de Clifton Webb, quien, por su sola presencia, ejerce un poderoso magnetismo en
el espectador, seduciéndolo, y acaba justificando el visionado de la película,
tiene el suficiente relieve para atraer ese interés. Si la presencia de Lucille
Ball es un poderoso atractivo, la de Cathy Downs podría entenderse como el reverso
del triunfo: abandonó la actuación a los 40, atravesó serias dificultades
financieras y murió de cáncer a los 50, cuando su primer marido quiso ayudarla.
No engaño a
nadie: no estamos ante un éxito como el de Laura, pero sí ante una película que
respeta escrupulosamente los códigos férreamente consagrados del cine negro y
consigue unas actuaciones convincentes y una intriga que mantiene en vilo al
espectador hasta el final, y todo ello con secuencias altamente sugestivas,
como el momento del descubrimiento del cadáver del exsocio del investigador
privado, asesinado en su oficina para cargarle el muerto a él: la mujer de la
limpieza se va alejando, fuera de plano con la aspiradora y, justo un segundo
antes de oírse el grito que certifica el hallazgo, el cable se desenchufa
violentamente por la fuerza con que la mujer se agarra al palo de la
aspiradora. Son detalles de buen hacer que se repiten constantemente a lo largo
de la película y que constituyen un buen aliciente para los amantes del género.
Envuelto en la
sombra tiene más reputación de la que uno podría imaginarse, después de verla,
pero, diez años más tarde, Hathaway dirigiría A 23 pasos de Baker Street,
otro film negro con un detective ciego que es de lo mejorcito que puede
verse dentro del género. Conviene, por lo tanto, aunque no sean películas
rutilantes, éxitos absolutos, frecuentar muestras del género que por fuerza han
de satisfacer a los aficionados al género e incluso a los que no lo son, pero
quieren ver una película con una fotografía excepcional y dirigida con un
excelente sentido del ritmo narrativo: la investigación para descubrir a qué
tintorería llevó su traje blanco el asesino a sueldo es excelente, por ejemplo.
De verdad, nadie puede sentirse decepcionado, salvando algunos pequeños
detalles de interpretación, por esta película que cumple con las expectativas
que el nombre de su director hace nacer en nosotros, por los buenos ratos que
nos ha hecho pasar ante las pantallas.
A título anecdótico hay que señalar la respuesta que el protagonista le da a su secretaria cuando esta le quiere hacer ver el lado positivo de la realidad: "No me vengas con la cantinela pollyanna", que, traducido para quienes no hayan leído la novela de Eleanor H. Porter o no hayan visto ni la versión cinematográfica de 1920, El ruiseñor del pueblo, de Paul Powell, ni la de 1960 de David Swift, Pollyanna, significa lo que devino un principio psicológico, el Principio Pollyanna, descubierto en 1969 que consiste en recordar siempre el lado positivo de las cosas, propio del subconsciente, frente al consciente que tiende a recordar los aspectos negativos, todo ello, claro está, en términos muy resumidos.
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