lunes, 24 de octubre de 2022

«Competencia oficial», de los «ilustres» Gastón Duprat y Mariano Cohn.

Espléndida sátira sobre algunas fatuidades del Séptimo Arte en un clásico botón de muestra que las combate.

Título original: Competencia oficial

Año: 2021

Duración: 114 min.

País: España

Dirección: Gastón Duprat, Mariano Cohn

Guion: Gastón Duprat, Mariano Cohn, Andrés Duprat

Fotografía: Arnau Valls Colomer

Reparto: Antonio Banderas, Penélope Cruz, Oscar Martínez, Irene Escolar, José Luis Gómez, Manolo Solo, Nagore Aranburu, Pilar Castro, Juan Grandinetti, Koldo Olabarri, Melina Matthews, Ken Appledorn, Karina Kolokolchykova, Daniel Chamorro, Stephanie Figueira, Xana del Mar.

 

         Conociendo al dúo Duprat-Cohn, por haber disfrutado de lo lindo con  su antepenúltima  película, El ciudadano ilustre, o penúltima de ambos, porque la anterior a esta,4X4, la dirigió Mariano Cohn en solitario, me imaginaba que la vería con agrado. La presencia de Cruz y Banderas, no obstante, me echaba un poco para atrás, porque rara vez los he visto actuar  con la calidad que de ellos se pregona. Me anticipo a decir que en esta, sin embargo, y acaso porque sea la película una hija de ambos, más  de José Luis Gómez y de Oscar Martínez, que la han producido, han echado, literalmente, «el resto»; quizás porque al tratarse de una sátira sobre actores, directores y el mundo del cine en general, han sabido autoparodiarse y parodiar a otros con mucho sentido del humor, con mucha perspicacia crítica y, sobre todo, con mucha «verdad», sin la cual, a pesar de su muy disparatado guion, no funcionaría en absoluto; esa «verdad» que la leonina directora exige de sus dos actores, los mejores del país, enfrentados por sus papeles y por sus egos descomunales, para sacar adelante uno de los más raros encargos que le hayan han hecho: adaptar una novela de un Premio Nobel para hacer «la mejor película», por la que se recuerde eternamente a su productor, quien quedaría «inmortalizado» al asociar su nombre con ella. El productor, José Luis Gómez, un riquísimo empresario farmacéutico, habla con su secretario —un Manolo Solo en breve pero inmensa contribución, como es habitual en él—  de los modos posibles de pasar a la posteridad, para ser recordado por la gente, que ahora solo lo ve como un podrido rico, a pesar de sus fundaciones, etc. Dos proyectos se barajan: construir un puente que lleve su nombre y producir una película con los artistas más destacados del país. Oírle a Penélope Cruz contarle al empresario el argumento de la obra —que él no ha leído: «No soy una persona muy lectora…»— y pensar automáticamente en esos enrevesados argumentos melodramáticos y casasecanos que se le ocurren a Almodóvar, es todo uno. Con todo, en modo alguno parodia Cruz, como directora, al manchego, aunque algo hay de su mundo en parte de la puesta en escena.

         ¡Palabras mayores, la puesta en escena! La cuarta pata del banco, las otras tres son la directora y los dos actores, es, por méritos propios, una puesta en escena grandiosa, en la que los espacios nos recuerdan tomas del cine clásico, con perspectivas infinitas y una suntuosidad que en este caso hemos de asociar más con el estilo zen, diáfano. Se lleva la palma el más que discutido y megalómano Teatro Auditorio San Lorenzo del Escorial, de los arquitectos Rubén Picado y María José de Blas, que, en esta película, tiene un protagonismo absoluto, porque las tomas en su interior y exteriores, y en el propio escenario son apabullantes y de una hermosura rara de conseguir.

         La película es la historia de los ensayos entre la directora y los actores, previos al rodaje de la misma. Nueve sesiones, a lo largo de las cuales, tomando como pretexto la rivalidad entre dos hermanos, uno de los cuales ha provocado la muerte de los padres de ambos en un accidente, se enfrentarán dos actores en una lucha de gallos en la que no faltará ni el derramamiento de sangre… La intención de la directora, y he de reconocer que Penélope está magistral en ese papel de directora transgresora y un sí es no es esperpéntica, consiste en llevar al límite a ambos actores para que saquen de dentro toda la famosa «verdad» que sus personajes necesitan como motor para adquirir vida. Los recursos que va empleando la directora, algunos de ellos irónicos, otros crueles, algunos surrealistas, van consiguiendo su objetivo y preparan a los actores para meterse hasta el fondo en sus papeles, de tal modo que, una vez dentro de ellos, su relación personal se verá contaminada por esa rivalidad que narra la novela. Resumido así, bien parece que estemos hablando de Las amargas lagrimas de Petra von Kant, pongamos por caso de actualidad, pero, en el fondo, la sátira se acerca mucho más a la estupenda El método Kominsky, de Chuck Lorre y, en cualquier caso, el tono dominante es el del humor satírico empleado con maestría, ingenio y acierto. Si a eso le añadimos lo que el espacio le permite construir dentro del plano a los directores, tenemos escenas magistrales, como la de la piedra de muchas toneladas suspendida por una grúa y bajo la que los actores, sintiendo esa terrible gravedad, han de dar rienda suelta a las emociones pertinentes de sus papeles, o como algunas en las que las distancias y la presencia hierática de los auxiliares/esclavos de la directora nos parecen presenciar un cuadro gigantesco de De Chirico, digamos; del mismo modo que la piedra suspendida recordaba a Magritte. La interactuación con el espacio es, pues, uno de los principales valores de la película, como sucedía con el museo de la película The Square, de Ruben Östlund, por recordar alguna próxima en el tiempo. Duprat y Cohn ya han experimentado esa dimensión de rodar en obras de arte, porque su película

El hombre de al lado fue rodada en la casa Curutchet diseñada por Le Corbusier, por ejemplo.

         Lo que más va a sorprender a los espectadores, además de las interpretaciones de muchos quilates del cuarteto protagonista, no olvidemos a José Luis Gómez, siempre exquisito en cada una de sus intervenciones y modelo, siempre, de actores, y más allá del desnudamiento de tres personalidades tan distintas entre sí, la de la directora y las de los dos «grandes» actores, es que, en el fondo, lo que haya de ser la película para la que se ensaya se va infiltrando poco a poco en la trama hasta que, en el rodaje preparatorio de la última escena de la futura película, hecha un poco «a lo Dogville», de Lars von Trier, el espectador, por indiscutible arte del guion y, sobre todo, del arte de los actores, vive ese desenlace que se firma con un grado de sensibilidad que sorprende ácidamente, como un estallido dramático, frente a la sátira constante en que nos hemos movido durante toda la historia de los ensayos para la película. Me da que Banderas se debe de haber sentido muy cómodo, porque, de alguna manera, el planteamiento es muy similar al de A Chorus Line, de Richard Attenborough.

         Soy consciente de que hay muchos espectadores que han desarrollado fobia al cine español, así dicho, con una generalización que mete espanto y abre las carnes del sentido crítico, y se niegan en redondo a ver nada que «respire españolidad» por los cuatro costados… Bien, quédense tranquilos: se trata de una película dirigida por dos argentinos que, eso sí, en modo alguno son inclinados a regodearse en su «argentinidad»: la directora y los dos actores son arquetipos, digámoslo así, y los hechos narrados perfectamente trasplantables a cualquier cinematografía allende nuestras fronteras, porque de lo que aquí, en Competencia oficial, se habla es de las grandezas y miserias de los profesionales del cine, y ello nos llega con un aroma de verdad inalienable, de ahí que la película sea tan extraordinaria, y divertida.

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