El poder de la
narración en el melodrama del Hollywood clásico y Bette Davis en la cima de su
arte.
Título original: Jezebel
Año: 1938
Duración: 103 min.
País: Estados Unidos
Dirección: William Wyler
Guion: Abem Finkel, Clements Ripley, John Huston. Obra: Owen Davis
Música: Max Steiner
Fotografía: Ernest Haller
(B&W)
Reparto: Bette Davis; Henry Fonda; George Brent; Margaret Lindsay; Donald
Crisp;
Fay Bainter; Richard Cromwell; Henry O'Neill; Spring Byington.
¡Qué tendrá Wyler para que, a
cada nueva revisión de sus películas acabemos convencidos de que es uno de los «grandes»,
a pesar de haber sido ninguneado por algunos popes de la crítica! Son tantos
sus éxitos que quizás le ha perjudicado el mero hecho de haberlos conseguido. Ciertos
cinéfilos desconfían, por puro prejuicio, del éxito de público, pero está claro
que una película como Jezabel por fuerza ha de satisfacer los paladares
cinéfilos más exigentes, al margen de que su principal actriz, Bette Davis,
recibiera su segundo Oscar por ella.
Jezabel es una
historia sureña en la que, además de un retrato individual de la criatura más
engreída, caprichosa y orgullosa del mundo, se nos ofrece un contraste entre el
Note y el Sur, una descripción de una sociedad sitiada por la fiebre amarilla y
unas relaciones familiares y amorosas tan complejas como, independientemente
del tiempo y el lugar, estas suelen ser.
La entrada de
la protagonista, Julie, en escena, bajando de un brioso caballo negro y levantándose
la amplia falda del vestido con la fusta para poder caminar con mayor facilidad
y con una decisión «marca de fábrica» es toda una declaración de intenciones.
Mayor aún cuando aparece en escena su novio, Preston, representado por Henry
Fonda, y comparamos ambas psicologías. El detonante del desencuentro entre
ambos va a ser la caprichosa decisión de Julie de presentarse en el baile de
debutantes de la alta sociedad, en la que las jóvenes han de ir de riguroso
blanco, con un vestido rojo que desafía todos los convencionalismos, y que
obliga al prometido a ejercer de acompañante dispuesto a desafiar en duelo a
cualquiera que se atreva a siquiera reprocharle a Julie su transgresión. Que en
la pista de baile se queden los dos bailando solos es otro de esos momentos
estelares que anuncian lo que ha de ocurrir: Él, tras la tensión vivida a su
costa, se despide de ella diciéndole que no volverá a verlo. Julie sube la
escalera —¡Las escaleras en el cine de Wyler exigen una monografía…!— con aire
desdeñoso, convencida de que volverá a ella con el rabo entre las piernas.
Pasa un año y Julie
continúa esperando a su antiguo prometido, y reserva para el encuentro con él
el traje blanco que no quiso llevar al baile de debutantes. Se desata,
entonces, la epidemia de fiebre amarilla que obliga a la protagonista a
retirarse de Nueva Orleans a su casa de campo, donde acabará acogiendo a
algunos amigos que, por las estrictas órdenes de aislamiento, no podrán volver
a la ciudad. Desde que Julie sabe que Preston ha vuelto, todo en la casa es una
febril actividad para el reencuentro decisivo en el que, humillada, le pedirá
perdón para reconquistarlo. Preston, sin embargo, vuelve casado con una
norteña, de Nueva York. El trauma que ello significa para la joven casadera se
convierte en un acicate para luchar con redobladas fuerzas por conseguir
recuperar su amor, a pesar de que Preston y su mujer no solo parecen muy
enamorados, sino que lo están, como Preston se lo demuestra a Julie en un
aparte en el jardín en que n se deja seducir por su antigua prometida.
Es frecuente en
el enfrentamiento Norte-Sur poner de relieve las muchas diferencias entre ambos
bandos, y prueba de ello es la Guerra de Secesión que no tarda en declararse, a
raíz de la abolición de la esclavitud. Tangencialmente, la segregación racial
queda opacada en la película por el poderoso melodrama de la joven cuyo
carácter ha labrado su ruina. E incluso la aparición «feliz» de la servidumbre
negra, entonando una canción a dúo con la protagonista, nos muestra el modo
paternalista como se vivían las relaciones con los negros en el Sur, entonces y
mucho después de perder la guerra, en lo que constituye un género propio dentro
del cine usamericano.
Como banquero,
Preston ha de acudir a la ciudad para hacerse cargo del establecimiento en ese
momento de crisis que azota a la población sin distinguir clases, aunque un
personaje secundario haya de recordarlo cuando Preston cae enfermo y es llevado
a la casa de su antigua prometida, adonde ella llega antes que su mujer para
cuidarlo día y noche.
Ya sé que es
demasiado simplista hablar de la película de una actriz, porque las tramas
paralelas exigen una calidad interpretativa que todos acreditan de largo; pero
el extraordinario trabajo de Bette Davis merece un reconocimiento especial,
máxime cuando se trata, en términos populares, de la «mala» de la película. La
Davis se sobrepone a su propio personaje y acaba convenciendo a los
espectadores incluso de las virtudes de su personaje, y de entre ellas, el volcánico
y todopoderoso amor que siente por quien no se ha sometido a sus caprichos. Su
terquedad anticonvencional inicial podía considerarse una muestra de feminismo avant
la lettre, pero el final descubre en ella una pasión que logra redimirla
del mal que ha hecho con anterioridad, aunque la principal damnificada haya
sido ella misma.
Se trata,
básicamente, de una película rodada en estudio, y ahí la depurada sensibilidad
de Wyler saca un rendimiento absoluto a las muchas escenas que tienen lugar en
espacios privilegiados, por su dimensión, lo que le permite una enorme variedad
de encuadres, e incluso, en algún exterior, se da el lujo moderno de representar
la acción fuera de plano, como sucede en el duelo que se ha celebrado a raíz
del menosprecio a Preston y a su mujer norteña en el curso de una conversación
de sobremesa en la que se acusa a este de convertirse poco menos que en un
traidor a la causa del Sur. El responsable de la factura fotográfica de la película
es Ernest Haller, quien casi simultáneamente fotografiaba Lo que el viento
se llevó, que se estrenaría un año después de esta, en 1939 y cuyo éxito
contribuyó a opacar la película de Wyler, dada las relaciones temáticas
evidentes entre ambas producciones. Así pues, Jezabel puede verse como
la hermana mayor de Lo que el viento se llevó, pero como una «obra de
cámara», alejada de la magnificencia de la película de Victor Fleming. En todo
caso, son tantos sus valores y tan intenso el torbellino melodramático al que
nos arrastra Jezabel, que nos permite vivir toda una experiencia
cinematográfica.
Ahora lo comprendo, estabas ocupado viendo pelis ; )
ResponderEliminarLa secuencia del baile de debutantes, con la entrada de la Davis con un espectacular vestido escarlata en una sala donde todas van de blanco, está tan extraordinariamente bien planificada, que entiendes que gente como John Ford piropeara a Wyler como uno de los mejores directores americanos y que como muy bien dices, Bette Davis apabulle con su interpretación, es verdad que es una versión menos ampulosa que "Lo que le viento se llevó" y que a mi personalmente me parezca mil veces mejor el personaje construido por Bette Davis que el de Joanne Whalley, aunque sea mucho más mona y su Scarlett O'Hara nos haya crispado tanto al principio como conmovido al final, eso sí, Rhet Butler gana por goleada al jovencísimo Henry Fonda, más que nada por su puntito canalla jajaja.. en fin, que has hecho un magistral dibujo de una gran peli, sin duda. Muchas gracias!
Un beso, a ver si recuerdo asarme más a menudo por tu sala de cine ; )
Al otro blog que tenías, salvo que vea una de tus entradas en el blogorroll no sé como llegar, si es que sigue vivo : (
Coincido contigo. Ese puntito canalla de Clark Gable es "marca de fábrica" desde sus primeras películas. Estas son las direcciones de esos blogs que, a muy duras penas, continúo dándoles vida: https://diariodeunartistadesencajado.blogspot.com/
Eliminary
https://provinciamayor.blogspot.com/