El poder
visual y dramático de Aldrich saboteado
por sus asustados productores: un
violento acoso a los sindicatos por una mafia al servicio de empresarios sin
escrúpulos.
Título original: The Garment Jungle
Año: 1957
Duración: 88 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Vincent Sherman,
Robert Aldrich
Guion: Harry Kleiner. Artículo:
Lester Velie
Música: Leith Stevens
Fotografía: Joseph F. Biroc
(B&W)
Compañías: Columbia Pictures
Reparto: Lee J. Cobb; Kerwin Mathews; Gia
Scala; Richard Boone; Valerie French; Robert Loggia; Joseph Wiseman; Harold J.
Stone; Adam Williams; Wesley Addy; Willis Bouchey;
Robert Ellenstein; Celia
Lovsky.
Comencé a verla en el gimnasio, sin recordar ninguna obra obra del tal Vincent Sherman, y a los cinco minutos ya comenzó a extrañarme que una película con ese comienzo, y hecha salvedad del algo tosco Kerwin Mathews, no me fuera conocida, porque la situación, un enfrentamiento entre los dos propietarios de un negocio de confección que, tras haber manifestado uno de ellos su voluntad de establecer contacto con los sindicatos para acogerse a sus condiciones de trabajo, se monta accidentalmente en un ascensor que se precipita al vacío y él a su muerte, no es un arranque cualquiera, desde luego. Casi inmediatamente después aparece el hijo del empresario que se queda solo al frente del negocio, que vuelve de una larga estancia en Europa. Desde ese momento, comienza a fraguarse una trama de chantajes, asesinatos, luchas sindicales y sabotajes mafiosos para los que el asesinato no es precisamente una de las bellas artes, sino una amedrentadora tarjeta de visita para aviso de propios y extraños. The Garment Jungle —me niego a usar el tosco título «Bestias de la ciudad», con que lo han traducido— hace alusión al distrito de Nueva York donde se concentran las fábricas textiles, una de las cuales es la elegida para denunciar las prácticas gansteriles de la patronal para mantener una situación absolutamente injusta. En el mismo comienzo de la película comprobamos que los talleres son la base de unas creaciones que se exhiben con modelos al público, y conocemos, a través del recorrido que hace el hijo por las dependencias, las interioridades del negocio y la naturalidad con que ni siquiera las modelos disponen de un mínimo de privacidad para los cambios de modelos que han de exhibir. No mucho después irrumpe en los talleres un delegado sindical que trata de arengar a los trabajadores para que decidan unirse al sindicato que quiere conseguirles unas mejores condiciones de trabajo. La expulsión intimidatoria de ese activista y los modos del padre frente a la posibilidad de que haya de negociar con sindicato alguno despiertan en el hijo no pocas dudas y, enseguida, algunas sospechas.
Bien, con ese
planteamiento, más un reparto en el que brilla el padre, Lee J. Cobb y un
malvado por antonomasia del cine, Richard Boone, que tiene atrapado al padre en
su red criminal, e incluso figura en nómina, o su lugarteniente, el no menos clásico
malvado, Wesley Addy, de notable carrera teatral chespiriana, por cierto,
comienzo a preguntarme cómo una realización tan poderosa en las tomas y la
iluminación, además de la dura denuncia que supone la trama, pudiera ser obra
de un desconocido.
Vista la película, entro en conocimiento
de que casi el setenta por ciento de la misma es de Robert Aldrich, a quien, a quince
días de acabar el rodaje, despiden y sustituyen por Sherman, porque el
productor se asustó ante la contundencia de un material que emulaba, incluso de
manera más turbia y oscura, La ley del silencio, de Elia Kazan —en la
que, curiosamente, los mafiosos son los sindicalistas, aunque este tipo de
actuaciones son el lastre de un sindicalismo del que Jimmy Hoffa fue el máximo
exponente—, un papel que junto a Un tranvía llamado deseo, también de Kazan,
lo consagró como una megaestrella del cine. Se ha de reseñar, también, la reticencia
de Lee J. Cobb a asumir un papel de padre malvado y empresario déspota,
atrapado por su interés en la red de los mafiosos que lo «liberan» de problemas
con los sindicatos, porque, construido por sus propias manos, «solo yo dirijo
mi negocio», defiende ante su hijo su oposición a negociar mejoras laborales;
porque podía «dañar» su reputación. Este enfrentamiento suyo con Aldrich obró
también en la dirección de acabar reconduciendo la película al planteamiento
melodramático con que acceder al gran público. Eso creyeron al menos, porque el
sindicalista a quien se acerca el hijo del empresario, que está casado con una
bellísima mujer de origen italoirlandés, Gia Scala, de malhadada carrera,
acaba enamorándose de ella, un enamoramiento que allana el asesinato del
activista sindical, lo que supone el punto de inflexión en la relación
padre-hijo, porque se le aparece claro que la muerte del socio de su padre no
fue accidental, sino un asesinato del que ignora, sobre todo, si su padre
estaba o no al corriente, pero no los espectadores, que saben de la debilidad
permisiva con que mira por sus propios intereses.
Es cierto que la trama amorosa gana algo
más de peso, pero la denuncia de las prácticas mafiosas es de tal naturaleza, y
tan impactante, que, por suerte para los espectadores, ese contenido romance, perfectamente
dosificado, queda casi en un segundo plano, excepto porque la mafia insinúa que
la criatura del sindicalista asesinado puede ser la siguiente víctima.
La tensión dramática de la película es un
logro que permite verla como quien asiste a la proyección, pongamos por caso,
de La ley del silencio. Sí, cierto, en modo alguno el envarado Kerwin
Mathews puede competir con Brando, y casi casi hace descender la película a
gran producción mayúscula de la serie B; pero a medida que se acentúa el
enfrentamiento con un Lee J. Cobb extraordinario y un Richard Boone que se lo
come en cada secuencia en la que aparecen juntos, la película sube mucho de
nivel, hasta convertirse en una obra que merece mucho ser vista, por la valentía
de la denuncia, por el reparto, por unos planos de Nueva York que acaso
deberían de haberse prodigado más, porque predominan los interiores; pero
cuando la cámara de Joseph. F. Biroc, director de fotografía de ¡Qué bello es
vivir!, de Capra, «sale» a pasear…, consigue unas secuencias que acercan
mucho más aún la película al enorme thriller que de hecho es. Hay, con todo,
una dimensión psicológica en los retratos de padre e hijo y su consiguiente
enfrentamiento que está más que justificado ese interiorismo de la trama,
porque acentúa lo que en ella hay de maldición que solo se resuelve in
extremis. Pero eso ya ha de verlo el espectador, para confirmar que, en
efecto, este es un poderoso film de Robert Aldrich al que ha de devolvérsele la
paternidad negada.
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