Título original: Szabadgyalog (The Outsider)
Año: 1981
Duración: 146 min.
País: Hungría
Dirección: Béla Tarr
Guion: Béla Tarr
Música: András Szabó
Fotografía: Barna Mihók,
Ferenc Pap
Reparto: András Szabó, Jolan
Fodor, Imre Donko, Istvan Bolla, Ferenc Jánossy, Imre Vass.
Título original: Werckmeister
harmóniák
Año: 2000
Duración: 139 min.
País: Hungría
Dirección: Béla Tarr, Ágnes
Hranitzky
Guion: Béla Tarr. Novela: László Krasznahorkai
Música: Mihály Víg
Fotografía: Gábor Medvigy
(B&W)
Reparto: Lars Rudolph; Peter
Fitz; Hanna Schygulla; János Derzsi; Djoko Rosic; Tamás Wichmann; Ferenc Kállai;
Mihály Kormos; Putyi Horváth.
Título original: A Londoni férfi (The Man from London)
Año: 2007
Duración: 132 min.
País: Hungría
Dirección: Béla Tarr, Ágnes
Hranitzky
Guion: László Krasznahorkai.
Novela: Georges Simenon
Música: Mihály Víg
Fotografía: Fred Kelemen
(B&W)
Reparto: Erika Bok; Tilda Swinton; János Derzsi; Agi
Szirtes; Istvan Lénárt; Miroslav Krobot.
La primera, The outsider, cuyo título
original parece construir un juego de palabras con el apellido real del
protagonista, Szabó, « Szabadgyalog», es el segundo largo de Tarr y fue rodado
par la televisión. Sorprende, en primer lugar, la enorme libertad de que
dispuso el joven Tarr para trabajar en un medio oficial, porque esta falso
documental que rueda sobre el fracaso vital de un músico que no encaja en
ningún trabajo y que no tiene muy buena relación con las mujeres, nos ofrece una
visión de la juventud húngara en modo alguno complaciente y menos aún «positiva».
András Bader (el mismo nombre de pila que el actor) es expulsado de un
sanatorio mental y decide volver a su profesión de músico (violinista) para
poder sobrevivir en un ambiente en el que los trabajos brillan por su ausencia
o están mal pagados. Tiene un hijo de una mujer, pero sus amigos están
convencidos de que no es suyo y de que ha sido engañado por ella. Con su
hermano mayor tampoco tiene buena relación. La historia sigue los pasos
errantes del violinista en un recorrido que nos lleva de las conversaciones en
los cafés, a las actuaciones en bailes populares o al modo como se mezcla con manifestaciones
de raíz popular que la película recoge con un afán entre folclórico y
etnográfico. Se trata de una película en la que prácticamente no salimos del
plano/contraplano y de la cámara al hombro que sigue al personaje. Estamos en
1980, pero a un espectador de cierta edad, nos recuerda la España de finales de
los 60, cuando los jóvenes imitábamos a los hippies y las modas que llegaban de
fuera, básicamente de Londres. De hecho, un momento intenso de la película es
la interpretación de un grupo de música de La casa del sol naciente, por
ejemplo, aunque a mí me ha llamado más
la atención la vertiente etnográfica de la película, porque es impagable el recorrido
por los rostros y los atuendos y las músicas y bailes populares que nos
ofrecen. El propio rostro del protagonista representa un factor compositivo
esencial de la película: con unos ojos azules que expresan una intensa belleza
y son capaces de enamorar a cualquiera, cuando la cámara nos muestra en detalle
una boca con la dentadura deshecha, absolutamente repulsiva, vemos la dualidad
desde la que está rodada la película: la belleza y la ingenuidad se solapan con
el horror y el deterioro. Los espacios que aparecen en la puesta en escena
suelen mostrar el implacable paso del tiempo y de la desidia política, incapaz
de aliviar las carencias de la población. La libertad sexual y los problemas de
relación del protagonista se centran en la mujer con quien no sabe si formar o
no una familia. Todo ese capítulo, que lo atormenta, tiene una extensión que se
compadece con otras dedicadas a las amistades muy variadas del joven András. Si
no fuera porque no se echa a la carretera, bien pudiera decirse que la película,
que sigue al protagonista en sus constantes idas y venidas, tiene algo de road
movie, dado el constante movimiento del joven, metáfora de su inquietud por
no hallar un lugar en la sociedad ni una versión de sí mismo con la que
identificarse satisfactoriamente. El joven András es un insatisfecho crónico,
desorientado y siempre a la expectativa de que su vida cambie no tanto por su
iniciativa como por la ayuda o el estímulo que pu3eda recibir del exterior.
Armonías de Werckmeister, cuyo
título hace referencia a la teoría de la afinación musical de Andreas Werckmeister,
defendida en la película por un musicólogo que defiende el postulado de que el
sistema armónico explicitado por el músico alemán en el siglo XVII, que está en
los fundamentos del Clave bien temperado de Bach, por ejemplo y en la teoría musical
de las esferas de Kepler, está profundamente equivocado y que se ha de rehacer
de nuevo para acercarlo a una armonía más «natural», lo que implica una afinación
diferente para los instrumentos. ¿Qué tiene que ver ese fundamento teórico con
lo que nos cuenta la historia? De entrada, el protagonista, Janos, algo así
como lo más próxima al «tonto del pueblo», cuya bondad e ingenuidad lo sitúan
en esa frontera dudosa de la sanidad mental y cuya aparición en pantalla al
comienzo de la película, explicando con los parroquianos de un bar el fenómeno
de los eclipses poco antes de ser desalojados por el dueño, nos permite
comprender que son fenómenos extraños los que vamos a ver a continuación. Y así
es, porque, a través de un cartel, nos enteramos de que ha llegado un circo al
pueblo, con solo dos atracciones: una ballena (acaso Leviatán) y un personaje
denominado “El príncipe”, un encantador de masas a quien nunca se ve en
pantalla. Janos es el vehículo narrativo que unifica la acción de la película,
porque es a través de él, y de sus ojos, entre asombrados y atemorizados, como seguimos
el desarrollo de la historia. Visita a varios vecinos a quienes llama tío o
tía, al margen de cualquier relación de parentesco. Le lleva la comida al
musicólogo, una escena morosa en la que le llenan las tres fiambreras en una
suerte de comedor social. Sigue con interés la reunión de hombres en la plaza
alrededor del camión donde se exhibe el cadáver de la ballena, y es él, por
cierto, el único que paga la entrada para verlo. Es requerido por la exmujer
del musicólogo, un buen papel de Hanna Schygulla, para sacar sus cosas de la
casa y, más tarde, encargado de cuidar de los dos hijos del jefe de policía que
están solos en su casa, mientras este y la ex del musicólogo tienen una
brillantísima escena musicodecadente. La tarea cómica de cuidar de los dos
hijos del policía forma parte de los hechos extravagantes que se van sucediendo
en la película a la espera de que se cumpla la amenaza que se ha instalado en
todas las bocas: la llegada de la «bestia» es el presagio de una gran desgracia
que traerá funestas consecuencias al pueblo, como así acaba sucediendo cuando,
sin saber cómo ni cuándo ni por qué se inicia una suerte de rebelión sangrienta
que se centra en el asalto al hospital, donde asistimos a escenas de particular
violencia. Todo esto es presenciado por Janos, que logra esquivar a la masa
enloquecida y contempla, después, cómo se organiza la defensa militar del
pueblo. Las atmósferas tensas que genera la realización de la película, en un
blanco y negro espectacular, con una morosidad en las acciones de los
personajes y buena parte de los recursos que han hecho célebre al director
magiar, ocupan la mente de los espectadores en una suerte de espiral que busca
el origen de los hechos y si este no es otro que la potente superstición de la
masa. Contrasta con la lentitud morosa de la acción que esta nos hable de la destrucción
radical del orden social y humano, como si las señales del desorden llegaran
tan lentamente que nos fuera imposible prevenir el desastre, escrito acaso en
los mapas funestos de las estrellas que bailan su danza casi milagrosa en el
comienzo de la película. «Magnético» es un adjetivo que casa perfectamente con
el cine de Tarr, porque su estética del movimiento minimalista lo lleva a
planos fijos que duran un siglo y a planos secuencia lentísimos que consiguen
crear una percepción distinta del tiempo, pero también, de paso, del proceso
psicológico de los personajes, en los que los espectadores estamos invitados a
entrar con total franqueza, aunque luego nos cueste Hermes y ayuda descifrar lo
que se cuece en esas mentes en las que se cruza la inteligencia con la
superstición, la teoría con la suspicacia. El cine de Tarr tiene puestas en
escena que suelen reflejar las duras condiciones económicas del país, su
atraso, la ruina, la miseria incluso, pero, aun así, siempre encontramos
auténticas visiones que nos dejan clavados en el asiento, como el paisaje
después de la batalla del asalto de la turba al hospital. Interpretar algunas
películas de Tarr supone entrar en un cine-fórum solitario que pierde la
perspectiva del diálogo para sacar la luz. Eso sí, conviene hablar de ellas con
otros. Es higiénico y necesario.
El hombre de Londres tiene un
comienzo que es una declaración de intenciones, porque la cámara sube desde el
nivel de mar por la proa de un barco hasta llegar a la cubierta, a un ritmo de
milímetro por minuto, o poco menos. Luego, sí, hay una pelea y un hombre y un
maletón que caen al mar. Todo ello, visto por el vigilante de la torre que
domina la bocana del puerto, quien no tarda en acercarse al lugar de los hechos
para recoger la maleta y descubrir que hay en ella 60.000 libras que procede a
secar con idéntico ritmo en la salamandra que calienta la torre. El hombre es
una ruina. Luego sabremos que tiene un matrimonio infeliz y que impone su
voluntad laboral a una hija que no se rebela contra él. Los intérpretes hablan
en francés, y una eternidad después de haber comenzado la película, aparecerá
un investigador inglés que rastrea el destino de la maleta. Hay un bar-cantina,
donde el tiempo parecer haberse detenido, así como los parroquianos. En resumen,
que aun siendo Simenon un amigo del minimalismo retórico, Béla Tarr lo adapta
hacia una suerte de ceremonia de la desesperación en la que lo de menos parece
ser lo que habitualmente es el centro neurálgico de este tipo de narración es:
el «caso». Lo más importante es el retrato de la desesperanza del protagonista
y de otros personajes que aparecen en el bar, como los dos viejos que, en un
momento dado, realizan un baile con una silla y con una bola aguantada en la
frente, definitivamente surrealista. En el decurso de los mínimos
acontecimientos, el protagonista llega a su casa, antes de retirar a su hija
del lugar donde trabaja, porque «no quiere que le enseñe el culo a nadie», y
tiene una pelotera tremenda e intensa, a causa de los dineros y del estado en
que viven, con su mujer, una irreconocible Tilda Swinton en un papel que no va
más allá de ese «momentazo»
almodovariano, tan intenso como impostado. ¿Qué se rescata de esa trama
tan singular? Pues lo de siempre en el cine de Tarr, la fotografía en blanco y
negro, propia del thriller que no acaba siendo de ninguna de las
maneras, aunque la irrupción del investigador inglés nos acerca al género, y, sobre
todo, en el desenlace, cuando el vigía conduce al policía y a la mujer a la
caseta al lado del mar donde, supuestamente, se halla el cadáver del maleante a
quien el vigía robó el dinero antes de asesinarlo, ni se sabe si por caridad.
En todo caso, como ya he dicho, no es el «asunto» lo más importante, sino el
modo como los diferentes personajes responden
frente a un suceso que irrumpe en unas vidas dominadas por el silencio, la
falta de alegría, y ciertas enemistades personales sobre las que lo
desconocemos casi todo. Una cosa está clara, en toda la película no hay ni un
simple rasgo de humor, ni una risa, ni una sonrisa siquiera. Todo es plúmbeo,
maldito, amargado y trágico. La vida es una repetición absurda de gestos
cotidianos que no parecen llevar a ninguna parte, y el único momento en que puede
darse el milagro de la alegría es en la compra de las pieles para la hija; que
no tarda en ser despachado por la madre como lo que es: un gasto superfluo y
absurdo, cuando las necesidades acucian, y de ahí el conato de la hija de «devolverlo».
Comencé a verla muy interesado en qué había hecho Tarr con uno de mis autores literarios
favoritos, y reconozco que ninguna otra adaptación de su obra alcanza el clímax
de narración absurda al que se llega en esta, más hija del propio Kafka que de
Georges Simenon. Fiel a su «maniera», Tarr no decepciona a sus seguidores, pero
seguirá dejando pasmados, si no coléricos, a sus detractores.
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