jueves, 9 de mayo de 2024

«Almas sin conciencia», de Federico Fellini, neorrealismo en vena.


Un ácido retrato de la miseria moral de la escoria social.

 

Título original: Il bidone

Año: 1955

Duración: 95 min.

País: Italia

Dirección: Federico Fellini

Guion: Federico Fellini, Ennio Flaiano, Tullio Pinelli

Reparto: Brodericvk Crawford; Giuletta Messina; Richard Baseheart; Franco Fabrizzi; albeerto de Amicis; Giacomo Gabrielli.

Música: Nino Rota

Fotografía: Otello Martelli (B&W).

 

          Rodada entre La Strada y La dolce vita, Almas sin conciencia, a su manera, recoge el ambiente de degradación social que Fellini había narrado en Los inútiles y preludia en parte, por las secuencias de la fiesta navideña, el gran éxito de La dolce vita. Hasta anteayer, no solo no la había visto, sino que no había oído hablar de ella, como si fuese una película «irrelevante» en una carrera en la que sobran títulos que forman parte, por derecho propio, de lo mejorcito de la historia del cine. Mi sorpresa ha sido mayúscula, porque dentro de su corriente, el neorrealismo, me ha parecido una obra sobria, seca, contundente y tristísima, porque lo que se puede llegar a hacer para sacarle a los pobres sus escasos ahorros produce una indignación que va in crescendo y con la que, al final de la película, se juega narrativamente para crear una expectativa de redención que nos permita liberarnos en parte de la tenaza que nos agarra, como las garras del águila el corpachón del carnero que se eleva con ella por los aires camino de su fin, el corazón sufriente del espectador.

          La película se abre con un «golpe» del equipo de timadores que, disfrazados de miembros de la iglesia católica, un obispo entre ellos, convence a los iletrados labriegos de que en sus tierras fue enterrado, por un pecador arrepentido, un tesoro que, de acuerdo con la ley es suyo, y por el que únicamente querrían el importe de las misas que el pecador quiere que se digan por su alma. Todo discurre con la normalidad habitual y los tres amigos estafadores entregan la recaudación al organizador material de esos «golpes» que juegan con la ambición y con la ignorancia, porque lo que desentierran no pasa de ser quincallería barata.

          De los alrededores campestres de Roma, pasamos a la capital, siguiendo la peripecia de los tres distintos estafadores: Augusto, magistralmente interpretado por Broderick Crawford; Picasso, un pintor aficionado apegado a su mujer, interpretada por Giulietta Massina, en un papel breve, pero muy emotivo, y Roberto, el más joven, encarnado por Franco Fabrizi. No tardamos en saber que Augusto tiene ya 48 años, una hija que vive con la madre y a quien ve de vez en cuando, sin poder agasajarla con los caprichos que a él le gustaría. Sin oficio ni beneficio, es un juguete de los trapicheos con los que intenta salir adelante, y sabe que va perdiendo la vida y lo más querido, su hija. Los tres son invitados por un viejo amigo que ha triunfado en la vida a una fiesta de Año Nuevo en su casa. Allá se presentan los tres con muy diferente intención. Augusto pretende que el viejo amigo le financie un negocio en el que el otro pondría la financiación y él el trabajo. Picasso, en compañía de su mujer, se presenta con un cuadro ´suyo para intentar «colocárselo» al amigo como si fuera de un pintor famoso y Roberto picotea aquí y allá hasta que descuida una pitillera de oro que encuentra en un sofá, lo que va a generar una escena de inmensa tensión cuando, al marcharse los tres, el amigo se planta en la puerta, bien acompañado, reclamando que «aparezca» la pitillera que Roberto niega tener, hasta que el recurso a una broma alargada en exceso permite que salga de su bolsillo y vuelva a poder de su dueña. El amigo se queja a Augusto de las compañías que frecuenta y de que, entre ladrones, hayan pretendido hacer negocio con él, cuando bien se sabe que también hay un código del honor en el hampa, por cutre que sea su esfera de acción. Esas secuencias del fiestorro son una exquisitez cinematográfica de primera, y preludian, ciertamente, muchas de las que rodará no mucho después en La dolce Vita, en la que la producción lo magnifica todo, pero mantiene la esencia de la mediocridad, la frivolidad y el desengaño vital del protagonista,  como en esta el de Augusto.

La noche no acaba bien, pero peor continúa la vida del trío malhechor, sobre todo, la de Augusto, cuya difícil relación con la hija acentúa la sensación de fracaso que huele constantemente el espectador en cuanto aparece, con su gran humanidad, en pantalla. La escena más terrible de la película, dejando de lado un final apoteósico de la crueldad y el mal, de esos que se imprimen en la mirada del espectador para jamás ser olvidados, se produce en un cine al que ha entrado con la hija. De repente, distingue unas filas más allá a un hombre a quien estafó con unas medicinas falsas que no impidieron el fallecimiento del familiar a quien se administraron. El afectado lo acaba reconociendo y va a por él, acorralándolo hasta que consigue sacarlo del cine y aguardar la llegada de la autoridad para que lo lleven a comisaría. La hija sale de la sala y contempla la humillante escena del padre justamente vilipendiado y detenido por la policía, aunque la respuesta desabrida de este hacia su hija es que se vaya a casa, y lo dice con la ira de quien acaba de sufrir la peor de las humillaciones: aparecer como lo que es ante una hija que ignora su vida real. De ahí a la cárcel y, pasado el tiempo, de nuevo a la calle para reanudar las mismas estafas de siempre, si bien la última de la película tiene un componente melodramático que lo complica todo, porque la familia campesina, a la que quieren desvalijar con el timo del tesoro en sus tierras, tiene una hija paralítica que, bellísima ella, con la más dulce de las miradas, y el más profundo de los agradecimientos a sus benefactores, despierta en Augusto el horror a su vil acción. Ahí lo dejo. Ni una palabra más. Lo que ocurre en las secuencias finales de Almas sin conciencia está a la altura de los grandes títulos del neorrealismo, El ladrón de bicicletas, de Vittorio de Sica o Roma, ciudad abierta, de Roberto Rossellini,  por ejemplo. Y sigue extrañándome que se haya cernido tal silencio popular y crítico sobre esta obra en la que Fellini alcanza un clímax que va más allá del neorrealismo y llega, incluso, a lo que podríamos llamar, por antítesis, «cine abstracto», que me ha recordado la terrible película de Abbas Kiarostami El sabor de las cerezas.

 

         

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