martes, 8 de octubre de 2024

«El alcalde, el escribano y su abrigo», de Alberto Lattuada o el neorrealismo fantástico…

Una historia de Gogol adaptada al neorrealismo con una compasiva ironía del desgarro de la sumisión al poder arbitrario.

 

 

Título original: Il cappotto

Año: 1952

Duración: 101 min.

País: Italia

Dirección: Alberto Lattuada

Guion: Alberto Lattuada, Giorgio Prosperi, Giordano Corsi, Enzo Curreli, Luigi Malerba, Leonardo Sinisgalli, Cesare Zavattini. Historia: Nikolái Gógol

Reparto:  Renato Rascel; Yvonne Sanson; Giulio Stival; Ettore Mattia; Antonella Lualdi;

Giulio Cali; Sandro Somarè: Olinto Cristina; Loris Gizzi; Anna Carena.

Música: Felice Lattuada

Fotografía: Mario Montuori (B&W).

 

          Titulada “El abrigo”, sin más, en italiano, Lattuada, con un séquito de guionistas de élite que participaron en mayor o menor medida en el guion, adapta un cuento de Gogol, El abrigo, si bien su adaptación, ambientada en plena época del Fascismo, va a ir mucho más allá de lo que vendría a ser, en las páginas de Gogol, el esqueleto de la historia. Los innumerables detalles del guion de Lattuada convierten esta película, incluido el giro fantástico del final, fidelísimo al original de Gogol, en una película absolutamente intercambiable con éxitos de nuestro cine español como Cándido, esa joya absoluta de Berlanga.

          Gracias a mi buen amigo Josep, quien me pedía el título y año de la película, he visto en YouTube una auténtica obra de arte que, meramente desde la sinopsis, me recordaba mucho El último, de Murnau, y El ladrón de bicicletas, de De Sica. Escarbando en la información mínima descubro, además, que Murnau propuso un acuerdo entre la UFA y MGM para realizar una adaptación del relato de Gogol en 1926, habiendo dirigido ya El último dos años antes. Estamos, pues, ante un  texto que ha convocado a realizadores de mucho prestigio por lo mucho de humano que hay en él, y hubiera sido maravilloso, para los críticos, poder comparar la adaptación de Lattuada, tan incisiva, con la que hubiera hecho Murnau.

          La historia es tan sencilla como la situación de dominio y sometimiento de ciertos amanuenses que habitan en las covachuelas de la Administración tal y como los pintaba Fernando Fernán Gómez en Sólo para hombres, y que yo he conocido de primera mano en mi época de auxiliar administrativo en Hacienda, cuando aún no había llegado la democracia. El copista interpretado por el cómico de revista Renato Rascel, con un sorprendente parecido al propio Gogol, y en una transformación profesional no muy distinta de la de José Luis López Vázquez en un trágico indiscutible, vive más que humildemente y tiene un abrigo raído y andrajoso al que, al colgarlo en el perchero con cierta desidia, un compañero le hace un agujero. Se plantea llevarlo al sastre para un nuevo remiendo, pero el sastre, un personaje excepcional en el desarrollo de la trama, lo convence de que ha de hacerse un abrigo nuevo. Gracias a una gratificación en el trabajo y a sus ahorros de toda una vida —el momento de buscarlos en la pensión donde vive es una secuencia memorable, como tantas otras de esta radiografía de la miseria y de la prepotencia del Poder—, y tras haber sido humillado con una limosna al dirigirse a una vecina a quien él contempla desde su casa como quien contempla un a obra de arte inalcanzable, se pone de acuerdo con el sastre y acaba «revestido» con un abrigo que lo obliga a mirar la vida desde una actitud muy distinta de la de la sumisión habitual con que trata con el Secretario y con el Alcalde del Ayuntamiento donde pasa las horas, más que trabaja. Y otra nueva secuencia afortunadísima es la «inspección» del Alcalde a sus tropas de combate en la oficina.

          En términos generales, la puesta en escena está cargada de un simbolismo irónico que acentúa el colosalismo del régimen Fascista, lo que contrasta con los interiores humildes de la habitación del protagonista, ya antes exhibidos en su ajada indumentaria. Del mismo modo, la crudeza del invierno, las calles desiertas y desoladas, oscuras, frías, marcan con toda su crudeza lo que significa enfrentarse al clima desde la pobreza y la necesidad.

          Parte colateral de la trama en la que se ve involucrado el protagonista como redactor que levanta acta de los discursos fuera y dentro del Ayuntamiento es la futura construcción de un complejo residencial cerca de los hallazgos arqueológicos que darán renombre mundial a la ciudad. La narración que hace el protagonista de las notas que ha tomado en esos actos, el descubrimiento del yacimiento y la sesión municipal forma parte de un registro cómico que se entrevera con el patetismo fundamental de la historia, ese en el que hay siempre un coro de peticionarios que piden, por ejemplo, una pensión desde hace más de treinta años o de pobres de solemnidad que buscan una caridad, como el coro que vela frente al edificio donde se celebra una fiesta de Nochevieja en la que el protagonista tendrá, achispado, una participación destacada, para irritación del Alcalde.

          Cuando regresa a casa, una noche de frío y nieve, como casi durante toda la película —una nieve artificial, por cierto, dado que no nevó donde rodaban, en Pavía— un pobre le agrede y le roba el abrigo en mitad de un puente. Desesperado, busca ayuda, sin encontrarla, y no se le ocurre sino apelar a las influencias del Alcalde ante la policía para que le ayuden a encontrar su capotto, esto es, su abrigo, su vida, la sensación de que, con él puesto, no es el muerto de hambre que es, el último mono de la función. Del mismo modo que en el retrato de los personajes siempre hay un punto de degradación: el fotógrafo que apenas puede ver, el médico que no oye a través del fonendoscopio, lo mismo va a suceder con la muerte del protagonista, que va a coincidir con la visita de una autoridad del Estado al pueblo, visita en la que se ha programado un acto de aclamación al personaje, con discurso del Alcalde, reclamando fondos para el proyecto inmobiliario y el habitual castillo de fuegos artificiales. El entierro, con el féretro llevado por una carroza fúnebre va a cruzarse constantemente con el recorrido de las autoridades, de tal manera que lo obligan a desviarse, hasta que, finalmente, la carroza atraviesa la plaza, momento en el que la autoridad estatal se descubre y rinde homenaje al fallecido, lo que incita al alcalde a hacer lo mismo, sin saber, obviamente, que rinde homenaje al subordinado pobretón que le pidió que se interesara por su abrigo robado. Cuando el sastre se entera de quién es el fallecido, no lo duda y se sube al pescante como único duelo que lo acompaña al cementerio. Pero ese no es el final, claro, porque hay un giro fantástico, propio del relato de Gogol, que Lattuada sabe adaptar con acertada intuición moral.

          Desde el comienzo de la película, cuando el amanuense se acerca a su oficina, hay un detalle de gran comicidad: el personaje se acerca a un caballo y se calienta con el vaho que exhala el caballo por sus generosas fosas nasales. Después, camina un poco al estilo de Chaplin y se sacude con las manos en los flancos. Ello parece indicar que todo haya de derivar por la senda de una película fundamentalmente humorística, y, aunque el humor no se pierde en ningún momento, se trata de un humor negro y corrosivo que no deja títere con cabeza en una sociedad sin compasión para con los menesterosos, y menos aún para seres tan bartlebyanos como el protagonista de esta narración, porque estoy convencido de que Melville tuvo muy presente la narración de Gogol cuando escribió su maravilloso Bartleby, el escribiente. La historia de  Akaki Akakievich, el personaje de Gogol es, en cierto modo, el retrato de lo que Jaime Vándor llamó «los ricos de espíritu», las almas sencillas cuya bondad congénita es, propiamente, un milagro en el mundo impío de la lucha por la vida. Dostoievski se inspiró en este relato para su novela Pobres gentes. Y El idiota no anda lejos, tampoco, de esa influencia…

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