miércoles, 20 de noviembre de 2024

«La boda de Rachel», de Jonathan Demme y «No llores, vuela», de Claudia Llosa, sobre la pérdida.

Título original: Rachel Getting Married
Año: 2008
Duración: 116 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: Jonathan Demme
Guion: Jenny Lumet
Reparto: : Anne Hathaway; Rosemarie Dewitt; Bill Irwin; Debra Winger; Anna Deavere Smith; Anisa George; Mather Zickel; Tunde Adebimpe; Roger Corman; Sebastian Stan.
Música: Zafer Tawil
Fotografía: Declan Quinn.

 






Título original: No llores, vuela (Aloft)

Año: 2014

Duración: 96 min.

País: España

Dirección: Claudia Llosa

Guion: Claudia Llosa

Reparto: Jennifer Connelly; Mélanie Laurent; Cillian Murphy; William Shimell; Zen McGrath; Nancy Drake; Winta McGrath; Erika Marxx; Oona Chaplin.

Música: Michael Brook

Fotografía: Nicolas Bolduc.

 

El drama familiar de la pérdida y la casi imposible redención: un mismo motivo, dos estéticas opuestas.

 

          ¡Qué abismo entre los planteamientos estéticos de estas dos películas: la primera es una rareza personalísima en la carrera de Jonathan Demme, una suerte de nouvelle wedding, y la segunda, un Fargo espiritual en el que resuenan los ecos de la contracultura sanadora. En ambas, sin embargo, hay un motivo dinámico que hace estallar las relaciones familiares que se nos muestran en una y otra: la pérdida de un niño en el seno familiar, provocada por la acción irresponsable de otro miembro de la familia.  Teniendo, como se advierte, tan terrible similitud, parece algo atrabiliario que me atreva a juntar dos películas, de tan distinta factura estética, en la misma crítica. Entiendo, dicho sea en mi descargo, que un suceso de semejante envergadura, marca la vida del superviviente de un modo decisivo, tanto para su presente como para su incierto futuro.

          Cronológicamente, La boda de Rachel es la primera y su planteamiento estético es muy curioso, porque parece una película de la nouvelle vague o del innovador usamericano John Cassavetes, sobre todo por el uso de la cámara al hombro y el movimiento casi anárquico que ello conlleva. Si añadimos que el título responde fidelísimamente a lo que vamos a ver, porque casi toda la acción transcurre durante los preparativos y la boda de Rachel, la hermana de la protagonista, quien acaba de salir del sanatorio mental donde está ingresada para asistir a la boda en casa del padre, la película adquiere un aire de película «casera» o de reportaje documental con ciertas licencias «creativas». El padre la recibe con un cariño que despierta los celos de la hermana mayor, a punto de casarse y quien más se ha preocupado por el padre. La hermana, además, es psicóloga, lo cual añade un plus de enconamiento a la tensa relación que hay entre ambas, por más que el recibimiento sea muy afectuoso, pero todo se rompe cuando Kym, la hermana en rehabilitación de su adicción al alcohol y a otras drogas, tiende a erigirse en el centro de atención, «exhibiendo» su trastorno como parte preciosa de su compleja personalidad, capaz, sin embargo, de atraer la atención de otro invitado que comparte con ella las sesiones de Alcohólicos Anónimos a las que asiste. Los padres están separados, y se deja entrever una relación «imposible» entre Kym y su madre, lo que dará pie a una de las escenas más desgarradoras de la película, llena, por otro lado, de escenas en las que la tensión no por soterrada deja de provocar un fuerte desasosiego en los espectadores, porque es universal la «incomodidad» que el trastorno mental provoca en quienes han de convivir con él, aunque sea en el marco festivo de una fiesta tan vivida y sentida como un enlace matrimonial. Puede tenerse la sensación de que limitarse tanto al desarrollo de la boda y las diferentes interpretaciones musicales, recordemos que el novio es músico, constituye un ejercicio narrativo falso, dado que todo se resuelve en una sucesión muy dinámica de gestos, miradas, amagos de acción, silencios, huidas…; pero si a buen entendedor pocas palabras bastan, cuando se trata de imágenes no hemos de esperar el soporte de la palabra y sí sacar conclusiones de todo lo que acabo de destacar, porque ahí, en la mejor tradición del arte cinematográfico, es donde ha de buscarse el sentido de esta película extraña a los usos usamericanos, pero muy cercana al mejor cine europeo.

          No llores, vuela, de Claudia Llosa, que aun siendo película española fue ignorada en los Goya, como lo fueron la muy hermosa de Isabel Coixet, Nadie quiere la noche y la espectacular de Icíar Bollaín, Yuli, es una película diametralmente opuesta, en sus principios estéticos a la de Demme. El motivo dinámico de la historia es el mismo, pero, en este caso, es el hijo mayor quien acaba provocando la muerte del hijo pequeño, enfermo, a quien la madre dedica un a atención que margina al otro hijo, quien solo puede refugiarse en el abuelo. En los preliminares de la historia, el hijo, que siente pasión por la cetrería, acompaña a su madre y su hermano a una cita con un sanador en quien la madre tiene puestas sus esperanzas de salvar a su hijo, desahuciado por la ciencia. En el curso de esa visita, el hijo ve cómo le matan su halcón y el curandero descubre que la madre que ha ido a buscar su ayuda tiene poderes curativos que desconocía. La historia no pasaría de un motivo irrelevante que confirmaría la extendida credibilidad usamericana en lo sobrenatural, pero se da la magna circunstancia de que la acción transcurre en los páramos helados de Manitoba, lo que le permite a la cineasta crear una atmósfera en la que continuamente nos sorprenderán los hallazgos fotográficos. En cuanto aparece un paisaje extenso y totalmente nevado en una película, pensamos en Fargo, tal es el poder de la película de los hermanos Coen, pero en este caso ese hielo tiene un valor metafórico indiscutible, porque la madre, tras la muerte supuestamente accidental del hijo por el que tanto se preocupaba, repudia al hijo mayor, al que hace responsable de su muerte y lo deja en compañía del abuelo para apartarse vitalmente de él. La madre es Jennifer Connelly y el hijo, ya mayor, Cillian Murphy. Este se ha convertido en una autoridad nacional sobre el arte de la cetrería, y por ese motivo lo visita una periodista canadiense para hacer un reportaje sobre su arte y sobre su persona. Poco a poco, la historia irá derivando hacia un conocimiento íntimo que hace aflorar la pérdida sin par de un hijo a quien su madre abandonó de niño. La «fachada» de la periodista canadiense se aguanta hasta que conocemos el interés personal en la localización de la madre huida: padece un cáncer y solo confía en los poderes sanadores de la madre de su entrevistado, quien, paulatinamente, va cediendo para asistir a ese encuentro entre madre e hijo. El resto, obviamente, cae del lado del espectador, que ha de imbuirse de la lírica dramática de la película para moverse cómodamente en el espacio de la adversidad climática absoluta y en la espiritualidad de unos paisajes agrestes que sirven de escenario para un drama más que sentido. Las actuaciones del trío protagonista, madre e hijo, y la periodista, Mélanie Laurent, son impecables, sobrias, ajenas al dramatismo lacrimógeno y a toda clase de efectismos melodramáticos. Estamos ante una tragedia clásica, anagnórisis incluida, que pone a prueba el buen hacer de los tres intérpretes, y salen del reto con nota altísima. A veces puede dar la impresión de que la dirección se ha contagiado de la frialdad del escenario dominante de la historia, pero el virtuosismo de la fotografía y la selección de tomas que generan un estado de ánimo en el espectador muy concreto confieren a la película una dimensión lírico-dramática muy intensa, a la altura del dramatismo propio de los sentimientos devastados de los protagonistas.

         

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