Título original: Rachel
Getting Married
Año: 2008
Duración: 116 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jonathan Demme
Guion: Jenny Lumet
Reparto: : Anne Hathaway; Rosemarie Dewitt; Bill Irwin; Debra Winger; Anna
Deavere Smith; Anisa George; Mather Zickel; Tunde Adebimpe; Roger Corman; Sebastian
Stan.
Música: Zafer Tawil
Fotografía: Declan Quinn.
Título original: No llores, vuela (Aloft)
Año: 2014
Duración: 96 min.
País: España
Dirección: Claudia Llosa
Guion: Claudia Llosa
Reparto: Jennifer Connelly; Mélanie Laurent; Cillian Murphy; William
Shimell; Zen McGrath; Nancy Drake; Winta McGrath; Erika Marxx; Oona Chaplin.
Música: Michael Brook
Fotografía: Nicolas Bolduc.
El drama
familiar de la pérdida y la casi imposible redención: un mismo motivo, dos
estéticas opuestas.
¡Qué abismo entre los planteamientos
estéticos de estas dos películas: la primera es una rareza personalísima en la
carrera de Jonathan Demme, una suerte de nouvelle wedding, y la segunda,
un Fargo espiritual en el que resuenan los ecos de la contracultura
sanadora. En ambas, sin embargo, hay un motivo dinámico que hace estallar las
relaciones familiares que se nos muestran en una y otra: la pérdida de un niño
en el seno familiar, provocada por la acción irresponsable de otro miembro de
la familia. Teniendo, como se advierte,
tan terrible similitud, parece algo atrabiliario que me atreva a juntar dos
películas, de tan distinta factura estética, en la misma crítica. Entiendo,
dicho sea en mi descargo, que un suceso de semejante envergadura, marca la vida
del superviviente de un modo decisivo, tanto para su presente como para su
incierto futuro.
Cronológicamente, La boda de Rachel es
la primera y su planteamiento estético es muy curioso, porque parece una
película de la nouvelle vague o del innovador usamericano John
Cassavetes, sobre todo por el uso de la cámara al hombro y el movimiento casi
anárquico que ello conlleva. Si añadimos que el título responde fidelísimamente
a lo que vamos a ver, porque casi toda la acción transcurre durante los
preparativos y la boda de Rachel, la hermana de la protagonista, quien acaba de
salir del sanatorio mental donde está ingresada para asistir a la boda en casa
del padre, la película adquiere un aire de película «casera» o de reportaje
documental con ciertas licencias «creativas». El padre la recibe con un cariño
que despierta los celos de la hermana mayor, a punto de casarse y quien más se
ha preocupado por el padre. La hermana, además, es psicóloga, lo cual añade un
plus de enconamiento a la tensa relación que hay entre ambas, por más que el
recibimiento sea muy afectuoso, pero todo se rompe cuando Kym, la hermana en
rehabilitación de su adicción al alcohol y a otras drogas, tiende a erigirse en
el centro de atención, «exhibiendo» su trastorno como parte preciosa de su
compleja personalidad, capaz, sin embargo, de atraer la atención de otro
invitado que comparte con ella las sesiones de Alcohólicos Anónimos a las que
asiste. Los padres están separados, y se deja entrever una relación «imposible»
entre Kym y su madre, lo que dará pie a una de las escenas más desgarradoras de
la película, llena, por otro lado, de escenas en las que la tensión no por
soterrada deja de provocar un fuerte desasosiego en los espectadores, porque es
universal la «incomodidad» que el trastorno mental provoca en quienes han de
convivir con él, aunque sea en el marco festivo de una fiesta tan vivida y
sentida como un enlace matrimonial. Puede tenerse la sensación de que limitarse
tanto al desarrollo de la boda y las diferentes interpretaciones musicales,
recordemos que el novio es músico, constituye un ejercicio narrativo falso,
dado que todo se resuelve en una sucesión muy dinámica de gestos, miradas,
amagos de acción, silencios, huidas…; pero si a buen entendedor pocas palabras
bastan, cuando se trata de imágenes no hemos de esperar el soporte de la
palabra y sí sacar conclusiones de todo lo que acabo de destacar, porque ahí,
en la mejor tradición del arte cinematográfico, es donde ha de buscarse el
sentido de esta película extraña a los usos usamericanos, pero muy cercana al
mejor cine europeo.
No llores, vuela, de Claudia
Llosa, que aun siendo película española fue ignorada en los Goya, como lo
fueron la muy hermosa de Isabel Coixet, Nadie quiere la noche y la espectacular
de Icíar Bollaín, Yuli, es una película diametralmente opuesta, en sus
principios estéticos a la de Demme. El motivo dinámico de la historia es el
mismo, pero, en este caso, es el hijo mayor quien acaba provocando la muerte del
hijo pequeño, enfermo, a quien la madre dedica un a atención que margina al
otro hijo, quien solo puede refugiarse en el abuelo. En los preliminares de la
historia, el hijo, que siente pasión por la cetrería, acompaña a su madre y su
hermano a una cita con un sanador en quien la madre tiene puestas sus
esperanzas de salvar a su hijo, desahuciado por la ciencia. En el curso de esa
visita, el hijo ve cómo le matan su halcón y el curandero descubre que la madre
que ha ido a buscar su ayuda tiene poderes curativos que desconocía. La historia
no pasaría de un motivo irrelevante que confirmaría la extendida credibilidad
usamericana en lo sobrenatural, pero se da la magna circunstancia de que la
acción transcurre en los páramos helados de Manitoba, lo que le permite a la
cineasta crear una atmósfera en la que continuamente nos sorprenderán los
hallazgos fotográficos. En cuanto aparece un paisaje extenso y totalmente
nevado en una película, pensamos en Fargo, tal es el poder de la
película de los hermanos Coen, pero en este caso ese hielo tiene un valor
metafórico indiscutible, porque la madre, tras la muerte supuestamente
accidental del hijo por el que tanto se preocupaba, repudia al hijo mayor, al
que hace responsable de su muerte y lo deja en compañía del abuelo para
apartarse vitalmente de él. La madre es Jennifer Connelly y el hijo, ya mayor, Cillian
Murphy. Este se ha convertido en una autoridad nacional sobre el arte de la cetrería,
y por ese motivo lo visita una periodista canadiense para hacer un reportaje
sobre su arte y sobre su persona. Poco a poco, la historia irá derivando hacia un
conocimiento íntimo que hace aflorar la pérdida sin par de un hijo a quien su
madre abandonó de niño. La «fachada» de la periodista canadiense se aguanta
hasta que conocemos el interés personal en la localización de la madre huida:
padece un cáncer y solo confía en los poderes sanadores de la madre de su
entrevistado, quien, paulatinamente, va cediendo para asistir a ese encuentro
entre madre e hijo. El resto, obviamente, cae del lado del espectador, que ha
de imbuirse de la lírica dramática de la película para moverse cómodamente en
el espacio de la adversidad climática absoluta y en la espiritualidad de unos
paisajes agrestes que sirven de escenario para un drama más que sentido. Las
actuaciones del trío protagonista, madre e hijo, y la periodista, Mélanie
Laurent, son impecables, sobrias, ajenas al dramatismo lacrimógeno y a toda
clase de efectismos melodramáticos. Estamos ante una tragedia clásica,
anagnórisis incluida, que pone a prueba el buen hacer de los tres intérpretes,
y salen del reto con nota altísima. A veces puede dar la impresión de que la
dirección se ha contagiado de la frialdad del escenario dominante de la
historia, pero el virtuosismo de la fotografía y la selección de tomas que
generan un estado de ánimo en el espectador muy concreto confieren a la
película una dimensión lírico-dramática muy intensa, a la altura del dramatismo
propio de los sentimientos devastados de los protagonistas.
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