jueves, 9 de octubre de 2025

«Mikey y Nicky», de Elaine May, o el «dirty realism» fílmico.

 

En la estela de John Cassavetes, aquí actor, un ejercicio de estilo sobre la traición y la amistad, película jamás estrenada en pantalla grande en España.

 

Título original; Mikey and Nicky

Año: 1976

Duración: 119 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Elaine May

Guion: Elaine May

Reparto: Peter Falk; John Cassavetes; Ned Beatty; Rose Arrick; Carol Grace; M. Emmet Walsh; Joyce Van Patten; Sanford Meisner; William Hickey.

Música:John Strauss

Fotografía

Victor J. Kemper.

 

          Parece mentira que un «crimen anunciado» sea capaz de atarnos a su desarrollo durante casi dos horas de un ejercicio cinematográfico que deslumbra por la crudeza de la situación, por el estilo nervioso de la dirección y por las solidísimas interpretaciones de Peter Falk y John Cassavetes, dos pequeños delincuentes que se enfrentan a la traición cometida por uno de ellos, Nicky, quien, además de paranoico, sufre de una úlcera de estómago que lo trae a mal parir. Nicky está refugiado en un hotel barato y, para salir del atolladero mortal en que se ha metido, solo puede confiar en un viejo amigo de toda la vida, de quien incluso, por momentos, recela, con la difusa intuición de que también él pueda haber sido enviado para ganarse su confianza y acabar traicionándolo. No de otra manera cabe interpretarse lo mucho que le cuesta a Mikey que Nicky le abra la puerta del hotel y acabe aceptando que el amigo baje a comprar algo de leche para aplacar la úlcera de Nicky, ¡Y lo que le vuelve a costar que le deje entrar de nuevo!

          Tras aceptar la sugerencia de que abandone el hotel y la ciudad, pues será la única manera de salvarse, la película se convierte en una suerte de curiosa road movie urbana nocturna por los barrios de la ciudad que les son familiares a ambos protagonistas. La cámara los sigue en su deambular con insólita proximidad objetiva, porque los planos cortos logran descifrar el mundo alcoholizado, desarraigado y solitario de quienes, propiamente, no se tienen más que el uno al otro, o así lo cree Nicky, sobre todo. Más adelante sabremos que uno de ellos, Nicky, vive separado de su mujer, a quien visita en una escena tan o más patética que la mayoría de ellas, porque en ninguna descansa la degradación patética de unas vidas rotas y sin valor alguno al que agarrarse. Mikey, sin embargo, vive con su mujer, a quien pretende apartar de sus problemas, y lo hace con una frialdad que lleva implícito un cierto menosprecio.

          Nicky es un ser despreciable que solo piensa en los demás en términos de utilidad, Por eso la visita a la prostituta, supuestamente amiga, es una de las más duras escenas de la película, sobre todo porque en lo que se empeña Nick es en que Mikey «haga uso» de ella. La mujer, de una fragilidad absoluta, cede y se mantiene dignamente frente a ambos a partes iguales. La cámara deja de estar presente en el reducido apartamento de la mujer, como si se hubiera abolido su presencia, ¡de tal manera estamos inmersos en esa turbia relación en la que un ser humano se ve indefenso ante la falsa adulación de los bárbaros! No se usa la cámara subjetiva, pero no hay plano que no sea lo que por fuerza han de contemplar cada uno de los personajes.

          Para entonces ya sabemos que Mikey ha concertado con el mafioso que busca a Niky su entrega en un bar, y esas secuencias llamémoslas «de ambiente» le otorgan a la película una suerte de valor documental que nos muestra una cara de la ciudad muy alejada del glamur de tantas películas, una película que nos hace pensar en clásicos de perdedores como Fat City, de John Huston, por ejemplo. La necesidad de Nicky de no parar quieto en un mismo sitio es lo que va a provocar su ansia de salir a la carrera de lo que oscuramente intuye que puede ser una encerrona, sobre todo por la insistencia de Mikey en que continúen allí un rato más largo.

          Y vuelta a la calle, y a los dos amigos, tambaleándose y argumentando, con muy poca coherencia, sobre la vida y sus milagros, y sobre su relación «privilegiada», porque la película, aparte de una road movie es, también, una buddy movie: Y poco a poco irá creciendo en Nicky la sospecha de que Mikey no es trigo limpio, de que o lo ha vendido ya o está a punto de hacerlo. Es cierto que el discurso inconexo de Niky no permite saber nada seguro acerca de su psicopatía, pero lo cierto son las explosiones de ira y violencia que dominan su carácter. Ninguna escena mejor para comprobar su desafiante, su provocativo comportamiento que su aparición en un bar frecuentado en exclusiva por gente negra, que está a punto de acabar en una trifulca de consideración. Digamos que Nicky es irreductible a cualquier norma social que constriña la vivencia anárquica de su libertad enfrentada a las normas y a la convivencia, por eso resulta tan difícil  para cualquiera relacionarse con él.

          Si a este panorama humano le sumamos una realización extraordinaria de Elaine May, con una impecable fotografía de grano muy marcado, llena de claroscuros y planos algo borrosos, como si un aficionado con su cámara no profesional hubiera querido guardar testimonio de sucesos que llaman la atención, nos plantamos ante una película excepcional en la corta carrera de directora de May, porque bien puede decirse que tras el estrepitoso fracaso de Ishtar, su carrera se truncó. Hoy pueden leerse críticas de la película que, lejos de aquel estreno nefasto, le ven cierta gracia. Me han tentado para ver si me ocurre lo mismo que me ocurrió con Girls de Verhoeven… Albergo la sospecha de que la ultrasobrepasada actuación de Cassavetes esconde una participación muy activa en la toma de decisiones de la directora, no sé, como si su interactuación directora-actor hubiera permitido a Cassavetes sugerir determinados planos o secuencias, acaso al hilo de una profunda improvisación, que es la sensación que constantemente tiene el espectador, de que están rodando en tiempo real, esto es, en el momento en que, llegada la inspiración, los actores dan rienda suelta a su capacidad para empatizar con su personaje y con sus interlocutores, de lo cual emerge esa especie de discurso inconexo que salta de un tema a otro y de una emoción profunda a otra, siempre en busca de asegurar que uno no está solo en la vida y que el otro será capaz de ocultar su terrible traición hasta que el asesino a sueldo que los persigue con su coche a lo largo de su peregrinaje sin rumbo la ejecute.

          El final apoteósico es un magnífico acierto, y, a pesar de su condición innoble, lo aceptamos porque el deambular de los dos amigos nos ha permitido ver en su interior: dos auténticas cajas de los horrores, intercambiables. Nadie nos dijo que la vida había de ser  hermosa como un atardecer, desde luego.

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