La
emperatriz Yang Kwei-Fei: el amor y la belleza, extremos, en
el Japón feudal.
Título
original: Yôkihi
Año:
1955
Duración:
98 min.
País:
Japón
Director:
Kenji Mizoguchi
Guión:
Matsutaro Kawaguchi, Masashige Narusawa, Tao Qin, Yoshikata Yoda
Música:
Fumio Hayasaka
Fotografía:
Kohei Sugiyama
Reparto:
Machiko Kyô, Masayuki Mori, Sô Yamamura, Eitarô Shindô, Eitarô Ozawa, Haruko
Sugimura, Yôko Minamida, Bontarô Miyake
No es
que me haya aficionado a los programas dobles, que marcaron mi adolescencia y
primera juventud, pero hallar de tan buena oferta dos películas de uno de los
grandes directores japoneses es algo a lo que no me sé resistir. Dos novedades
absolutas y ambas excelentes. La
emperatriz Yang Kwei-Fei, un arrebatado drama amoroso en el Japón medieval
y en la corte de un Emperador puede ser considerada algo así como el epítome de
la belleza máxima del color en el cine. Para que otros aficionados me
entiendan, diría que entre Mizoguchi y Visconti no hay apenas diferencia, que,
cada uno en su estilo, ambos representan esa tendencia hacia la exquisitez formal
y la riqueza sensorial, rasgos estéticos que tantos quebraderos de cabeza le
depararon a Góngora, haciendo una comparación funambulesca y algo atrabiliaria,
cuando se conocieron los versos enrevesados y bellísimos de sus Soledades. La película de Mizoguchi está
inspirada, sin duda alguna, en el celebérrimo cuento de La cenicienta. Tras serle presentadas tres hermanas al rey para que
se consuele de la pérdida de su venerada esposa, a quien idolatra y por quien, de
hecho, vive como un alma en pena que solo halla refugio en la música, en el
arte, aceptando, a duras penas, y con manifiesta repugnancia, hacerse cargo de
las labores propias de su condición de Emperador, acabará encontrando en la
prima y sirvienta de las otras tres a la candidata ideal para llenar el vacío
que le dejó la muerte de su esposa. Ese alejamiento de lo terrenal favorece el
movimiento de intrigantes que aspiran a hacerse con las riendas reales del
país. Buscando medrar ante el Emperador, uno de sus generales descubre a la prima
y sirvienta de las tres hermanas y, admirado por su belleza, que tanto le
recuerda a la de la anterior Emperatriz, no descansa hasta que el Emperador
pueda echarle la vista encima. Habiendo sido llevada a palacio contra su
voluntad, la cenicienta japonesa se manifiesta espontáneamente y le confiesa al
Emperador los oscuros motivos ajenos de su presencia en palacio. El Emperador,
que la oye tocar una de sus canciones, lo que le depara una tranquilidad de
ánimo como hacía tiempo que no conocía, decide acogerla en palacio y, poco a
poco, dada su afinidad de caracteres, se va fortaleciendo una relación
artística y de amistad entre ellos que acaba, claro está, en un amor no
apasionado y, al mismo tiempo, lleno de ese encanto japonés del recato, el
respeto, la cortesía, la cortesía, la delicadeza y la belleza. Con todo, la
joven campesina que “asciende” a Emperatriz, supone un aire fresco en palacio.
Teniendo en cuenta la condición divina de los emperadores, el hecho de
acompañar de incógnito a la joven a confraternizar con sus súbditos en una
noche de feria, quizás la parte más animada de la película, le permite tener al
protagonista una visión de la vida que nunca antes había conocido que lo llena
de admiración y lo lleva incluso a considerarse, por vez primera, “un hombre
como los demás”.
La
puesta en escena de la película, rodada toda ella en estudio, es de un
preciosismo que se extiende a todo cuanto entra en el plano, no solo por el
excepcional uso del color, sino del rico vestuario, los muebles, y el diseño de
los espacios, sean interiores o exteriores. ¡Cuánto eco viscontiniano en la
película! De aquel Luchino de quien cuenta la leyenda que obligó a pintar de
verde parte de un prado para conseguir la tonalidad exacta que deseaba… La
película, estructurada mediante un flash back que nos es presentado desde el
presente, al que se vuelve para asistir a la muerte del Emperador, avanza lenta
pero majestuosamente hacia la tragedia, porque la familia de la joven, alzada
al poder, provoca el descontento del pueblo por la manera autoritaria de
ejercerlo, de tal manera que no parece haber otra vía para erradicarlo que
acabar con la “nefasta” influencia de la nueva Emperatriz sobre su soberano.
Este, que vive al margen de esos usos políticos, solo vive el drama desde su
condición de enamorado, de ahí que sea incapaz de detener la furia desatada de
sus soldados levantados en armas ¡en defensa de la pureza del régimen de su
soberano!
No hay
encuadre gratuito en la película, todos los planos revelan un virtuosismo en el
arte del mismo que luchan unos con otros por la preeminencia, sin conseguirlo.
No hay excesivos movimientos de cámara, ni ángulos rebuscados, sino un afán de
adaptarse al ritmo del estado de ánimo del soberano, sobre todo en los
interiores, en los que parece incluso congelarse la imagen, siempre dotada, ya
digo, de una belleza constante, uniforme, avasalladora. Las interpretaciones,
como suele ser habitual en cintas de directores de este nivel, tienen una
calidad excepcional, sobre todo la de la Emperatriz, que reparte por igual la
espontaneidad, la capacidad seductora y un control riguroso de lo que la
etiqueta imponía en aquel tiempo medieval. La dedicación musical del Emperador
le trae a la memoria al crítico la figura de Alfonso X, si bien éste compaginó
dedicación artística y dedicación guerrera con idénticos bríos. Advierto,
finalmente, un cierto paralelismo entre la lentitud descriptiva de Mizoguchi y
la de Max Ophüls, contemporáneo suyo y reconocido esteta del séptimo arte. En
ambos casos hay una pasión descriptiva que acaba convirtiendo la pantalla en un
lienzo, para nuestro deleite.
La
mujer crucificada: Tradición y modernidad en el Japón de
posguerra desde el punto de vista de la mujer.
Título
original: Uwasa no onna
Año:
1954
Duración:
83 min.
País:
Japón
Director:
Kenji Mizoguchi
Guión:
Yoshikata Yoda, Masashige Narusawa
Música:
Toshiro Mayuzumi
Fotografía:
Kazuo Miyagawa (B&W)
Reparto:
Kinuyo Tanaka, Tomoemon Otami, Yoshiko Kuga, Eitarô Shindô, Chieko Naniwa,
Bontarô Miake, Haruo Tanaka, Hisao Toake, Michiko Ai, Sachiko Mine
La mujer crucificada cuenta una historia del Japón moderno en el que, sin
embargo, aparecen rasgos tradicionales a modo de contraste para plantear una
dialéctica modernidad-tradición en la que se desenvuelven los destinos del trío
amoroso transgresor que se nos presenta. La madre de la protagonista va a
buscar a su hija, que regresa de Tokio después de haber intentado suicidarse
mediante ingestión de medicamentos tras un desengaño amoroso. Todo discurre
normalmente hasta que, al regresar a casa, advertimos que la madre es la dueña
de un burdel de geishas que administra con notable eficacia, un negocio que de
siempre escandalizó a su hija, lo que motivó que esta quisiera vivir su vida
lejos de su madre y del infamante negocio. El médico que atienda a las
necesidades sanitarias del burdel, un joven ambicioso, que mantiene una
relación nunca especificada detalladamente en la novela, pero sugerida
inequívocamente, conoce a la hija de la dueña del burdel y acaba enamorándose
de ella, para despecho de la madre que estaba dispuesta a financiarle la
apertura de una clínica privada para que ejerciera su profesión. La vida del
burdel y la lenta aclimatación de la hija al nuevo espacio y al viejo negocio,
forman parte de un desarrollo que tendrá su momento climático en el momento en
que la madre descubre la relación de su hija con el médico. Herida por la
traición y devorada por los celos de su propia hija, las escenas del
enfrentamiento entre ambas mujeres adquieren una intensidad dramática que
conmueve al espectador, porque la lucha de expectativas amorosas de dos mujeres
situadas en franjas de edad tan alejadas, la veintena y la cincuentena, siendo
madre e hija, tiene un grado de intensidad que ambas, además, representan con
una pasión, con una intensidad y con una capacidad para exhibir el desgarro,
que por fuerza hemos de acabar viendo como un pelele al médico que ha suscitado
ese enfrentamiento, de ahí el final, nada previsible: la hija, que sabe lo que
significa el desengaño amoroso, empatiza con la madre y, de despreciarla por su
dedicación profesional, aunque ella haya vivido de “eso”, pasa a reconocerle
todos sus esfuerzos por mantenerla. Cuando la madre enferma, Yukiko, la hija,
ha de hacerse cargo del negocio familiar, lo que desempeña con una
profesionalidad sorprendente. He de dejar constancia que el negocio de las
geishas parece ya, en aquella época de los 50 en Japón, una atracción
turística, más que su manera autóctona de organizar la prostitución. Hay algo
de harén en esa vida compartida de las concubinas y en los delicados
preparativos para recibir, como auténticas diosas del amor, a los clientes. Al
ser en blanco y negro, no podemos gozar del colorido de esas vestiduras, pero
no es menos cierto que hay una gama de grises que acaban dotando a las imágenes
de una cierta sensualidad. La puesta en escena, de nuevo casi toda la película
transcurre en interiores, se recrea en la particular disposición arquitectónica
de las casas japonesas tradicionales, lo que permite unos ejercicios de perspectiva
y de transparencias muy curiosos. Se trata de un espacio ambiguo en el que
tanto se representa la reclusión como la liberación. De hecho, la dura
situación de la mujer sin posibles que había de hacerse cargo de otras personas
supone un relevo de personas que difícilmente hará que naufrague un negocio que
gira alrededor de la profesión más antigua del mundo. Que a través del respeto
a nuestros mayores (a su madre) se acepte una realidad como la de la
prostitución, que antes se había despreciado tan acerbamente, no parece un
planteamiento muy progresista, pero sí muy humano. La empatía de la hija con la
madre que sufre ante sus ojos un desengaño como el que a ella la llevó al
intento de suicidio es realmente conmovedora, y el espectador acaba dejándose
arrastrar a la lógica de los hechos y compartiendo con la hija su repentino
fervor profesional.
Dos
películas tan diferentes como las criticadas permiten entender la dimensión
cinematográfica de Mizoguchi y su apuesta por el rigor argumental y por la
puesta en escena. Todo en ellas sucede, además, a pesar del hieratismo
majestuoso de la primera, con una sorprendente naturalidad que parece encubrir
el artificio retórico, ese ejercicio de dirección que asombra a cualquiera que
esté acostumbrado a ver buen cine.
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