La magia orientalista de Lubitsch o cuando “fastuosa”
cobra, para calificar Una noche en Arabia,
su pleno sentido.
Título original: Sumurun (One Arabian
Night)
Año: 1920
Duración:
103 min.
País:
Alemania
Director:
Ernst Lubitsch
Guión:
Hanns Kräly, Ernst Lubitsch
Música:
Película muda
Fotografía:
Theodor Sparkuhl, Fritz Arno Wagner (B&W)
Reparto:
Pola Negri, Jenny Hasselquist, Aud Egede Nissen, Margarete Kupfer, Paul Wegener
Ernst
Lubitsch se “exilió” profesionalmente a Usamérica mucho antes de la generación
de directores que como Wilder y Lang,
por ejemplo, tuvieron que hacerlo tras la llegada al poder de los nazis de
Hitler. Poco a poco fue construyendo una manera peculiar de hacer cine que las
Historias sintetizan en su famoso “toque Lubitsch” por el que ha sido durante
tanto tiempo conocido y apreciado, una manera de construir los planos y las
secuencias que no necesariamente expresan una ácida ironía mordaz, que despliega como cola de pavo en To be or not to be y Ninotchka, aunque también en el inicio
de Lo que piensan las mujeres, cuando
la voz en off acompaña un recorrido de la cámara diciendo que solo hay un lugar
donde el afán conquistador del hombre no ha podido nunca poner el pie, momento
en el que la cámara se detiene ante una puerta y la cámara se eleva hasta
encuadrar el icono de la toilette de señoras; sino también un abanico de
emociones que van más allá del humor, de la ironía.
Cuando
dirige Sumurun, el título original,
ya ha rodado nueve películas, y en esta décima se enfrenta a una
superproducción para la que, como indico en el título de la crítica, el
calificativo adecuado es “fastuosa”, porque todo lo esencial de las
superproducciones se da cita en ella: abundancia de extras, grandes decorados
(la película se rodó en los estudios Ufa-Unión, en Berlín) un vestuario lujoso,
actores y actrices de renombre, como Pola Negri, auténtica diva del cine mudo.
De hecho, Lubitsch, que también actúa –fue su despedida como actor–,
interpretando un papel de jorobado, Yeggar, enamorado de la bailarina
interpretada por la Negri, quien lo desdeña y rechaza, así mismo, cualquier
intento de él de conseguir su atención y su amor, cambió la historia para que
girara más en torno al personaje de Negri, Yannaia, una bailarina en una troupe
de cómicos ambulantes, que al de la concubina favorita del sultán, quien se ha
enamorado de un vendedor de telas y quiere a toda costa unirse con él, para lo
que se acabará urdiendo una trama casi de vodevil que, por momentos, tiene todo
el aire de ser una screwball comedy.
A título anecdótico ha de decirse que Paul Wegener interpreta el papel del
sultán, lo que nada le dirá a los no aficionados, pero en cuanto se añada que
fue el director de El Golem, un auténtico clásico de la Historia del cine, supongo
que la cosa cambia.
Sumrun
no es una obra original de Lubitsch, porque primero fue una obra de teatro de
gran éxito, dirigida por el padre del teatro moderno entendido como espectáculo
de masas, Max Reinhardt, a quienes sus discípulos llamaban “El mago”, y en cuyo
Deutsches Theater se formaron no
pocos actores, actrices y directores alemanes como el propio Lubitsch o Marlene
Dietrich. El propio Reinhardt había realizado una versión fílmica que no he
tenido la ocasión de ver para poder compararla con la versión de Lubitsch,
aunque me imagino que palidecería al lado de esta joya que nos ofrece el autor
de To be or not to be. El periodo de
entreguerras es una época en la que el culto por lo exótico, sea de oriente
medio, del oriente lejano e incluso del África, es algo habitual en las inclinaciones
de los artistas de aquel tiempo. El aura mágica de los relatos de las mil y una
noches fue lo que Lubitsch quiso trasladar a la pantalla y hemos de decir que
lo consiguió con creces, no solo porque la ambientación, la escenografía, la
interpretación y el guion así lo prueban, sino porque, a pesar de ser una
película muda, tiene la virtud de captar la atención del espectador de una manera
subyugante. La construcción en
contrapunto, con dos historias paralelas, el amor del jorobado por la bailarina
y el de la concubina preferida por el vendedor de telas, está construida de tal
manera que irán entretejiéndose hasta un final apoteósico. La galería de
personajes secundarios es riquísima, como el cuerpo de eunucos que vigila el
harén o los dos criados del vendedor de telas, Mufti y Pufti, dos mimos
acrobáticos excelentes y muy divertidos. El juego de pasiones amorosas, sobre
todo el del jorobado, un más que notabilísima papel del propio Lubitsch,
excelente actor en todo momento, incluso cuando, en las escenas de muerte
aparente, es trajinado por unos y otros como un cadáver del que hay que
deshacerse y al que revive una sierva borracha a quien el propio jorobado,
despreciado por la bailarina, desprecia a su vez. Las diferentes peripecias de
la película incluyen unos exteriores rodados en estudio donde se ha recreado
una ciudad árabe de estrechos callejones llenos de sombras y recodos por los
que los personajes se mueven, insisto, como en un vodevil lleno de entradas y
salidas, algo que literalmente ocurre en el juego de los arcones mediante el
cual se logra sortear el control del acceso al harén, lugar donde solo el
Sultán tenía acceso. El hijo del Sultán, que está enamorado de la bailarina,
desafiará a su padre para poder unirse con ella, lo que acarreará trágicas
consecuencias.
La
película, fiel a su concepto de superproducción, presenta, además de la
escenografía, un vestuario cuidadísimo, y, curiosamente, se echa de menos el
color para poder disfrutar completamente de tan magnífico espectáculo. No el
sonido, porque las imágenes son lo suficientemente elocuentes como para poder
seguir la historia, salvo pequeños detalles, y prueba de ello es la larga
ausencia de los cartelones interrumpiendo el desarrollo de la acción. No hay,
con todo, y eso debe de ser influencia directa de Reinhardt una sobreactuación
gestual en las interpretaciones, aunque así pueda considerarse la gestualidad
seductora de la Negri en algunas escenas llenas de un erotismo más que
llamativo para la época en que la película fue rodada, lo que contribuiría a la
creación del aura legendaria que rodeaba a la Negri, quien, anecdóticamente,
mantuvo una intensa relación con Charles Chaplin, por cierto.
Estamos,
pues, ante una película espectacular para la que compuso una banda sonora el
compositor de operetas Viktor Hollaender, padre de quien fue, a su vez, músico
de bandas sonoras de películas: Friedrich Hollaender, autor de una de las más
famosas canciones de la historia del cine, la que canta Marlene Dietrich en El Ángel azul: Ich bin von Kopf bis Fuss auf liebe
eingestellt (Desde la cabeza hasta los pies estoy hecha para el amor). Se trata
de una película que por fuerza ha de gustar a los amantes del cine, a todos, y
a muchos de ellos les sorprenderá que el cine alemán tuviera tanta mano para la
fantasía orientalizante, acostumbrados como estamos a otros tópicos. Estoy
convencido de que Raoul Walsh hubo de ver esta película y tomar buenas notas antes
de rodar la magnífica El ladrón de Bagdad,
una de sus grandes películas.
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