De los
delirios maoístas a la explotación capitalista y la insatisfacción ideológica
individual: La China y Todo va bien, de Jean-Luc Godard.
Título original: Tout va bien (Everything's All
Right)
Año: 1972
Duración: 95 min.
País: Francia
Director: Jean-Luc Godard, Jean-Pierre Gorin,
Groupe Dziga Vertov
Guión: Jean-Luc Godard, Jean-Pierre Gorin, Groupe
Dziga Vertov
Música: Paul Beuscher
Fotografía: Armand Marco
Reparto: Yves Montand, Jane Fonda, Vittorio Caprioli, Elizabeth Chauvin, Castel
Casti
Título original: La Chinoise
Año: 1967
Duración: 96 min.
País: Francia
Director: Jean-Luc Godard
Guión: Jean-Luc Godard
Música: Varios (Música clásica)
Fotografía: Raoul Coutard
Reparto: Anne Wiazemsky, Jean-Pierre Léaud, Juliet
Berto, Michel Semeniako, Lex De Bruijn, Omar Diop, Francis Jeanson, Blandine
Jeanson, Eliane Giovagnoli
Dos películas
de Jean-Luc Godard, La china y Todo va bien, pertenecientes a lo que
podríamos denominar su “época revolucionaria”, son mis últimos descubrimientos
en ese pozo sin fondo que es mi videoteca de segunda mano de la calle Tallers.
La primera es de 1967, y, en cierta manera, precursora de lo que sería el
estallido agitador de Mayo del 68, al que acaso llamar “revolución” sería
perder el principio de realidad; la segunda, de 1972, próxima al desencanto
inevitable que siguió a aquella algarada estudiantil que, sin embargo, tuvo un
innegable poder de cambio social, en el plano moral, sin afectar a los
fundamentos económicos del sistema. A ambas la ortodoxia marxista supongo que
las consideraría poco menos que entartete
kunst, esto es, “arte degenerado”, que es como bautizaron los nazis las
vanguardias del arte contemporáneo cuando llegaron al poder. Formalmente, ambas
películas son radicalmente opuestas a lo que los teóricos marxistas y sus
dirigentes entendían por arte social al servicio del pueblo. No creo, vaya, que
ningún obrero viera en su momento ninguna de las dos películas y quienes las
vieran a buen seguro saldrían completamente desencantados de la proyección,
como si esas historias no tuvieran nada que ver con ellos, aunque la segunda, Todo va bien, se halla más cerca de lo
que podría entenderse como una problemática clásica de la clase trabajadora. La
perspectiva desnaturalizadora de Godard, sobre todo en La china, y algo menos en Todo
va bien, ha alimentado la
polémica sobre la posición del autor ante lo expuesto, porque en ambas, al
menos vistas desde 2016, es indudable que la distancia crítica e irónica más
parece indicarnos que constituyen ambas películas una burla de las buenas
intenciones transformadoras que otra cosa, porque si no no se entiende que
pueda asentirse a una retahíla de disparates de agitprop que ni siquiera parece
que sean creídos por los propios protagonistas de las acciones revolucionarias.
En La china se nos pone en escena la creación
de una célula revolucionaria maoísta, encabezada por dos activistas
representados por una Anne Wiazemsky que consigue hacer odioso su personaje y
un inconmensurable Jean-Pierre Léaud que acentúa la perspectiva burlesca de la
situación. Instalados en la casa vacía de una “hija de banqueros” cuyos padres
están de veraneo, asistimos a la formación de una célula que ni siquiera
descarta la acción terrorista: “La revolución no es una cena de gala”, eslogan,
por cierto, que repiten los obreros de la huelga salvaje de Todo va bien, lo que acentúa la estrecha
relación entre ambas películas. La realización de Godard, llena de planos que
se suceden vertiginosamente, de encuadres que dotan a la representación de un
aire ritual, y en la que se recurre a la inserción de documentos, y sobre todo
fotografías que marcan el contexto del discurso, un auténtico manual marxista
ortodoxo que, adscrito al maoísmo, combate la tergiversación estalinista, dotan
a la película de un ritmo vivo y, hasta cierto punto, desquiciante. No ha de
olvidarse que Godard define la película como Un film en train de se faire, es decir, se asiste en tiempo real a
la creación de la célula y de la película, como si fuera un documental. De
hecho, buena parte de las intervenciones de los protagonistas responden a las
preguntas formuladas por una voz en off que les pide que desarrollen su
pensamiento. El divorcio total entre las vidas de los protagonistas y la teoría
marxista que pretenden que las dirija chirría de tal manera que acaso los
escasos veinte años de los protagonistas justifiquen el aire disparatado de la
formación de esa célula revolucionaria. La película se manifiesta, por consiguiente,
como un repertorio del estado concreto de la alienación marxista en la juventud
europea que está a punto de rebelarse contra un sistema que perpetúa las
desigualdades sociales y el pensamiento ultraconservador. Para que algunos lo
entiendan, una de esas películas en las que Boyero haría excelentes migas con Morfeo.
A mí, por el contrario, su visionado me ha parecido estimulante, porque, en
cierto modo, refleja a la perfección el extravío pseudoizquierdista que sigue
alimentando a no pocos jóvenes llenos de esas buenas intenciones que pavimentan
el infierno. Por lo que hace a Todo va
bien, el planteamiento se centra en una pareja de intelectuales marxistas
que viven una situación de crisis, un director de cine publicitario, Yves Montand,
al servicio de la más abyecta publicidad y una corresponsal de una radio norteamericana,
Jane Fonda, quien hace su aparición en escena comentando un editorial de Charlie
Hebdo criticando a la prensa seria por el abandono de sus responsabilidades al
fiarse a la subvención de la publicidad en vez de al respaldo de los lectores.
Ambos van a entrevistar a un empresario al que, justo ese día, los trabajadores
se le declaran en huelga salvaje indefinida y lo secuestran en las oficinas,
que ocupan hasta que se logre una solución. La puesta en escena, en estudio, que
recuerda enormemente a la 13 Rue del
Percebe, porque nos ofrecen en sección los diferentes pisos de la fábrica,
como una casa de muñecas, es el escenario de una ocupación/secuestro en la que
vamos viendo las diferentes posturas ante el conflicto, desde los sindicatos “oficiales”
que combaten las huelgas salvajes hasta la progresiva desesperación del gerente
de la empresa. Poco a poco, el microcosmo de otras relaciones, como la mujer
que decide quedarse en el encierro y reclama de su pareja que se haga cargo de
los niños, ante la incomprensión de su compañero, o las condiciones de
explotación de los obreros, que se manifiestan, vía anecdótica cuando el
gerente necesita ir al lavabo y se le describe la inflexibilidad de los
capataces que no lo autorizan si no “toca”, nos permiten entender el estado
concreto de las relaciones laborales en un momento dado de la historia del
capitalismo. Godard aprovecha para rodar el proceso de fabricación en la
empresa, usando como trabajadores a los dos protagonistas, que no han pasado de
ser observadores relativamente imparciales; un recurso, el de la filmación de los procesos industriales que siempre ha supuesto una atracción para los cineastas, y un espectáculo para los espectadores, como si retrocediéramos a la función "desveladora" de realidades ocultas que tuvo el cine en sus inicios. Sin embargo, uno de los momentos
cumbre de la película es el discurso del gerente, interpretado por un sobresaliente
Vittorio Caprioli, en el que, con sumo cinismo, desarrolla su teoría de la
caducidad de los planteamientos marxistas frente al empuje de la teoría
colaborativa entre las clases: 4 minutos excepcionales, sin duda. Con todo,
después de la huelga en la fábrica, la historia se centra en el conflicto de
pareja de los protagonistas, debido no solo a la insatisfacción ideológica con
sus trabajos respectivos sino al agotamiento de la pasión y su insignificancia
en sus vidas respectivas. Desde el punto de vista cinematográfico, sin embargo,
quiero destacar los originales títulos de crédito a golpe de claqueta y el
inicio de la película como una suerte de traslación de Cómo se escribe una novela, de Miguel de Unamuno: se plantea la
historia desde la nada, creando los personajes y, a través de un talonario de
cheques, se introduce los gastos que requerirá la película, en las diferentes
áreas de producción, incluyendo los elevados que significará contratar a dos
estrellas como Montand y Fonda. Es evidente que si algo no se le puede discutir
a Godard es la facilidad increíble que siempre ha manifestado para sorprender
al espectador, algo que en estas dos películas consigue con creces.
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