Nadie quiere la noche: Cruce de destinos en la noche polar: Una mirada
poética a la ambición y a la pasión en circunstancias extremas.
Título original: Nadie quiere la noche
Año: 2015
Duración: 118 min.
País: España
Directora: Isabel Coixet
Guión: Miguel Barros
Música: Lucas Vidal
Fotografía: Jean-Claude Larrieu
Reparto: Juliette Binoche, Rinko Kikuchi,
Gabriel Byrne, Matt Salinger, Velizar Binev, Ciro Miró, Reed Brody, Alberto Jo
Lee
No sabía a qué aventura quería llevarnos Isabel Coixet
con su nueva película, además de a la evidente de un rodaje complicado que
explora bellezas naturales fotografiadas con exquisita sensibilidad en Noruega
y a la de una historia intimista que opone dos mundos muy diferentes, el de la
amante inuit y el de la esposa norteamericana de Robert Peary, el explorador
que defendía haber sido el primero en llegar a la “cima del mundo”, el Polo
Norte. La historia tiene una base real, aunque el guion introduce algunas
variantes que permiten redondear la trama para conseguir una narración que
aliente el interés del espectador por la lucha por la supervivencia que se
desarrolla ante sus ojos. Si de Peary se reconocía su carácter antipático como
principal rasgo de personalidad, su señora Josephine no le iba a la zaga, según
se nos muestra en la película, por la determinación con que, aun a costa de
poner en riesgo la vida de sus acompañantes, decide ir en busca de su marido,
porque la aventura del polo no era algo individual, de Peary, sino un asunto
familiar en el que Josephine lo respaldó siempre, hasta el punto de haber dado
a luz a su hija en aquellas latitudes. La película se centra en esa férrea determinación
de la mujer, quien está dispuesta a superar cualesquiera circunstancias
adversas con tal de compartir con su marido la gloria de haber llegado a esa
cima del mundo que es el territorio natural de los inuit. La presencia de la
mujer con sus trajes decimonónicos y coloristas contrastando con las
extensiones infinitas de nieve, en compañía de un equipaje que incluye no solo
ciertas galas que aún su marido no le ha visto puestas, sino hasta un gramófono
en el que escucha sus discos de ópera, nos hablan bien a las claras de una
perspectiva estética que ya vimos, en otro clima muy diferente, en la película
Fitzcarraldo, también una historia de pasión “fou”, en este caso por la ópera.
No quiero dejar de señalar, ahora que viene al caso, la selección de pasajes de
Manon Lescaut como banda sonora de la
película, una ópera en la que la protagonista, Manon, deportada a América,
sucumbe a la adversidad de la naturaleza cuando, en compañía de su amante, se
pierde en un desierto donde muere de sed. Sola,
sedutta, abandonatta… es el aria célebre de ese final dramático de un amor
fou como el que siente Josephine por su marido.
La historia nos lleva en una dirección sorprendente cuando
la protagonista se empeña, contra todo consejo razonable, en esperar en un
frágil refugio la vuelta de su marido, lo que ha de hacer durante la inhóspita
y terrible noche polar que da título a la película. La compañía de una mujer
inuit, Allakasingwah, quien también espera a su hombre, el mismo a quien espera
Josephine, nos sitúa ante una convivencia cuya evolución, de la gélida
distancia que marca Josephine desde el comienzo, hasta la más estrecha
solidaridad humana ante el reto de la supervivencia, se convertirá en la médula
argumental del film. Es histórico que Peary se unió con Allakasingwah,
simplemente Allaka en la película, y que tuvo incluso dos hijos con ella.
La
película tiene dos partes muy bien definidas, el viaje hasta el refugio, todo
exteriores magníficos, sin dejar de ser amenazadores, y la parte final de la
espera durante la larga noche polar, en compañía de la amante inuit de Peary,
algo que descubre Josephine en el difícil entendimiento con la mujer, dado su
elemental nivel de inglés. La película deriva entonces hacia algo que va más
allá de la rivalidad amorosa, porque sobrevivir a la noche se impone como la
tarea prioritaria y exclusiva, máxime cuando Josephine advierte con estupor que
Allaka está embarazada, lo que despierta en ella, más allá del rencor hacia su
marido, la fibra sensible de la maternidad y la solidaridad femenina. Puede que
haya espectadores a quienes les parezca excesivamente alargada esa noche, pero
lo cierto es que el proceso de deterioro de las condiciones de vida de ambas
mujeres, expuestas a los temporales árticos, requiere esa gradación en el
deterioro físico que con tanta fuerza de verdad ha conseguido el maquillaje logradísimo
de Sylvie Imbert. Es necesaria, además, porque a comienzos del siglo XX no deja
de ser un reto moral difícil de encajar la situación con que se encuentra
Josephine.
La
película tiene suficientes elementos de interés como para verla sin ningún tipo
de reparo, las actuaciones de todos los actores son muy ajustadas y con mayor
mérito las de Binoche y Rinko Kikuchi, la actriz japonesa que ya rodara con
Coixet su fallida Mapa de los sonidos de
Tokio; y la dirección de Coixet se ciñe en todo momento a la historia,
destacando la diferente percepción emocional de ambas mujeres y sus aparentemente
insalvables diferencias culturales. Ese choque de civilizaciones que supone el
encuentro de las dos mujeres de Peary se comprende mucho mejor si alguien
decide leer un libro de Hans Ruesch titulado En la cima del mundo o El
país de las sombras largas, por ambos títulos se le conoce, que sirvió de
inspiración a Nicholas Ray para dirigir su magnífica película Los dientes del diablo, con la que la
presente guarda tantos puntos de contacto. En fin, que será difícil que los
espectadores no aprecien la dura y hermosa película que Isabel Coixet ha rodado
después del amable divertimento que fue
Aprendiendo a conducir.
De Coixet siempre recuerdo, con gran devoción, "Mi vida sin mí", creo que sin duda su mejor peli. Espero que en esta el componente estético que subraya la crítica no sea una deriva hacia al reportaje documental con rasgos de cine publicitario...
ResponderEliminarA "Mi vida sin mí", devoción que comparto, añadiría "La vida secreta de las palabras", donde oí por primera vez a Antony Hegarty, y ya no he podido dejar de esucharlo a menudo. No, la estética, obligada por la historia, es la del paisaje nevado, tan sobrecogedor. El choque de culturas, con parto de por medio en las más adversas condiciones, eleva mucho la película.
ResponderEliminar