jueves, 20 de diciembre de 2018

«Welcome to the Rileys», medida ópera prima de Jake Scott, Ridley’s son.



Un drama íntimo tratado con la bendita delicadeza de las elipsis y la severa contención de los sentimientos: Welcome to the Rileys o una emotiva historia de redención, un potente subgénero del drama psicológico.

Título original: Welcome to the Rileys
Año: 2010
Duración: 110 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jake Scott
Guion: Ken Hixon
Música: Marc Streitenfeld
Fotografía: Christopher Soos
Reparto: Kristen Stewart,  James Gandolfini,  Melissa Leo,  David Jensen,  Kathy Lamkin, Joe Chrest,  Ally Sheedy,  Tiffany Coty,  Eisa Davis,  Lance E. Nichols, Peggy Walton-Walker.

El atractivo de James Gandolfini, más la necesidad imperiosa de oír inglés por una estudiante y un aficionado, nos metieron en esta película de la que no sabíamos nada. Ahora sí, Jake Scott es el hijo de Ridley -qué curiosa semejanza la del apellido de la pareja protagonista y la del padre del director…- Scott, quien actúa en la película como productor de la ópera prima de su hijo. Dinero bien empleado, al menos desde el punto de vista artístico, porque estamos ante una excelente película que lo fía todo a las interpretaciones y a una situación que e va explicando poco a poco. Un hombre que se entiende con la camarera negra de un bar cercano a su casa. La esposa de ese hombre que está recluida en casa, de la que no sale nunca, alimentada por una fobia al exterior aparentemente incomprensible. Los amantes tienen planeada una visita a New Orleans para asistir a una convención de lampistas y profesionales dedicados a ese oficio: empresarios, vendedores, fabricantes, etc. Para huir de ese ambiente, el triste personaje interpretado por Gandolfini, quien recibe la noticia de la muerte de su amante justo antes de salir para el Congreso, decide, después de haber entrado en contacto con una jovencísima stripper de un bar de New Orleans, quedarse instalado en casa de ella y ayudarla, sin pedirle nada a cambio, para “facilitarle” la vida, con la intención evidente de que ella responda al estímulo del “bien”, que él encarna. Se trata de una suerte de programa de redención no explícito pero inequívoco. Pero lo que parece que será una película poco menos que oenegeica, se va convirtiendo en un hondo drama de cuyos extremos nos vamos enterando muy poco a poco, con una dosificación perfecta para entender las reacciones de ambos esposos; sobre todo cuando nos enteramos de la causa de la postración de ambos padres, que no es otra que la pérdida en accidente de coche de su única hija, una adolescente que atravesaba, como cualquiera otra, una etapa conflictiva con sus padres y, especialmente, con su madre, por el carácter sobreprotector de esta, a lo que la mujer achacará la responsabilidad última en el accidente de su hija. En cuanto oye, a través del teléfono, que su marido no tiene la más mínima intención de volver a su lado, que se queda, por tiempo indefinido en New Orleans, a la mujer se le disparan todas las alarmas y se ve forzada a tomar decisiones trascendentales, porque, desde el accidente de su hija, como ya he dicho, vive recluida en casa, de la que no sale nunca, bajo ningún concepto. De repente, ante el riesgo cierto de que la horrible convivencia imperativamente casta que lleva manteniendo con su marido salte definitivamente por los aires y se vea abocada a un divorcio que intuye no muy lejano, la mujer toma la decisión no solo de salir de su enclaustramiento, sino de conducir hasta Nueva Orleans en busca de su marido. El sentido del humor, por suerte, está presente para paliar el intenso drama que vie el espectador, acongojado, sin tener todos los datos del motivo del fracaso matrimonial de la pareja, máxime cuando el marido se deshace de buena persona y ella se transfigura en la encarnación de la fragilidad psicológica. El trabajo de Melissa Leo es de lo que se han de pasar en las escuelas de interpretación La parte de la película en la que ella es la protagonista absoluta es antológica. Cuesta hacerse cargo, para quienes no han sufrido nunca una crisis de ansiedad, o no han desarrollado nunca una fobia paralizante, lo que supone para la mujer atormentada por su pasado, dar el paso de salir de casa, de transformar su aspecto y de lanzarse a la aventura de recorrer el país hasta el sur, al Nueva Orleans del famoso Mardi Gras, para “rescatar” a su marido de cualquier “tunanta” que se lo haya camelado, porque ella no ignora que, de distinta forma, él y ella comparten un mismo y profundo dolor. El proceso de formación de una suerte de familia alternativa con la stripper tiene de todo, momentos hilarantes y momentos dramáticos, pero se rehúye de raíz la pavorosa posibilidad de un desarrollo “a lo Capra” y la trama se va ciñendo a la dura realidad de la joven, si bien lo que se plantea en esa convivencia forzada de las tres soledades es una suerte de reinterpretación de la vida de cada cual y de la común de la pareja; un proceso, ya digo, que obra en tres direcciones que no siempre son coincidentes y que permiten una lectura en clave femenina muy interesante, con el acercamiento entre la joven y la esposa, paralela a la relación de amistad, finalmente, entre la stripper y el marido. El trabajo de Kristen Stewart, muy rompedor, y en las antípodas de sus otros trabajos, es encomiable, aunque, a mi parecer, le falta algo de cuerpo para encarnar con mayor convicción a la joven prostituta, pero en cuanto a la expresión del rostro, las miradas y el uso del lenguaje, resulta muy convincente. La película, a pesar de ser una ópera prima, no busca el lucimiento del director con encuadres insólitos o una puesta en escena que deje pasmado a los espectadores, sino que ha optado por ponerse al servicio de la narración, y acierta de lleno. La película discurre con una naturalidad pasmosa, como si llevara veinte años contando historias y tuviera, ya, una manera personal de narrar. Está claro que Gandolfini llena la pantalla y que la partida de cartas con los amigos, por ejemplo, se resuelve porque él la resuelve con su mera actuación, del mismo modo que apabulla en su duelo interpretativo a la joven Stewart. A los seguidores de los Soprano, este lado soft de Gandolfini les recordará al frágil paciente ante su psiquiatra o al hijo cariñoso. Se trata, pues, de una más que estimable película en la que se atisba un trabajo de dirección al que habrá que estar muy atentos.

domingo, 16 de diciembre de 2018

«Roma», de Alfonso Cuarón o la belleza y el dolor hechos cine, vueltos vida.


Desde los ojos indígenas, una mirada virginal del mundo en la acaso más bella película de los últimos años sobre la explotación, el desamor, la alienación y el fracaso social: Roma o la imbricación de las desdichas y las esperanzas.

Título original: Roma
Año: 2018
Duración: 135 min.
País:  México
Dirección: Alfonso Cuarón
Guion: Alfonso Cuarón
Fotografía: Alfonso Cuarón, Galo Olivares (B&W)
Reparto:  Yalitza Aparicio,  Marina de Tavira,  Marco Graf,  Diego Cortina Autrey,  Carlos Peralta, Daniela Demesa,  Nancy García García,  Verónica García,  Latin Lover,  Enoc Leaño, Clementina Guadarrama,  Andy Cortés,  Fernando Grediaga,  Jorge Antonio Guerrero.

Lo confieso gustosamente: vi ayer Roma con una mezcla de emoción, deleite, asombro, espanto e indignación que me dejaron conmovido, estupefacto, pasmado y arrebatado estéticamente; y hoy, que me pongo a escribir sobre ella, advierto que, a medida que voy reviviendo algunas de sus fortísimas escenas se me desborda el lagrimal y me veo incapaz de frenar esa brusca caída en lo irracional, que es como Sartre definía la emoción. La terrible historia de desamor de la joven criada indígena con un neomishima analfabeto que la preña y luego se convierte en paramilitar que acaba reprimiendo las huelgas de los estudiantes en el México de los 70 , y que desemboca en el nacimiento del niño muerto nos enfrenta a unas imágenes crudísimas que te golpean en lo más íntimo. Las propias escenas de la manifestación y de los asesinatos contemplados desde la planta elevada de una tienda de muebles y desde tan cerca como desde la iconografía de la “Dolorosa” que compone una joven aullando socorro para ayudar a un estudiante abatido por los disparos de los paramilitares son, así mismo, otro de los momentos impactantes de una película rodada sin banda sonora y con unas influencias que se “notan” decididamente desde los primeros encuadres. Bresson, sobre todos. Kurosawa junto a él y Fellini. No sé si atreverme a incluir a Jaime Rosales, por el uso de la puesta en escena como un espacio neutral por donde los personajes trazan los tortuosos caminos de sus aventuras vitales, pero hay, sin duda, una similitud muy grande entre ellos, y entre ambos y el “padre”: Bresson, que se alza, desde lejos, en la referencia obligada de la película. La obra, en un blanco y negro riguroso, con un matiz gris memorialístico que lo aleja de los claroscuros agresivos de géneros como el thriller o de movimientos como el expresionismo, está rodada desde lo que podríamos considerar un narrador testigo externo: la cámara asume una rigurosa posición neutra que nos presenta los hechos, se abstiene de guiarnos o de enfatizar nada, y de ahí la ausencia de banda sonora -¡esa gran traidora a las verdaderas emociones mudas!., y nos deja a solas con una narración en la que ante nuestros ojos asombrados  parece que no pase nada. Los barridos descriptivos de la cámara, salvando las distancias, recuerdan también a otro referente de la exquisitez fílmica, Max Ophüls, y la cámara usada, de 70mm,  permite unos encuadres próximos al cinerama, que se estrenaron con la película Oklahoma, de Fred Zinnemann. La amplitud de escena que ofrece la película de Cuarón con una selección de encuadres panorámicos extraordinarios en exteriores y muy útiles en interiores para describir con fidelidad el mundo doméstico que se refleja en la pantalla, con la sucesión de pequeñas acciones de la vida cotidiana que le proporcionan a la película, a pesar de su depurado estilismo, una visión de la realidad muy próxima al neorrealismo, pero sin las implicaciones abruptamente emocionales  de este, es algo que no estamos acostumbrados a ver en el cine actual, pero que, salvado el primer impacto distanciador, estoy seguro de que sabrá atraer al espectador a la densidad dramática, ¡poderosísima!, que se encierra en una trama en la que se mezclan muchos ejes temáticos, todos ellos tratados con la simplicidad de la mirada objetiva de alguien que, formando parte de todo ello, lo contempla desde lejos y asiste a su desarrollo como si todo fuera la materia de un sueño que se contempla pero en el que no se puede intervenir. El distanciamiento del narrador en modo alguno es frialdad, como tampoco lo es la ausencia de prolijas explicaciones “causales” de los hechos. Vemos la vida desenvolverse por sí misma en el seno de una familia que vive en la acomodada zona residencial llamada Roma, y puedo asegurar que cuanto vemos tiene la suficiente entidad para generar emociones profundas en los espectadores sin necesidad ni de explicaciones ni de subrayados ni de otras artimañas que “guíen” a los espectadores hacia un clímax. Hay muchos clímax en esta película. Y cada uno de los espectadores identificará sus propios desgarros apenas los contemple/sufra. Y no son pocos.  La propia obertura musical de los títulos de crédito de la película, la cámara fija en un charco de agua en el que se refleja el cielo por el que pasa un avión que volveremos a ver en el cierre de la película, es absolutamente magistral, un auténtico prodigio de imaginación y narración en embrión. Vista, la película, desde la perspectiva española, tan alejada de la mejicana -la fiesta de navidades en la que los “machos” invitan a disparar a las mujeres por purita diversión sería impensable aquí, por ejemplo- y pensando en mis propios recuerdos de aquellos años, he visto la película muy de aquí también, muy nuestra, incluida la temática indígena, con su lengua específica, que aquí podría estar representado por los gitanos y el caló, los cines con las últimas butacas llenas de parejas dedicadas a aplacar el insaciable demonio de la sexualidad -las conocidas como las filas de los mancos- los conflictos constantes entre los hijos de una familia numerosa o el distanciamiento amoroso de una pareja condenada al inmediato divorcio… Todo, insisto, ocurre en el ámbito de una casa, de la que se sale para, como es el caso de la criada, para emprender un viaje hacia el extrarradio donde va en busca del galán que la preñó y la abandonó, una de las mejores secuencias de la película, con una revelación simbólica en forma de extraordinario ejercicio de concentración que conecta la religiosidad zen con el indigenismo, y con una descripción del espacio que me ha recordado la de los descampados donde comenzaron a asentarse los grupos chabolistas alrededor de las grandes ciudades italianas, espacios que recogió la cámara de Passolini, por ejemplo, o las de Fellini y Antonioni. Cuarón ha rodado una película que, en estos tiempos de docilidad espectadora, con el gusto estragado por las grandes producciones, bien puede considerarse casi cine experimental, apartado totalmente de los discursos narrativos habituales, y eso va a privarle de muchos espectadores que tampoco supieron apreciar El árbol de la vida, de Malick, aunque nada tenga que ver con su cine la película de Cuarón, más intimista y a la par social porque, de forma indirecta, es fantástico el retrato que hace Cuarón del México de esos años. La escena de los vendedores ambulantes a la puerta del cine, cuando el neomishima le da plantón definitivo a la joven protagonista, es digna del mejor cine documental, por ejemplo, y me ha remitido a muchas películas españolas de los años 50. No quiero desvelar nada, pero aviso a los futuros espectadores de que han de estar con los ojos bien abiertos desde el arranque hasta la conclusión, porque lo que está sucediendo en cada secuencia “es” la película, y han de saber apreciar cada uno de los instantes casi mágicos que se suceden ininterrumpidamente desde el principio hasta el final, sin esperar ningún final apoteósico (aunque en parte lo tiene, y estremecedor, por cierto…), porque Cuarón ha sido capaz de concentrar en muchas de esas secuencias momentos inolvidables, ya, de la historia del cine. La magnífica interpretación “impasible” de la protagonista indiscutible, Yalitza Aparicio, es de una dimensión humana tan excepcional como la de la Señá Benina de Misericordia, de Galdós, un pellizco en la capacidad de emocionarse del espectador que hay que estar muy curtido o muy maravillado, como me pasó a mí, para que el lagrimal se me afloje justo ahora, cuando el destino vital de Cleo se me aparece con las dimensiones exactas de una tragedia individual terrible. Cuarón ha captado el fluir exacto de la vida, ¿qué otra cosa es el cine? No tarden en ir a verla, por favor.

viernes, 14 de diciembre de 2018

«Dead Man», de Jim Jarmusch, un western metafísico.


Jarmusch reverdece el género del western con una trama insólita y un poderío visual excepcional: Virgilio/Ulises guiando a William Blake por terrenos cartografiados en un blanco y negro deslumbrante.

Título original: Dead Man
Año: 1995
Duración: 120 min.
País: Estados Unidos
Dirección: Jim Jarmusch
Guion: Jim Jarmusch
Música: Neil Young
Fotografía: Robby Müller (B&W)
Reparto: Johnny Depp,  Gary Farmer,  Lance Henriksen,  Michael Wincott,  Crispin Glover, Iggy Pop,  Robert Mitchum,  Steve Buscemi,  Alfred Molina,  Gabriel Byrne,  John Hurt, Mili Avital,  Eugene Byrd,  Billy Bob Thornton,  Jared Harris.

Jim Jarmusch es un cineasta desconcertante para muchos públicos y una experiencia muy atractiva para algunos espectadores que siempre alabaremos en su obra la capacidad para asumir riesgos y, sobre todo, explorar nuevos lenguajes. Dead man, película  de la que no tenía ni noticia -es lo que tiene ser un cinéfilo desatento..- es, para entendernos, la antítesis de Patterson, y estaría más cerca de Ghost Dog, el camino del Samurái  o de Solo los amantes sobreviven, lo cual puede indicar el tipo de cine que puede esperar el espectador si se sitúa ante una pantalla donde pueda seguir la aventuras de un “contable”, William Blake, que ha dejado su Cleveland natal por un puesto de trabajo en una empresa ubicada en una ciudad llamada Machine. Cuando llega, el puesto ya está ocupado, como le dice, a punta de rifle, el dueño de la empresa, un casi cameo de una gloria del cine, Robert Mitchum, en su última papel en un arte al que ha dado obras maestras de la interpretación cinematográfica, como todos los aficionados reconocerán unánimemente. Esa breve aparición feérica del personaje dota a la película ya de una atmósfera entre surrealista y fantástica que no perderá en el resto del metraje. Cuando sale de esa «aparición», se tropieza con una joven vendedora de flores de papel a quien recoge del barro tras haber sido empujada por un antiguo cliente que deja clara su antigua dedicación a la prostitución. La joven, sorprendida por la gentileza del joven, lo acoge en su habitación y en su cama. Pero a la mañana siguiente  interrumpe su sueño el antiguo novio de ella, el hijo del  dueño de la factoría que acaba de despedir con rifle destemplado a William Blake. La mujer se interpone entre el disparo y él y cae muerta en sus brazos, pero él resulta herido en el pecho, donde se aloja el proyectil. William responde con su pistola e hiere de gravedad al hijo, tras de lo cual se escapa. En los bosques  pierde el conocimiento y lo siguiente que ve es a un indio enorme, bonachón y que domina perfectamente el inglés, tratando de extraerle la bala con una navaja, hurgándole en el pecho sin ninguna consideración. El indio responde por el nombre ulisiano de  Nadie y tolerará la compañía del “estúpido hombre blanco”  en cuyo destino hacia la muerte que lleva en el pecho se abstendrá
De intervenir. Que el indio sea un extraño para los ingleses que lo robaron y para su tribu, que lo ha repudiado, le lleva a juntarse temporalmente con ese otro desterrado que no duda en matar a otros hombres blancos que  lo persiguen, unas veces, con deliberación, otras, con la suerte de los accidentes clásicos de las películas del slapstick. Con un ritmo constante de secuencias que acaban en fundidos en negro, la historia progresa hacia ese final que William Blake lleva sepultado en el pecho en forma de bala que irá mermando poco a poco sus fuerzas y su clarividencia. La guitarra de Neil Young al estilo de la del slide  blues de Ry Cooder, de Paris,Texas, puntea una aventura a medio camino entre la vida y la muerte, entre el paraíso -ese bosque por el caminan los dos expulsados de las respetivas sociedades- y el infierno de una existencia sin otro sentido que apurar la supervivencia frente a una persecución en la que incluso alcanzará la gloria de los forajidos más buscados. Una síntesis más o menos aproximada, y aunque parezca irreverente, sería la del cine cómico mudo y la del lirismo ecológico del Terrence Malik de Nuevo mundo. Rodada en un magnífico blanco y negro sin apenas contrastes, lo que le da a los bosques que acogen a los protagonistas un matiz de plata o de galena que aún les confiere mayor majestuosidad, la película, que no es parca en diálogos que incluyen recitaciones, por parte del indio instruido por los ingleses, de abundantes fragmentos del poeta William Blake -cuyos proverbios val salpicando la narración, sobre el todo que se repite en varias ocasiones: Conduce tu carro y tu arado sobre los huesos de los muertos-, no deja de tener una vertiente cómico-surrealista que arranca con la contribución excelsa de Robert Mitchum y se continúa con los tres asesinos que persiguen al moribundo como si de los hermanos Dalton se tratara, porque hay algo de esperpentización en el retrato de secundarios representados por actores tan destacados como Billy Bob Thornton, Steve Buscemi, Alfred Molina o John Hurt.  ¡Y yo, ahora que caigo, sin decir aún el fabuloso trabajo de un Johnny Depp que, a pesar de su juventud, venía ya de haber rodado obras mayores! Es cierto que el contrapunto de Gary Farmer, de ascendencia india canadiense, colabora decisivamente a la creación de esa pareja tan peculiar y dialógica que, siquiera solo fuera por eso, ya recuerda a la de don Quijote y Sancho, aunque aquí con los ‘apeles cambiados, dada la formación del indio. Tan por descontado lo daba que ni había caído en que algunos lectores aún no habrán visto la película. Mis disculpas. Decía que el cambio de registros entre la comedia y el drama, perfectamente alternados a lo largo de la narración, le quitan gravedad a la perspectiva metafísica propia de la cinta, con un agonizante que ignora cuándo llegará su hora. Hay en el viaje del protagonista, desde la “civilizada” Cleveland hasta el lejano far west, territorio salvaje de inhóspita geografía y costumbres asalvajadas, por más que el “buen salvaje” que acompaña a William Blake en el tramo final de su vida sea casi lo que podría definirse como un perfecto gentleman, al que incluso no le falta el toque de sutil ironía británica, si enfrentado a las desventuras del sosias del único Blake que él conoce, el del Matrimonio entre el cielo y el infierno, y , al final…, bueno, mejor que siga los consejos de mi amigo Joselu y no les chafe lo que, sin embargo, queda escrito en los primeros diez minutos de película. Va por Vds., pero recuerden lo del  buen salvaje, la civilización, la compasión y la visión del absurdo existencial de Albert Camus…


«Bug», de William Friedkin, un retrato turbador de la soledad y la paranoia.


Entre la guerra bacteriológica y la perturbación mental, Bug, del jovencito septuagenario William Friedkin, nos sumerge en las entrañas del drama de la soledad.

Título original: Bug
Año: 2006
Duración: 106 min.
País: Estados Unidos
Dirección: William Friedkin
Guion: Tracy Letts
Música: Brian Tyler
Fotografía: Michael Grady
Reparto: Ashley Judd,  Michael Shannon,  Harry Connick Jr.,  Lynn Collins,  Brian F. O'Byrne.

Me sucede casi siempre que entro en películas de las que lo desconozco todo salvo quién la dirige o qué actores se han prestado a participar en ella, que suelo encontrarme con «obras extrañas », inclasificables y, como en este caso, turbadora. Bug, «insecto», comienza como una historia marginal: una camarera en un bar de lesbianas vive sola en un motel cochambroso; a la salida del trabajo, su mejor amiga se presenta con un hombre al que ha conocido en un bar y de quien no sabe nada. La amiga se va y la camarera y el desconocido quedan solos. Poco a poco, con enormes recelos por parte de ella, y ante la perspectiva del joven de salir a buscar cualquier sitio donde pasar la noche, ella accede a que ocupe el sofá.  Mientras él, por la mañana, ha ido a comprar algo para desayunar -volverá con dos magdalenas de chocolate en una arrugada bolsita de papel- se presenta en el motel el ex de la camarera, recién salido de la cárcel, después de haberla presionado mediante enigmáticas llamadas de teléfono en la que no dice nada y con las que consigue desesperar, y solo en parte, atemorizar a la joven. El presidiario le anuncia su deseo de instalarse con ella, pero ella pretende echarlo. Él la maltrata físicamente y le roba dinero del bolso, amenazándola con volver. El desconocido contempla la última parte del encuentro y lamenta entrometerse en la vida privada de ella, quien, sin embargo, insiste en que él se quede con ella, porque se siente más protegida que estando sola frente al maltratador. Poco a poco , como era de prever, se v estrechando la relación entre los dos y van aflorando las historias personales, como, en el caso de ella, la pérdida de un hijo que, literalmente le desapareció del carrito de la compra en un momento de descuido, un hecho atroz que le ha pesado en su conciencia desde entonces como una carga insoportable que solo le permite sobrevivir, no vivir. El desconocido, por su parte, confiesa haberse escapado de un hospital militar donde lo tenían retenido, en su calidad de excombatiente de la Guerra del Golfo, y como cobaya humana para hacer experimentos de guerra bacteriológica. La unión de dos soledades, de dos seres más tendentes a la incomunicación que a la confianza en el resto de la especie humana, produce el milagro no sé si del amor, pero sí de la suficiente confianza como para la unión sexual, escenas que tienen mucho de desquite, pero también de terrible presagio, porque el exmarido los acecha. Pero cuando el espectador cree que todo puede derivar en la narración de un triángulo destructivo, a medio camino entre la crónica neorrealista del fracaso el sueño americano y el thriller pasional, ¡aparecen ellos! Los bichos, los insectos, una suerte de aradores de la sarna que, al decir del protagonista esquivo e introvertido, le han sido inoculados en el curso de los experimentos que llevaba el ejército a cabo con ellos como cobayas. Desde ese momento, la película, sin perder los anteriores planteamientos, da un giro total hacia la denuncia de los experimentos en guerra bacteriológica y del uso de cobayas humanas con veteranos de guerra, algo sobre lo que, a propósito de la Guerra del Golfo, no es que tenga visos de verosimilitud, sino que ha habido documentales que han recogido casos ciertos. Como en otras películas de “invasiones”, el esquema se reproduce al pie de la letra: aparece uno en la cama donde duermen y, a partir de él, la “población” irá creciendo y adueñándose del cuerpo de él, quien  -¡y esas imágenes son algo más que perturbadoras para quienes padecemos afecciones dermatológicas agudas como la urticaria inmune, por ejemplo!- poco a poco se irá llenando de ronchas provocadas por la imperiosa necesidad de rascarse para combatir la presencia de los insectos. La espiral ya la pueden imaginar los espectadores, y puedo asegurar que tiene escenas muy pero que muy duras. La irrupción, finalmente, de los perseguidores que tratan de convencer a la mujer de que ese hombre es un enfermo mental, un paranoico peligroso, acaba de sembrar la última duda en la mente del espectador que asiste, relativamente desinformado entre lo que ve y lo que oye, a un desarrollo que va alcanzando cotas de auténtico delirio a poco que progresa la acción, en cuyo desarrollo se ha producido un cambio de protagonismo: si en la primera parte es la camarera la que lleva el peso de la acción, en la segunda es el misterioso visitante quien, poco a poco, acaba ganando la total confianza en él por parte de su anfitriona, hasta el punto de elegirlo a él frente a su mejor amiga, quien quiere sacarla de ese espacio maldito donde la ve perderse junto a lo que le parece un desquiciamiento mental evidente. Así pues, entre el relato de la invasión de los insectos y los efectos de una paranoia profundísima, el espectador asiste, imantado a la pantalla, a un desarrollo que deriva hacia lo espeluznante. La película tiene su origen en una obra de teatro y el autor de ella es, además, el creador del guion. La película no se resiente del escenario único ni de que todo el peso de la misma recaiga en dos actorazos de tal magnitud como Ashley Judd y  Michael Shannon, que no solo nos muestran la fragilidad humana que los acerca, sino también la fortaleza que los une en un mismo destino compartido hasta sus últimas consecuencias.  Es, por lo tanto, y básicamente, una película de actores, uno de esos “duelos” interpretativos en los que, cuando hay esa química infalible del buen teatro, la pantalla se incendia. Ashley Judd, además, que aparece caracterizada de un modo que vagamente recuerda al personaje de Charlize Theron en Monster, de   Patty Jenkins,  se supera a sí misma y alcanza unos registros insospechados en ella, al menos por este espectador, dada su discreta carrera profesional.Sí, por supuesto, es una película sobre “perdedores”, una visión ácida del ideal de vida usamericano, y Friedkin ha sacado un partido extraordinario de ambos actores. Pero en ese delirio de la invasión de los insectos, la puesta en escena de una casa literalmente forrada de papel de aluminio por la que los dos protagonistas se mueven, desnudos, como una inversión argumental de la primera pareja en el infierno original, se lleva la palma, y las palmas de quienes han aguantado hasta entonces ante la pantalla, dada la crueldad intrínseca de la historia narrada. Lo trascendental es, comparta el espectador la versión que comparta, de lo que les ocurre a los protagonistas, que Friedkin ha sabido crear un relato de horror y de terror con muy pocos mimbres y una habilidad cinematográfica extraordinaria, muy parecida, por lo reducido del espacio, a la reciente de Habitación, de Lenny Abrahamson. Nadie diría que esta película es obra del septuagenario Friedkin, y sí de cualquier persona curtida en el cine indie de bajo presupuesto y magníficas ideas. Un terrible y atractivo descubrimiento.

domingo, 9 de diciembre de 2018

«En la playa de Chesil», de Dominic Cooke, o la anatomía de la frigidez.



Una versión discutible de una novela triste: En la playa de Chesil o la aversión al sexo de una mujer víctima, se insinúa, del abuso paternal.

Título original: On Chesil Beach
Año: 2017
Duración: 110 min.
País: Reino Unido
Dirección: Dominic Cooke
Guion: Ian McEwan (Novela: Ian McEwan)
Música: Dan Jones
Fotografía: Sean Bobbitt
Reparto: Saoirse Ronan,  Billy Howle,  Emily Watson,  Anne-Marie Duff,  Samuel West, Adrian Scarborough,  Bebe Cave,  David Olawale Ayinde,  Philip Labey, Christopher Bowen,  Ty Hurley,  Bernardo Santos,  Christian Wolf-La'Moy, Oliver Johnstone,  Mike Ray,  Jonjo O'Neill,  Simon North,  Claire Ashton.


Las primeras imágenes de En la playa de Chesil recuerdan el espectacular inicio de La Isla Mínima, pero a escala, un paisaje bellísimo, pero frío; una belleza desoladora, por la ausencia de vida que solo aparece, al final, cuando el zoom se acerca a las diminutas manchas negras en el paisaje que resultan ser los recién casados de quienes se nos va a contar una historia tristísima magníficamente interpretada por los dos protagonistas, en auténtico estado de gracia: Saoirse Ronan, a quien ya admiramos en su maravillosa interpretación como  protagonista conmovedora  de Lady Bird, de Greta Gerwig, criticada en este Ojo,  y Billy Howle, a quien veo por vez primera. Dos jóvenes muy distintos, ella músico y él aspirante a historiador, se enamoran y, tras un noviazgo con frustrados avances sexuales que no parecen ensombrecer la relación, acaban casándose, muy jóvenes, y aún sin oficio ni beneficio, razón por la cual el padre, además de dotarlos con 20.000£, ofrece un trabajo al joven como viajante de su empresa. La película alterna el presente de la noche de bodas en el hotel de Basil Beach y los flash backs pertinentes para explicarnos no solo su historia de amor, sino la individual de cada uno de los miembros de la pareja, con vidas de muy diferente naturaleza.  A través de ellos, y siempre a propósito de lo que sucede en la habitación del hotel donde ambos jóvenes intentan consumar, sin suerte, su matrimonio, vamos teniendo conocimiento de la difícil relación erótica que han tenido siempre. Lo que ignora el flamante marido es que la aversión al contacto físico que sufre ella, una auténtica fobia sexual minuciosamente descrita en la novela, tiene su origen, aunque en la película lo veamos fugazmente y se nos insinúe más que crípticamente, en los abusos de su padre, un empresario de éxito casado con una mujer escritora, filósofa, más dedicada a sus menesteres intelectuales, parece también insinuarse, que a los materiales. De hecho, la insensibilidad materna hacia los estudios de su hija, violinista, a quien le pide que se abstenga de ejercitarse en casa cuando ella tiene una reunión de trabajo, confirman ese retrato de insinuada negligencia respecto de sus obligaciones maritales. Estamos en presencia, pues, de un caso patológico de aversión al sexo, por un lado, y, por otro, ante el retrato sociológico de una determinada manera, castrante, de encarar las relaciones sexuales en tiempos anteriores a la revolución juvenil que encarnará la nueva generación de mediados y finales de los 60. Aunque la historia transcurre en Gran Bretaña, poca diferencia encuentro entre los planteamientos represivos y conservadores que conocí en mi juventud en la España franquista o, en épocas anteriors, en novelas como La tía Tula, llevada al cine magistralmente por Miguel Picazo. Después de verla, con ninguna otra película española podría compararla sino con El buen amor, de Francisco Regueiro,que me parece incluso superior, fílmicamente a este debut de Dominic Cooke. No muy lejos le anda Nueve cartas a Berta, de Patino, pero ahí la política y la historia dejan una impronta demasiado marcada; no obstante, el drama sexual del protagonista, me conmovió profundamente cuando la vi. La joven pareja no es insensible a la situación política, desde luego, y de hecho, cuando aún no se conocen, coinciden ambos en las manifestaciones en Piccadilly Circus contra el armamento atómico, pero la presencia del contexto histórico, excepción hecha de la alusión al antisemitismo, que provoca una reacción colérica y violenta por parte del protagonista, no pasa de la categoría de marco casi insignificante. Lo importante es la descripción terrible de una situación erótica en la que se suman nada menos que dos inexperiencias y una fobia. ¡Qué podía salir bien en ese encuentro casi surrealista, al estilo del del paraguas y la máquina de coser en la mesa de disección…! Esa noche de bodas que acaba en separación a la mañana siguiente pudiera creerse que es algo excepcional, pero a poco que se escarbe en la memoria de los allegados y conocidos, siempre vamos a encontrar alguna historia semejante. Lo que sí sorprende, desde la católica y represiva España es que la historia transcurra en Inglaterra, pero hay en la sociedad británica una tradición tan conflictiva con el sexo, probablemente por la influencia nefasta de la percepción religiosa de lo que ha de ser la vida sexual “sana”, e incluso “devota”, que en modo alguno nos extraña una historia tan triste y ridícula como la que verá el espectador. Porque sí, hay un mucho de tragedia ridícula en la inexperiencia de ambos jóvenes. Algún crítico de la novela se atrevía a hablar del “humor” de la novela, pero enseguida advertimos que, tanto en la novela como en la película, lo que prima es la aversión a los humores, a los fluidos corporales. Aunque el autor se ha encargado de la adaptación y firma el guion, he de advertir al espectador de que lo que verá será una versión de la novela, sobre todo en la parte del desenlace, que se aparta totalmente de la novela, y nos entrega una especie de final melodramático que roza el ridículo, pero allá quienes así lo decidieron. A mi entender es como un borrón imperdonable en una exquisita página caligráfica cinematográfica, y aunque hay otras “libertades”, como la impactante desnudez, algo forzada, de la madre del protagonista, que padece una severa lesión cerebral, producto de un traumático percance, la puesta en escena, los primeros planos, el pulso narrativo y una espléndida fotografía cálida del cinematografista habitual de Steve McQueen, Shame y 12 años de esclavitud, otorgan a la película un estatus de ópera prima archinotable. Ya hemos reseñado la interpretación notabilísima de la pareja protagonista, pero, como suele suceder en las cinematografías consolidadas, no hay secundario que no esté a la altura de los protagonistas, y de ahí la sensación de película redonda con que saldrán los espectadores de este prometedor debut de Dominic Cooke.


sábado, 8 de diciembre de 2018

«Cold War», de Pawel Pawlikowski, el amor glacial (y maldito).



 El amor imposible, eterno y constante, más allá de la muerte: Cold Ward o cierta afectación estética de la puesta en escena para un intermitente amor entre desiguales. 
Título original:  Zimna wojna
Año: 2018
Duración: 88 min.
País: Polonia
Dirección: Pawel Pawlikowski
Guion: Pawel Pawlikowski, Janusz Glowacki
Fotografía: Lukasz Zal (B&W)
Reparto: Joanna Kulig,  Tomasz Kot,  Agata Kulesza,  Borys Szyc,  Cédric Kahn,  Jeanne Balibar, Adam Woronowicz,  Adam Ferency,  Adam Szyszkowski.

Aunque el título llame a engaño, Guerra fría,  y aunque el contexto político determina el curso del amor que nace entre un músico folclorista y jazzístico, y una hermosísima cantante de canciones tradicionales, la película solo tangencialmente se centra en cómo afecta aquel fenómeno histórico al amor profundo entre ambos músicos, si bien ello se acentúa al final de la historia con mayor intensidad, cuando el músico exiliado, por amor a ella, decide dejarlo todo y volver a su país para “recuperarla”. El esteticismo de la película, con un blanco y negro que funciona a las mil maravillas, no solo para describir la miserable y tenebrosa realidad social de los empobrecidos años 50, se impone a la historia de tal manera que la propia historia de amor entre los dos protagonistas, tan atractivos ambos, aunque ella más, queda como desangelada, fría, impostada, tópica y algo superficial. Se recupera al final, pero incluso en esos momentos, tan cerca ya de la devastación total, queda un poso de incomprensión en el aire que vuelve injustificables y algo caprichosas no pocas decisiones de los protagonistas. Sí, es un amor fou, pero está muy lejos de la pasión absoluta. Cae más de lleno en el desencuentro absoluto y en la incomunicación, lo cual se suma a la escasa sofisticación de ella y a la muy superior profesionalización y cosmopolitismo de él. Las primera media hora de película es absorbente y espectacular: el trabajo de campo de él, como músico folclorista grabando por los pueblos perdidos de Polonia viejas canciones que no quiere que desaparezcan con los nuevos tiempos del realismo socialista, en el que todo, incluso las canciones populares -convenientemente adaptadas, como le dice el jerarca del Partido-, han de convertirse en armas de propaganda masiva del Régimen, es un tramo fantástico de la película, e incluso más interesante que la propia historia de amor que le sucederá en la labor de captar el interés del espectador. Esa labor de campo me recuerda, por un lado a Joaquín Díaz, el gran folclorista castellano, heredero de Agapito Marazuela, y, por otro, en la música clásica, a Béla Bartók y su labor con el folclore húngaro. El aire documental y la rusticidad de los elementos con que graban  el material consiguen una sensación de vida casi aventurera que impresiona al espectador. Sobre todo por las requeteadversas condiciones atmosféricas en que han de realizar tal labor. Las canciones folclóricas, además, son, como todos los folclores del mundo, de una belleza congénita  especial. Me parecía estar escuchando uno de aquellos programas prodigiosos de la emisora clásica de RNE dirigido por Sofía Noel:  La vida en música. Cuando realizan el casting para seleccionar cantantes para el coro, una joven capta la atención del músico y ahí se inicia un romance que se va alternando con una muestra de la labor folclórica, música y danza, que se ve con supremo agrado, y en el que la joven cada vez va ganando mayor protagonismo, aunque su relación con el director musical tiene un extraño aire clandestino de difícil explicación, aunque el interés del jerarca del partido por ella supone, me imagino, una invitación a andarse con pies de plomo. Cuando, tras el cambio al repertorio “socialista”, sugerido por las autoridades, el grupo folclórico amplía el radio de sus conciertos, aparece la tentación de pasar de Berlín a la “zona libre” y especialmente a Francia, cuna, entonces, de una pasión por el jazz en la que el músico puede abrirse paso. Se trata de emprender una vida alejada de ese ordenancismo totalitario que ni siquiera respeta las verdaderas raíces del arte popular; pero en ese momento crucial, ella, temerosa y apegada a su patria, no se decide a dar el paso y seguirlo, por temor a no poder “ser”, es decir, por miedo de convertirse, fuera de su medio de toda la vida, en una don nadie. Más tarde si lo hace, y él trabaja para convertirla en una cantante moderna que actualiza, en clave de jazz, la rica herencia folclórica polaca, y ha de reconocerse que el arreglo de la canción tradicional que hemos conocido de otras dos formas a lo largo de la película, cantada en un club parisino con una iluminación al estilo de los grandes recitales en el Olympia es uno de los momentos más bellos de la película, junto con el insuperable momento final que no revelaré por nada del mundo y que justifica, por sí solo, que se vea la película. La relación entre ambos se deteriora y ella, que está convencida de ser un fardo para él y sus excelentes relaciones, con hombres y mujeres, en un mundo en el que ella parece estar de más, decide marcharse de nuevo a Polonia, donde acaba casándose y teniendo un hijo con el jerarca del partido, además de dedicarse a una canción moderna, imitación de la canción italiana propia del Festival de San Remo, que la convierten, peluca negra incluida, en “otra” mujer, extrañada totalmente de su vida y de lo que la rodea. Es justo en ese momento cuando él acaba decidiendo que quiere rescatarla, razón por la cual se presenta en la embajada de su país, un extraordinario plano con la ventana abierta y la Torre Eiffel al fondo, y con un funcionario que trata de persuadirlo de seguir disfrutando del “bien” que tiene en vez de perderlo todo y volver a su patria para afrontar una condena que lo llevará a la cárcel. Entonces entramos, de nuevo, en una fase de la historia que supera el bache sufrido en un intermedio parisino demasiado tópico, los celos incluidos, y recobramos el esplendor de los inicios. El tramo final podemos considerarlo, con el principio folclórico, lo mejor de la película, y el desenlace último, de antología, uno de los mejores finales del cine. Te deja un sabor de boca extraordinario, aunque no logra extinguir cierto tedio al que el espectador ha de saber sobreponerse para poder disfrutar del final como debe. Aunque algo más floja que Ida, quizás por la falta de historia propiamente dicha, que no compensa una realización esmeradísima, la película tiene, con todo, un alto nivel de calidad y prueba de ello son las adhesiones entusiastas que recibe, y de las que me veo en el trance de discrepar, matizadamente.

viernes, 7 de diciembre de 2018

«La hija del predicador», de Martin Koolhoven, o Bergman se va al «Far west».



El horror del fundamentalismo cristiano luterano: La hija del predicador o la más turbia de las historias turbias…

Título original: Brimstone
Año: 2016
Duración: 148 min.
País: Países Bajos (Holanda)
Dirección: Martin Koolhoven
Guion: Martin Koolhoven
Música: Junkie XL
Fotografía: Rogier Stoffers
Reparto: Dakota Fanning,  Guy Pearce,  Emilia Jones,  Paul Anderson,  William Houston, Ivy George,  Jack Hollington,  Carice van Houten,  Kit Harington,  Carla Juri,  Jack Roth, Justin Salinger,  Bill Tangradi,  Vera Vitali,  Dorian Lough,  Dan van Husen, Naomi Battrick.

Una de las mejores experiencias del espectador de cine es situarse ante una pantalla sin saber absolutamente nada de lo que va a ver. Desgraciadamente, con muchos clásicos eso solo está ya al alcance de los  muy legos en este arte, no así con películas tan próximas como esta y que, en su momento, por el alud constante de novedades en la cartelera, algo así como aquel viejo “teatro por horas” de finales del XIX en Madrid, me pasó totalmente desapercibida. La verdad es que la película tiene un arranque que no deja indiferente al espectador y que lo sumerge en un laberinto narrativo en el que, del presente hacia el pasado para volver al presente, se nos va a contar una historia llena de sonido y furia y terror. Con el esquema del western por medio, mientras la iba viendo, con sus personajes extraídos de decenas de películas, y, sin embargo, estrictamente individuales, de ahí la grandeza de la película, pensé sucesivamente en la magnífica serie Carnivale (Rodrigo García, entre otros) en Pozos de ambición, de Paul Thomas Anderson y en Fanny y Alexander, de Bergman, así, a bote pronto. En realidad, la memoria de los aficionados al cine están repletas de detalles que se presentan, durante el visionado de una película, como argumentos irrefutables de la bondad o maldad de una película. Establecemos, por lo tanto, un diálogo de imágenes entre lo que vemos y lo que vimos que, necesariamente, contribuye a la forja de nuestra opinión, de nuestro decantamiento crítico. Cualquiera que no pueda soportar moralmente las relaciones humanas escabrosas, con un tinte sádico inequívoco, hará bien en abstenerse de ver esta durísima película, llena de escenas difíciles de ver, ciertamente, sin sentirse removidos por dentro. Al verismo atroz de la película contribuyen dos intérpretes que sobresalen, por más que uno de ellos se haga odioso y que por la otra sintamos una piedad infinita ante tan cruel destino como el suyo. Me refiero a Guy Pearce, sobradamente conocido, y a Dakota Fanning que le hace una seria competencia a su hermana menor Elle Fanning, espléndida, esta última, en Mary Shelley, por cierto. Se trata de unas interpretaciones que compiten, a su vez, con una recreación de la cámara en los exteriores que enlaza con lo mejor del género. Recontar el argumento cronológicamente es romper uno de los encantos de la película: la recomposición del puzzle que se nos entrega de tal manera que ni nos hacemos a la idea de qué tipo de relación pueda haber entre los personajes ni somos capaces de explicarnos por qué el predicador/pecador lleva hasta el extremo la barbarie sus deseos  ni cómo es posible que la protagonista sobreviva con semejante entereza a tan tremendos infortunios como le es dado vivir. Sí, lo sé, no puedo pedirle a nadie que vea una película sobre la que doy tan pocas explicaciones, pero no puedo hacerlo, so pena de arruinarles el visionado. El hecho de que la información nos llegue como nos llega, lejos de devenir una información que nos tranquilice se convierte en una nueva escalada de la manifestación del mal absoluto que lucha contra la máxima inocencia. En ese sentido, la película no engaña: su simplicidad argumental adquiere relieve por la conducta obsesiva del ministro de Dios y dilecto hijo de Satanás. El impresionante espíritu de supervivencia de la protagonista, que ni duda en cortarse la lengua para sustituir a una joven que ha acabado siendo asesinada en el burdel donde ambas trabajan, muy poco antes de abandonarlo para reunirse con un marido con quien se ha casado por poderes, es una de las dos líneas argumentales básicas. La otra es la persecución, captura y tortura por parte del protagonista. Sorprenden muchas cosas en la película, sin duda, pero la que más es la entereza de carácter de la joven, quien ni siquiera pestañea ante las aberraciones morales que va conociendo desde que le llega la regla y se convierte en una mujer, aún muy niña, pero ya susceptible de levantar un deseo feroz en los demás, y especialmente en la figura del predicador. Este, se reviste de todos los signos que han identificado la figura del predicador enajenado y ultramontano, una figura tenebrosa que alberga no solo toda la maldad posible, sino un regodeo en ella que el espectador habrá de sufrir con toda su crudeza desde que aparece en escena. Es un western de trasfondo religioso, poco común, al menos con un planteamiento como el de esta película, y de pocos personajes, torturadores y torturados. y amplios paisajes que contrastan con la reducida miseria interior de algunos de esos personajes. La trata de mujeres, el comercio con ellas, se sitúa en el arranque de la película y, poco a poco, iremos derivando de la historia de una prostituta a la historia de la hija de un predicador, que es el título excesivo, por locuaz, de la película. En todo caso, la dirección de Martin Koolhoven, muy ceñida a las reacciones psicológicas de los personajes, sigue con mimo las evoluciones de sus personajes y siempre encuentra alguna perspectiva inexplorada desde la que sus imágenes nos obligan a contemplarlas, aunque nos estén mostrando el mayor y más tétrico de los horrores, cediendo a un magnetismo estético que nos impide apartar la vista de la pantalla. ¡Todo un descubrimiento!

domingo, 2 de diciembre de 2018

«Código del hampa», de Don Siegel, «Mr. “Cámara, ¡acción…!»



El éxito, la traición y los códigos, un thriller crepuscular que anuncia, en el horizonte, Reservoir DogsCódigo del hampa o el estricto cumplimiento del deber y de la ambición.

Título original: The Killers
Año: 1964
Duración: 95 min.
País:  Estados Unidos
Dirección: Don Siegel
Guion: Gene L. Coon (Relato: Ernest Hemingway)
Música: John Williams
Fotografía: Richard L. Rawlings
Reparto: Lee Marvin,  Angie Dickinson,  John Cassavetes,  Ronald Reagan,  Clu Gulager, Claude Akins,  Norman Fell,  Don Haggerty,  Robert Phillips.

Don Siegel pasa por ser uno de los iconos del cine de acción, violento, enérgico y aun sin concesiones a los más mínimos principios éticos en el comportamiento de sus personajes, sean los que operan desde el reverso oscuro de la ley, sean los que lo hacen, como Harry “el sucio”, desde el luminoso, y no menos tenebroso, de la propia ley…Cuando le pidieron a Ida Lupino que se definiera como directora, dijo eso tan gracioso de Yo soy la Don Siegel de los pobres, por la diferencia de presupuestos con que ambos trabajaban. El comienzo de Código del hampa, basado en una narración de Hemingway de la que anteriormente se hizo una versión en 1946, Los forajidos, nada menos que dirigida por Robert Siodmak e interpretada, magistralmente, por Burt Lancaster y Ava Gardner, ya nos indica que vamos a ver una película muy violenta en la que la violencia es tratada casi desde un punto de vista “funcionarial”, atendiendo a que los sicarios que se encargan de acabar con la vida del protagonista, John Casavettes, son un par de robóticas sangres frías, con su puntito de sádicos, que no repararan en nada para cumplir su misión. Que se queden pensativos ante el martirio al que se somete el protagonista no deja de sorprenderlos. Ello les hará sospechar de que, tras esa inmolación, hay una historia cuyos cabos se empeñarán en seguir para algo tan sencillo como dar con el paradero de un millón de dólares del que sacar una buena tajada, esto es, todo él. La estructura de la película, una suerte de magnífica quest movie, permitirá que los asesinos profesionales vayan indagando, entrevistándose con las personas que conocieron al protagonista, cuál ha sido la historia de ese desdichado al que acaban de asesinar. Mediante los oportunos flash backs, así pues, se va recomponiendo la tormentosa vida del mecánico y corredor de bólidos de Formula 1, quien se enamora de una caprichosa mujer que lo vuelve loco y acabará distrayéndolo, primero, de su ocupación, de lo que resulta no solo un aparatoso accidente que deja prácticamente tuerto al piloto, sino el inicio de una carrera delictiva con dos finales: el primero abre la película de forma espectacular, porque los asesinos irrumpen en una institución para ciegos donde el excorredor da clases; el segundo será el desenlace de la búsqueda de los sicarios. La acción en esa obertura trágica le deja a uno ya con muy mal cuerpo, por el abuso sin limites de los sicarios entre gente literalmente indefensa. En cuanto la película toma el derrotero de la tórrida relación entre la femme fatale Angie Dickinson y John Casavettes, hay un cierto remanso que no tardará en verse interrumpido por la aparición en el taller del socio del corredor de los sicarios en busca de información. Son, pues, como en el caso del socio, los más cercanos al protagonista quienes acaban contando su historia. Su socio y mecánico, por ejemplo, acaba revelando cómo todas las señales indicaban que el corredor estaba siendo vampirizado por una mujer con oscuras relaciones con otros personajes, en este caso un Ronald Reagan en su ultimo papel antes de pasar a la política, que no le podían deparar nada bueno. Las relaciones enigmáticas entre Reagan y Dickinson forman parte del intríngulis de la trama y constituirán el desenlace narrada por la propia vampiresa cuando recibe la visita de los sicarios. En su papel de portador de la voz cantante, Lee Marvin compone un malvado perfecto, a quien la compañía de un psicópata, idóneamente representado por Clu Gulager en su primer papel importante fuera de la televisión, donde tenía su campo de acción, redondea como una pareja perfecta de asesinos a sueldo. Parte importante de la película, sobre todo para los enamorados de la Fórmula 1, es todo lo relativo al mundo de la carreras de velocidad, aquí en un estado aún casi embrionario y aficionado, sin toda la sofisticación que ha ido rodeando poco a poco a esas carreras. Diríamos que aquí podemos ver el lado romántico de esa afición, el lado artesano de quienes dedicaban su tiempo, su dinero y sus habilidades a una apuesta por el triunfo que no siempre se veía recompensada. La condición de mecánico y de experimentado conductor tiene mucho que ver, claro está, con lo que no parece sino haber sido, a lo largo de la película, una suerte de larga introducción para atraer al corredor a formar parte de la banda dirigida por Reagan que ha planeado un golpe para el que la banda necesitaba un conductor profesional. Recogidos todos los cabos que se han sembrado en la película a través de las informaciones arrancadas por los asesinos, el desenlace final tiene la virtud de no dejar ninguno suelto, además de contribuir a  una plasmación de la violencia cuyo final le parecerá a más de un espectador, muy de actualidad. Porque la película en modo alguno, como los buenos clásicos, excepción hecha de los aspectos circunstanciales propios de su época, se ve como una película envejecida o trasnochada, sino como un poema visual modernísimo, no solo por el gusto de Siegel a la hora de alternar los primeros e incluso primerísimos planos de la relación amorosa, sino los planos generales en los que se consuma la acción. No es, ciertamente, un director que deja indiferente.